Capítulo 20

«No quiero que te marches, Madeleine.»

Esas palabras no dejaban de resonar en sus oídos como una incansable campanilla, unas veces hermosa y otras molesta. Como las que sonaban en esos momentos a lo lejos, mientras paseaba aprisa sobre la fina capa de nieve y se alzaba con cuidado el vestido y la pelliza para acudir a la misa matinal de los domingos.

Se había despertado en la cama de Thomas apenas una hora antes, acurrucada entre sus brazos como si ése fuera el lugar al que pertenecía, como si no fuera a marcharse nunca. Fue entonces, una vez que los placeres de la noche se habían disipado por completo, cuando comprendió que esa idea era peligrosa.

Estaba claro que debía marcharse. Con el tiempo. Debía hacerlo, ya que no podía permanecer en Inglaterra solo para… ¿Para qué? ¿Para casarse con él? Era una idea absurda, aunque no precisamente desagradable. Aun así, le resultaba sorprendente que se le hubiera ocurrido una idea así, dado que jamás se había considerado del tipo de mujeres que se casan. ¿Se conformaría con establecerse como su amante en Eastleigh mientras ambos trabajaban como espías? Eso era ridículo. Jamás la aceptarían en ese país, ni como su esposa ni como su amante, y además tenía su trabajo en Francia. Allí era donde más necesitaban su talento y su experiencia, no en Inglaterra. Al menos, no de manera permanente. Thomas debía de saberlo; debía de saber desde un principio que cualquier relación entre ellos tendría una vida muy corta. Lo único que deseaba Madeleine era que ese conocimiento no la desgarrara por dentro, como ocurría cada vez que se le venía a la cabeza… algo que de un tiempo a esa parte ocurría con bastante frecuencia.

La noche anterior había sido increíble, se dijo con una sonrisa que no pudo disimular y que esperaba que no vieran las damas de Winter Garden con quienes se encontraría en unos minutos. Thomas la había deseado tanto, se había mostrado tan atento, tan tierno, tan… enérgico. Le había hecho el amor cuatro veces en otras tantas horas y, para alguien con casi cuarenta años, eso era una especie de récord, seguro. Después de pasar más de media década sin estar con una mujer estaba impaciente por recuperar el tiempo perdido. Ella se había rendido a su necesidad y había quedado satisfecha más veces de las que podía contar… o de las que quería contar, lo mismo daba. Al final, saciados y felices, se habían dormido en su cama acurrucados el uno junto al otro, absorbiendo la calidez y la absoluta devoción del otro, hasta una hora antes, cuando Madeleine se había despertado con una extraña idea, una teoría que la angustiaba y que quería resolver cuanto antes. Por eso se dirigía nada menos que a la iglesia en esa fría y nublada mañana de invierno.

Esa idea se le había ocurrido después de considerar su propia y egoísta estupidez. Lo primero que pensó al despertar, después de las cuatro horas de sueño que habían seguido a las muchas horas de sexo maravilloso, fue que nunca debería haberle permitido que alcanzara el clímax dentro de ella. Él había estado a punto de retirarse, y lo habría hecho cada una de las veces, pero ella se lo había impedido por alguna razón (o razones) que desconocía. Había deseado proporcionarle una aventura maravillosa que compensara el dolor que había sufrido, que compensara lo inadecuado que se había sentido todos esos años debido a la estúpida idea de que a las mujeres les repugnarían sus lesiones. Con todo, si era sincera consigo misma, tenía que admitir que sus propias razones también incluían sentimientos de naturaleza mucho más compleja que en esos momentos no era capaz de explicar, y que seguramente nunca lograría explicar del todo.

Él habría disfrutado también aunque hubiera estado fuera de ella al llegar al orgasmo. Había sido su propio egoísmo el que había deseado que la penetrara en ese momento. Había experimentado una súbita e inaudita necesidad de observarlo mientras alcanzaba el éxtasis en su interior, y había disfrutado mucho cuando lo hizo. Madeleine jamás había permitido que ningún otro hombre hiciera algo semejante por miedo a quedarse embarazada de un niño que nunca había deseado, pero la noche pasada, con Thomas, eso no le había importado en absoluto.

