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Desde que Wendi asistió a la grabación del anuncio de «La imagen lo es todo», somos pareja. Viaja conmigo, me cuida. Somos la combinación perfecta, porque hemos crecido en el mismo ambiente, y creemos que podremos seguir creciendo juntos. Nuestra procedencia es la misma, y queremos las mismas cosas. Nos amamos con locura, aunque aceptamos que la nuestra ha de ser una relación abierta (ésa es la palabra que usa ella). Somos demasiado jóvenes para comprometernos, y estamos demasiado confundidos. Ella no sabe quién es. Se crio en la religión mormona, pero llegó a la conclusión de que no creía en la doctrina de esa religión. Fue a la universidad, y descubrió que se había equivocado totalmente de centro. Hasta que sepa quién es, dice, no puede entregarse a mí por completo.
En 1991, estamos en Atlanta con Gil, celebrando que cumplo veintiún años. Nos hemos metido en un bar, un local sórdido de Buckhead de mesas cubiertas de quemaduras de cigarrillos y jarras de cerveza de plástico. Los tres nos reímos, bebemos, e incluso Gil, que no prueba jamás el alcohol, parece ligeramente achispado. Con la idea de que esa noche quede grabada para la posteridad, Wendi se ha traído su cámara de vídeo. Me la entrega y me pide que la grabe encestando canastas en una de esas máquinas Arcade de baloncesto. Va a enseñarme a jugar, dice. La grabo durante tres segundos encestando, y entonces bajo la cámara para recorrer con ella su cuerpo, lentamente.
Andre, dice ella, por favor, deja de grabarme el culo.
Entonces entra un grupo de jóvenes bocazas. De mi edad, aproximadamente; parecen formar parte de un equipo de fútbol americano, o de rugby. Pronuncian un par de comentarios groseros sobre mi, y después centran su atención en Wendi. Están borrachos, son desagradables e intentan avergonzarme en su presencia. Yo pienso en Nastase, haciendo lo mismo catorce años atrás.
El equipo de rugby deja un montón de monedas en el borde de nuestra mesa de billar. Vamos los siguientes. Y se alejan, sonriendo desafiantes.
Gil deja su jarra de plástico sobre la mesa, recoge las monedas y se acerca despacio a una máquina expendedora. Compra un paquete de cacahuetes y regresa a la mesa. Empieza a comérselos despacio, sin apartar los ojos en ningún momento de los jugadores de rugby, hasta que éstos deciden, sabiamente, buscarse otro bar.
Wendi se ríe y sugiere que, además de las muchas funciones y deberes que ya ejerce, Gil se convierta en mi guardaespaldas.
Ya lo es, le digo. Y, sin embargo, la palabra no lo define. La palabra no es adecuada para describir lo que en realidad es. Gil me guarda las espaldas, el cuerpo entero, la mente, mi juego, mi corazón; a mi novia. Es el único objeto inamovible de mi vida. Es mi guardavidas.
Me divierte especialmente cuando la gente -periodistas, aficionados, chiflados- preguntan si Gil es mi guardaespaldas. En esos casos, él siempre esboza la mejor de sus sonrisas y dice: ponle una mano encima y lo averiguarás.
En el Roland Garros de 1991, me abro paso durante seis rondas y llego a la final. Es mi tercera final en un torneo de Grand Slam. Me enfrento a Courier, y parto como favorito. Todo el mundo dice que lo derrotaré. Yo también digo que lo derrotaré. Necesito derrotarlo. No quiero imaginar qué debe sentirse al llegar a la final de un torneo de Grand Slam tres veces consecutivas y no ganar ninguna.
La parte buena es que sé cómo puedo ganar a Courier. Lo hice el año pasado, en esas mismas pistas. La parte mala es que se trata de algo personal, y eso me pone tenso. Los dos empezamos en el mismo sitio, en los mismos dormitorios de la Academia Bollettieri. Nuestras camas estaban cerca. Yo era mucho mejor que él, Nick me favorecía mucho más a mí. Por eso, perder contra él en la final de un torneo de Grand Slam sería como si la liebre perdiera contra la tortuga. Ya es bastante desgracia que Chang haya ganado un torneo de Grand Slam antes que yo. Y que también lo haya hecho Pete. Pero ¿Courier? No puedo permitir que ocurra eso.
