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En el Roland Garros de 1990, me sacan en titulares por ir vestido de rosa. Aparezco en la portada de la sección de deportes de los periódicos, y en algunos casos en las portadas a secas. «Agassi de rosa». Concretamente, mallas ajustadas rosadas bajo unos shorts vaqueros lavados al ácido. Informo a los periodistas de que, técnicamente, no es rosa, sino lava caliente. Me asombra que se preocupen tanto. Y me asombra que a mí me preocupe tanto que lo anoten bien. Pero en realidad lo que me pasa es que prefiero que escriban sobre el color de mis pantalones que sobre mis defectos de carácter.

Ni Gil, ni Philly ni yo queremos enfrentarnos a la prensa, a las multitudes, a París. No nos gusta sentirnos extranjeros, sentirnos perdidos, que la gente nos mire porque hablamos en inglés. Así que nos encerramos en mi habitación de hotel, conectamos el aire acondicionado y pedimos que nos traigan comida de McDonald’s y de Burger King.

Nick, sin embargo, sufre un ataque agudo de claustrofobia y quiere salir, ver la ciudad. ¡Tíos! -dice-. ¡Estamos en París! ¿La Torre Eiffel? ¡El Louvre!

Ya lo conocemos, responde Philly.

Yo no quiero ni acercarme al Louvre. Además, no lo necesito. Si cierro los ojos todavía veo a ese hombre colgado de un precipicio mientras su padre lo sujeta por el cuello y sus seres queridos cuelgan de él.

Le digo a Nick que no me apetece ver nada ni ver a nadie. Sólo me apetece ganar esa mierda y regresar a casa.

Avanzo por las primeras rondas. Juego bien. Y entonces vuelvo a tropezarme con Courier una vez más. Él gana el primer set tras un tiebreak, pero se muestra vacilante y me cede el segundo. Yo gano el tercero y, entonces, en el cuarto, Courier se repliega, y cae derrotado 6-0. Se pone muy rojo. Se pone del color de la lava caliente. Yo querría acercarme a decirle: espero que hayas hecho bastante ejercicio cardiovascular. Pero no le digo nada. Tal vez esté madurando. De lo que no hay duda es que estoy más fuerte.

Ahora me toca medirme con Chang. El defensor del título. Juego con una espinita clavada, porque todavía no termino de creerme que haya ganado un torneo de Grand Slam antes que yo. Envidio su ética de trabajo, admiro su disciplina en la pista..., pero es un tipo que no me cae bien. Sigue soltando por ahí que Cristo está en su lado de la pista, en una mezcla de egocentrismo y religión que me indigna. Le gano en cuatro sets.

En las semifinales me enfrento a Jonas Svensson. Posee un saque potentísimo, y nunca tiene miedo de subir a la red. Aun así, juega mejor en superficies rápidas, con lo cual me siento confiado de poder superarlo en tierra batida. Como además tiene un drive muy amplio y alto, decido enseguida que lo bombardearé a reveses. Y, en efecto, ataco una y otra vez ese revés vulnerable, persiguiendo ponerme rápidamente por delante en el marcador. 5-1. Svensson ya no se recupera. Set para Agassi. En el segundo set llego a estar 4-1, pero él me rompe el servicio y remonta hasta el 4-3. Ya no le permito acercarse más. Mérito suyo es sacar de algún lado un rayo de esperanza, y ganarme el tercer set. En otros momentos me habría sentido aturdido. Pero este año, vuelvo la vista hacia nuestro palco, y veo a Gil. Reproduzco mentalmente su discurso del estacionamiento y gano el cuarto set 6-3.

He llegado a la final, por fin. Mi primera final en un torneo de Grand Slam. Me enfrentaré al ecuatoriano Gómez, al que gané hace unas semanas. Tiene treinta años, está a punto de retirarse (yo, de hecho, creía que se había retirado ya). Los periódicos dicen que por fin Agassi va a materializar todo su potencial.

Y entonces me visita la catástrofe. La noche anterior a la final, mientras me estoy duchando, noto que el postizo que Philly me compró empieza a desintegrarse de pronto entre mis manos. Debo de haber usado un acondicionador que no le va bien. La malla que lo sustenta se está deshaciendo, y la maldita cosa esa se cae a trozos.