En esos instantes, mientras el frío de la mañana le caía sobre los hombros y una vez recuperado el sentido común, debía enfrentarse al hecho de que podía llevar en su seno al hijo de Thomas. En el interior de su vientre. Se estremeció ante la mera idea, pero no de repulsión, por sorprendente que pareciera. Temblaba a causa de una extraña calidez, ya que los sentimientos que él albergaba por ella iban mucho más allá de lo superficial y llegaban hasta ese recóndito lugar en el que ella lo necesitaba, ese lugar que anhelaba algo con lo que encerrarlo allí, y Thomas sabía que ese lugar existía. Lo sabía. Si estuviera embarazada de su hijo, él lo amaría de manera incondicional, sin tener en cuenta el hecho de que no estaban casados, su condición de hija ilegítima ni su pasado. Eso también lo sabía sin el menor género de dudas. Si daba a luz a su hijo, Thomas siempre formaría parte de ella, siempre amaría esa parte de ella. Eso era lo que había percibido en el ardor que brillaba en sus ojos cuando llegó al orgasmo, cuando derramó su simiente en lo más profundo de su interior. Era la única razón por la que le había permitido hacerlo en más de una ocasión la noche anterior.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que no se hubiera quedado embarazada, pero de cualquier forma, el tema la preocupaba. En teoría, el embarazo era romántico y espléndido. En la realidad, lo que había hecho era permitir que una extraordinaria noche de pasión le arruinara la vida, y lo sabía muy bien. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!

Le dio una patada a la nieve que tenía delante con la punta del pie y formó una pequeña nube de polvo blanco que se quedó pegada a la piel de marta que ribeteaba el bajo de la pelliza. Tras doblar la última esquina de la calle, relativamente desierta, observó a lo lejos la vicaría y la pequeña iglesia que había detrás (que en esos momentos estaba llena de lugareños ataviados con el traje de los domingos) y alzó la barbilla antes de seguir caminando con elegancia mientras trataba de pensar en otra cosa. No sirvió de nada.

El hijo de Thomas. Si de verdad estaba embarazada, podría quedárselo, y al final llegaría a amarlo. ¿Qué otra cosa podría hacer? Sería un hijo nacido a consecuencia de sus propios errores, y eso lo convertía en su responsabilidad. Y ésa era la idea que la había instado a buscar a Desdémona esa mañana gélida y gris para mantener una conversación bastante personal con ella en un lugar al que la dama no faltaría y en el que ignorar a Madeleine se habría considerado una grosería.

No sabía por qué no se le había ocurrido antes abordar a la dama después de misa, ya que llevaba semanas deseando hablar con ella. Quizá porque le parecía más práctico mantener una conversación con Desdémona en su casa, y también más íntimo; además, Madeleine asistía raras veces a la pequeña iglesia inglesa. Sin embargo, después del destello de lucidez que la había fulminado esa mañana, sabía que no podía malgastar el tiempo acudiendo una vez más a la casa de esa mujer para que le dijeran, como siempre, que había salido, que se sentía indispuesta o que estaba descansando. Hablar en mitad de la calle no era la situación ideal, pero a esas alturas ya no le quedaba elección. Su única esperanza era que Desdémona estuviera allí y que lograra escapar de su madre durante unos minutos. La misa estaba sorprendentemente llena si se tenía en cuenta que el baile de la temporada había sido la noche anterior. No obstante, muchos de los miembros de la clase alta estaban ausentes, como descubrió al sentarse al fondo de la congregación. Escuchó sin el menor interés el sermón que impartía el remilgado Barkley, el reverendo que ya en su primer encuentro le había dejado bien claro que ella sería una fascinante incorporación a la comunidad de Winter Garden, pero que desaprobaba el hecho de que viviera sola con un erudito soltero. Resultaba curioso que permitiera a su hija trabajar para ellos, pero al parecer eso era irrelevante. Y, además, Madeleine era católica de nacimiento, lo que no le granjeaba la simpatía de la gente.

Con todo, se tomó su tiempo para observar a los asistentes y examinó todas las coronillas hasta que dio con la mujer que buscaba en el segundo banco del lado derecho, cerca del torpe aunque diligente coro. Llevaba un enorme sombrero de paja de color azul marino adornado con tres largas plumas del mismo color y atado a la barbilla con un ancho lazo de satén, de manera que el sombrero se inclinaba a un lado lo justo para que su sencillo rostro pareciera atractivo. Penélope no estaba por allí, aunque Desdémona hablaba en susurros con una chica mayor con el mismo color de pelo que estaba sentada a su derecha y que, en opinión de Madeleine, debía de ser una de las dos hermanas de la joven.

Esperó a que el coro terminara de cantar por última vez y después se puso en pie a la vez que Desdémona. Observó que la mujer se giraba en su dirección mientras se habría paso hacia la salida, que se encontraba en la parte posterior de la iglesia.

Por primera vez, Madeleine se tomó un especial interés en la apariencia de la dama y la examinó con detenimiento. Desdémona era una mujer joven, pulcra y bien vestida, pero muy poco atractiva, debido sobre todo a su expresión austera y a que sus ojos azules habían perdido el entusiasmo e incluso la esperanza. Ya se le notaba el embarazo, aunque solo para los más observadores, puesto que la pelliza de lana gris ribeteada de piel de zorro lo disimulaba muy bien. Llevaba un vestido del mismo color que su sombrero, pero Madeleine solo pudo ver el encaje de los puños, pues estos aparecían bajo las mangas.