Salgo a ganar. He aprendido de mis errores en los dos últimos torneos de Grand Slam. El primer set es un paseo, y lo gano 6-3. En el segundo, cuando voy ganando 3-1, tengo a mi alcance romperle el servicio. Si gano ese punto, tendré muchas posibilidades de ganar el set, y el partido. De pronto empieza a llover. El público se cubre y abandona las gradas para ponerse a cubierto. Courier y yo nos retiramos al vestuario, donde caminamos arriba y abajo como dos leones enjaulados. Entra Nick y yo busco su mirada para que me aconseje, para que me dé ánimos. Pero nada. Nada. Sé desde hace tiempo que si sigo con él es por costumbre, por lealtad, y no porque ejerza en absoluto de entrenador conmigo. Aun así, en ese momento no es entrenamiento lo que necesito, sino una mínima muestra de humanidad, que es una de las obligaciones de todo técnico. Necesito que se reconozca que me encuentro en un momento de fuerte carga de adrenalina. ¿Es mucho pedir?
Tras el retraso motivado por la lluvia, Courier se posiciona más atrás respecto de la línea de fondo, con la esperanza de abordar mejor mis disparos más furiosos. Ha tenido tiempo para reprogramarse y reflexionar, y para recargarse. Y sale con todas sus fuerzas a evitar que le rompa el servicio, y acaba ganando el segundo set. Ahora sí estoy enfadado, furioso. Gano el tercer set 6-2. Convenzo a Courier, y me convenzo a mí mismo, de que el segundo set ha sido un golpe de suerte. Ahora que vamos 2 sets a 1, ya veo la línea de meta que tira de mí. Mi primera victoria en un Grand Slam. A sólo seis jueguecitos de nada.
En el inicio del cuarto set, pierdo doce de los primeros trece puntos disputados. Me estoy desmontando... ¿O es que Courier está jugando mejor? No lo sé. Y no lo sabré nunca. Pero lo que sí sé es que se trata de una sensación conocida. Obsesivamente conocida. Esa sensación de inevitabilidad. Esa levedad a medida que el péndulo se aleja de mí. Courier gana el set 6-1.
En el quinto, empatados a 4, él me rompe el servicio. Ahora, de repente, lo único que quiero es perder.
No sé explicarlo de ninguna otra manera. En el cuarto set he perdido la voluntad, pero ahora he perdido el deseo. El mismo grado de certeza que tenía sobre mi victoria al principio del partido, lo tengo ahora sobre mi derrota. Y la quiero. La anhelo. Me digo entre dientes: que sea rápida. Como perder es la muerte, prefiero que venga pronto, y no tarde.
Ya no oigo al público. Ya no oigo mis propios pensamientos, sólo una especie de zumbido entre los oídos. No oigo a nadie, no oigo nada salvo mi deseo de perder. Dejo escapar el décimo juego del set, el decisivo, y felicito a Courier. Mis amigos me dicen que nunca habían visto en mi rostro una expresión tan triste.
Después, no me regaño a mí mismo. Me lo explico fríamente de la siguiente manera: no tienes lo que hace falta para superar esa línea. Renuncias a ti mismo. Tienes que renunciar a este juego.
La derrota deja una cicatriz. Wendi me dice que casi puede verla, una marca que es como si me hubiera atravesado un rayo. Eso es prácticamente todo lo que me dice durante el largo vuelo de regreso a Las Vegas.
Cuando franqueamos la puerta de la casa de mis padres, mi padre ya nos está esperando en el vestíbulo. Y apenas me ve, la toma conmigo. ¿Por qué no hiciste ajustes tras la suspensión por lluvia? ¿Por qué no forzabas su revés? Yo no respondo. No me muevo. Llevo veinticuatro horas preparándome para su diatriba, y ya estoy anestesiado contra ella. Pero Wendi no. Y hace algo que nadie ha hecho nunca, algo que siempre esperé que hiciera mi madre: intervenir. Dice: ¿podríamos no hablar de tenis durante dos horas? Dos horas... Sin tenis.
Mi padre se interrumpe, no da crédito. Por un momento temo que vaya a agredirla. Pero retrocede y sube hecho una furia a su dormitorio.
Yo miro a Wendi. Nunca la he querido tanto.
