Cómo Luchaban

Conocemos mucho mejor que la dedicación al trabajo de los iberos, sus dotes bélicas y su sistema de guerrear. El belicismo de los indígenas tuvo por causa no sólo su predisposición natural, sino la pobreza del país y la desigualdad en la distribución de la riqueza, que convirtió a los desheredados de la fortuna en fugitivos y fuera de la ley.

Ya en el combate de Himera (480 a. de J. C.) aparecen mercenarios ibéricos, y también Atenas, el 415 a. de J. C., pensó en la recluta de mercenarios ibéricos entre otros. Los siracusanos los enrolaron en sus tropas de choque, y Dionisios mandó a Esparta en el 369 a. de J. C. un contingente de iberos. Desde el año 342 a. de J. C. en adelante formarían parte de las tropas cartaginesas, junto a númidas y celtas.

Sus efectivos en caballería e infantería fueron crecidos, y su condición especial de maniobra era su rapidez, según Plutarco. Livio confirma que «están acostumbrados a trepar por los montes y a saltar entre las rocas con sus armas ligeras». Ni el jinete númida podía compararse al ibero, ni el lancero mauritano al caetratus, que igualándole en rapidez, le superaba en fuerza. La guerrilla será la forma de combate de los indígenas frente a los cartagineses y romanos. Éstos despreciaron este tipo de combate; con el nombre de concursare designaron este sentido de lucha de escaramuza. Pero la guerrilla permitía, en un país de quebrada orografía, la concentración de pequeños contingentes, así como su rápida dispersión una vez terminado el golpe de mano.

El sistema era ideal para la hostigación de los ejércitos legionarios, y sobre todo porque, debido al carácter tribal de los iberos, jamás consiguieron formar confederaciones con fuerte poder ofensivo. Polibio lo reconoció así, y puso en boca de Escipión, indignado por la traición de los ilergetes, estas palabras: «No son más que bandidos, que si algún valor tienen para devastar los campos vecinos, incendiar poblados y robar el ganado, nada valen en cambio en el ejército ni en un combate regular. Lucharán más confiados en la huida que en sus propias armas.»

En ello había parte de verdad. Escipión debía recordar que los ilergetes, en lugar de lanzarse contra el enemigo, iniciaron el ataque contra el ganado, y que, una vez regresaron los romanos a la costa, aquéllos devastaron los campos de sus aliados. Se habían convertido en bandoleros, como los hombres de aquella ciudad, Astapa (Estepa), que efectuaban incursiones por los campos vecinos, capturando soldados, sirvientes de armas y mercaderes extraviados.

La guerrilla y las luchas entre vecinos eran latentes entre los iberos, y su consecuencia sería el saqueo sistemático de los poblados y el incendio de las cosechas. En tales condiciones, la conquista de Hispania iba a ser una dura tarea.

En alguna ocasión existieron jefes capaces de formar fuertes confederaciones momentáneas frente al enemigo. Así, Indíbil y Mandonio formaron un ejército de aspecto regular, en el que los distintos pueblos ocuparon sus posiciones: ausetanos en el centro, ilegertes en el ala derecha, y otros pueblos «ignobiles» en la izquierda.

Los pueblos ricos y pacíficos prefirieron dejar la defensa de sus territorios a mercenarios. Así lo hicieron los turdetanos, que llegaron a tener empleados a unos 10.000 celtíberos en el año 195 antes de Jesucristo. Pero de nada les valieron cuando los lusitanos razziaron el país turdetano aquel mismo año.

En los combates, los guerreros se lanzaban profiriendo gritos de guerra, agitando sus melenas y saltando como en una danza. Si los infantes cedían el terreno, los jinetes descendían de sus monturas, ataban los caballos y se enzarzaban en el cuerpo a cuerpo. Sus caballos, amaestrados, no se movían.