Tristeza. Ése era el sentimiento que exudaba por cada uno de los poros de su cuerpo. Sus grandes ojos parecían vacíos mientras miraban al frente; su piel, aunque clara, parecía más pálida de lo que debería si se tenía en cuenta su juventud y el rubor natural que acompañaba al embarazo. Madeleine se abrió camino entre la multitud y se situó junto a Desdémona como si hubiese sido un encuentro accidental.

La dama parpadeó cuando giró la cabeza y vio quién caminaba a su lado; aminoró el paso, aunque no se detuvo a saludar.

—Buenos días, señora Winsett —dijo Madeleine con tono agradable al tiempo que se frotaba las manos en el interior del manguito.

Durante un par de segundos, Desdémona pareció desconcertada al verla allí. Después esbozó una leve sonrisa.

—Buenos días, señora DuMais. ¿Conoce a mi hermana Hermione?

Madeleine trasladó la mirada hacia la muchacha que caminaba a la izquierda y un poco por detrás de Desdémona e inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Es un placer conocerla, señorita Bennington-Jones.

—Lo mismo digo, señora —fue la vacilante respuesta.

De constitución fuerte y más feúcha aún que su hermana, Hermione poseía un rostro redondeado y unos ojos castaños saltones que le daban el aspecto de una niña consentida, a pesar de que era evidente que casi alcanzaba la edad casadera.

—¿Dónde se encuentra su madre hoy? —preguntó Madeleine a fin de aclarar las cosas antes de ir al grano. Miró a hurtadillas por encima del hombro con el temor de ver a Penélope caminando a toda prisa en su dirección y señalándola con un dedo acusador ante la audacia de hablar con sus dos hijas.

Desdémona resopló y miró de nuevo hacia delante, con sus delgados hombros erguidos y una mueca en los labios.

—Mi madre se siente algo indispuesta tras la fiesta de anoche y, por supuesto, está un poco cansada a causa de los preparativos para la presentación en sociedad de mi hermana.

—Ah, entiendo. Espero que se mejore pronto —replicó Madeleine, como era de rigor.

—Gracias. Seguro que lo hará.

Caminaron en silencio unos instantes, pero Desdémona no parecía impaciente por escapar de su presencia. A Madeleine le dio la impresión de que la muchacha deseaba su compañía, aunque fuera por un rato.

—¿Ha tenido noticias de su marido? —le preguntó con tono alegre.

Desdémona titubeó antes de responder, aunque trató de disimularlo.

—Me escribió dos veces el mes pasado. En estos momentos se encuentra en Polonia, con el vigésimo segundo regimiento de infantería, en el cargo de inspector jefe de armamento —Miró de reojo a Madeleine—. Puede que a usted no le parezca importante, pero lo es para la causa inglesa. Estoy muy orgullosa.

Madeleine rodeó una morera que había al borde del jardín de la vicaría y se dirigió hacia el sendero, que ya estaba desierto, dado que todos los que habían acudido a la misa regresaban a toda prisa a su hogar para evitar las gélidas temperaturas.

—Estoy segura de que debe de ser muy reconfortante para él saber que usted está a salvo en Inglaterra con su familia mientras espera el nacimiento de su hijo —Fue un comentario de lo más sutil, pero Desdémona se puso rígida al escucharlo. Madeleine miró a Hermione antes de sugerir—. ¿Le importaría que hablara un momento a solas con su hermana?

Desdémona se detuvo al ver que la muchacha más joven fruncía el ceño.

—Madre nos está esperando —contestó Hermione de mala gana mientras paseaba la mirada entre una y otra.

—Y yo no debería pasar mucho tiempo a la intemperie en mi estado —añadió Desdémona con mucho más aplomo.

—Tonterías —replicó Madeleine—. El aire fresco les vendrá muy bien tanto a usted como al bebé, y necesito discutir algo con usted en privado. Es muy importante.

Desdémona no protestó, pero intercambió una mirada con su hermana que sugería cierta preocupación por ambas partes: Desdémona por Madeleine y Hermione por Penélope.

—Le diré a madre que llegarás enseguida, Desi —murmuró Hermione, un poco azorada—. Que tenga un buen día, señora DuMais —Acto seguido, se recogió las faldas y recorrió el camino tan aprisa como lo permitían la nieve y el hielo.

Desdémona la observó durante unos instantes y luego siguió caminando por el sendero, siguiendo Saderbark Road en dirección a la plaza del pueblo.

Madeleine esperó hasta que Hermione estuvo lo bastante lejos para no poder escucharlas y decidió abordar de inmediato el asunto que la había llevado hasta esa apremiante conversación esa mañana en particular.