No toco las raquetas. No abro mi bolsa de tenis. No me entreno con Gil. Me paso el día tumbado, viendo películas de terror con Wendi. Sólo me distraen las películas de terror, porque captan algo de mis sensaciones en ese quinto set contra Courier.
Nick me insiste para que juegue en Wimbledon. Yo me río en su bronceada cara.
Súbete de nuevo al caballo, me dice. Es la única manera, niño.
A tomar por culo el caballo.
Vamos, dice Wendi. En serio, ¿puede ponerse mucho peor la cosa?
Demasiado deprimido para discutir, dejo que Nick y Wendi me monten en un avión rumbo a Londres. Alquilamos una bonita casa de dos plantas, que no se ve desde la calle principal, cercana al All England Lawn Tennis and Croquet Club. Cuenta con un jardín encantador en la parte trasera, lleno de rosas rosas y de toda clase de pájaros cantores. Es un pequeño refugio en el que puedo sentarme y olvidar, casi, que estoy en Inglaterra. Wendi consigue que la casa parezca un hogar. La llena de velas, de comida... y de su perfume. Por las noches cocina deliciosas cenas, y por las mañanas me prepara picnics para que los lleve a los entrenamientos.
El torneo se pospone cinco días por culpa de la lluvia. Al quinto día, y por acogedora que resulte la casa, nos sentimos ya muy encerrados. Quiero saltar a la pista. Quiero quitarme de encima el mal sabor de boca del Roland Garros y, si no, al menos perder y volver a casa. Finalmente la lluvia cesa. Me enfrento a Grant Connell, un especialista en saque y volea que se gana la vida en superficies rápidas. Se trata de un rival raro para el primer partido sobre hierba que disputo en años. Se supone que va a darme una paliza, pero, con penas y trabajos, le gano en cinco sets.
Llego a cuartos, donde juego contra David Wheaton. Le llevo una ventaja de 2 sets, consigo romperle el servicio dos veces en el cuarto set, y entonces, de pronto, siento un tirón en el flexor de la cadera, el músculo que hace que se doble la articulación. Cojeando, acabar el partido es toda una proeza. Wheaton me gana con facilidad.
Le digo a Wendi que podría haber ganado. Empezaba a sentirme mejor que durante Roland Garros. Maldita cadera.
Supongo que la buena noticia es que quería ganar. Tal vez haya conseguido darle la vuelta a mi deseo y conseguir que apunte en la dirección correcta.
Soy de los que se curan rápido. Tras unos pocos días, la cadera está bien. Mi mente, en cambio, sigue vacilando. Participo en el Open de Estados Unidos y pierdo en la primera ronda. En la primera ronda. Pero peor aún es la manera en que pierdo. Juego contra Krickstein, el bueno de Krickstein, y tampoco en ese caso quiero ganar. Sé que puedo derrotarlo, pero no me merece la pena. No gasto la energía necesaria. Siento una extraña clarividencia sobre mi falta de esfuerzo; es falta de inspiración. Así de simple. No la cuestiono. Ni me molesto en ahuyentarla. Mientras Krickstein corre, salta y lo da todo, yo me limito a observarlo sin gran interés. Sólo a posteriori es cuando se instala en mí la vergüenza.
Tengo que hacer algo radical, algo que me permita romper la seducción que la derrota parece ejercer sobre mí. Decido independizarme, irme a vivir solo. Me compro una casa de tres habitaciones en una urbanización del suroeste de Las Vegas y la convierto en la quintaesencia del piso de soltero, casi en una parodia de un piso de soltero. En un dormitorio instalo una sala de juegos Arcade con todos los clásicos: Asteroids, Space Invaders, Defender. Se me dan fatal, pero mi intención es ir mejorando. El espacio asignado al salón lo convierto en una sala de cine, con un equipo de sonido de última generación y altavoces de graves encajados en los sofás. En el comedor instalo la sala de billar. Por toda la casa reparto lujosas butacas de piel, salvo en el salón principal, que reservo para un sofá inmenso, modular, con doble relleno de plumas de ganso y tapizado en lona verde. Para la cocina adquiero una máquina expendedora de refrescos y la lleno de Mountain Dew, mi favorito, y de cerveza. En el jardín me hago instalar un jacuzzi y un estanque de fondo oscuro.
