Capítulo 9
Las últimas cinco noches habían jugado al ajedrez antes de salir hacia la propiedad del barón. La primera de ellas él la había dejado ganar, y ella lo sabía; pero las noches siguientes había jugado sin concesiones y Madeleine había estado a punto de derrotarlo. Ella no estaba en forma, pero se le daba muy bien. Basaba su juego en la evaluación cuidadosa y en el pensamiento lógico, algo que había aprendido y perfeccionado durante los años que llevaba al servicio de Inglaterra en su profesión.
Estaba relajada en el sofá, frente al sillón en el que él se sentaba, y llevaba puesto su vestido de mañana, ya que Beth Barkley se había llevado el vestido de tarde para lavarlo cuando se había marchado un rato antes. Solo el tenue resplandor de la lámpara y el resplandeciente brillo del fuego iluminaban los brillantes mechones castaño-rojizos de su trenza y las diminutas arrugas de su frente mientras se concentraba en el tablero de ajedrez que había entre ellos. Thomas sabía, y era probable que ella lo hubiera averiguado a simple vista, que le estaba costando muchísimo apartar los ojos de su hermosa silueta. Eso lo hizo sonreír para sus adentros. Dejaría que ella sacara sus propias conclusiones sobre el escrutinio al que la estaba sometiendo, sobre la profundidad de su atracción. Tenía la intención de dar un nuevo paso en su relación muy pronto; con un poco de suerte, esa misma noche la besaría de nuevo.
—No he dejado de pensar en esos faroles, Thomas —comentó ella de repente.
Ésa era una de las razones por las que admiraba su inteligencia. Podía concentrarse en el juego mientras desentrañaba las complicaciones relacionadas con su trabajo. Era de lo más meticulosa.
Movió el alfil cinco casillas hacia la izquierda para atacar su dama.
—¿Ya estás pensando de nuevo, Madeleine?
—¿Tú no has pensado en ello? —preguntó ella con un leve matiz de entusiasmo en su voz serena—. En esa casa ocurre algo extraño, y Desdémona Winsett sabe más de lo que me ha contado.
Thomas respiró hondo y asintió muy despacio.
—Es probable. Aunque no se trata de fantasmas, ni de ninguna de esas tonterías.
Ella bajó la mirada hasta el tablero y movió un peón para bloquear la trayectoria del alfil.
—Ese hombre es el contrabandista.
—Es probable.
—Seguro que sí —enfatizó ella—, y aunque podría ser una operación organizada, no está siendo muy cuidadoso.
—¿Has deducido todo eso por los faroles que vimos durante treinta segundos hace dos noches? —bromeó él al tiempo que le comía el peón.
—Y por otras cosas —replicó ella, tratando de ocultar una sonrisa mientras observaba el tablero.
—Sí, claro, esas otras cosas… —dijo Thomas fingiendo recordarlo. Acto seguido añadió—. ¿Qué otras cosas?
Ella se encogió de hombros, pero no lo miró.
—La intuición, por ejemplo.
—Trabajo muchas veces siguiendo mi intuición —admitió Thomas al instante.
—En ese caso, estarás de acuerdo conmigo.
Él sacudió la cabeza.
—No exactamente. Lo que necesitamos son pruebas definitivas. El problema de la intuición es que puede cambiar nuestros puntos de mira sin hechos constatados.
Madeleine recorrió la trenza con los dedos de arriba abajo mientras se la pasaba por el hombro para dejarla caer sobre su pecho derecho.
—Explícame eso.
Thomas hizo una pausa para aclararse las ideas mientras observaba sus movimientos.
—Puede que el barón esté pasando el opio de contrabando por razones desconocidas, aunque es probable que esos motivos no sean otros que monetarios. Sin embargo, si decidimos que el contrabandista es él basándonos en la intuición y en unos cuantos sucesos extraños que hemos tenido la oportunidad de presenciar, podríamos cometer un error al concentrarnos en él si luego resulta que nos equivocábamos…
—Es él.
Thomas sonrió. Era toda una mujer, de la cabeza a los pies.
—Estoy de acuerdo en que debemos descubrir lo que sabe Desdémona. Más allá de eso, creo que deberíamos evitar sacar conclusiones precipitadas.
—También necesitamos entrar en su casa.
—Lo haremos.
—Pronto.
—Lo haremos —repitió él.
