Capítulo 13
La Navidad había llegado. Un aire de celebración y entusiasmo comenzó a inundar las calles de Winter Garden a medida que todo el mundo se preparaba para la fiesta religiosa. Los cantantes de villancicos se situaban en la plaza de vez en cuando para entretener a todo aquel que pasaba por allí, las campanas sonaban desde la iglesia, y los niños hacían estallar los petardos y recogían ramas de pino y de acebo para colgarlas en las repisas de las chimeneas y en la entrada de las puertas.
Madeleine se había pasado toda la semana preparando bonbons, ricas bolas de chocolate francés envueltas en papel decorado, para entregárselos a los lugareños. Aquellos que no consideraban extraño que hubiera una francesa entre ellos aceptaban el chocolate encantados y la recibían con agrado. Otros, entre los que se incluían, por supuesto, lady Claire Childress y Penélope Bennington-Jones, recogían los bombones por medio de desabridos mayordomos que se los agradecían con cordialidad y le informaban de que su señora no estaba en casa. Al parecer, Desdémona seguía escondida, aunque el hecho de estar embarazada era una excusa de lo más conveniente para negarse a ver a las visitas, desde luego.
La investigación que llevaba a cabo junto con Thomas seguía adelante, aunque despacio. Habían pasado dos semanas desde su encuentro con el barón y durante ese tiempo ni Thomas ni ella habían averiguado nada nuevo. Habían paseado muchas veces junto al lago por la noche sin ver ni oír nada en la gélida oscuridad. A Madeleine le daba la impresión de que Thomas estaba a la espera de algo, aunque no habría sabido explicar por qué, ni siquiera ante sí misma. Parecía contentarse con vivir en la casita con ella y descubrir por casualidad las pistas relacionadas con la operación de contrabando de opio, en lugar de investigarlas. Él no tenía prisa alguna por concluir la investigación y, con cierto recelo ante su propia pereza, si podía llamarla así, Madeleine se dio cuenta de que ella tampoco la tenía. Disfrutaba de la compañía de Thomas cada día más y, por supuesto, Inglaterra suponía un cambio de lo más refrescante para ella. Aunque las raíces de su trabajo seguían en Francia, ése era su hogar; ése era el lugar al que pertenecía, aunque fuera en su mente y en su corazón. Utilizaría cualquier excusa para permanecer en suelo británico tanto tiempo como le fuera posible.
Thomas y ella habían llegado a conocerse mejor durante las dos últimas semanas, aunque solo de una manera superficial. Solían pasar el día juntos leyendo o escribiendo cartas, paseando por el pueblo o haciendo visitas, jugando al ajedrez o conversando por las noches. Aún se negaba a hablar de sí mismo, así que ella no fisgoneaba, pero charlaba con frecuencia sobre su hijo, a quien quería muchísimo. Madeleine se moría por preguntarle acerca del accidente que le había causado las lesiones, aunque algo en su interior que no lograba identificar la instaba a guardar silencio. Sabía que él revelaría más de sí mismo a su debido tiempo. Por alguna razón inexplicable, sentía que todavía pasarían mucho más tiempo juntos. Y, desde luego, ella no tenía ninguna prisa por escapar de su presencia.
Eso, en cierto modo, la preocupaba mucho. Aunque le encantaba mantener una relación sexual con Thomas, no podía permitir que se convirtiera en algo más. Se negaba a echarlo de menos más de lo normal cuando se marchara. No quería terminar herida, ni tampoco herirlo a él, por supuesto. No tenía claro lo que Thomas sentía por ella, pero comenzaba a sospechar que los sentimientos de aquel hombre eran mucho más profundos que los suyos. Algunas veces lo pillaba mirándola fijamente con una expresión de intenso anhelo en sus rasgos masculinos y complejos; y sus ojos revelaban pensamientos y emociones que él se negaba a pronunciar.
Todavía no se habían convertido en amantes, al menos en el pleno sentido de la palabra, y el deseo que Thomas le inspiraba crecía día a día. Por más que había intentado atraerlo, él no había vuelto a abrazarla desde aquella memorable noche en la cocina, cuando le había entregado todo sin recibir nada. Se habían besado apasionadamente en dos ocasiones, pero ambas veces él se había detenido antes de que el deseo los arrastrara. Madeleine se había mostrado impaciente aunque considerada, y él no la había presionado.