Las mujeres no tomaban parte en el combate como no fuera en la defensa final de su territorio o de su poblado. Las escenas de violencia, suicidio colectivo, incendios y degüellos en ocasiones ponen los pelos de punta.

La astucia corrió parejas con la ligereza en el combate, y, en varias ocasiones, los iberos dieron muestras de ella. Así, los mercenarios hispanos, ibéricos en su mayoría, de Aníbal, cruzaron el Ródano colocando sus vestidos sobre odres de piel hinchados, mientras ellos, desnudos, los tapaban con sus escudos, utilizándolos como barcas individuales.

El guerrero y sus armas

Si en algún aspecto conocemos bien a los iberos, es sin duda en su condición de guerreros. Tanto las fuentes escritas como la pintura vascular han sido pródigas en describirnos sus combates. Los guerreros de Osuna, Verdolay, Archena, Liria y Alloza, así como los exvotos de los santuarios, indican que la guerra era un arte noble entre los iberos. En el «Vaso de los guerreros» de Liria, peones y jinetes luchan entre sí; unos y otros cubren sus túnicas cortas con lorigas escamadas, cubren sus cabezas con cascos y luchan embrazando escudos, jabalinas y falcatas.

Los guerreros romanizados de Osuna embrazan escudos ovales y grandes, como en Liria, o bien redondos y pequeños, usando falcatas y puñales anchos. En el llamado «Sillar de los dos guerreros» o en el «Friso de los Guerreros» se desarrollan combates al parecer entre iberos y romanos o entre iberos romanizados. En la acrótera de Osuna, un jinete empuña la falcata; sobre la chaquetilla lleva, además, una especie de corta chlamys.

En el Cabecico del Tesoro de Verdolay se halló un vaso con un guerrero a pie, vistiendo loriga de tiras de metal o cuero, con cinturón y faldellín rematado en tiras formando fleco. Otro semejante exhibe su penacho en el casco y, en general, jinetes e infantes usan jabalinas, escudos circulares y falcatas. Un guerrerito de bronce viste una túnica abierta por la falda, con loriga de escamas, y va armado con una corta espada sin desenvainar, colgada del tahalí, y con un escudo circular y pequeño. Otro lleva sobre la túnica un manto sujeto al hombro con una fíbula anular y deja entrever el pomo de una falcata. Una escena semejante se reproduce en un vaso de Alloza, donde acaso haya que ver una lucha entre dos tribus, separadas por un río, y un vaso de Liria muestra el desarrollo de una batalla fluvial.

El casco. Diodoro asegura que los celtíberos tenían cascos de metal con crestas de color de púrpura, y Apiano refiere que los lusitanos sacudían sus largas cabelleras para imponer pavor a sus enemigos. Unos y otros usaban cascos muy semejantes, de metal o de fibra trenzada, y análogos son los ibéricos que aparecen en los exvotos de los santuarios o pintados con reticulado en Liria. En la Bastida de Mogente se halló una figurilla representando a un jinete con casco y penacho, semejante a otro de Despeñaperros; este tipo de casco griego arcaico sustituyó al cónico en Grecia hacia el siglo VII antes de Jesucristo. Entre los varios conocidos, posteriores al siglo V a. de J. C. en poblados y necrópolis ibéricos, señalemos el abombado de Hoya de Santa Ana, o el tipo cónico Verdolay. Del tipo greco-etrusco aparecen en Villaricos, Alcaracejos, Quintata Redonda, sin carrileras; éstas aparecen, en cambio, en una moneda de Iliberis del siglo III antes de Jesucristo.

Entre los guerreros romanizados de Osuna, unos aparecen con cascos de larga peluca y con cimera de cerdas radiales, y otros con bonete y cabellera de crin y cimera de bronce o cuero.

El escudo. Refiriéndose a los lusitanos, Diodoro señala que «llevan en tiempo de guerra unas pequeñas rodelas que les protegen el cuerpo. En las batallas las manejan con tanta ligereza, volteándolas con tanto arte y rapidez, que evitan con ellas los golpes del adversario».