Esos brillantes y traviesos ojos azules se clavaron en los suyos. Acto seguido, con una sonrisa triunfante que le derritió el corazón, Madeleine movió el caballo hacia delante para comerle el alfil.
—Jaque.
Thomas observó el tablero de nuevo. Tenía problemas.
—Creo, señor Blackwood, que estás a punto de ser derrotado —señaló ella con evidente placer—. ¿Es ésta la primera vez que una mujer ha tomado el control en tu presencia y te ha hecho sucumbir?
La sutil indirecta no pasó desapercibida. Thomas estiró las piernas antes de cruzarlas y se apoyó en el respaldo del sillón para contemplarla sin rodeos.
—¿Cómo aprendiste a hablar mi idioma tan bien?
El mínimo instante en el que ella abrió los ojos de par en par le dio a entender que la pregunta la había sorprendido.
—¿Estás tratando de cambiar de tema porque vas perdiendo? —preguntó en voz baja al tiempo que alzaba el brazo para apoyarlo cómodamente sobre el respaldo del sofá.
—No, yo nunca pierdo —contestó él con sequedad al tiempo que la miraba a los ojos con una leve expresión arrogante—. Lo que pasa es que creo que ha llegado el momento de profundizar un poco en nuestra amistad —Realizó una pequeña pausa para llamar su atención y después añadió en un murmullo—. ¿No te parece?
Ella tardó el tiempo suficiente en contestar para que Thomas comprendiera que no tenía claras cuáles eran sus intenciones y que no sabía muy bien qué responder. Su expresión, sin embargo, no cambió en absoluto.
—Le pedí a un buen amigo que me lo enseñara.
—¿Un buen amigo?
Ella sonrió y se relajó por completo en el mullido sofá; su adorable expresión parecía cargada de dulces recuerdos.
—Se llamaba Jacques Grenier, el hijo repudiado, aunque rico, de un conde francés. También era un poeta magnífico, cantante y un actor brillante. Se tomó un especial interés en mí educación y me enseñó… cómo funciona el mundo.
—¿Lo repudiaron porque era actor?
—Así es —respondió ella con un leve movimiento de cabeza.
—Era tu amante —añadió Thomas con serenidad, aunque por dentro se le retorcían las entrañas; ya lo sabía, pero de repente se sentía irracionalmente celoso. Lo que más lo sorprendió, no obstante, fue lo mucho que lo había afectado pronunciar esas palabras en voz alta.
Las perfectas cejas femeninas se alzaron muy despacio, pero ella no intentó ocultarle nada.
—Sí, era mi amante. Era una virgen de quince años la primera vez que me acosté con él, así que podría decirse que me sedujo. Estuvimos juntos casi seis años, tres de ellos manteniendo una relación íntima, y durante ese tiempo fue lo bastante generoso para enseñarme a hablar tu idioma. Jacques había disfrutado de una educación excelente y lo hablaba con fluidez.
—¿Por qué deseabas tanto aprenderlo? —preguntó Thomas en voz baja a pesar de que conocía la respuesta.
Ella lo evaluó con detenimiento y una expresión vacilante, bien porque estaba repasando sus recuerdos o bien porque le intrigaba un poco su interés; estaba claro que no sabía cuánto revelar. Después de un momento, su expresión se tornó seria.
—Mi padre era inglés, Thomas, un capitán de la Marina Real británica. Murió de cólera en las Indias Occidentales cuando yo tenía doce años. Solo lo vi cuatro veces antes de que muriera, pero los pocos días que pasamos juntos fueron maravillosos… los recuerdos más felices que tengo de mi infancia. Me dijo una vez que había deseado casarse con mi madre cuando se enteró de que estaba embarazada y que ella lo rechazó. Esa mujer siempre fue manipuladora y egoísta, y despreciaba todo lo que él representaba: un tipo inglés, un conservador de voz suave, un veterano condecorado y el segundo hijo de una familia de clase media aunque de buena reputación.
Tras dejar escapar un suspiro, enlazó las manos sobre el regazo y se volvió para contemplar el resplandor de las llamas.