Sumido en el pánico más abyecto, llamo a Philly y le pido que acuda a mi habitación.

Qué desastre, joder, le digo. Mi postizo. ¡Mira!

Él lo examina.

Dejaremos que se seque y fijaremos el pelo en su sitio otra vez.

¿Con qué?

Con unas horquillas.

Philly recorre todo París buscando horquillas. No las encuentra. Me telefonea y me dice: ¿qué clase de ciudad es ésta? ¿No hay horquillas?

En el vestíbulo del hotel se encuentra con Chris Evert y le pide unas horquillas. Ella no tiene. Le pregunta para qué las necesita y él no le responde. Finalmente se encuentra con una amiga de nuestra hermana Rita, que tiene una bolsa llena de horquillas. Philly me ayuda entonces a recomponer el postizo y a colocarlo todo en su sitio, donde lo mantiene gracias a la ayuda de unas veinte horquillas, como mínimo.

¿Aguantará?, le pregunto.

Sí, sí. Tú no te muevas mucho de un lado a otro.

Y los dos nos echamos a reír sombríamente.

Podría, claro está, jugar sin mi postizo. Pero después de meses de burlas, críticas y comentarios ofensivos, me siento cohibido, inseguro. ¿La imagen lo es todo? ¿Qué dirían si supieran que durante todo este tiempo he llevado un postizo? Ganara o perdiera, nadie hablaría de mi juego. Sólo hablarían de mi pelo. En lugar de tener a unos cuantos niños de la Academia Bollettieri riéndose de mí, o a doce mil alemanes en la Copa Davis, el mundo entero se reiría. Cierro los ojos y casi me parece oír las carcajadas. Y sé que no podré soportarlo.

Mientras caliento antes del partido, rezo. No para conseguir una victoria, sino para que no se me caiga el postizo. En condiciones normales, jugar mi primera final de Grand Slam me pondría tenso. Pero mi endeble postizo me tiene catatónico. Se me desprenda o no, yo imagino que sí se me desprende. Con cada salto, con cada embestida, lo imagino aterrizando sobre la tierra batida, como uno de aquellos halcones que mi padre abatía en pleno vuelo. Oigo ya el grito ahogado del público. Imagino a millones de personas acercándose más a sus televisores, volviéndose a mirarse unos a otros y diciendo, en docenas de lenguas y dialectos, algo así como: ¿se le acaba de caer el pelo a Agassi?.

Mi plan de juego contra Gómez es un reflejo de mi estado de nervios, de mi timidez. Como sé que sus piernas ya no son jóvenes, como sé que se trata de un partido a cinco sets, mi plan pasa por alargar el partido, buscar jugadas largas, agotarlo. Sin embargo, apenas empieza el partido me doy cuenta de que Gómez es muy consciente de la edad que tiene, por lo que, en su caso, intenta agilizar las cosas. Juega un tenis rápido, arriesgado. Gana el primer set apresuradamente. Pierde el segundo, pero también en poco tiempo. Ahora me doy cuenta de que, en el mejor de los casos, no vamos a pasar más de tres horas en la pista, y en ningún caso cuatro, lo que implica que la condición física de cada uno no va a jugar un papel determinante. Y el partido se convierte en un combate de cañonazos, un combate que, ése sí, Gómez puede ganar. Con dos sets disputados, y con poco tiempo jugado, me enfrento a un tipo que no va a acusar el cansancio, incluso si llegamos a jugar el quinto set.

Es evidente que mi plan de juego ha sido erróneo desde el principio. Patético, en realidad. Independientemente de la duración del partido, no podía funcionar, porque no se puede ganar la final de un Grand Slam jugando a no perder, o esperando que pierda el rival. Con mi intento de jugar puntos muy largos no consigo otra cosa que envalentonar a Gómez. Es veterano y sabe que ésa puede ser su última participación en un torneo de Grand Slam. La única manera de vencerlo es despojarlo de su creencia, de su deseo, y para lograrlo debo mostrarme agresivo. Cuando ve que juego de manera conservadora, planeando y no dominando, se siente fortalecido.