A esas alturas ya estaba harta. Lo deseaba con desesperación y esa noche se aseguraría de que ambos disfrutaran del placer físico, sin importar lo que tuviera que hacer para engatusarlo. Estaban en Nochebuena, una noche para la entrega, para la generosidad.
—Me gustaría saber cómo llegaste a convertirte en una espía del gobierno británico.
Ese súbito comentario la sacó de sus pensamientos. Estaban sentados en el sofá que había frente a la chimenea, tomándose un brandy y disfrutando del calor del fuego después de la deliciosa cena a base de ganso asado relleno de cebolla y salvia, cóctel de frutas, pudín de pasas y dulce de chocolate, cuyas sobras terminarían al día siguiente, después de la misa de Navidad. Era casi medianoche, y en las dos últimas horas Thomas le había hablado sobre muchas de las investigaciones anteriores que había realizado para la Corona, todas ellas en Inglaterra. Ella lo había escuchado con embeleso… siempre que su mente no se perdía en ensoñaciones sobre ese magnífico cuerpo que se encontraba a escasos centímetros de sus manos. Era un hombre fascinante pese a su reserva, y había hecho mucho por la causa inglesa en la última década. Supuso que en esos momentos le tocaba a ella. Lo miró a los ojos con una sonrisa y sujetó con más fuerza la copa que sostenía en su regazo para obligarse a no tocarlo.
—Me temo que en comparación con sus historias, monsieur Blackwood, la mía es bastante aburrida.
—Compláceme —insistió él antes de darle un sorbo al brandy.
Madeleine lo observó sin tapujos. Los gruesos y largos músculos de los muslos tensaban los pantalones negros y su amplio pecho se marcaba bajo la camisa de seda, lo que la hacía preguntarse cómo era posible que, con semejantes lesiones, ese hombre fuera capaz de mantenerse tan en forma. Fuera lo que fuera lo que hacía, funcionaba, porque a ella le costaba un esfuerzo mayúsculo resistirse a él en cualquier plano (ya fuese intelectual, físico o incluso emocional), y eso la preocupaba bastante.
Los labios masculinos se curvaron hacia arriba en un gesto que parecía suplicarle que los besara… Madeleine se aclaró la garganta y contempló el líquido ambarino de la copa que mantenía en su regazo.
—Mi infancia no fue de las mejores, Thomas. Mi madre me detestaba, aunque solía serle útil como sirvienta. Cuando tenía dieciséis años comencé a bailar en los escenarios siempre que tenía un rato libre, lo que no ocurría muy a menudo, para ganar un poco de dinero. Me negué a considerar la prostitución, sobre todo porque ya había visto lo que eso le había hecho a mi madre. Quería ser capaz de mantenerme a mí misma y carecía de otras habilidades.
—¿Tu madre era prostituta? —la interrumpió con voz queda.
Madeleine hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No a cambio de dinero, y no a modo de empleo. Pero intercambiaba favores sexuales por opio cuando lo necesitaba y no podía permitírselo. A menudo lo hacía en la habitación de al lado, y yo lo escuchaba todo.
Thomas no comentó nada con respecto a eso, de modo que continuó.
—Al principio no ganaba mucho como bailarina, pero puesto que los obscenos comentarios que recibía de los tipos lascivos me importaban un comino, seguí haciéndolo y conseguí ahorrar casi todo el dinero… aunque solo gracias a que mi madre no sabía nada. Se habría quedado con todo de haberse enterado. Después de cuatro años, conseguí lo suficiente para marcharme y, a la edad de veinte años, la abandoné —Suspiró ante los dolorosos recuerdos—. Ella me odió por eso, Thomas. Me gritó un montón de improperios mientras cerraba la puerta, y no porque me amase o se preocupara por mi bienestar, sino porque ya no estaría allí para despertarla cuando se emborrachara, para lavar y remendar sus ropas o para cocinar y limpiarle la casa. Hace nueve años que no la veo, y para ser sincera debo admitir que no la he echado de menos ni un solo día.
Thomas cambió de postura en el sofá para sentarse un poco más cerca de ella, así que Madeleine pudo percibir mucho mejor esa limpia esencia masculina que lo caracterizaba, y también lo mucho que se le ajustaban los pantalones a las caderas y a los muslos cuando se movía. Apretó la copa con fuerza y bebió un nuevo trago de brandy.
—Nadie te ha amado nunca, ¿verdad, Madeleine?
Ella se quedó inmóvil con la copa apretada contra el labio inferior, pero cuando observó aquellos ojos color miel que la miraban con comprensión y ternura, sintió que se le encogía el corazón. Thomas extendió una mano y tomó unos cuantos mechones de su cabello entre los dedos para frotarlos con suavidad.