—No estoy del todo segura, pero creo que se acostó con ella durante un corto período de tiempo mientras estaba de servicio y ella trabajaba con la compañía de actores en algún lugar cercano a la costa mediterránea. Al parecer, fue un romance tórrido y rápido. Según él, mi madre le importaba de verdad, aunque ella lo negaba. No tardó en convertirse en una adicta al opio, y jamás pasó de ser una actriz mediocre; me crió como si yo fuera una sirvienta y me arrastró de un apestoso y abarrotado teatro a otro sin dejar de darme órdenes y sin preocuparse lo más mínimo por mí. Me consideraba una más de los remilgados y arrogantes ingleses, y la verdad es que lo era (medio inglesa, al menos); no obstante, se negó a permitirme que reclamara mi herencia inglesa y a que viniera a Inglaterra a conocer a la familia de mi padre.
Se detuvo un instante, perdida en los recuerdos. El fuego crepitó en la chimenea; el viento y la lluvia aullaban fuera con todo el rigor del invierno, pero ella no pareció notarlo. Thomas no la interrumpió por miedo a que dejara de hablar de sí misma y cambiara de tema. Sin embargo, tras tomarse unos segundos para ordenar sus pensamientos, continuó con expresión serena.
—No me informaron de su muerte hasta un año después de que ocurriera. Arrugada en un cajoncillo lateral del armario de mi madre, encontré una nota de la familia de mi padre en la que se describía su muerte con todo detalle. Al parecer, ella había olvidado mostrármela cuando llegó porque estaba demasiado concentrada en sí misma para tomarse el tiempo necesario. En ese momento, Thomas, cuando Jacques me leyó esa carta arrugada que me informaba de que mi maravilloso padre llevaba muerto casi dos años mientras yo esperaba su regreso cada día, decidí que a partir de entonces tomaría el control de mi vida y de mi destino. Era tanto inglesa como francesa. A mi madre le desagradaba el simple hecho de verme, así que mi parte francesa carecía de toda importancia. Al menos, a ella no le importaba en absoluto. Me mantenía tan solo porque le resultaba útil. Mi padre me había amado y deseaba que creciera con él, así que decidí que, a partir de ese momento, me consideraría su hija inglesa. Decidí aprender su idioma como si se tratara de mi lengua nativa, y así lo hice durante años, primero con Jacques y después por mi cuenta. Se convirtió en mi trabajo, en mi objetivo. El único problema, y la razón por la que no puedo hacerme pasar por inglesa hoy en día, es que jamás conseguí librarme de este marcado acento. Además, conozco muy bien Francia, a su gente y eso es lo que me convierte en alguien clave para el gobierno británico. Por primera vez en mi vida, sirvo para algo que realmente merece la pena —Dejó escapar un fuerte suspiro e inclinó la cabeza hacia un lado—. Quizá no sea muy racional, pero a mí sí me lo parece. A los trece años decidí que aunque por fuera pareciera francesa, por dentro era y siempre seré inglesa.
—Y fue entonces cuando comenzaste la relación con Grenier —intervino Thomas por fin, deseando que ella regresara al punto de origen de la conversación.
Ella asintió y volvió a mirarlo a los ojos. Tenía una expresión desalentada, pero, tal y como hacía siempre, Madeleine mantuvo su pose de majestuosa hermosura mientras recordaba los tumultuosos años de su juventud. Thomas tuvo que luchar contra el abrumador impulso de ponerse en pie y abrazarla.
—Sí, lo conocí durante una escandalosa producción musical en Cannes. Él representaba el papel de un vendedor ambulante que cantaba y yo era la encargada de su vestuario. Lo vestí durante ese trabajo y, al final, comencé a desvestirlo también. Pero no me convertí en su amante para que me enseñara tu idioma —aclaró—. Se mostró más que dispuesto a ser mi tutor dos años antes de que comenzáramos la relación.
—Tú no eras más que una niña.
—Sí, y terriblemente ingenua.
Thomas cambió de posición en el asiento y enlazó las manos por encima del abdomen.
—¿Estabas enamorada de él? —le preguntó en voz baja con el corazón en un puño mientras trataba de no revelar la preocupación que sentía.
El reloj de la repisa dio las diez y ella sonrió de nuevo con un brillo en los ojos que pretendía aliviar un poco la tensión del ambiente.
—¿Todas estas preguntas personales durante una partida de ajedrez? Creo que tratas de distraerme porque es tarde y voy a ganarte por fin.
—Tu imaginación no tiene límites, señora mía —replicó él con fingido asombro. Ella inclinó la cabeza y soltó una suave carcajada; había cruzado los brazos a la altura de la cintura y no era consciente de que las suaves curvas doradas de sus pechos amenazaban con desbordar la parte superior del vestido.