Gómez gana el tercer set. Cuando empieza el cuarto me doy cuenta de que he cometido otro error de cálculo. La mayoría de los jugadores, cuando el partido se encuentra avanzado y acusan el cansancio, pierden algo de garra en el saque. Con fatiga en las piernas les cuesta más erguirse mucho. Pero Gómez tiene un saque de tirachinas. Nunca estira del todo las piernas. Él se apoya sobre la pelota. Y así, cuando se cansa, se apoya todavía más en ella, y su tendencia natural al tirachinas se potencia más. Yo llevo un buen rato esperando que su saque se debilite, pero lo que está ocurriendo es precisamente lo contrario, que se hace más agudo.

Tras ganar el partido, Gómez se muestra exageradamente amable y encantador. Llora. Saluda a las cámaras. Sabe que va a convertirse en un héroe nacional en su Ecuador natal. Me pregunto cómo será Ecuador. Tal vez me traslade a vivir allí. Tal vez sea el único lugar del mundo donde pueda ocultar la vergüenza que siento en ese momento. Me siento en el vestuario con la cabeza gacha, imaginando lo que centenares de articulistas y autores de titulares estarán escribiendo. Por no hablar de mis colegas. Ya me parece oírlos. La imagen lo es todo. Agassi no es nada. Don lava caliente calienta pero no quema.

Entra Philly. Veo en su mirada que no es que se solidarice conmigo; es que lo vive en primera persona. Ésta también ha sido su derrota. Y le duele mucho. Después dice lo que tiene que decir, en el tono adecuado, y yo me convenzo de que lo querré siempre.

Larguémonos de esta ciudad.

Gil empuja el gran carro con el equipaje de todos por el aeropuerto Charles de Gaulle. Yo voy un paso por delante. Me detengo a revisar el panel de Llegadas y Salidas. Gil sigue avanzando. El carro tiene un borde afilado que entra en contacto con mis expuestos talones de Aquiles; llevo mocasines sin calcetines. Un chorro de sangre aterriza en el suelo encerado. Y otro más. Tengo una brecha en el tendón. Gil se apresura a sacar unas vendas de su bolso, pero le digo que se tranquilice, que se tome su tiempo. No pasa nada, le digo. Tiene sentido. Tenía que haber medio litro de mi sangre en el suelo, procedente de mi tendón de Aquiles, antes de que nos fuéramos de París.

No participo en Wimbledon una vez más, y me entreno intensamente con Gil durante el verano. El garaje de su casa ya está terminado, y lo ocupan una docena de máquinas de fabricación propia, así como otros elementos igualmente únicos. Sobre la ventana ha instalado un aparato inmenso de aire acondicionado. En el suelo ha pegado un mullido césped artificial. Y, en un rincón, tiene una vieja mesa de billar. Entre repeticiones y rutinas, jugamos al billar americano. Muchas noches nos quedamos en el gimnasio hasta las cuatro de la madrugada. Gil busca maneras de fortalecer mi mente, mi confianza, además de mi cuerpo. Le ha afectado lo ocurrido en el Open de Francia, como a mí. Una mañana, antes de que salga el sol, me repite unas palabras que le dice siempre su madre. «Qué lindo es soñar despierto», le dice. Sueña despierto, Andre. Cualquiera puede soñar cuando duerme, pero hay que soñar siempre, y explicar los sueños en voz alta, y creer en ellos.

En otras palabras, cuando estaba en la final del torneo de Grand Slam, tendría que haber soñado. Tendría que haber jugado para ganar.

Le doy las gracias. Y le hago un regalo. Se trata de una cadena con una pirámide de oro, en cuyo interior hay tres aros. Representan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Lo he diseñado yo mismo, y le he pedido a un joyero de Florida que lo confeccionara. Tengo también unos pendientes a juego.

Él se la pone al cuello, y sé que no se la quitará hasta que nieve en el infierno.

A Gil le gusta gritarme cuando hacemos ejercicio, pero sus gritos no se parecen en nada a los de mi padre. Gil grita amor. Si intenta que bata alguna marca personal, si me preparo para levantar más peso del que he levantado nunca, se planta al fondo y me grita: «¡Vamos, Andre, vamos! ¡A por todas!». Sus gritos hacen que el corazón se me pegue a las costillas. Después, como para añadir un toque más de inspiración, me pide que me aparte, y él levanta su peso máximo: 250 kilos. Resulta impresionante ver a un hombre levantando tanto hierro sobre su pecho, y cuando lo hace siempre consigue que piense que todo es posible. Qué lindo es soñar. Pero los sueños -le digo a Gil durante uno de nuestros momentos de calma- cansan mucho.

