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Renuncio a participar en el Open de Australia de 2006 y no participo en ningún torneo de la temporada de tierra batida. Me disgusta mucho hacerlo, pero debo reservarme para Wimbledon pues, aunque no se lo he dicho a nadie, interiormente he decidido que ése va a ser el último año en que intente conquistar el título en Londres. Jamás pensé que diría algo así. Nunca creí que dedicarle una despedida respetuosa a Wimbledon acabaría siendo algo tan importante para mí.
Pero es que, en mi caso, Wimbledon se ha convertido en tierra sagrada. Aquí es donde brilló mi mujer. Aquí es donde sospeché por primera vez que podía ganar, y donde me lo demostré a mí mismo y al mundo. En Wimbledon aprendí a dar mi brazo a torcer, a hacer algo que no quería hacer, a llevar la ropa que no quería llevar y a sobrevivir. Además, por más que el tenis no me guste, ese juego es mi casa. De niño odiaba mi casa, y entonces tuve que irme y empecé a echarla de menos. En las horas finales de mi carrera, ese recuerdo me atormenta.
Le comunico a Darren que ése será mi último Wimbledon y que el siguiente Open de Estados Unidos será el último torneo de mi vida. Hacemos el anuncio justo cuando empieza el torneo en Londres. Inmediatamente después, me asombra la diferencia que detecto en la mirada de mis compañeros. Ya no me tratan como a un rival, como a una amenaza. Estoy retirado. Soy irrelevante. Inconscientemente he estado buscando ese momento en el que ya no tuviera alternativa.
Bud Collins, el venerable comentarista e historiador del tenis, coautor de la biografía de Laver, resume mi carrera diciendo que he pasado de punk a paradigma. Yo tuerzo el gesto. A mi modo de ver, Bud ha sacrificado la verdad en el altar de la aliteración. Yo nunca fui punk más de lo que ahora soy paradigma.
Además, varios periodistas deportivos reflexionan sobre mi transformación y esa palabra me desagrada. La considero inexacta. Una transformación es un cambio de una cosa a otra, pero yo empecé con nada. Yo no me he transformado, sino que me he formado. Cuando entré en el mundo del tenis, era como la mayoría de los críos: no sabía quién era y me rebelaba cuando los mayores me decían quién era. Creo que los mayores cometen constantemente ese error con los jóvenes: los tratan como productos acabados cuando, de hecho, están en proceso. Es como juzgar un partido antes de que acabe, y yo, demasiadas veces, he remontado, y demasiadas veces mis rivales me han ganado a mí contra pronóstico, por lo que sé que eso no está bien.
Lo que la gente ve ahora, para bien o para mal, es mi primera formación, mi primera encarnación. Yo no he alterado mi imagen, sino que la he descubierto. No he cambiado mi mentalidad, sino que la he abierto. J. P. me ayuda a desarrollar esa idea, a explicármela a mí mismo. Dice que la gente se ha dejado engañar por mis cambios de imagen, de ropa y de peinado, y que ha creído que yo sé quién soy. La gente ve mi autoexploración como una autoexpresión.
Por desgracia, a principios del verano de 2006, a pesar de los mejores esfuerzos de J. P. y de otros, no soy capaz de explicarme así ante los periodistas. Además, aunque pudiera, la sala de prensa del All England Club no es lugar para ello.
Tampoco puedo explicárselo a Stefanie, pero a ella no me hace falta contarle nada. Ella lo sabe todo. En los días anteriores al inicio del torneo de Wimbledon, me mira a los ojos y me acaricia la mejilla. Habla conmigo de mi carrera. Me habla de la suya. Me cuenta cómo fue su último Wimbledon. Ella no sabía que sería el último, y me dice que es mejor lo mío, es mejor saberlo y salir a jugar a mi manera.
Con un collar que me ha hecho Jaden -una cadena de letras cuadradas que forman la frase Daddy Rocks7- salgo a enfrentarme al serbio Boris Pashanski en primera ronda. Cuando pongo un pie en la pista, la ovación es larga y cerrada. En el primer saque no veo la pista, porque tengo los ojos llenos de lágrimas. A pesar de sentirme como si jugara con una armadura, con una espalda que no se destensa, persisto. Resisto. Gano.