Como era de esperar, la mirada de Thomas descendió hasta esa zona y se demoró allí. Cuando volvió a mirarla a los ojos, ella lo observaba con detenimiento.
Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba en una expresión perspicaz y Madeleine se inclinó hacia delante para ofrecerle una espectacular visión de su magnífico escote.
—Te toca mover, Thomas.
Sintió que su cuerpo se ponía rígido al escuchar esas palabras suaves y sugerentes y notó que el sudor se acumulaba en la parte superior de sus labios y alrededor del cuello. Sin embargo, se negó a dejar que averiguara cómo lo afectaba el mero hecho de pensar en ella. Por el momento.
Movió la torre seis casillas hacia delante para bloquear el jaque.
—Responde a mi pregunta.
Ella se echó a reír de nuevo y convirtió su voz en un suave ronroneo.
—¿Qué es el amor, Thomas? Jacques me gustaba, pero yo era muy joven y él tenía veintiocho años. Teníamos muy poco en común aparte del teatro, la buena poesía, la lectura y el hecho de hablar, leer y escribir en inglés. A buen seguro, sería más apropiado decir que en aquella época siempre estábamos ahí el uno para el otro. Pero lo mismo pasa en la mayoría de las relaciones, ¿no te parece?
Thomas sabía lo que ella pretendía dar a entender, lo que deseaba de su relación durante su estancia en Inglaterra, o al menos lo que creía que deseaba. Por fortuna para ambos, él tenía la intención de estar ahí para ella más que una simple temporada.
—¿Has estado enamorada alguna vez, Madeleine? —presionó con voz ronca mientras clavaba la mirada en ella—. No me refiero a un idilio corto y pasajero ni a una relación estrictamente sexual, sino a ese amor que te abrasa las entrañas. Ese amor apasionado, auténtico y poderoso —Se inclinó hacia delante, de manera que lo único que los separaba era el tablero de ajedrez—. Ese amor que cautiva tu imaginación y te deja sin aliento.
La atmósfera se hizo mucho más densa. Thomas notó que la pregunta la había desconcertado, ya que su rostro se había cubierto de rubor y la sonrisa había desaparecido.
De pronto, los ojos de Madeleine echaron por tierra su cautela y ella bajó los párpados antes de estirar la mano para acariciar el rey de mármol con la yema de los dedos.
—¿Y tú? —preguntó con un hilo de voz.
—Sí —susurró él sin la menor vacilación.
La gravedad y la determinación de la sincera respuesta la pillaron desprevenida, y se movió con inquietud. La conversación se había vuelto muy personal, y no estaba segura de cómo tomarse semejante revelación. Estaba nerviosa, aunque hacía todo lo posible por ocultarlo. No tenía la menor idea de hasta qué punto la conocía y la facilidad con que descifraba sus reacciones.
—¿De tu esposa? —preguntó después de unos instantes.
Y en ese momento Thomas supo que la había atrapado. La conversación había dejado de ser superficial, y ella quería saber más cosas. La atracción se había intensificado al instante, y Thomas apenas pudo contener la sonrisa de júbilo.
—De alguien a quien conocí hace unos años, Maddie.
Ella volvió a mirarlo muy despacio a los ojos y Thomas se sumergió en esos hermosos estanques líquidos llenos de incertidumbre; la tensión entre ellos era palpable y la respiración de Madeleine se volvió irregular mientras ella aferraba con fuerza su rey.
En ese instante, Thomas esbozó una sonrisa, entrecerró los ojos y, sin dignarse a mirar el tablero, adelantó su dama nueve casillas para comerse la de ella y cerró la palma de la mano sobre sus nudillos.
—Jaque mate.
Ella no se movió.
Thomas deslizó el pulgar sobre sus nudillos una única vez para sentir la calidez y la suavidad de su piel.
—No lo he visto venir —admitió ella con voz trémula.
—Lo sé —replicó Thomas con una voz cargada de seguridad—. Algunas de las mejores sorpresas de la vida suceden cuando menos nos lo esperamos.
Ella parpadeó, confundida al escuchar un comentario tan ambiguo. Acto seguido, hizo algo inesperado.
Una vez recuperada su entereza, se irguió en el asiento y derrumbó su rey hacia un lado.
—Estoy harta de juegos, Thomas —anunció con aire pensativo y expresión decidida—. Creo que ha llegado el momento de reclamar mi victoria.