—No he dejado de preguntarme una cosa —comenzó con un tono de voz que denotaba tanto preocupación como perplejidad—. Usted mencionó en la reunión de té de la señora Rodney hace ya varias semanas que había escuchado rumores sobre luces nocturnas y fantasmas en la propiedad del barón de Rothebury —Chasqueó la lengua—. Resulta que el otro día me di un paseo de noche y vi esas luces. ¿Puede creerlo?

Desdémona se detuvo de golpe y clavó la mirada en ella con una expresión de desasosiego en sus ojos azules e ingenuos.

—¿Qué es lo que quiere, señora DuMais? —inquirió con sequedad.

Tras detectar la alarma en la voz de la muchacha, Madeleine frunció los labios e inclinó la cabeza a un lado en un ademán pensativo.

—El hijo que espera es del barón, ¿no es así, Desdémona? —preguntó en voz queda, sin falsas pretensiones y sin obtener ningún placer por sacar eso a la luz.

Desdémona, pálida, se encogió como si la hubiera golpeado. Abrió los ojos de par en par a causa del miedo, la repulsa hacia los de su propia clase y algo más. Algo parecido al odio.

Un solitario jinete pasó a su lado y les aconsejó con brusquedad no conversaran en mitad de la calle, pero ni Desdémona ni ella le prestaron atención, y tampoco se movieron mientras se miraban a los ojos.

—Eso es una calumnia, señora DuMais —contestó la dama con voz gélida—. Le recomiendo que se lleve sus abominables comentarios de vuelta a Francia.

Madeleine no se sintió en lo más mínimo intimidada ni desconcertada por la amenazadora réplica de Desdémona. De hecho, esperaba algo así. Bajó la mirada al suelo con una leve sonrisa y comenzó a revolver la nieve con la punta del pie, que ya tenía congelada.

—Pero es cierto, ¿verdad? Se reunió con el barón en numerosas ocasiones para sus citas nocturnas, en las cuales él la introducía en su hogar como su amante a través de un túnel que conduce hasta su dormitorio —Levantó los párpados lo justo para observar la mezcla de ansiedad e indignación que lucía el rostro ceniciento de la joven.

De repente, Desdémona se irguió cuanto pudo, apretó los labios y se alzó las faldas en un arrebato de dignidad antes de pasar a su lado.

Madeleine permaneció impertérrita.

—Tengo una proposición que hacerle, Desdémona —dijo mientras observaba cómo se alejaba.

La muchacha no se detuvo.

—Guardaré su secreto si usted guarda el mío.

Con eso consiguió lo que quería. Desdémona aminoró el paso hasta detenerse, aunque no se dio la vuelta.

Madeleine caminó muy despacio hacia ella sin dejar de contemplar los perfectos tirabuzones que aparecían bajo el sombrero, los hombros tensos y la espalda erguida de la joven.

Desdémona se negó a mediar palabra y a mirarla, y clavó los ojos en algo que tenía delante.

Madeleine bajó la voz, aunque era del todo innecesario, ya que la calle estaba desierta.

—Es muy probable que el barón de Rothebury sea arrestado por contrabando de opio robado, y puede que eso ocurra en pocos días.

La compostura de la dama se vino ligeramente abajo. Miró de reojo a Madeleine durante un segundo y después volvió a concentrarse en la plaza del pueblo.

Al ver que no decía nada, Madeleine le preguntó con ironía.

—¿Le alegraría que sucediera eso?

Desdémona tragó con fuerza y se llevó una mano enguantada al vientre para cubrirlo con timidez.

—¿Cómo lo sabe? —susurró, todavía sin mirarla.

Ella se encogió de hombros.

—Dígame la verdad sobre su embarazo y yo le contaré la verdad sobre Rothebury.

Una ráfaga de viento helado revolvió la nieve suelta del suelo frente a ellas y Madeleine se protegió la cara con el manguito, aunque se percató al instante de que Desdémona no lo había hecho.

—Nunca ha estado enamorada, ¿verdad, señora DuMais? —susurró.

Madeleine jamás se había sentido tan desconcertada ante una pregunta y temió que eso se revelara de inmediato en su expresión, si bien era posible que la joven no lo notara, ya que se negaba a mirarla.

—¿Usted sí, Desdémona? —preguntó en respuesta, contenta por poder dejar sus confusos e irrelevantes sentimientos a un lado—. ¿Está enamorada de Rothebury?

Desdémona sonrió y se volvió para mirarla por fin, con las mejillas sonrojadas.

—Eso creí, al menos durante un tiempo —admitió con sinceridad—. Pero no fui más que una ingenua; me dejé seducir por una serpiente que se aprovechó de mi inocencia y me dejó embarazada de un hijo que jamás reconocerá como suyo.