—La única persona que me amó de verdad fue mi padre —contestó con serenidad, hechizada. Él estudió su rostro.
—Supongo que para una niña debe de ser muy duro perder a su padre a una edad tan temprana y quedarse sin nadie.
Su empeño por discutir asuntos tan personales de su vida la incomodó un poco. El tema era demasiado perturbador; los recuerdos, demasiado dolorosos.
—Lo vi solo en unas pocas y maravillosas ocasiones, pero creo que la posibilidad de que algún día me sacara de Francia y me llevara de vuelta a Inglaterra, la tierra que yo consideraba mi verdadero hogar, fue lo que me mantuvo feliz todos esos años. Cuando descubrí que había muerto, algo en mi interior murió con él. Fue como si me hubieran robado todos mis sueños y esperanzas —Intentó por todos los medios parecer indiferente, mantener la ira a raya, tal y como había hecho durante años—. A partir de ese momento —concluyó con cierta frialdad—, tomé el control de mi vida. La vida que llevo hoy en día es lo que yo he hecho de ella. Me niego a ser infeliz.
Thomas asintió con la cabeza sin apartar la vista de los mechones de cabello, que había alzado un poco para poder observarlos a la luz del fuego.
—Mis padres me amaban —dijo con voz grave y ensimismada—. Pero hace ya muchos años que murieron, de modo que solo recuerdo los momentos felices y memorables. William me quiere más de lo que puede explicarse con palabras, aunque lo cierto es que soy su padre y su único pariente con vida. Mi mujer me tenía mucho cariño, pero el nuestro fue un matrimonio concertado. Era una prima lejana mía, y ambos sabíamos desde muy temprana edad que un día nos casaríamos. Yo la amaba de la misma forma que ella a mí. Su muerte me resultó muy dura porque la conocía de toda la vida —Tenía un brillo intenso en la mirada cuando la clavó en sus ojos—. Supongo que recibí mucho más afecto que tú mientras crecía, aunque al igual que tú, Maddie, nunca me he sentido amado de verdad.
Por una mujer, quería decir. Madeleine sintió un nudo en el estómago de nuevo, así que dio otro sorbo al brandy. Thomas estaba tan concentrado en ella que le provocaba una extraña mezcla de nerviosismo, anticipación y entusiasmo.
Necesitaba comprender quién era ella. Ya sabía lo que era, pero no quién. Las fuerzas de su pasado le habían dado forma, la habían moldeado para convertirla en una mujer fuerte e independiente; y esa independencia era más importante para ella que cualquier amor que pudiese haberse perdido. Dado que no era de las que bebían demasiado, Madeleine dejó la copa, aún medio llena, sobre la mesita de té que tenía delante. Thomas le soltó el cabello, pero dejó el brazo sobre el respaldo del sofá, con la mano cerca de su hombro.
—Cuando me marché de Francia a los veinte años —continuó ella en un intento por volver a retomar el tema de conversación original—, vine de inmediato a Inglaterra para conocer a la familia de mi padre. Me aceptaron con lo que podría denominarse una «cálida reserva», pero jamás llegaron a considerarme una de ellos. Fueron educados, aunque… comedidos. Me quedé allí tres semanas y me marché sin ninguna pena para dirigirme al Ministerio del Interior en busca de trabajo.
La boca de Thomas se frunció un poco, y eso la hizo sonreír.
—Lo sé —admitió al tiempo que se frotaba la frente con la palma de la mano—.
Lo pienso ahora y me admiro de mi propia audacia. Los encargados estuvieron a punto de echarme del edificio entre carcajadas. Pero insistí y logré ver a sir Riley tres veces en otras tantas semanas. Cuando el último intento no consiguió ganar su… respeto incondicional, y se negó de nuevo a contratar a una mujer (y a una francesa, nada menos), regresé a Francia y juré ayudar a los ingleses por mis propios medios. Eso fue hace nueve años, aunque parece que fuera ayer. En tres años me abrí camino en la clase alta francesa y averigüé todo cuanto pude para ayudar a la causa británica, pequeños retazos de información que le transmitía a sir Riley con el saludo: «Un afectuoso recuerdo de la francesa» —Entrecerró los ojos con picardía—. Él sabía quién era yo, y me divertía esa pequeña muestra de poder. Vivía la vida de una dama de la alta sociedad parisina, asistía a las fiestas adecuadas y me convertía en la devota amante del caballero apropiado cuando así lo decidía. Me convertí en la persona que deseaba ser y nadie lo cuestionó. Al final, llegué a ser mucho mejor actriz que mi madre, sin lugar a dudas.