Por si eso fuera poco, convierto mi dormitorio principal en una cueva, pintada de arriba abajo de negro alquitrán, y le pongo cortinas aislantes para que no penetre el más mínimo rayo de luz. La mía es la casa de un delincuente juvenil, de un niño-hombre decidido a aislarse del mundo. Me paseo por mi nueva residencia, por ese parque infantil, atreviéndome incluso a pensar en lo adulto que soy.
Vuelvo a saltarme el Open de Australia a principios de 1992. No he participado nunca en él, y ése no parece un buen momento para estrenarme. Aun así, juego la Copa Davis, y no me va nada mal, tal vez porque se celebra en Hawái. Nos enfrentamos a Argentina. Yo gano mis dos partidos. Pero entonces, la noche antes del último día, Wendi y yo salimos de copas con McEnroe y su esposa, Tatum O’Neal. Nos pasamos de la raya, y me acuesto a las cuatro de la madrugada, dando por sentado que otro ocupará mi lugar el domingo, en un partido intrascendente en el que ya no se decide nada.
Pero, al parecer, no es el caso. Aunque tengo resaca y estoy deshidratado, voy a tener que salir a jugar contra Jaite, el mismo al que en una ocasión le paré una pelota de saque con la mano. Por suerte, Jaite también aparece resacoso. Para que no se vea que tengo los ojos rojos, juego con unas gafas de sol Oakley y, no sé cómo, pero juego bien. Juego relajado. Abandono la pista como ganador, preguntándome si debo extraer alguna lección de todo ello. ¿Seré capaz de alcanzar una relajación parecida cuando haya algo en juego, cuando participe en un torneo de Grand Slam? ¿Debería acudir con resaca a todos los partidos?
A la semana siguiente me veo en la portada de la revista Tennis, ganando con mis gafas de sol Oakley. Horas después de que la publicación llegue a los kioscos, Wendi y yo estamos en mi guarida de soltero cuando frente a la puerta aparca un camión de reparto. Salimos. Firme aquí, dice el repartidor.
¿Qué es?
Un regalo. De Jim Jannard, fundador de Oakley.
La puerta trasera del vehículo se abre y de su interior desciende un Dodge Viper de color rojo.
Me alegra saber que, aunque haya perdido mi toque, todavía soy capaz de vender productos.
Mi posición en el ranking cae en picado. Me descuelgo de las diez primeras plazas. Sólo me siento mínimamente competente en una pista cuando juego la Copa Davis. En Fort Mayer contribuyo a que Estados Unidos derrote a Checoslovaquia, ganando mis dos partidos. Si no es así, sólo demuestro cierta mejora cuando juego a los marcianitos.
En el Roland Garros de 1992 derroto a Pete, y me alegro por ello. Después me cruzo una vez más con Courier, esta vez en las semifinales. Los recuerdos del año anterior siguen frescos, dolorosos, y vuelvo a perder, esta vez en tres sets consecutivos. Una vez más, mi rival se calza las zapatillas y se va a correr un rato. Sigo sin servirle para quemar calorías.
Me arrastro hasta Florida y me quedo en casa de Nick. No cojo una raqueta en todo el tiempo que paso allí. Después, a regañadientes, practico brevemente sobre pista rápida en la Academia Bollettieri, y nos desplazamos todos hasta Wimbledon.
La cantidad de talento que se congrega en Wimbledon es asombrosa. Allí está Courier, que ocupa la primera posición en el ranking, recién llegado de dos victorias en torneos de Grand Slam. Ahí está Pete, que sigue mejorando. Ahí está Stefan Edberg, que juega mejor que nunca. Yo ocupo el puesto 12, y por la calidad de mi juego, debería estar más abajo.
En mi partido de primera ronda, contra el ruso Andréi Chesnokov, juego de manera mediocre. Pierdo el primer set. Frustrado, me fustigo, me maldigo a mí mismo, y el juez de silla me llama la atención oficialmente por soltar un joder. Estoy tentado de volverme y soltarle joder varias veces más. Pero no lo hago, y lo asombro a él, y asombro a todo el mundo, respirando hondo y manteniendo la compostura. Y después hago algo aún más asombroso: me impongo en los siguientes tres sets.
Estoy en cuartos de final. He de vérmelas con Becker, que ha llegado a seis de las últimas siete finales de Wimbledon. Ésa es, de hecho, su pista, su casa, su refugio. Pero yo, últimamente, me he estado fijando en su saque. Le gano en cinco sets, en un partido que se juega en dos días. Al fin puedo dejar atrás mis recuerdos de Múnich.