No era exactamente una confesión, pero le había dicho la verdad, tal y como Madeleine esperaba. Y puesto que ella misma había experimentado las encantadoras artimañas seductoras del barón, lo creía a pie juntillas. Sin embargo, lo único importante en esos momentos era que esa información les daría ventaja, siempre que consiguieran encontrar una forma de utilizarla.

—¿Quiere que testifique ante las autoridades sobre la operación ilegal que presencié?

Madeleine parpadeó con incredulidad; no estaba segura de haber escuchado bien, ni de si esa mujer sabía a qué se exponía. Nunca lo habría esperado de ella y a decir verdad, no tenía muy claro qué responder.

Desdémona adivinó su desconcierto y esbozó una sonrisa burlona.

—Ésa es la razón por la que quería hablar conmigo, ¿no es así?

Madeleine se recuperó lo bastante para pronunciar.

—¿Estaría dispuesta a hacerlo?

Las finas cejas rubias de la inglesa se enarcaron al tiempo que su frente se arrugaba.

—¿Y arriesgarme a la ruina social y a la deshonra familiar?

A Madeleine se le cayó el alma a los pies. Se había hecho muchas esperanzas, pero estaba claro que una dama de buena cuna como ella jamás mancharía su reputación a propósito de una manera tan ostensible. Si Desdémona le proporcionaba esa información a las autoridades, aun en la más estricta confidencialidad, los rumores acerca de su conducta llegarían con el tiempo al pueblo y arruinarían su reputación y la de su familia para siempre. De forma irreversible.

La joven soltó una carcajada amarga y sacudió la cabeza con tanta fuerza que los tirabuzones que le enmarcaban el rostro le rozaron las mejillas. En ese instante pareció doce años mayor y Madeleine no solo se compadeció de ella, sino que también sintió un aguijonazo de resentimiento en su nombre.

—Me alegraría poder ayudarla, señora DuMais. Con una condición.

Esa última frase la dejó estupefacta.

—¿Qué condición?

—Dígame quién es usted.

Por primera vez, Madeleine titubeó antes de responder y echó un vistazo a su alrededor. Estaban solas a efectos prácticos y nadie oiría lo que decían. En realidad, lo que la preocupaba no era contarle a Desdémona una versión resumida de su misión en Inglaterra. Lo que la inquietaba de verdad era la posibilidad de poner en peligro la tapadera de Thomas, ya que él vivía allí, al menos por el momento. Sin embargo, podía correr ese riesgo para encerrar a una asquerosa serpiente en prisión durante mucho tiempo. Merecía la pena intentarlo.

Respiró hondo y volvió a mirar a los ojos a Desdémona.

—No se lo revelará a nadie —Fue una declaración, no una pregunta.

—Creo —le recordó Desdémona con elocuencia— que fue usted la que dijo que nos guardaríamos mutuamente los secretos.

—Es cierto —convino antes de añadir—. Nací en Francia y vine a Winter Garden a petición de su gobierno para averiguar cuanto me fuera posible sobre una operación ilegal de contrabando de opio en los alrededores. Pronto sospeché del barón, y creo que he descubierto cómo y por qué lo hace —Hizo una pequeña pausa—. ¿Me contará lo que sabe ahora?

Los rasgos de Desdémona se tensaron en una expresión pensativa mientras la muchacha asimilaba la información.

—¿Por qué usted? —preguntó, perpleja.

Ésa era la pregunta que se había temido Madeleine.

—Trabajo para el gobierno británico en el extranjero —contestó con la esperanza de que fuera suficiente.

—Lo mismo que hace el señor Blackwood en Inglaterra —señaló Desdémona, que empezaba a entenderlo todo.

—Así es.

La joven se mordió los labios y agachó un poco la cabeza con una leve sonrisa antes de enderezarse y contemplar la nieve que había junto a sus pies.

—Solo vi el opio en una ocasión, oculto en dos cajas que el barón llevaba a través del túnel una noche que no me esperaba —murmuró—. Al principio no tenía ni idea de lo que era, pero él me lo dijo con su habitual arrogancia cuando se lo pregunté. Estoy segura de que se creyó a salvo al confesármelo, dado que yo no podría desenmascarar su operación sin revelar que me encontraba en su propiedad de noche, o al menos que lo conocía demasiado íntimamente —Se echó a reír de nuevo, nerviosa—. Cuando lo sorprendí, se puso furioso por el hecho de que hubiera entrado sin permiso en el túnel con la intención de seducirlo. Por supuesto, se aprovechó de mí a pesar de todo, a sabiendas de que sería la última vez que estaríamos juntos. Yo ya sabía que estaba embarazada de su hijo, pero no quería decírselo hasta que estuviera segura de que me amaba y de que quería casarse conmigo. Después de todo, provengo de una buena familia y debía convertirme en una esposa respetable. Él se acostaba conmigo sabiendo que podía dejarme embarazada, así que, ingenua de mí, supuse que me quería —Levantó los párpados y dejó al descubierto unos ojos límpidos y cargados de lágrimas—. Se rió de mí cuando le confesé mi amor, señora DuMais. Le dije que lo amaba y que quería casarme con él, pero en lugar de mostrarse encantado ante la perspectiva o aparentar al menos cierta preocupación por mis sentimientos, se rió de mí y me llamó «mujerzuela» mientras se ponía los pantalones.