Madeleine miró a Thomas sin reservas para ver si le asombraban sus revelaciones, pero él permanecía inexpresivo e inmóvil mientras la escuchaba con atención. Parecía sentir verdadera curiosidad, como si le importara lo que decía, y ella tuvo la certeza de que no la juzgaría.
—Seguí bailando de vez en cuando en mugrientas salas llenas de humo donde hombres sudorosos y borrachos me lanzaban monedas y me hacían gráficas sugerencias sexuales a la cara con la esperanza de obtener mis favores. Mantuve ambas identidades separadas, y por fortuna para mí, las personas influyentes con las que me relacionaba durante el día no eran las mismas que frecuentaban los clubes de baile por las noches. Todavía necesitaba esos ingresos y sabía que con el tiempo recibiría un mensaje de sir Riley en el que se me informaría de que había sido aceptada como uno de vosotros.
Thomas cruzó las piernas.
—Un poco ingenuo por tu parte, ¿no crees?
Ella encogió uno de los hombros.
—Sí, era bastante ingenua, pero también confiaba mucho en mí misma.
Él le devolvió la sonrisa antes de darle otro sorbo al brandy.
—Continúa.
Madeleine titubeó un instante y disfrutó del agradable silencio mientras elegía con cuidado las palabras que diría a continuación. Al final optó por ser franca.
—A principios de julio de mil ochocientos cuarenta y tres, mientras yacía desnuda en la cama de un diplomático francés viudo, él mencionó de manera accidental (y desafortunada para él) que Claude Denis Boudreau y Bernard Chartrand, dos importantes prisioneros políticos, iban a ser trasladados directamente desde los juzgados londinenses hasta Newgate y que estaban planeando liberarlos durante el trayecto, por la fuerza si era necesario —Se irguió con aire satisfecho y enlazó las manos sobre el regazo en un gesto de lo más pulcro. Su sonrisa se volvió maliciosa—. Era justo el tipo de noticia que había estado esperando y estaba claro que no podía enviarle un mensaje a sir Riley con una información tan importante. La cuestión de tiempo era crucial, de modo que fui a Londres en persona un par de días y aguardé durante horas en el gélido y tétrico edificio de oficinas antes de que él se dignara a verme. Pareció sorprendido y en cierto modo divertido por mi presencia, aunque creo que también impresionado por mi discreción y mis averiguaciones acerca del fiasco inminente.
Cuando me enteré de que los franceses implicados en la conspiración habían sido arrestados y de que Chartrand y Boudreau fueron trasladados a prisión sin más contratiempos, supe que me había ganado la aprobación de sir Riley. Tres días después, el dos de agosto, uno de nuestros asociados en París se puso en contacto conmigo de manera no oficial cerca de mi casa. En menos de veinticuatro horas me había convertido en Madeleine DuMais, viuda del legendario George DuMais, y fui enviada de inmediato a Marsella para comenzar mi carrera como informante en el campo del comercio de contrabando —Hizo un movimiento rápido con la muñeca—. Y para cualquier otra cosa que pudiera surgir.
—Eres bien conocida en el ministerio —señaló Thomas, divertido—, y enormemente admirada.
Madeleine ya lo sospechaba, pero oírlo decir por primera vez, y con esa voz que habría jurado estaba llena de orgullo, le provocó un nudo de emoción en la garganta.
—¿Aunque sea francesa? —preguntó con expresión tímida.
—Sobre todo porque eres francesa.
Ése era el mayor cumplido de todos. Tras inclinarse hacia él, le apoyó la mano en el hombro y se lo apretó con suavidad, sintiendo la piel cálida bajo la suavidad de la seda.
—Adoro mi trabajo, Thomas —confesó en un tono apasionado—. Es lo que soy, y no solo lo que hago. Si hay algo que he aprendido en veintinueve años es que el amor es efímero, pero lo que eres no lo es. Decidí convertirme en espía para el gobierno inglés porque eso es lo que soy y lo que he sido siempre. Me sentiré a gusto con eso de por vida y no necesito ninguna otra cosa para darle sentido a mi existencia.
