Capítulo 8
Eran bien pasadas las diez cuando salieron de la casa. El resplandor de la luna menguante que se alzaba en lo alto aplacaba un poco la oscuridad reinante. El ambiente era frío, húmedo y muy silencioso. El aroma persistente del aguacero que había caído poco antes y el olor a tierra mojada inundaron los sentidos de Madeleine, que caminaba detrás de Thomas por el patio en dirección al grupo de arbustos que conducía hasta el pasaje del lago.
En los últimos días, las sospechas sobre Richard Sharon habían aumentado. Madeleine estaba segura de que el contrabandista era él, si bien era cierto que más por intuición que por otra cosa; no obstante, confiaba en sus instintos. Se basaba en la intuición muy a menudo, y nunca le había fallado. Con todo, comprendía que al final lo más importante eran los hechos constatables, y puesto que ya tenían nuevas pruebas, estaban actuando en base a ellas.
Por tercera noche consecutiva se prepararon para pasar muchas horas bajo el terrible frío y se colaron en la propiedad del barón para observar todo lo posible de forma clandestina, ya que Thomas había recibido un mensaje urgente de sir Riley en el que se informaba de que se había robado otro cargamento de opio en los muelles de Portsmouth cinco días atrás. Habían pasado varias semanas desde el último robo, y esas noticias no podrían haber llegado en un momento más oportuno para su investigación. Eso también le dio a Madeleine la oportunidad de acompañar a Thomas a la propiedad Rothebury, cosa que no había podido hacer con anterioridad. Por supuesto, no tenían ni la menor idea de si verían algo, pero sus cálculos estimaban que las cajas robadas llegarían a Winter Garden en los días siguientes, y era más probable que se descargaran de noche. Si Thomas y ella lograban ver o escuchar cualquier cosa, tendrían las pruebas al alcance de la mano.
Apartaron los arbustos para detenerse el uno al lado del otro junto a la orilla del lago. El agua resplandecía como si de densa tinta negra se tratara y, gracias al reflejo de la luna en la superficie, logró ver la mansión a lo lejos, oscura e imponente, recortada contra las sombras. Hiciera lo que hiciese el barón, estaba claro que se retiraba temprano. Ninguna de las ventanas estaba iluminada.
Thomas le dio la mano con afabilidad para ayudarla con el último tramo del sendero, o eso supuso ella, que levantó la cabeza para mirarlo. Él miraba más allá del agua y sus marcados rasgos de guerrero estaban contraídos en una expresión de absorta contemplación. Acto seguido la miró y la sombra de una sonrisa asomó a sus labios.
El corazón de Madeleine comenzó a latir a toda prisa a causa de la anticipación… una sensación poco habitual en ella. Muchos hombres la habían excitado con anterioridad, pero nunca uno tan ferozmente masculino, y desde luego nunca con una simple mirada. De pronto sintió un intenso deseo de besarlo de nuevo.
Aunque fue obvio que él tenía otras ideas.
Le sujetó la mano con fuerza y se dio la vuelta para seguir el sendero a través de la densa vegetación en dirección sur, hacia el hogar de Richard Sharon.
Habían hablado muy poco en los últimos días. Al igual que ella, Thomas se había mostrado retraído, y cada uno se había dedicado a sus competencias en bien del gobierno. Ella había acudido al mercado con el pretexto de comprar alimentos y había conocido a unos cuantos lugareños; Thomas, entre tanto, había visitado a unos cuantos miembros de la clase alta local. Habían asistido juntos a la iglesia, donde muchos habían encontrado ciertamente peculiar que la gente prestara más atención a la presencia de ellos dos que al reverendo y su largo sermón sobre lo importante que era perdonarles las menudencias a los vecinos. También habían vigilado el hogar del barón desde lejos las últimas dos noches, ocultos entre los árboles, pero hasta el momento no habían visto ni averiguado nada relevante. Madeleine no creía que las escasas conversaciones que habían mantenido desde que se besaran hubieran sido una manera de evitarse. Habría sido más correcto decir que habían centrado su atención en los asuntos que los habían llevado hasta Winter Garden. También se había dado cuenta de que, dejando a un lado el trabajo, los días transcurridos desde aquel beso no habían sido fáciles para Thomas. Y ésa era la razón por la que no había entablado una discusión acerca de ese tema. Por el momento.
—He estado pensando, Thomas —dijo con aire reflexivo mientras caminaban por el sendero para romper por fin el silencio.