La muchacha se rodeó con los brazos y apretó la mandíbula con fuerza para controlar la ira.

—Jamás le dije lo del bebé, y jamás lo haré —declaró, llena de coraje—. Solo conseguiría que él negara que es suyo, y no pienso soportar que me humille de nuevo. El barón de Rothebury no es un caballero. Es una víbora, y haré todo lo que sea posible para conseguir que se pudra en prisión, ya que no podré ver cómo arde en el infierno.

Madeleine luchó contra el impulso de rodear con los brazos los abatidos hombros de la dama para reconfortarla. El decoro exigía que se contuviera. Al menos por el momento.

—¿Qué hará? —añadió con dulzura.

Desdémona sabía que se refería al momento en que se desataran los rumores, cuando su familia sufriera una deshonra pública después de que ella revelara ante las autoridades competentes la relación íntima que había mantenido con un respetable barón en su hogar. En ese instante, Madeleine se compadeció de la mujer.

—Deje que le diga una cosa acerca de mi marido, señora DuMais —comenzó Desdémona en un tono claro y decidido—. Es un viejo conocido de la familia, alguien que ha sido un excelente amigo para mí durante años. A mi madre nunca le gustó porque es un poco amanerado, y de niño siempre prefirió la compañía de las niñas a la de los niños. A mí nunca me importó, porque es un alma tierna que siempre escuchó mis quejas sin juzgarme y me secó las lágrimas cuando lloraba sobre su hombro. Él y yo éramos muy parecidos de niños: las típicas ovejas negras de la familia, los descarriados, los que, aunque por diferentes razones, jamás conseguimos complacer a nuestros padres ni cumplir las expectativas que tenían para nosotros —Respiró hondo y se llevó las manos a la cara como si estuviera rezando antes de decir—. Estoy segura de que entenderá que le pida que no diga una palabra acerca de esto.

—Por supuesto —replicó de inmediato Madeleine.

—Mi marido es… —Cerró los ojos con fuerza durante un segundo antes de abrirlos de nuevo—. Mi marido prefiere la compañía de los hombres. ¿Comprende?

Madeleine se preguntó si Desdémona esperaba que eso la impresionara, o quizá que se quedara atónita al escucharlo. En lugar de cuestionarlo, se limitó a asentir.

—Entiendo.

Eso pareció satisfacer a la mujer, ya que no tendría que explicarse. Comenzó a darse golpecitos con los dedos en los labios.

—La última noche que pasé con Richard —continuó—, después de que se mofara de mi amor con semejante desfachatez, corrí en busca de Randolph de inmediato. Todos los días le agradezco a Dios que todavía estuviera en Winter Garden para consolarme. Estaba desolada y… —Se estremeció—. Pensé en quitarme la vida. Él, el mejor amigo que he tenido, sugirió que nos casáramos para proteger el buen nombre de nuestras familias. A él dejarían de ridiculizarlo aquellos que sospechaban de sus tendencias pecaminosas y yo tendría un padre para mi hijo. No tardé más que un par de horas en aceptar su proposición.

Madeleine sintió admiración por esos dos jóvenes, pero no se le ocurrió cómo expresarlo. No obstante, Desdémona continuó sin aguardar su respuesta.

—Me marcharé de Winter Garden en menos de una semana, señora DuMais. Mi marido me ha invitado a vivir con su familia en el norte del país, dado que hace poco han sido trasladados a Belford, cerca de la costa de Northumberland. Son bastante ricos, ya que el padre de mi esposo acaba de retirarse de la industria textil, y parecen interesados en que vivamos con ellos. Puede que Randolph pase años fuera sirviendo en el ejército, así que es mejor que me quede con su familia, que me acogerá de buen grado y me ayudará a cuidar de mi hijo. Mi madre, como bien sabe, no me tiene mucho cariño, y llegará a despreciarme cuando se entere de lo que he hecho. Es probable, y eso espero, que la familia de Randolph jamás llegue a descubrirlo, dado que viven muy lejos de este pueblo. Ésa es la única razón por la que aceptaré hablar con el magistrado.