Él se limitó a mirarla sin decir nada durante un buen rato; parecía meditar sobre el propósito que yacía tras sus comentarios, en un intento quizá por relacionar a la mujer que conocía con el pasado que ella tanto despreciaba. Luego ladeó la cabeza como si hubiera algo que no entendía. Frunció un poco el ceño y entrecerró los ojos como si quisiera ver a través de ella; a Madeleine le dio la impresión de que intentaba atisbar qué había en los recovecos de su alma.
Eso la puso algo nerviosa, de modo que retiró la mano de su hombro y se apartó un poco de él.
—Creo, Maddie —dijo con voz serena—, que consideras el amor algo efímero porque en realidad jamás has permitido que te llegue aquí… —Le acarició la frente con la yema de los dedos—. Ni aquí —Bajó la mano muy despacio a lo largo de su cuello para colocarla al final sobre su corazón, entre ambos pechos—. Hasta el día en que lo permitas, serás una excelente espía para la Corona, una buena amiga para aquellos que te importan, una respetable ciudadana francesa por fuera y una honorable inglesa por dentro, pero jamás sabrás quién eres hasta que admitas que te valoran por algo más que lo superficial, que te aman.
Su cuerpo se quedó inmóvil, a excepción de los diminutos temblores que sacudieron su vientre y sus extremidades. Estaba claro que él no entendía sus anhelos, sus sueños ni sus ambiciones, pero ella tampoco lo entendía a él. Hablaba con rodeos, tal y como hacían casi todos los hombres que conocía, en especial cuando se conversaba sobre el amor.
—Nadie me ama, Thomas —dijo en tono serio a modo de explicación—, y me siento feliz y contenta. Mi trabajo es mi vida. Es gratificante y satisfactorio. No necesito nada más.
Él respiró hondo y después soltó el aire muy despacio, sin apartar aún la mano de su pecho.
—Jamás sabrás si te aman o no, ya que no te lo planteas. Tu trabajo lo es todo para ti porque es algo seguro, Madeleine. No puede decepcionarte ni abusar de ti, como tu madre. No puede morir y dejarte sola y preocupada, como tu padre. El amor puede hacer esas cosas, pero una profesión no.
Se acercó tanto a ella que Madeleine pudo percibir la extraordinaria calidez que se desprendía de su cuerpo y el reflejo de la luz del fuego en las pupilas de sus ojos.
—Una profesión paga las deudas —susurró él con voz ronca al tiempo que le frotaba el hombro con los dedos— y satisface tus necesidades de éxito personal y de hacer algo para mejorar la sociedad. Pero el amor te llena el alma con algo extraordinariamente gratificante. Si mueres sin experimentarlo, te perderás la única alegría auténtica de la vida.
Madeleine sintió que se le detenía el corazón. Durante más de un segundo. Y después se le aceleró, algo que sin duda él pudo notar bajo su palma.
Hablaba con suma seriedad, y su expresión era calculadora y desafiante. Peligrosa. Una pequeña parte de ella quiso huir, librarse de su presencia y regresar a la seguridad de su dormitorio, incluso a su hogar en Francia. Sin embargo, una parte mucho más importante, la parte intrépida e irracional, deseó acercarse a él, hundirse entre sus brazos y besarlo con fuerzas renovadas y el deseo de algo más; esa parte de ella deseó no alejarse nunca de él.
Él también lo percibió, o tal vez vio la indecisión dibujada en su expresión, porque alzó la mano de repente y trazó el contorno de sus labios con el pulgar.
A Madeleine le flaquearon las fuerzas y, al ver que iba a perder la batalla, se rindió a sus caricias.
—Tengo algo para ti —murmuró él, rompiendo el hechizo—. Un regalo de Navidad.
Ella no apartó la vista de sus hermosos ojos; estaba tan abrumada por su estado de ánimo y su preocupación, por su obvia masculinidad, que no tenía la menor idea de qué decir.
A regañadientes, Thomas se apartó de ella y se puso en pie. Apuró lo que le quedaba de brandy de un solo trago y después desapareció por la escalera que conducía hasta su habitación. Cuando regresó instantes más tarde, traía en las manos una enorme caja atada con un lazo de satén azul.
Madeleine estiró las manos para cogerla, invadida por una extraña mezcla de sensaciones: agradecimiento y estupefacción. Desasosiego.
Él vaciló un poco antes de soltarla.
—¿Me prometes que te lo quedarás?
El profundo tono de barítono de su voz la instaba a no desafiarlo, de modo que ella compuso una expresión inocente y sonrió de oreja a oreja.