Él levantó una rama de árbol y la sujetó para que ella pudiese pasar por debajo, pero no le soltó la mano. Tampoco respondió de inmediato, así que ella decidió continuar. No había nadie en los alrededores que pudiera verlos u oírlos, y todavía quedaba un buen paseo hasta la propiedad del barón.
—He estado pensando en el beso que me diste el sábado pasado —comentó con aplomo.
—¿De veras? —inquirió él con voz queda, sin mostrar la más mínima señal de sorpresa por el tema de conversación que había elegido—. ¿Y a qué conclusiones has llegado?
De modo que iba a ponerse pragmático… Esbozó una sonrisa.
—Dejando a un lado el hecho de que fue un poco apresurado y algo intempestivo —señaló con voz calma y una sensación de triunfo inminente—, lo encontré bastante… ardiente.
Madeleine intuyó que la miraba de reojo por un instante, ya que tenía la mirada clavada en los oscuros matorrales que había más adelante y no podía saberlo con seguridad.
—¿De veras? —replicó él con cierta indiferencia. Tras una breve pausa, añadió—. La consumación puede ser algo maravilloso si tiene lugar por propia voluntad. Y cuando las dos personas la desean desesperadamente.
Eso la confundió un poco, ya que no tenía muy claro lo que había querido decir y estaba casi segura de que él la deseaba de ese modo.
—Fue obvio que no había mucha delicadeza en tus movimientos —añadió ella—, pero tampoco puede decirse que fueran fruto de la indiferencia.
Él rió por lo bajo, pero no la interrumpió.
—Así pues, tras unos cuantos días de reflexión —continuó ella—, he llegado a la conclusión de que se debió enteramente a que estabas demasiado enfrascado en la situación. El beso te consumió por completo; no por el deseo de complacer, sino por su pura intensidad. Pusiste todo lo que tenías en él, pero al tiempo te refrenabas para que no fuera más allá en el plano físico, incluso después de que yo prácticamente te lo suplicara —Madeleine bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Creo que jamás había observado una respuesta tan peculiar en un hombre.
Thomas se detuvo a media zancada y tomó una larga y lenta bocanada de aire. Madeleine aprovechó ese momento de inseguridad.
—¿Y sabes qué otra cosa creo, Thomas?
—No, pero me da miedo preguntar.
Ella sonrió de oreja a oreja y le dio un apretón en la mano.
—Creo que fue el beso más maravilloso que me han dado en muchos años.
Ese comentario, absolutamente sincero, lo dejó inmóvil. Se volvió para mirarla a los ojos.
—Si eso es un cumplido, me siento muy halagado —dijo con mucha cautela—. Pero albergo serias dudas de que una mujer tan sofisticada y hermosa como tú considere que mis torpes besos son maravillosos.
—¿Me encuentras hermosa, Thomas? —lo presionó con suavidad, llena de satisfacción. Sabía que ya lo había dicho antes, pero esa vez tenía un significado más profundo.
—Te encuentro arrebatadora más allá de lo que se puede explicar con palabras, Madeleine —susurró al instante.
La satisfacción se convirtió en una calidez sublime que la inundó por dentro y le impidió responder de inmediato. ¿Cuántos hombres habían comentado su belleza a lo largo de sus veintinueve años? Muchos. Sin embargo, hasta esa noche ninguno le había provocado una sensación tan placentera.
El persistente olor de la lluvia y el gélido aire nocturno los envolvían como una manta cuando Madeleine se colocó a escasos centímetros de su cuerpo.
Muy despacio, aferrándose a su mano y mirándolo a los ojos, susurró.
—Espero, Thomas, que nos besemos de nuevo en los días y semanas que están por llegar. Porque, verás, lo que hizo ese beso tan maravilloso no fue tu delicadeza o tu experiencia, ni tampoco tu falta de ellas, sino el hecho de que te cautivó por completo. Hasta el pasado sábado, ningún hombre me había hecho sentir, aunque fuera por un pequeño instante, que yo era el centro de su universo.
Se dio cuenta de que la sonrisa de Thomas se había desvanecido y que sus labios estaban un poco entreabiertos; rogó en silencio que él se inclinara para apoderarse de su boca y le hiciera sentir de nuevo ese embriagador placer.
—¿Me besarás otra vez? —preguntó con voz queda, desafiante.
Thomas entrecerró los ojos para observarla con intensidad y la cicatriz comenzó a palpitar cuando su boca se curvó hacia arriba.
—Parece que has pensado en todo, Madeleine —comentó con sequedad.