Madeleine no comentó el hecho de que el arresto de un barón era un tema muy serio ni que las noticias del escándalo se extenderían como la pólvora. Con un poco de suerte, Desdémona permanecería en el anonimato cuando se destapara el asunto, y quizá solo unos pocos conocieran su implicación.

Extendió los brazos por fin para tomar las manos de Desdémona, aunque suponía que la dama desdeñaría de inmediato el abrazo de consuelo. No lo hizo. El mero contacto pareció tranquilizarla y se hundió aún más bajo la pelliza con el asomo de una auténtica sonrisa de gratitud en sus pálidos labios.

—¿Qué dirá su madre acerca de su partida, Desdémona?

La joven meneó la cabeza y cerró los ojos durante un par de segundos, como si deseara protegerse de las discrepancias que estaban por llegar.

—Todavía no lo sabe, pero no tardaré mucho en decírselo. No obstante, ya no tiene demasiada importancia. Mi hermana jamás encontrará marido, el nombre de mi padre se verá mancillado y la venerable Penélope Bennington-Jones se arruinará junto a la perdida de su hija, que los deshonró a todos ellos acostándose con Richard Sharon, el gran barón de Rothebury…

—El hombre que sedujo a una muchacha inocente mientras robaba opio y lo pasaba de contrabando ilegalmente por todo el país —la interrumpió Madeleine con la intención de suavizar un poco la tormenta que se descargaría sobre los habitantes de Winter Garden—. No es ningún santo, Desdémona, no lo olvide. Su familia sobrevivirá, y usted estará bien. Es una mujer fuerte y contará con su marido, quien está dispuesto a mantenerla y a cuidar de su seguridad y de su bienestar. Pocas damas son tan afortunadas.

Como si evocara un dulce recuerdo, Desdémona sonrió y le apretó la mano.

—Jamás volveré a conocer la intimidad física, jamás sentiré la pasión…

—Eso no lo sabe —intervino Madeleine.

Desdémona realizó un triste movimiento negativo con la cabeza y apartó la mano antes de volverse de nuevo hacia la plaza del pueblo.

—Sí que lo sé, pero tendré un hijo a quien entregarle mi amor y un marido que será mi amigo. Con eso bastará.

Madeleine dejó escapar un suspiro, incapaz de rebatir eso, y comenzó a caminar de nuevo calle abajo sorteando los regueros de barro y nieve derretida. Desdémona siguió a su lado.

—¿Cuándo regresará a Francia? —le preguntó en voz baja para cambiar de tema.

Madeleine no quería pensar en eso.

—No estoy segura, aunque será pronto.

Desdémona la observó con detenimiento.

—¿Qué piensa hacer con el señor Blackwood?

Sintió que se le aceleraba el pulso, pero intentó ignorarlo.

—No sé muy bien qué quiere decir.

Por primera vez desde que se encontraran en la iglesia, la joven dama dio muestras de ser la más sabia y madura de las dos, y sonrió con perspicacia al tiempo que meneaba la cabeza.

—Está enamorado de usted, ¿sabe?

Madeleine se detuvo un instante y sintió que se le secaba la boca.

—¿Cómo dice?

—Enamorado —repitió Desdémona— y mucho, a mi parecer.

Estaba claro que la mujer se equivocaba.

—No lo creo.

—¿No? —Desdémona se echó a reír entre dientes al escucharla—. Todo el mundo en el pueblo lo sabe, señora DuMais. Es tan evidente que estaba segura de que usted lo sabría, o que al menos lo sospecharía. Pero supongo que todos somos un poco ciegos en lo que al amor se refiere, en especial cuando no queremos ver lo que tenemos delante de los ojos.

Madeleine se quedó inmóvil de la cabeza a los pies, paralizada, y de pronto se sintió atrapada. Como una cierva corriendo directamente hacia su cazador.

—¿Puedo hacerle una sugerencia, señora DuMais?

Las palabras sonaron bruscas y agudas en sus oídos, y resonaron con fuerza. El frío la envolvía y una ráfaga de viento levantó cristales de nieve y los arrastró hasta la piel desnuda de su rostro.

Con todo, era una profesional y se negaba a notar esas cosas, se negaba a aceptar una afirmación que carecía por completo de fundamentos.

—Desde luego —replicó en un intento por mantener la compostura.

Desdémona la examinó de arriba abajo.