Este escudo circular es el frecuente en Liria y Verdolay, donde se marcan los umbos con puntos. El circular, la caetra, era algo cóncavo, y se llevaba terciado a la espalda, colgando de una correa, sostenida por las agarraderas. Así lo indica Estrabón y lo patentizan las esculturas turdetanas de guerreros en bronce y las lusitanas en piedra.

La caetra alterna con otro escudo mayor, oblongo, decorado con motivos geométricos, con umbo, nervio en el eje mayor y lámina ancha en el eje menor. Es un tipo que aparece, por ejemplo, en el Sillar de los guerreros de Osuna o en el de La lucha de guerreros, alternado aquí con el circular del guerrero vencido. Parece seguro que, en el siglo I a. de J. C., los pueblos hipánicos usaron indistintamente ambos tipos, pues en una moneda del 54 a. de J. C., conmemorativa de sucesos del año 99 a. de J. C., aparecen juntos como trofeos. Pero lo más extraño es que no se haya encontrado ningún escudo oval en la Meseta, ya que sólo conocemos, además de los de Ensérune, un umbo de Cabrera de Mataró y otro de Echarri de Navarra.

Armas ofensivas. Son bien conocidos los dos tipos de armas arrojadizas de los iberos: la jabalina (falárica, trágula) y la lanza (soliferreum), ambas comunes a todos los pueblos hispanos.

La jabalina fue preferida por los levantinos. Aníbal fue herido por una de ellas, y Livio la describe así: «Su asta era de madera de abeto y de sección circular, excepto en el extremo en donde colocaba el hierro. Éste era cuadrado, como el pilum, y se rodeaba con estopa empapada en pez. El hierro tenía una longitud de tres pies, para que atravesara la armadura y el cuerpo. Pero, aun en el caso de quedar clavado en el escudo, llenaba de pavor al enemigo, ya que se lanzaba con la estopa encendida y la llama avivaba en su camino, lo cual obligaba al soldado a despojarse de sus armas y a exponerse indefenso a los golpes.»

En la necrópolis celtibérica de Arcóbriga, o en la turdetana de Almedinilla, aparecen jabalinas con mango, dardo afilado y punta entre 17 y 35 centímetros. Las más antiguas son las de Le Cayla de Mailhac (siglo VI a. de J. C.), y sus tipos son semejantes a los más viejos de Aguilar Anguita; las de Almedinilla son ya posteriores, del siglo IV antes de Jesucristo.

El soliferreum, de una sola pieza de hierro, engrosaba el astil en el centro y terminaba con un extremo en punta y otro en hoja de sauce; su sección era hexagonal, o rectangular, con las aristas biseladas. En algunos es posible apreciar una zona deprimida en el centro, con la finalidad de tener una mejor suspensión, y en Liria se ha llegado a suponer la existencia de un propulsor. Las hojas de lanza alcanzan en algunos extremos hasta 56 cm en la hoja y 25 cm en el mango; en determinados casos se observan restos de nielado.

Una variedad de la lanza es la pica, semejante al rejón de los ganaderos andaluces de hoy, con una cruz en la base de la hoja, como se observa en una moneda de Carisius y en un ejemplar de Granada.

Las armas arrojadizas para el cuerpo a cuerpo no debieron ser útiles, aunque una representación pictórica muestra a un infante con falcata en una mano y con una lanza en la otra. El guerrero ibérico debió llevar dos armas arrojadizas como los velites citados por Livio y según pone de manifiesto una escena de Alloza, pero guerrearía como los indiketes, que para el cuerpo a cuerpo «arrojaron las faláricas y los soliférrea y empuñaron las espadas», o como el guerrero de Verdolay que con una lanza se defiende de un jinete.

Armas para el cuerpo a cuerpo. El arma ibérica, famosa en la antigüedad, fue la falcata (gladius hispaniensis), que «cortaba los brazos de raíz, desde el hombro; separaba las cabezas de los cuerpos con un golpe de tajo; dejaba las entrañas al descubierto, y producía toda clase de horribles heridas» (Livio).