Con Gil en el desierto que rodea Las Vegas, poco después de que empezáramos a trabajar juntos a jornada completa, en 1990.

Se echa a reír.

No puedo prometerte que no te cansarás, dice él. Pero tienes que saber una cosa: hay muchas cosas buenas esperándote al otro lado del cansancio. Cánsate, Andre. Porque ahí es donde llegarás a conocerte a ti mismo. Al otro lado del cansancio.

Bajo los cuidados y la supervisión de Gil, en agosto de 1990 ya he ganado más de cuatro kilos de masa muscular. Acudimos a Nueva York para participar en el Open de Estados Unidos, y yo me siento definido, delgado y peligroso. Me quito de encima a Andrei Cherkasov, de la Unión Soviética, en tres sets fáciles. Me abro paso hasta semifinales, gano a Becker en cuatro sets llenos de furia, y todavía me queda mucho combustible en el depósito. Gil y yo regresamos al hotel y vemos la otra semifinal masculina, para saber contra quién competiré mañana: McEnroe o Sampras.

No parece posible, pero el chico al que no esperaba volver a ver más ha reformulado su juego. Y está librando contra McEnroe la batalla de su vida. Pero entonces me doy cuenta de que en realidad es McEnroe el que lucha contra él... y pierde. Mi rival mañana, por increíble que parezca, será Pete.

La cámara se acerca mucho al rostro de Sampras, y veo que está extenuado. Además, los comentaristas aseguran que sus pies, que lleva vendados, están llenos de ampollas. Gil me hace beber de su agua hasta que tengo ganas de vomitar, y después me acuesto con una sonrisa en los labios, pensando en lo bien que me lo voy a pasar dándole una paliza a Pete. Lo haré correr de un lado a otro de la pista, de izquierda a derecha, de San Francisco a Bradenton, hasta que le sangren las ampollas. Pienso en la máxima de mi padre: «Métele una ampolla en la mente». Tranquilo, en forma, seguro de mí mismo, duermo como un tronco.

A la mañana siguiente me siento listo para jugar un partido a diez sets. El postizo no es ningún problema, porque no lo llevo. Uso un nuevo sistema de camuflaje que requiere muy poco mantenimiento, y que consiste en una cinta para el pelo más gruesa y en ropa de colores muy vivos. Sencillamente, no puedo perder contra Pete, ese niño indefenso al que veía con compasión el año pasado, ese pobre patoso que no conseguía mantener la pelota en la pista.

Pero el que se presenta es otro Pete. Un Pete que no falla nunca. Jugamos puntos largos, puntos exigentes, y él se muestra impecable. Llega a todas partes, lo devuelve todo, corre de un lado a otro como una gacela. Lanza torpedos, sube a la red, me lleva a su juego. Le planta cara a mi saque. Yo no puedo hacer nada. Estoy enfadado. Me digo a mí mismo: esto no puede estar ocurriendo.

Pero sí, está ocurriendo.

Entonces, en lugar de pensar en cómo puedo ganar, empiezo a pensar en cómo puedo evitar perder. Es el mismo error que cometí contra Gómez, con el mismo resultado. Cuando todo termina, les digo a los periodistas que Pete me ha dado una paliza en toda regla, un atraco de los de toda la vida. Una metáfora imperfecta. Sí, me han robado. Sí, algo que me pertenecía me ha sido arrebatado. Pero yo no puedo ir a la policía a poner una denuncia, ni me cabe esperar que se haga justicia. Además, todo el mundo culpará a la víctima.

Horas después, abro los ojos. Estoy en la cama, en el hotel. Todo ha sido un sueño. Durante una fracción de segundo creo que debo de haberme quedado dormido sobre esa colina aireada mientras Philly y Nick se reían sobre el mal juego de Pete. Y he soñado que Pete, precisamente él, me ganaba en la final de un torneo de Grand Slam.

Pero no. Es real. Ha ocurrido. Veo que la habitación empieza a iluminarse lentamente, al tiempo que mi mente, que mi espíritu, se sumen en la oscuridad.