—Yo nunca desperdiciaría la oportunidad de estar con alguien que me ama apasionadamente —la reprendió—. Está claro que ya no me sucederá, porque no pienso abandonar a mi marido. Pronuncié los votos matrimoniales muy en serio y tenemos un hijo en camino cuya seguridad hay que tener en cuenta —Dio un paso para acercarse y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Pero en una ocasión vi cómo la miraba el señor Blackwood mientras ambos paseaban por el pueblo, y leí lo que sentía por usted en su rostro como si de un libro abierto se tratara. La ama con desesperación, señora DuMais. El rumor se extiende muy deprisa por todo Winter Garden, y la verdad es que la envidio. Bien es cierto que está discapacitado, pero yo lo seguiría a él, o a cualquier otro hombre, hasta los confines del mundo, si me mirara así. Aunque solo fuera una vez.

Madeleine no se había sentido tan abrumada en toda su vida. Se quedó allí de pie, atónita, con la boca abierta y la mente hecha un lío. De pronto, las palabras que llevaba escuchando en su cabeza durante toda la mañana dejaron de ser melodiosas y se convirtieron en un grito agudo y penetrante.

«No quiero que te marches, Madeleine.»

«Tú eres todo lo que deseo, Madeleine. Lo único que he deseado siempre.»

«¿Me amarás ahora, Maddie?»

Le había preguntado eso con los ojos cargados de miedo, pero en aquel momento ella había asumido que se refería a si le haría el amor. En esos instantes, los detalles concretos de las frases cobraron un nuevo e importante significado que no podía seguir ignorando. A decir verdad, ya había considerado lo que Desdémona le había sugerido, pero no con tanto detenimiento. Quizá no había deseado verlo. Podía manejar una relación sexual, un romance circunstancial con un final definitivo que ambos conocían. Sin embargo, no se creía capaz de aceptar ese amor. No un amor real, ardiente y desesperado. No sabría cómo manejar ni cómo devolver algo así. Notó que comenzaba a temblar. Se apretó las manos con fuerza en el interior del manguito para intentar mantener el control.

Desdémona se enderezó una vez más y se alisó la pelliza con las manos en un gesto despreocupado, sin mirarla.

—Estoy segura de que es consciente de que mi madre la detesta —confesó con franqueza.

Madeleine no supo si echarse a reír, ponerse a gritar o agradecerle a la dama tan sutil cambio de tema.

—Supongo que sí —consiguió responder, aunque tenía la boca tan seca como el papel de lija de un carpintero.

Desdémona se apartó un tirabuzón de la mejilla, sonrojada por el frío.

—¿Sabe por qué?

Observó el redondeado e inocente rostro de la joven durante un instante, sin saber muy bien qué debía contestar.

—Imagino que es porque soy francesa.

Desdémona esbozó una sonrisa satisfecha y la miró a los ojos.

—Se equivoca, señora DuMais. Mi madre la desprecia porque es usted de lo más inglesa.

Madeleine sintió que la sangre abandonaba su rostro y Desdémona se rió por lo bajo al verlo antes de rodearse con los brazos y comenzar a mecerse sobre los talones.

—No se esperaba algo así, ¿eh?

Madeleine no podía moverse, ni mucho menos hablar.

Al parecer, Desdémona se dio cuenta de ello y se encogió de hombros en un ademán alegre.

—Dejando a un lado su marcado acento francés, es usted el epítome de todo lo que se respeta en una mujer inglesa, señora DuMais. Se muestra cordial cuando los demás la insultan groseramente, educada con los de su clase, reservada cuando debería serlo, elegante y sofisticada tanto en el estilo como en los modales, y con un manejo soberbio del idioma. Mi madre aborrece ver todas esas cualidades en una «despreciable francesa» —La mirada de la joven se volvió intensa—. Es posible que haya muchas francesas como usted, aunque no lo creo. La cuestión es que, a pesar de que nosotros le damos mucha importancia al linaje y a la posición social, es obvio que el lugar o la posición que uno ocupa en el momento del nacimiento son irrelevantes a la hora de evaluar a la persona que uno llega a ser. Podría ser inglesa si así lo decidiera, y los demás aprenderían a respetarla como tal. Quizá sea eso lo que el señor Blackwood admira de usted, y lo que quiere que ocurra mientras está aquí —Desdémona volvió la vista hacia la plaza del pueblo, desierta y blanca antes de agregar—. ¿Sabe?, he vivido en Winter Garden toda mi vida y jamás había visto nevar. Todo cambia, y supongo que esto es una señal de que ha llegado el momento de seguir adelante —Miró por última vez a Madeleine e inclinó la cabeza en un saludo formal—. Haré cuanto esté en mi mano para ayudarla, pero me marcharé el sábado. El magistrado deberá citarme antes de ese día. Adiós, señora DuMais. Le deseo todo lo mejor.

Luego, tras recogerse las voluminosas faldas, Desdémona pasó junto a Madeleine y caminó por la silenciosa calle en dirección al hogar que pronto abandonaría mientras sus pies hacían crujir la fina capa de hielo que cubría el suelo.