Su origen se halla en la machaira griega, que fue copiada de pueblos orientales e introducida a través de los tipos etruscos que los mercenarios ibéricos debieron de imitar. La falcata ibérica sirvió para cortar de tajo y como estoque. Es toda de una sola pieza de hierro, y la guarnición es la ampliación del puño, que ofrece así un soporte a las cachas y se arquea para proteger la mano. En las más antiguas se cerró la abertura y se completaron las guardas con una lámina, cadenilla, o tira de cuero. El pomo remataba con una cabeza estilizada de pájaro, cisne o caballo.

La falcata se enfundaba en vaina de cuero con armazón de hierro y colgando de un tahalí; en el guerrero fragmentado, de piedra, de Elche, la vaina va sujeta por una correa y una anilla al cinto; pero, en cambio, en una figurilla de Archena, una espada de perfil de pájaro va colocada en la faja de un modo convencional.

De todas las hispánicas, halladas con profusión en el área ibérico-turdetana (Almedinilla, Villaricos, Tugia, Cerro de los Santos y en Archena, Verdolay y Cabrera de Mataró, etc.), sin duda alguna la más bella es una de Almedinilla. Las guardas y el puño, provisto de una funda de hierro forjado, se decoran con frisos de róleos entre granulos y entrelazados, en cuyo interior se incrustó marfil o asta. El remate del puño lleva una cabeza felina como extremo, o una cabeza de ave.

En Villaricos aparecen asociadas con materiales griegos del siglo V a. de J. C., pero alcanzan también hasta el siglo I antes de Jesucristo. En la necrópolis del Cigarralejo (prov. de Murcia) se halló una falcata votiva con la empuñadura de caballo de tipo antiguo. En otras necrópolis del sur y del Levante hay ejemplares que se van rarificando a medida que progresamos hacia el norte, donde parece que son contrarrestadas por espadas de La Tène II.

La espada de La Tène II, de ascendencia céltica, tiene su paralelo en las espadas de antenas del sur y sudeste (Villaricos, Illora, Almedinilla, etcétera.). Las más antiguas de la Península son las de Camallera (prov. de Gerona), a las que siguen las de la Meseta (Aguilar, Gormaz) fechadas en el siglo VI antes de Jesucristo.

Acompañan a las espadas los puñales de antenas en el sur, así como los doble-globulares. Son de hoja ancha y triangular, de unos 45 cm de longitud, con un puente de escotaduras rectas; los más antiguos se fechan en el siglo V antes de Jesucristo. Los tipos originarios de los puñales doble-globulares se remontan a los de Bélgica y Borgoña del Hallstatt C (hacia el siglo VII antes de Jesucristo).

Otra arma fue la falx, curvada y de hoja más corta que la hoz de trabajo, pues aparece en monedas ibéricas tardías y en unas fechas entre el siglo IV-III a. de J. C. en el poblado de Puig Castellar (prov. de Barcelona).

Menos seguro es el uso de bidentes y tridentes, aunque en el asedio a la ciudad bastetana de Oringis se utilizaron por los sitiados para retirar las escalas de los sitiadores, según Livio, y algunas han aparecido, sin embargo, en Osuna.

La honda hubo de ser un arma mortal, y la antigüedad guardó memoria de los honderos baleares, mercenarios de Aníbal. Los proyectiles de piedra, plomo, arcilla y hierro han sido hallados en Ullastret, Ampurias, Osuna, etc., y atestiguan que llegaron a utilizarse con mensajes escritos en ciertas ocasiones.

Junto con las armas hay que mencionar las insignias y los emblemas. Acaso cada pueblo tuviera su propio grito de guerra, como se atestigua entre lacetanos y suessetanos. La existencia de signa y emblemae entre los iberos es segura a partir de los primeros años de la conquista romana.