Sus ojos, cargados de aplomo, resplandecían a la luz del fuego, y el corazón de Thomas comenzó a latir más deprisa. Tras librarse de la mano que la sujetaba, se levantó con elegancia del sofá y dio un par de pasos para rodear el tablero y colocarse justo delante de él.
—Madeleine —dijo Thomas con voz ronca.
—Maddie —lo corrigió ella con una sonrisa pícara al tiempo que aferraba los brazos de su sillón con ambas manos. A continuación, se inclinó hacia él y atrapó sus labios.
Thomas no reaccionó de inmediato a semejante audacia ni a las sensaciones que provocaba esa boca suave contra la suya. Una parte de él quería posponer ese tipo de relación física entre ellos, pero esa parte estaba perdiendo rápidamente la batalla. Levantó las manos y le aferró los hombros, pero ni la apartó ni la acercó a él. Se limitó a permitir que ella mantuviera el control de la situación.
Madeleine sabía muy bien lo que hacía. Comenzó a besarlo con maestría y ladeó la cabeza para acariciarle los labios con los suyos, aumentando la presión al ver que él comenzaba a responder.
La respiración de Thomas no tardó en volverse superficial, y eso le dio el aliento que necesitaba. Se acercó más a él, aun que todavía no rozaba su cuerpo. Su lengua, húmeda y cálida, trazó el contorno del labio superior antes de introducirse en su boca. De pronto, ella respiraba tan rápido como él y Thomas empezó a arrastrarla hacia él muy despacio.
Sin embargo, ella no le permitió acortar las distancias por completo. Él permaneció en el sillón y ella siguió de pie, a un lado de sus muslos. Movía la lengua en el interior de su boca, jugueteando con la suya, y cuando por fin alzó una mano para colocársela sobre el pecho, Thomas dejó escapar un quedo gemido de placer y ella soltó un suspiro elocuente.
Ese beso fue mejor que el primero, pero a decir verdad, él también estaba mejor preparado. Madeleine olía a perfume de rosas; sabía a vino dulce y a mujer… un placer que se había negado durante largo tiempo. Sintió el calor de su mano a través del fino tejido de lino de la camisa cuando ella comenzó a acariciarle el torso con sutiles movimientos circulares. Y entonces, demostrando el deseo que sentía, comenzó a desabotonarle la camisa.
En esa ocasión, Thomas permitió que se saliera con la suya. Al menos, durante unos maravillosos minutos.
Madeleine le acarició la piel cubierta de vello rizado mientras seguía abrasando sus labios con ese maravilloso tormento. Él respondió a su vez masajeándole los brazos, recorriendo su piel suave con los pulgares. Y eso la hizo gemir débilmente.
—Hazme el amor, Thomas —le rogó en un susurro contra su boca.
El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho. Muchas veces había soñado con que ella le pedía que la amara, pero ese sueño se había convertido en realidad.
Ella era real.
Presa de una desesperación que no podría haber explicado con palabras, hizo por fin lo que había deseado tanto tiempo. Con meticulosa lentitud, bajó una mano hasta uno de sus pechos y lo cubrió con la palma por encima de la fina capa de muselina. Ella gimió y lo besó con pasión mientras se apretaba contra su mano: le entregaba todo y le pedía más sin palabras, permitiéndole la satisfacción física más importante que había experimentado en mucho tiempo. Comenzó a respirar con dificultad y se le hizo un nudo en la garganta cuando deslizó el pulgar sobre el pezón cubierto de tela y sintió que se endurecía al instante en respuesta a su caricia.
Ella bajó la mano hasta la cinturilla de sus pantalones. Embargado por una necesidad que venía de muy atrás, Thomas tenía una erección en toda regla, una erección que ella notó, sin lugar a dudas. Siguió atormentándolo con la lengua y cerró con descaro la mano alrededor de él para frotarlo una vez con la palma, lo que estuvo a punto de hacerle perder el control.
Ante el temor de avergonzarse a sí mismo, Thomas se apresuró a aferrarle las muñecas con los dedos para retirarle las manos con delicadeza.
Una excitación profunda y embriagadora brillaba en sus ojos cuando lo miró. Eran unos ojos magníficos que expresaban esperanza, pasión y esa adorable parte íntima de sí misma que casi nunca le revelaba a nadie. Thomas la contempló y evocó el recuerdo agridulce de la primera vez que había visto esos ojos; en esos momentos supo sin lugar a dudas que jamás podría decepcionarla cuando lo mirara así.