En segunda ronda derroto al italiano Andreas Seppi en tres sets consecutivos. Estoy jugando bien, lo que me da esperanzas de cara a mi partido de tercera ronda, en el que me enfrento a Rafael Nadal. Nadal es una bestia, un fenómeno, una fuerza de la naturaleza, el jugador más fuerte y a la vez más grácil que he visto en mi vida. Y sin embargo yo siento -por culpa del efecto engañoso que da ganar- que tal vez consiga realizar alguna incursión. Mis opciones me gustan. Pierdo el primer set 7-6, pero atribuyo sólo a mi esperanza lo ajustado del resultado.
Después, Nadal me aniquila. El partido dura setenta minutos. Mi ventana de oportunidad, cincuenta y cinco. Es entonces cuando empiezo a notar la espalda. Hacia el final del partido, cuando saca Nadal, ya no puedo seguir de pie. Necesito moverme de un lado a otro, pisotear el suelo con fuerza, hacer que la sangre fluya. El agarrotamiento es tan severo, el dolor es tan agudo, que restar es lo que menos me importa. Sólo pienso en mantenerme en pie.
Después, en un momento cargado de ironía, los organizadores del torneo de Wimbledon rompen con la tradición y autorizan una entrevista a pie de pista con Nadal y conmigo. Allí nunca se celebran entrevistas a pie de pista. Le digo a Gil: yo sabía que, tarde o temprano, conseguiría que Wimbledon rompiera con la tradición.
Gil no se ríe. Nunca se ríe cuando todavía queda batalla.
Ya casi estoy, le digo.
Me desplazo hasta Washington D. C., y juego contra un joven aspirante, el italiano Andrea Stoppini. Me derrota como si el aspirante fuera yo. Siento vergüenza. Ya me parecía a mí que iba a necesitar una puesta a punto para jugar en el Open de Estados Unidos, pero esta puesta a punto me ha dejado muy tocado. Hablo con la prensa y digo que este final me está costando más de lo que suponía. Digo que la mejor manera que se me ocurre para explicarlo es ésta: estoy seguro de que a muchos de vosotros no os gusta vuestro trabajo. Pero imaginad que alguien os dijera ahora mismo que esta crónica que vais a redactar sobre mí será la última de vuestra carrera, que, después de ésta, ya no podréis escribir otra en toda vuestra vida. ¿Cómo os sentiríais?
Todo el mundo se viene conmigo a Nueva York. El equipo al completo. Stefanie, los niños, mis padres, Perry, Gil, Darren, Philly. Invadimos el hotel Four Seasons y colonizamos el restaurante Campagnola. Los niños sonríen al oír los aplausos que nos dedican cuando hacemos nuestra entrada. No sé si son ideas mías, pero esta vez el aplauso me suena distinto. Posee otro timbre, un subtexto. Saben que no soy sólo yo, que somos todos los que terminamos algo especial juntos.
Frankie nos ha reservado mesa en una esquina. Trata con muchísimo cariño a Stefanie y a los niños. Yo lo veo servir a Jaden todos mis platos favoritos y veo a Jaden disfrutarlos. También veo que Jaz disfruta de la comida, aunque insiste en que le sirvan todos los entrantes por separado, que nada se mezcle. Es una variación de la exigencia de que le quiten los arándanos a la magdalena. Veo a Stefanie observar a los niños, sonriente, y pienso en los cuatro, en nuestras personalidades tan marcadas. Cuatro superficies distintas. Y, sin embargo, formamos un equipo que encaja. Un equipo completo. La víspera de mi último torneo, disfruto de esa sensación que todos buscamos, de ese conocimiento que sólo adquirimos unas pocas veces en la vida, de que los temas de nuestra existencia están conectados, de que las semillas de nuestro final ya estaban en el principio, y viceversa.