Livio señala que los romanos capturaron a los suessetanos y sedetanos 78 signa militaria en el año 200 antes de Jesucristo. Cada pueblo utilizaba un determinado emblema, y así, en una moneda ibérica aparece un jinete con un signum rematando en el asta con un jabalí. Las trompetas de Numancia, semejantes a las levantinas de Tivissa, son de barro cocido y fueron utilizadas en la forma que muestra el cornicen de Osuna.

Nada conocemos acerca de los carros de guerra, y los datos se refieren a carretas de trabajo tiradas por yuntas de bueyes (Tivissa, Despeñaperros, Montjuich); únicamente un relieve del Cigarralejo nos muestra un carrito ligero, pero su significado parece más probable que sea funerario, como el de las ruedas partidas de Toya o de Alcacer do Sal.

El jinete y su caballo

Los pueblos de Hispania primitiva fueron hábiles jinetes que cazaban caballos salvajes en los bosques. El caballo hispano era muy semejante al africano; también galopaba con la cerviz rígida y tendida y su carrera «deformis». La riqueza de la Península en caballos queda atestiguada por el gran número de jinetes que aparecen en los contingentes y los desorbitados tributos que pagaron a los romanos.

En los santuarios andaluces y levantinos han aparecido en gran profusión representaciones ecuestres, y sobre todo en el del Cigarralejo se rindió culto a una divinidad ecuestre similar a la Epona céltica.

Los jinetes montaban sin silla, utilizando una cubierta de cuero, lana o tejido vegetal (el ephippion). En ocasiones se prolongaba la almohadilla sobre el cuello del caballo para protegerlo del roce de las riendas o el desplazamiento de la montura.

El jinete hubo de manejar las riendas con una mano y empuñar las armas con la otra; hay casos, sin embargo, en que el guardacuello se usa como sujetarriendas, con lo cual el jinete podría usar ambas manos en las armas.

Los estribos no se conocieron, pero sí se apreció el valor de las espuelas, como muestran las pinturas de Liria y las piezas halladas en Sorba, Mataró, Archena y el Collado de los Jardines.

El sistema de cabeza para el mando lo formaba la cabezada, el bocado y las riendas. Los hallazgos han sido pródigos en bocados, que en realidad son más bien filetes que actúan sobre las comisuras mediante presión de delante hacia atrás. Las supuestas «camas» eran simples «alas» que impedían el movimiento lateral del filete, pero sin hacer presión en el paladar.

En el adorno de sus caballos, los iberos llegaron al exceso: las piezas de unión de las riendas con el filete se decoran con zigzags, SS, dientes de sierra, etc., que irían bordados y pintados sobre el tejido o grabados sobre el cuero y el metal. Los petrales se exornan con flecos de tiras rematadas con piezas de metal tintineantes. En el testuz colocaron una especie de pantallas, decoradas con fibras policromas igual que en las colleras de Liria o en la yegua del relieve bifacial del Cigarralejo.

Las alas de los bocados eran de anillas, de media luna, rectas, con los extremos en SS, etc., y su aparición conjunta en Tútugi, Liria, Cigarralejo, etc., no les da valor tipológico-cronológico.

Se ha especulado acerca de cómo montaron los iberos sus caballos. Es indudable que montaron a horcajadas, pero a base de ciertos jinetes pintados en la cerámica de Archena y Liria, se ha querido ver el sistema de montar con las dos piernas a un mismo lado. Este efecto, sin embargo, se debió probablemente a la incapacidad del artista para la perspectiva.

La vida y la guerra entre los iberos, tal como las vemos representadas en las cerámicas de Liria y otros lugares, dan la impresión de que los iberos fueron un pueblo vivo y exotérico con un gran placer por la vida.

Amaban la guerra como un arte, para el cual poseían grandes aptitudes, y aprovecharon todas las oportunidades que se les presentaban para poder demostrarlo.