Se puso en pie con rapidez y tomó el control por fin para acercarla una vez más al sofá. Ella no dijo una palabra ni apartó la mirada, pero sus labios llenos y húmedos se curvaron en una sonrisa traviesa.
Madeleine se sentó sobre los cojines y levantó las piernas para estirarlas sobre el sofá al tiempo que apoyaba la cabeza sobre el acolchado del brazo. Thomas le soltó las muñecas, apagó la lámpara que tenían al lado y después se quedó de pie junto a ella para observar el reflejo de la luz del fuego sobre su piel dorada y la sombra que creaban sus largas pestañas sobre las mejillas y la frente. Madeleine lo miró fijamente y estiró el brazo con la mano abierta, dejando al descubierto la necesidad que la inundaba. A Thomas le costó un tremendo esfuerzo no levantarle las faldas, subirse encima de ella y hundirse en su suavidad. Eso era lo que ella deseaba y también lo que esperaba; el placer que él mismo necesitaba en esos momentos.
—Mi vestido —dijo ella sin aliento.
Él meneó la cabeza. Lo invadía la desesperación, pero no estaba preparado para arriesgarlo todo. Más tarde, cuando llegara el momento oportuno, tendría muchas cosas que revelarle. Pero aun así, podía proporcionarle lo que ella necesitaba.
Con el corazón desbocado, se arrodilló torpemente entre el sofá y la mesita de té, se inclinó hacia los cojines y apoyó una mano sobre su frente antes de besarla de nuevo.
Durante un breve instante, Madeleine creyó que estaba soñando. Aquel hombre no tomaba nada, se limitaba a dar. No estaba preparada para eso, ni para el intenso deseo que lo embargaba. Lo había visto en sus ojos toda la noche, y en esos momentos lo percibía en sus extraordinarias caricias.
Los labios masculinos se demoraron sobre los suyos y ella alzó los brazos para entrelazar las manos por detrás de su cuello y acariciarle el suave cabello de la nuca. El calor que irradiaba por cada uno de sus poros se transmitía hasta la piel de Thomas, aun a pesar de la ropa que ella esperaba que le quitara muy pronto, prenda a prenda, capa a capa, hasta que no quedara nada que impidiera su unión.
Aspiró de manera brusca al sentir que volvía a cubrirle el pecho con la mano y que le frotaba el pezón hasta dejarlo endurecido. Deseó con desesperación que se metiera el pezón en la boca, que la devorara por entero.
—Thomas… —susurró con la respiración entrecortada.
Él guardó silencio y comenzó a trazar un sendero de besos a lo largo de su mejilla. Se detuvo a la altura de la oreja y la acarició con la lengua, logrando que se estremeciera. Descendió hacia el cuello y bajó por delante hacia el torso, donde alcanzó las puntas de sus pechos y le abrasó la piel con su húmedo y cálido aliento. Madeleine aferró su cabello con los dedos y le sujetó la cabeza mientras él besaba sus senos y deslizaba la mejilla sobre ellos, erizándole el vello de los brazos con el áspero roce de la barba.
—Maddie… —lo oyó susurrar.
—No te detengas, Thomas.
Tras eso, la pasión del hombre se volvió feroz. Capturó sus labios una vez más y le introdujo la lengua en la boca hasta que encontró la suya y comenzó a rozarla y succionarla mientras le masajeaba el pecho con su enorme mano de guerrero.
Ella gimió y alzó las manos para aferrarlo, pero en esa ocasión Thomas le sujetó los brazos y la obligó a colocarlos por encima de la cabeza. Los dedos de Madeleine golpearon las piezas de ajedrez y derrumbaron algunas de ellas sobre el tablero de mármol, pero él no pareció notar su ruidosa intromisión. Le aferró ambas muñecas con una sola mano y la mantuvo inmóvil.
Madeleine se retorció con la intención de subirse las faldas con las piernas, pero no tuvo mucho éxito y fue Thomas quien finalizó la tarea en su lugar. Ella se quedó allí tumbada, expuesta ante sus ojos; no había más que unas cuantas capas de tejido entre ellos, y deseaba con desesperación sentirlo dentro de ella.