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Tras dejar escapar un bufido, Thomas soltó la caja y se sentó junto a ella de nuevo, aunque más cerca esta vez: había colocado el brazo en el respaldo del sofá, por detrás de sus hombros, y sus rodillas se rozaban.
Madeleine desató el lazo a toda prisa y lo dejó a un lado antes de levantar la tapa de la caja. Lo que vio la dejó sin palabras.
Dentro había una gruesa pelliza, tan suave y blanca como el plumaje de un cisne, rematada con un exuberante ribete de marta cebellina. Cogió la prenda por los hombros y la sacó de la caja con mucho cuidado antes de ponerse en pie para colocársela sobre el pecho y probársela por encima. La pelliza, cara y hecha a medida, era una prenda ajustada con seis grandes botones negros que servían para cerrarla desde el cuello hasta las rodillas, dejando que el resto del grueso tejido cayera hasta los tobillos. La marta cebellina no solo adornaba las mangas, el cuello y la capucha, sino que también revestía el interior y cubría el largo manguito a juego que seguía en el interior de la caja.
Por un momento, Madeleine no supo qué decir.
—¿Te gusta? —preguntó él, nervioso.
—Ay, Thomas —susurró ella con incredulidad—. Es…
—Hermosa y elegante, y de lo más necesaria —concluyó por ella.
—Sí.
—Como tú —añadió con voz ronca.
Madeleine no podía creer que hubiera dicho eso, ni que hubiera sido tan generoso para regalarle aquella espléndida pelliza.
—¿Compraste esto para mí? —preguntó con un hilo de voz.
Él extendió la mano para acariciar la piel de marta.
—Necesitabas algo más abrigado que una capa de viaje. Tenía un poco de dinero ahorrado y quise gastarlo en ti.
Era lo más conmovedor que nadie había hecho por ella en mucho, mucho tiempo.
—Thomas… —comenzó a decir antes de dar una honda bocanada de aire—. Thomas, es un regalo maravilloso…
—Y dijiste que te lo quedarías, así que me siento de lo más satisfecho.
La había arrinconado, pero Madeleine tenía otra excusa razonable.
—Solo podré utilizar una pelliza así en Inglaterra, este invierno. Me temo que después no me serviría de mucho.
Los labios de Thomas se curvaron en una sonrisa pícara; el cabello se rizaba sobre su frente y sus ojos despedían fuego. De pronto parecía un pirata que calculaba con sagacidad su valía.
—Puede que te quedes en Inglaterra mucho más tiempo del que crees, Maddie.
Esas palabras, que brotaron de su boca como si de lava se tratara, la dejaron sin aliento y desencadenaron una oleada de deseo en su interior. Allí sentado en el sofá, sin despegar los ojos de ella, exudaba una sexualidad intensa y primaria que la abrasaba hasta los huesos y que era imposible pasar por alto.
—Yo también tengo un regalo para ti —le dijo en un delicado ronroneo.
Thomas enarcó las cejas, sorprendido.
—¿De veras?
Madeleine dobló la prenda con esmero y la metió en la caja antes de colocar esta última en la alfombra, bajo la mesita de té. Luego volvió a girarse hacia él con los brazos en jarras.
Thomas aguardaba con paciencia y sin dejar de observarla, de manera que ella decidió tomar la iniciativa.
Comenzó a desabotonarse el cuello del vestido muy despacio, y los ojos masculinos descendieron para seguir los movimientos. Thomas se removió con incomodidad en su asiento.
—¿No estás precipitando las cosas un poco? —inquirió con cierta ironía.
Madeleine se dio cuenta al instante de que no se había negado; no le había dicho que se detuviera ni que tenía algo más importante que hacer. Ladeó la cabeza y dejó escapar una risa suave y gutural.
—Te prometo que no me aprovecharé de ti, Thomas.
No tenía intención de desnudarse por completo, dado que no creía que fuese el momento oportuno. Se colocó a horcajadas sobre él, con las rodillas apoyadas a ambos lados de sus caderas y las faldas alzadas hasta los muslos, y comenzó a frotar su sexo contra la enorme dureza que se apreciaba bajo sus pantalones. Eso le reportó una buena dosis de satisfacción inmediata: él estaba preparado para tomarla y todavía no habían hecho nada.
—Algún día, señor Blackwood, pienso verlo completamente desnudo.
—Algún día, mi dulce Madeleine, pienso permitir que lo hagas.
Con una sonrisa, Madeleine se abrió la parte superior del vestido para dejar al descubierto la fina camisola de lino.
—Éste es mi regalo —le dijo a modo de invitación.