En primera ronda me enfrento al rumano Andrei Pavel. Mi espalda se me agarrota a medio partido, pero a pesar de tener que mantenerme tieso como un palo, consigo una victoria trabajada. Le pido a Darren que busque a alguien que me inyecte cortisona al día siguiente. Ni siquiera sé si, aun con la inyección, seré capaz de jugar el próximo partido.
En cualquier caso, no podré ganar. No contra Marcos Baghdatis. Ocupa el puesto número 8 del ranking, y es un joven chipriota fuerte, corpulento, que se encuentra en la mitad de un gran año. Ha llegado a la final del Open de Australia y a las semifinales de Wimbledon.
Pero, no sé cómo, le gano. Al terminar el partido avanzo tambaleante por el túnel, y apenas consigo llegar al vestuario, donde mi espalda dice basta. Darren y Gil me levantan como una bolsa de ropa sucia y me suben a una camilla, mientras los asistentes de Baghdatis hacen lo mismo con él y lo depositan en la camilla de al lado; tiene unos calambres espantosos. Aparece Stefanie y me besa. Gil me obliga a beber algo. Un preparador me informa de que los médicos vienen de camino. Enciende el televisor instalado sobre las camillas y todos se van, y nos dejan solos a Baghdatis y a mí, retorciéndonos de dolor.
En la tele, en el programa SportsCenter, pasan un resumen de nuestro partido.
Por el rabillo del ojo detecto un ligero movimiento. Me vuelvo y veo que Baghdatis me extiende una mano. Por la expresión de su rostro, entiendo que dice: eso lo hemos hecho nosotros. Alargo la mano y le estrecho la suya, y nos quedamos así, mientras en la pantalla se suceden las imágenes de nuestra batalla salvaje.
Revivimos el partido y después yo revivo mi vida.
Finalmente, llegan los médicos. Junto con los preparadores, tardan media hora en conseguir que Baghdatis y yo nos pongamos de pie. Él es el primero en abandonar el vestuario y lo hace rápidamente, apoyado en su entrenador. Después, Gil y Darren me conducen al estacionamiento, animándome a dar unos pasos más ante la recompensa de una hamburguesa con queso y un Martini en P. J. Clarke’s. Son las dos de la mañana.
Vaya, dice Darren cuando llegamos. Lo tenemos aparcado ahí al fondo, tío.
Vemos el coche allá lejos, solitario en medio del espacio vacío. Está a varios centenares de metros de donde nos encontramos. Les digo que no voy a poder llegar.
No, claro, dice él. Espera aquí y yo lo acerco.
Y sale corriendo.
Informo a Gil de que no puedo mantenerme en pie. Tengo que tumbarme mientras esperamos. Él deja mi bolsa de deporte sobre el suelo de cemento y yo me siento, me tiendo y uso la bolsa como almohada.
Alzo la vista y miro a Gil. Sólo veo su sonrisa y sus hombros. Desplazo un poco la mirada, más allá de los hombros y veo las estrellas. Tantas estrellas. Miro las torres de luces que rodean el estadio. Parecen estrellas más grandes, más cercanas.
De pronto, una explosión. El sonido de algo que parece una lata gigante de pelotas de tenis que se abriera. Las luces de una de las torres se apagan. Y después las de otra. Y las de otra.
Cierro los ojos. Ya ha terminado.
No. Mierda, no. En realidad esto no terminará nunca.
A la mañana siguiente avanzo tambaleante por el vestíbulo del hotel Four Seasons cuando, de entre las sombras, aparece un hombre. Me agarra del brazo.
Con Stefanie, Jaden y Jaz en otoño de 2006.
Marcos Baghdatis me felicita tras la segunda ronda del Open de Estados Unidos de 2006.
Pista central, Wimbledon, 2000.
Déjalo, dice.
¿Qué?
Es mi padre. O el fantasma de mi padre. Se ve demacrado. Parece que llevara semanas enteras sin dormir.
¡Papá! ¿De qué estás hablando?
Déjalo ya. Vete a casa. Ya lo has hecho. Ya está.