En las semifinales me enfrento a McEnroe, tricampeón en Wimbledon. Tiene treinta y tres años, se acerca al final de su carrera y no es cabeza de serie. Dado que no es el favorito, y que sus logros pasados son legendarios, el público va con él, por supuesto. Una parte de mí también quiere que gane. Pero lo derroto en tres sets y me planto en la final.
Doy por hecho que tendré que enfrentarme a Pete, pero resulta que pierde su semifinal contra Goran Ivanisevic, una máquina de sacar, un joven croata fuerte y corpulento. Yo he jugado con él en dos ocasiones anteriores, y las dos veces me ha destrozado en tres sets consecutivos. Así que lo siento por Pete, y sé que pronto iré a hacerle compañía. Contra Ivanisevic, mis posibilidades son nulas. Soy como un peso medio peleando contra un peso pesado. La única emoción está en saber si perderé por K.O. o por K.O. técnico.
Si, en condiciones normales, el saque de Ivanisevic es poderoso, hoy es una obra de arte. Me dispara sus aces a izquierda y derecha. Saca a velocidades que, según el marcador, alcanzan los 222 kilómetros por hora. Pero no es sólo la velocidad; es la trayectoria: las pelotas tocan el suelo en ángulos de 75 grados. Yo intento no preocuparme. Me digo a mí mismo que los aces existen. Cada vez que una de sus pelotas de saque pasa de largo sin que yo la vea, me digo a mí mismo que no podrá seguir sacando así indefinidamente. Así pues, cámbiate de cuadro y prepárate, Andre. El partido se decidirá en esos pocos segundos servicios.
Gana el primer set 7-6. No consigo romperle el servicio ni una sola vez. Me concentro en no reaccionar excesivamente, en respirar hondo, en mantenerme paciente. Cuando pasa por mi mente la idea de que estoy a punto de perder mi cuarta semifinal de Grand Slam, la aparto sin darle importancia. En el segundo set Ivanisevic me regala algunos puntos, comete unos pocos errores, y le rompo el servicio. Gano el segundo set. Y el tercero, lo que casi me hace sentir peor, porque, una vez más, estoy a un set de ganar un torneo de Grand Slam.
Ivanisevic se repone en el cuarto set y me destroza. He enfurecido al croata, que sólo cede unos pocos puntos. Volvemos a estar donde estábamos. Ya veo los titulares del día siguiente tan claros como veo la raqueta en la mano. Al empezar el quinto set, me ejercito sin moverme de mi sitio para que me circule bien la sangre, y me digo: quieres esto. No quieres perder. Esta vez, no. El problema, en las otras finales de Grand Slam, era que no deseabas lo bastante el triunfo, y por eso no lo hiciste posible. Pero éste sí lo quieres, así que tienes que hacer saber a Ivanisevic y a todos los demás que sí lo quieres.
Vamos 3-3 y saco yo. Él está a un punto de romperme el servicio. No he sido capaz de sacar bien a la primera en todo el set, pero ahora, por suerte, sí consigo meter un primer saque. Él resta al centro de la pista, yo se la lanzo a su revés, él me envía un globo corto. Me veo obligado a retroceder dos pasos. El remate es uno de los más fáciles de dar. Y también es el paradigma de mis luchas en los torneos de Grand Slam, precisamente por resultar demasiado fácil. A mí no me gustan las cosas demasiado fáciles. Ahí está, para que yo lo recoja. ¿Lo recogeré? Echo hacia atrás el cuerpo, ejecuto u remate de manual y gano el punto. Consigo mantener el servicio.
Ahora saca Ivanisevic: vamos 4-5. Comete una doble falta. Vuelve a cometerla. Ya vamos 0-30. La presión empieza a pasarle factura. Yo no he conseguido romperle el juego en la última hora y media, y ahora se lo está rompiendo él solo. Falla otro primer saque. Se está desmoronando. Yo lo sé. Lo veo. Nadie mejor que yo sabe qué significa desmoronarse. Y también sé lo que se siente. Sé muy bien qué está ocurriendo en el interior del cuerpo de Ivanisevic. Se le cierra la garganta. Le tiemblan las piernas. Aun así, consigue serenarse y coloca un segundo saque en el fondo del recuadro, un rayo de luz amarilla que apenas roza la línea. Se levanta una nube de tiza, como si acabara de tocarla con la bala de un rifle de asalto. A continuación me lanza otro saque imposible de devolver. De pronto vamos 30 iguales.