Ella luchó contra las ganas de echarse a reír. En vez de eso, levantó la mano y acarició su rostro con los dedos cubiertos por el guante.
—Creo que lo harás.
La sonrisa de Thomas se hizo más amplia.
—La confianza te sienta bien.
Ella soltó una carcajada al oírlo.
—¿Has pensado en el beso del sábado? —preguntó en voz baja.
—Constantemente —admitió él sin rodeos. Madeleine sintió de nuevo una oleada de calidez.
—¿Y…?
—Superó todas mis fantasías, Madeleine.
Eso la dejó sin aliento. Soltó un profundo suspiro y vaciló en su postura, incapaz de ofrecerle una réplica adecuada.
Él levantó un brazo y le sujetó la mano que seguía apoyada en su mejilla. Luego, sin mediar palabra, le acarició los nudillos por encima de los guantes de cuero antes de darse la vuelta y comenzar a caminar de nuevo, tirando de ella.
Tomaron una curva y se dirigieron por fin hacia el oeste para acercarse a los límites de la propiedad, donde tomarían el despejado camino que el barón de Rothebury utilizaba en sus cabalgadas matutinas.
—No soy virgen, Thomas —señaló ella momentos después, tras decidir que sería mejor dejar claro ese punto.
Él no aminoró el paso, aunque tardó unos instantes en responder.
—No puedo decir que ya lo imaginaba, Madeleine, ya que eso implicaría que creo que eres una disoluta. Ni puedo fingir sorpresa y decir que no te creo, ya que ambos sabemos que eres una mujer de veintinueve años independiente, cuya única intención es ser sincera. Cualquiera de esas cosas sería un insulto para ti.
La respuesta perfecta. Madeleine sonrió de nuevo al notar que la tensión la abandonaba.
—Deberías haber sido abogado.
—Una profesión honrada con la que me habría ganado mejor la vida, estoy seguro —Como si se le hubiera ocurrido de repente, añadió—. Pero en ese caso no estaría aquí contigo.
El comentario consiguió que la calidez que sentía en su interior se convirtiera en fuego. Él la deseaba físicamente, pero también disfrutaba con ella. Nunca llegaría a imaginarse lo mucho que eso significaba para ella.
—¿Qué sentiste cuando te enteraste de que trabajarías con una francesa en esta misión?
Él se enderezó lo justo para hacerle saber que la pregunta lo incomodaba un poco.
—Fue decisión mía que vinieras aquí, Madeleine —murmuró.
Ella no tenía ni la menor idea de cómo tomarse esa revelación.
—¿Por qué?
Thomas siguió mirando al frente.
—Tienes una reputación profesional excelente. También creí que la ayuda de una mujer sería inestimable y que, aunque llamarías un poco la atención, como francesa nadie te consideraría una amenaza seria. Has levantado… un escándalo social en esta comunidad sin que sospechen que eres más de lo que eres.
Otra respuesta lógica y, probablemente, acertada.
—¿Por qué no me llamas Maddie, tal y como te pedí que hicieras?
Él dudó.
—Es bastante personal.
Un búho ululó a lo lejos y una pequeña ráfaga de viento gélido susurró entre las ramas de los árboles y agitó la superficie del lago, donde creó ondas negras y plateadas como la luna. El hombro masculino rozó el suyo cuando se aproximaron el uno al otro en el sendero, y Madeleine alzó la mano libre para aferrar la manga de su chaqueta, sujetando ese brazo con más fuerza de la necesaria. Él no trató de liberarse.
—¿Personal porque tus razones son de naturaleza íntima… —inquirió con creciente interés—… o personal porque implicaría una mayor intimidad entre nosotros?
Él lo meditó unos instantes.
—Supongo que te llamaré Maddie cuando logre poner en orden mis sentimientos.
¿Sus sentimientos?
—Está claro que no entiendo en absoluto esa explicación, Thomas.
Él se detuvo de pronto y se volvió para mirarla una vez más. La observó con los ojos entrecerrados y declaró en voz baja.
—Tengo mis razones para no mantener una relación íntima contigo, Madeleine.
—¿Y cuáles son esas razones?
—Personales —repitió.
Eso la molestó un poco.
—Y además está el hecho de que un vínculo de ese tipo complicaría nuestra relación laboral, como ya dijiste en su momento —replicó.
—Exacto.
—Pero te gustaría —lo aguijoneó sin miramientos. Thomas recorrió muy despacio la parte de su rostro que se veía en la oscuridad.
—Sí, me gustaría —susurró—. Pero no ahora.