Me dice que reza para que me retire. Me dice que ya no puede esperar más a ver que lo dejo, para no tener que verme sufrir más. Para no tener que ver mis partidos con el corazón en un puño. Para no tener que quedarse despierto hasta las dos para poner la tele y verme jugar desde la otra punta del mundo. Para no tener que pasarse el día descubriendo nuevos talentos, a los que, tal vez, me toque enfrentarme. Está harto de todo este triste montaje. Suena como si... ¿Es posible?
Sí. Lo veo en sus ojos.
Conozco esa mirada.
Odia el tenis.
Me dice: ¡no te expongas más a todo esto! Después de lo de ayer noche, ya no tienes nada más que demostrar. No soporto verte así. Me duele demasiado.
Yo alargo la mano y la poso en su hombro. Lo siento, papá. No puedo abandonar ahora. No puedo terminar mi carrera abandonando.
Treinta minutos antes del partido, me inyectan un antiinflamatorio, pero su efecto es distinto al de la cortisona. Menos eficaz. Contra mi rival en tercera ronda, Benjamin Becker, apenas puedo mantenerme en pie.
Miro el marcador. Niego con la cabeza, incrédulo. Me pregunto una y otra vez: ¿cómo es posible que mi último contrincante sea un tipo llamado B. Becker? Hace un tiempo le comenté a Darren que quería retirarme jugando contra alguien que me gustara, al que respetara, o, si no era posible, contra alguien a quien no conociera.
Y me ha tocado lo segundo.
Becker me gana en cuatro sets. Noto que la cinta de la línea de meta se parte limpiamente al contacto con mi pecho.
Los organizadores del Open de Estados Unidos me dejan pronunciar unas palabras a los aficionados que están en las gradas, y a los que están en sus casas, antes de meterme en el vestuario. Sé exactamente qué es lo que quiero decir.
Lo he sabido desde hace años. Pero aun así, al principio no me sale la voz.
En el marcador pone que hoy he perdido, pero lo que el marcador no pone es lo que he encontrado. A lo largo de los últimos veintiún años he encontrado lealtad: vosotros habéis tirado de mí en la pista y también en la vida. He encontrado inspiración: vosotros me habéis empujado a triunfar, incluso en mis momentos más bajos. Y he encontrado generosidad: vosotros me habéis dado vuestros hombros para que me subiera a ellos y alcanzara mis sueños, sueños que jamás habría alcanzado sin vosotros. A lo largo de los últimos veintiún años, os he encontrado a vosotros y voy a llevaros a vosotros y a vuestro recuerdo conmigo el resto de mi vida.
Les pago de la mejor manera que conozco. Comparándolos con Gil.
En el vestuario, el silencio es mortal. Con los años me he fijado en que, cuando pierdes, todos los vestuarios son iguales: entras por la puerta -que se abre con estrépito, pues la has golpeado con más fuerza de la necesaria- y los presentes siempre se apartan de la tele, donde hasta hace un momento estaban viendo cómo te daban la paliza correspondiente. Siempre hacen como que no han visto nada, como que no estaban hablando de ti. Esta vez, en cambio, se mantienen unidos alrededor del televisor. Nadie se mueve. Nadie finge nada. Entonces, lentamente, todos se acercan a mí. Aplauden y silban, y también lo hacen los preparadores, el personal de las oficinas, y James, el guardia de seguridad.
Sólo un hombre se mantiene al margen, negándose a aplaudir. Lo veo por el rabillo del ojo. Está apoyado en la pared del fondo, la expresión de su rostro es neutra y tiene los brazos doblados con fuerza sobre el pecho.
Connors.
Ahora entrena a Roddick. Pobre Andy.
Me da risa. No puedo sino admirar que Connors sea el que es, que siga siéndolo y que nunca cambie. Todos deberíamos ser tan fieles a nosotros mismos, tan coherentes.
A los jugadores les digo: a lo largo de vuestra vida oiréis muchos aplausos, chicos, pero ninguno significará más para vosotros que ese aplauso, el de vuestros colegas. Espero que todos y cada uno de vosotros oigáis ese aplauso al final.
Gracias a todos. Adiós. Y cuidad los unos de los otros.