Falla otro primer saque, pero coloca el segundo. Yo se lo devuelvo y él me lanza una media volea. Yo corro, la alcanzo, se la lanzo por encima e inicio la larga carrera hasta la línea de fondo. Me digo a mí mismo: esto lo puedes ganar con un golpe. «Con un golpe». Nunca has estado tan cerca. Y tal vez no vuelvas a estarlo.
Y ése es el problema. ¿Y si, a pesar de estar tan cerca, no gano? El ridículo. La condena. Me detengo. Intento volver a concentrarme en Ivanisevic. Necesito adivinar por dónde va a llegar su siguiente saque. Está bien. Un zurdo clásico, al sacar sobre el cuadro izquierdo en un punto de mucha presión, lanza un tiro fuerte y adelantado que saca a su rival de la pista. Pero Ivanisevic no es nada típico. Su saque, en un punto de esa presión, suele ser un bombazo plano que va al centro. Quién sabe por qué prefiere ese servicio. Y sí, ahí va, pero la pelota toca la red. Menos mal, porque ese disparo era un cometa que iba directo a la línea. A pesar de que he adivinado bien la trayectoria, a pesar de que me he movido bien, no habría podido colocar la raqueta.
Ahora el público se pone de pie. Yo solicito tiempo para hablar conmigo mismo, en voz alta: gana este punto, Andre, o no lo contarás. No esperes que haga otra doble falta, no esperes que falle. Controla lo que puedes controlar tú. Devuélvele este saque con todas tus fuerzas, y si se lo devuelves duro y fallas, podrás vivir con ello. Podrás sobrevivir. Devuélvesela, y no habrá reproches.
«¡Dale más fuerte!».
Él me tira la pelota a mi revés. Yo salto en el aire, me vuelvo con todas mis fuerzas, pero estoy tan tenso que le devuelvo un tiro a su revés a escasa velocidad. Él, por suerte para mí, no ve una volea fácil. Su pelota va a la red y, así, simplemente así, tras veintidós años y veintidós millones de golpes de raqueta, me convierto en campeón de Wimbledon de 1992.
Caigo de rodillas. Me tumbo boca abajo. No doy crédito a la emoción que brota de mí. Cuando, tambaleante, consigo ponerme en pie, Ivanisevic aparece a mi lado. Me abraza y, afectuosamente, me dice: felicidades, campeón de Wimbledon. Hoy te lo has merecido.
Buen combate, Goran.
Me da una palmadita en el hombro. Sonríe. Se dirige hacia su silla y se cubre la cabeza con una toalla. Yo entiendo bien sus emociones; mejor que las mías. Una gran parte de mi corazón está con él cuando me siento en mi silla a recomponerme un poco.
Un hombre de aspecto absolutamente británico se acerca a mí y me pide que me ponga de pie. Me entrega una copa preciosa, grande, dorada. Yo no sé cómo sostenerla ni adónde ir con ella. Él, con un gesto, me indica que dé una vuelta a la pista sosteniéndola en alto. Sostén la copa sobre la cabeza, me dice.
Camino alrededor de la pista con el trofeo bien levantado sobre la cabeza. El público me vitorea. Otro hombre intenta quitarme el trofeo. Yo no le dejo. Él me explica que ha de grabar mi nombre en él. Mi nombre.
Alzo la vista y veo a Nick, a Wendi y a Philly. Los tres aplauden, radiantes de alegría. Philly abraza a Nick. Nick abraza a Wendi. Te quiero, Wendi. Saludo con una reverencia a los miembros de la familia real y abandono la pista.
En el vestuario, contemplo mi reflejo distorsionado en el trofeo. Hablo con la copa y con mi imagen borrosa: cuánto dolor y cuánto sufrimiento me habéis causado.
Me enerva sentirme tan emocionado. No debería resultarme tan importante. No tendría por qué sentirme tan bien. Siguen invadiéndome oleadas de emoción, alivio y éxtasis, e incluso una especie de serenidad histérica por haberme ganado, finalmente, una breve tregua de los críticos, sobre todo de los internos.