Acto seguido, se inclinó hacia delante y lo besó de manera apasionada. Thomas la aceptó de inmediato y la rodeó con los brazos para estrecharla, jadeando a causa del deseo.
Mientras enterraba los dedos en el suave cabello masculino, Madeleine trazó el contorno de sus labios con la lengua y después la introdujo hasta el fondo en su boca. Soltó un leve gemido cuando Thomas comenzó a succionársela y a acariciarle la espalda y las caderas. Después, él subió las manos para cubrir sus pechos por encima de la camisola y le acarició los pezones con los pulgares hasta que se convirtieron en dos puntos deliciosamente sensibles.
Consumida por la lujuria, Madeleine empezó a moverse arriba y abajo sobre el miembro erecto al tiempo que lo besaba con desesperación y le acariciaba los pómulos con los pulgares sin apartar las manos de su cabello. Thomas le apretó y le masajeó los pechos como si encajaran a la perfección en sus palmas. Respiraba con dificultad y su quedo suspiro se mezcló con el de ella.
Cuando bajó las manos hasta los muslos, ella dejó de aferrado con tanta fuerza para darle a entender que tenía su permiso. Thomas aceptó su invitación y deslizó las manos hacia arriba bajo el vestido. La piel de sus palmas le abrasó las piernas desnudas en el momento del contacto.
—Dios, Maddie —dijo entre dientes tras separarse un poco—, no llevas nada de ropa…
Debajo del vestido no, pensó ella con una sonrisa para sus adentros antes de besarle el cuello, la cara, la barbilla y los labios.
—Sube las manos y descubrirás que tu regalo no tiene ningún envoltorio, Thomas —susurró contra la cálida mejilla cubierta por una barba incipiente—. Te ha estado esperando durante todo el día.
Con un gruñido de auténtico placer, Thomas hizo lo que le había pedido muy despacio; tan despacio que ella creyó que moriría de deseo… o que tendría que agarrarle las manos y obligarlo a ponerlas allí donde más las necesitaba.
Cuando por fin situó los dedos entre los rizos de su entrepierna, Madeleine se apoderó de nuevo de la boca masculina con un gemido y lo besó con intensidad, invitándolo con su cuerpo a indagar y descubrir.
Y él aceptó la invitación. De pronto, el pulgar de Thomas encontró la pequeña protuberancia de carne, ya cálida y húmeda, y comenzó a acariciarla.
Cambió de postura bajo ella para poder sentirla más íntimamente y después alzó la otra mano hasta su pecho para pellizcar el pezón con suavidad y deslizar la uña sobre la punta.
Madeleine jugueteó con su boca, enterró los dedos en su cabello y luego bajó las manos hasta su pecho a fin de sentir los abultados músculos, duros y esbeltos, y esa piel caliente bajo la seda.
Los juegos se habían acabado. Estaba preparada a fin de seguir adelante.
Con el cuerpo en llamas, se apartó de él y se incorporó para recuperar el aliento. Lo miró a los ojos a fin de observar la pasión que lo embargaba mientras mecía las caderas contra la erección y ese delicioso dedo que la acariciaba.
Thomas tenía los ojos vidriosos, cargados de necesidad y de súplica.
Madeleine bajó la mano hasta los botones de su pantalón, pero en esa ocasión él la ayudó a desabrocharlos con rapidez. Se alzó lo justo para permitir que se los bajara hasta los muslos y dejar al descubierto su enorme y rígido miembro, y después, por fin, colocó muy despacio su sexo húmedo encima de él.
Ese contacto tórrido, abrasador y empapado de la esencia y las sensaciones propias del sexo estuvo a punto de llevar a Thomas más allá del abismo. Pero se negó a cerrar los ojos y a aceptar el placer sin prolongar el momento de diversión. Contempló el delicioso rostro femenino, tan seductor y excitado, y acto seguido volvió a colocar el pulgar en el lugar donde debía estar, en esa pequeña protuberancia que encerraba el núcleo de su deseo.
La acarició con suavidad, muy lentamente, mientras ella lo miraba desde arriba con las mejillas sonrojadas y una expresión que lo instaba a reunirse con ella en la creciente marea de pasión.
Pero en ese momento, Madeleine hizo algo inesperado. Alzó una mano para deshacerse la trenza del pelo y la otra para cubrirse uno de los pechos, aún oculto bajo el fino tejido de lino. Comenzó a rodearse el pezón con los dedos, a pellizcarlo y a frotarlo, sin dejar de mirarlo a los ojos.