—Thomas…
Él se inclinó hacia ella. No fue la clase de beso que Madeleine había esperado tras charlar acerca de otro beso tan fogoso, pero fue un beso dulce, lo bastante tierno para acallar su réplica y para debilitarle las piernas. Thomas se alejó de ella un instante después.
—Se nos acaba el tiempo —dijo con un murmullo entrecortado—. Nos estamos acercando y no deberíamos arriesgarnos a hablar —Se echó a andar de nuevo sin soltarle los dedos.
Ella no discutió. A partir de ese momento no dijeron ni una palabra. Caminaron al borde del agua, ya dentro de la propiedad de Rothebury, y se acercaron a la casa desde el este. Una delgada capa de nubes había comenzado a cubrir parte de la luna, lo que obligó a Thomas a concentrar toda su atención en el sendero.
El problema de ambos, decidió Madeleine, era la falta de intimidad emocional entre ellos, y se le ocurrió de pronto que ésa podía ser la razón por la que Thomas se mostraba reacio a buscar una relación física más íntima. Se le vinieron dos posibles motivos a la mente. O bien él seguía llorando la muerte de su esposa, a la que había amado profundamente, y se negaba a sucumbir al deseo sexual por respeto a su memoria, o bien se sentía inseguro porque consideraba que tenía demasiados problemas físicos para llamar la atención de una mujer tan vital. Tal vez temía ser rechazado o terminar herido al final. Aunque a decir verdad, jamás había conocido a un hombre que no aceptara una relación física sin implicaciones emocionales.
Aun así, había un hecho de suma importancia. Él la deseaba tanto como ella a él. De eso ya no había duda. Poseía un fuerte autocontrol y nunca la habría besado si pretendiera mantener su relación en un plano superficial. Serían amantes con el tiempo, y tenía la absoluta certeza de que él lo sabía.
Thomas se detuvo de golpe, sacándola de sus agradables pensamientos, la estrechó con fuerza contra él y la silenció a toda prisa poniéndole un dedo sobre los labios.
Madeleine observó su rostro, que apenas se distinguía en la oscuridad, y vio que hacía un gesto con la cabeza hacia la izquierda.
Y allí estaba. Un tenue resplandor de luz que se movía de manera irregular a través del grupo de árboles que había al sur de la casa principal, a unos trescientos metros del lugar donde se encontraban, en el sendero por el que el barón solía cabalgar.
Thomas se salió del camino y comenzó a moverse hacia allí con pasos cuidadosos y lentos mientras escudriñaba la maleza. Sus movimientos eran precavidos y su expresión tan concentrada como la de ella.
Al observarlo mejor, Madeleine se dio cuenta de que debían de ser faroles. Había dos y su pálida luz amarillenta se abría paso en la oscuridad circundante, sin una voz que los acompañara en su vagar a través del silencioso bosque nocturno.
De repente, tan rápido como habían aparecido, las luces se desvanecieron, primero una y después la otra, en la negrura de la noche.
Por un momento, Madeleine se sintió desconcertada. Aquellos que sujetaban los faroles no se habían acercado lo bastante a la casa y desde luego no habían utilizado ningún sendero visible. ¿Por qué habían apagado las luces en mitad del bosque? A menos que hubiesen detectado a los intrusos o hubieran escuchado algún ruido, aunque tanto Thomas como ella se habían esforzado mucho en no hacer ninguno. Eso no le parecía posible. En ese instante se le vino a la mente el comentario de Desdémona: «He oído… rumores acerca de ciertas luces que aparecen de noche y sobre fantasmas que moran en la mansión del barón de Rothebury».
No se trataba de un rumor, y tampoco había fantasmas. Aquello era lo que había visto Desdémona, Madeleine estaba segura. Pero ¿cuándo? ¿En qué circunstancias? ¿Qué hacía una chica inocente en el bosque de noche?
Thomas siguió caminando muy despacio hasta que estuvieron cerca de los jardines de la mansión. Las luces habían aparecido justo a la izquierda del lugar donde se encontraban en esos momentos, observando los árboles distantes. La condujo hasta un enorme tocón redondo y Madeleine se sentó allí mientras él se arrodillaba a su lado, a la espera.
No ocurrió nada. No se produjo ningún movimiento, ningún ruido, y no apareció ninguna otra luz.
A la postre, temblando a causa del viento húmedo y frío y amparados por la oscuridad que había dejado la luna que se hundía en el cielo del oeste, regresaron a casa sin mediar palabra. Eran casi las dos y media de la madrugada.