Como si percibiera su necesidad, Thomas liberó de repente sus muñecas, se apartó de su boca y bajó la cabeza hasta sus pechos. Comenzó a frotarlos con las mejillas antes de pasar los labios y los dientes sobre la tela del vestido que cubría los pezones. Madeleine sintió un delicioso dolor cuando sus pezones se tensaron ante las despiadadas caricias. Al final, después de lo que pareció una eterna agonía, le cubrió los senos con la mano y comenzó a descender hasta que apoyó la cabeza a la altura de sus caderas.
Madeleine se apretó contra él a fin de presionar el pubis, aún cubierto por el tejido de sus prendas, contra la mejilla masculina; lo oyó aspirar con fuerza antes de gemir y murmurar algo que no pudo entender. Frenético y tembloroso, Thomas puso la otra mano entre sus piernas y Madeleine notó que su impaciencia aumentaba. Examinó a tientas el delicado tejido de las enaguas hasta que dio con la abertura y separó ambas partes. Por fin sintió que los dedos masculinos la tocaban allí donde más lo deseaba, al principio con timidez, pero después más profundamente, cuando comenzó a acariciar la piel cálida y húmeda.
Tras susurrar su nombre una vez más, Madeleine alzó las caderas lo justo para hacer frente a sus tiernas indagaciones, pero él no se levantó, ni giró el rostro hacia ella ni la besó de nuevo, tal y como ella esperaba. No hizo el menor movimiento para hundirse en ella; se limitó a seguir acariciándole los pechos con una mano y su parte más íntima con la otra mientras permanecía arrodillado en el suelo.
Con los dedos enterrados en su cabello, Madeleine cerró los ojos con fuerza y le sujetó la cabeza al darse cuenta de que él quería que llegara al clímax de esa forma. Y estaba a punto de alcanzarlo. Todo había ocurrido muy rápido y la imagen de ese hombre con la cabeza enterrada en los rizos de su entrepierna le parecía de lo más erótica. No dejó de olerla y de besarla mientras sus dedos la exploraban con suavidad… hasta que por fin hundió uno de ellos en su interior.
Madeleine tomó una áspera bocanada de aire y dio un respingo involuntario cuando el pulgar masculino rozó la delicada protuberancia central, pero Thomas había encontrado el lugar perfecto. Y no se detuvo. Metió la mano izquierda bajo el corpiño del vestido para acariciarle y masajearle el pecho mientras seguía atormentándola más abajo, con un dedo introducido en su interior y ese pulgar que la acariciaba cada vez más rápido y con más fuerza para llevarla al borde del abismo.
Ella gimió una y otra vez y se aferró a él con ambas manos al sentir que se encontraba cada vez más cerca de ese maravilloso punto sin retorno.
Y él se dio cuenta.
—Córrete para mí, Maddie…
Madeleine obedeció sus órdenes.
Su vientre se tensó y sus piernas se quedaron rígidas antes de que el orgasmo estallara en su interior, arrancándole un grito de los labios. Enterró las manos en su cabello y alzó las caderas hacia la mejilla y la mano masculinas mientras los espasmos internos de placer se cerraban en torno a su dedo.
—Dios mío… —dijo él con un gruñido gutural.
De pronto, notó que Thomas le apretaba el pecho con fuerza y que su cuerpo se ponía rígido mientras ella se arqueaba hacia él. Madeleine percibió su respiración rápida contra la parte interior de los muslos y el estremecimiento que sacudió el enorme cuerpo masculino cuando ella llegó al orgasmo, pero se mantuvo aferrada a él hasta que el placer remitió un poco.
Comenzó a relajarse cuando Thomas aminoró el ritmo de sus caricias. Ninguno de ellos habló ni se movió durante un par de minutos, mientras sus respiraciones se normalizaban y su cuerpo se relajaba. A la postre, él retiró el dedo de su interior y giró el rostro para apoyar la frente sobre su cadera. Ella le acarició el pelo y le recorrió el cuello con la palma de la mano.
—Te quiero dentro de mí, Thomas —dijo en voz muy baja.
Él respiró hondo y la acarició de forma íntima una última vez. Después se apartó, alejó las manos de su cuerpo y se puso en pie con cierta dificultad.
Sin mediar palabra, sin mirarla a la cara siquiera, se alejó caminando. Su cojera se hizo más pronunciada con cada uno de los escalones de madera que subía para dirigirse hacia su dormitorio.