Thomas, que jamás había visto a una mujer hacer algo así, se quedó sin aliento; tragó saliva y apretó los dientes con fuerza en un intento por mantener el control. Esa noche tenía la intención de llegar al orgasmo dentro de ella, de sentirla por completo; no quería terminar antes de tiempo, antes de proporcionarle algo a cambio.
Madeleine le cogió la mano libre y se la colocó sobre un pecho mientras seguía acariciándose el otro. Estaba tan húmeda allí donde la estimulaba con el pulgar, tan hermosa… Echó la cabeza hacia atrás con un gemido y comenzó a moverse más rápido sobre su erección.
—Ahora, Maddie —insistió él con un ronco susurro. Y mi mayor deseo estará a punto de cumplirse, añadió para sí.
Ella sabía a qué se refería. Levantó las caderas, bajó la mano para encerrarlo entre sus dedos y colocó el extremo de su miembro en el húmedo orificio de entrada.
—He esperado esto durante años —murmuró Thomas; cerró los ojos sin saber si lo había dicho en alto o no, pero incapaz de detenerse.
Sin decir nada, Madeleine descendió con mucho cuidado, introduciéndolo centímetro a centímetro en ese lugar del paraíso en el que los sueños se vuelven realidad. Sus sueños. Estaba tensa, caliente y preparada. Un pequeño suspiro escapó de los labios femeninos cuando lo tomó por entero.
—Perfecto —dijo ella con una voz cargada de anhelo.
Esas palabras le llegaron al alma.
—Perfecto —repitió él.
Lo envolvía por completo y los músculos internos se cerraban en torno a él de una forma maravillosa, como si lo acariciaran. Se habría quedado dentro de ella para siempre si eso fuera posible. Si ella se lo permitiera.
Madeleine empezó a moverse con mucha delicadeza. Thomas siguió su ejemplo y volvió a acariciarla entre las piernas al tiempo que establecía el ritmo. Ella se echó hacia delante y le dio un beso que le robó el aliento y lo dejó jadeante de deseo.
Ella comenzó a emitir pequeños gemidos guturales al tiempo que se movía más rápido para frotarse contra su pulgar y contra el hueso púbico, ya muy cerca del clímax. Se apartó de él de repente y Thomas abrió los ojos, ya que deseaba verla en esa ocasión. Demoraría su propio placer a fin de poder observarla en toda su belleza cuando llegara al orgasmo.
Algo que no tardaría en suceder.
Madeleine empezó a jadear y a gemir una y otra vez mientras se frotaba contra su dedo y se cubría los pechos con las manos para juguetear con los pezones.
Thomas no había presenciado una imagen más erótica en toda su vida. Estaba a punto de llegar al orgasmo, y ella estaba precipitando las cosas sin proponérselo siquiera.
De pronto, Madeleine abrió los ojos y le apretó las piernas con los muslos.
—Estoy a punto, Thomas. A punto. Por favor, por favor, por favor…
Soltó un grito grave y gutural que traspasó las paredes de la casa y lo conmovió hasta la médula. Sintió al instante cómo se contraían sus músculos internos en torno a él, llevándolo con ella hasta ese maravilloso y placentero abismo. Madeleine se sacudió contra su cuerpo, pero él no dejó de atormentarla con el pulgar. Ella comenzó a mover la cabeza hacia los lados mientras se pellizcaba los pezones con los dedos y se acariciaba los pechos con las palmas, y Thomas no pudo soportarlo más.
Le aferró los muslos firmemente con ambas manos.
—Voy a correrme, Madeleine. Voy a correrme contigo…
Y eso hizo. Soltó un gemido que salió desde lo más profundo de su garganta y ella se apartó para que se derramara la semilla sobre el abdomen en palpitantes oleadas. Después se colocó de nuevo sobre su erección y comenzó a moverse sobre él y a rotar las caderas durante unos maravillosos momentos, hasta que el placer se apagó y lo dejó completamente saciado.
A la postre, Madeleine dejó de moverse y se inclinó hacia delante para besarlo mientras le rodeaba el cuello en un dulce abrazo. Thomas le devolvió el beso y alzó las manos para acariciarle el cabello. Poco después, ella se acurrucó contra él y escondió el rostro en su cuello, donde su cálido aliento le rozaba la piel.
Thomas clavó la vista en el moribundo fuego. Tenía a la mujer que amaba entre los brazos, y era uno de los momentos más tristes de su vida.