Después, esa misma tarde, de regreso a la casa que hemos alquilado, telefoneo a Gil, que no ha podido acompañarnos en este viaje; después de la larga temporada sobre tierra batida, debía estar con su familia. Me dice que le encantaría estar aquí. Comenta el partido conmigo, las pelotas que han entrado, las que no. Es impresionante lo mucho que ha aprendido de tenis en tan poco tiempo. Después llamo a Perry y a J. P. y finalmente, temblando, marco el número de mi padre en Las Vegas.
¡Papá! ¡Soy yo! ¿Me oyes? ¿Qué te parece?
Silencio.
¿Papá?
No tenías que haber perdido ese cuarto set.
Asombrado, espero un poco a que me salga la voz. Después le digo: pero por suerte he ganado el quinto, ¿no?
Él no dice nada. No porque esté en desacuerdo, o porque le parezca mal, sino porque está llorando. Oigo muy lejos los sollozos de mi padre, que intenta tragarse las lágrimas, y sé que está orgulloso pero que no es capaz de expresarlo. No puedo culparlo por no saber cómo decir lo que lleva en el corazón. Es la maldición de la familia.
Esa noche, tras celebrarse la final, tiene lugar el famoso Baile de Wimbledon. Llevo años oyendo hablar de él, y me muero por asistir, porque el ganador baila con la ganadora de la final femenina y en esa edición, como en casi todas las celebradas en los últimos tiempos, la ganadora es Steffi Graf. Yo me enamoré de ella desde que la vi concediendo una entrevista en la televisión francesa. Me impactó, me deslumbró su gracia discreta, su belleza natural. Era como si su aspecto, de algún modo, mostrara que olía bien. Y, además, que era buena, una persona intrínseca, esencialmente buena, llena de rectitud moral y de una clase de dignidad que hoy ya no existe. Durante una fracción de segundo me pareció ver sobre su cabeza una aureola. Yo había intentado hacerle llegar un mensaje el año anterior, durante el Roland Garros, pero ella no me había respondido. Ahora me siento impaciente por dar vueltas y más vueltas con ella en ese salón de baile. Qué más da que no sepa bailar.
Wendi sabe lo que siento por Steffi, y no está en absoluto celosa. Nosotros tenemos una relación abierta, me recuerda. Y ya hemos cumplido los veintiún años. De hecho, la tarde anterior a la final vamos los dos juntos a Harrods porque tengo que comprarme un esmoquin, por si gano. Wendi bromea con la dependienta y le dice que sólo me interesa ganar para poder bailar con Steffi.
Y así, por primera vez en mi vida, me pongo una pajarita negra y, elegante, del brazo de Wendi, asisto al baile. Desde el principio nos abordan parejas británicas de plateados cabellos. Los hombres tienen pelo en las orejas y las mujeres huelen a licor añejo. Parecen encantados con mi victoria, sobre todo porque supone una entrada de sangre nueva al club. Alguien nuevo del que hablar en esos eventos tan, tan espantosos, comenta alguien. Wendi y yo nos mantenemos unidos por la espalda, como dos buceadores en una escuela de tiburones. Yo me esfuerzo por entender los acentos británicos tan marcados de algunos de los asistentes. Intento aclararle a una mujer mayor que es igualita a Benny Hill que me entusiasma la idea del tradicional baile con la campeona de ese año.
Por desgracia, dice ella, el baile no se celebra ese año.
¿Cómo dice?
A los ganadores de las ediciones anteriores, el baile no les entusiasmaba tanto como a usted. Y se ha cancelado.
Se fija en mi expresión. Wendi se vuelve, me ve y se echa a reír.
Así pues, me quedo sin bailar con Steffi, aunque recibo un premio de consolación: me la presentan formalmente. Llevaba toda la noche esperando ese momento. Cuando finalmente se produce, nos estrechamos la mano, y yo le digo a Steffi que el año pasado intenté ponerme en contacto con ella durante el Roland Garros, y que espero que no malinterpretara mis intenciones. Le digo que me encantaría poder charlar con ella alguna vez. Ella no responde y se limita a sonreír. Esboza una sonrisa enigmática, y yo no sé si la alegra lo que acabo de decirle, o si la pone nerviosa.