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¿Qué más puedo hacer? Nick, Gabriel, la señora G, el doctor G, ya nadie parece fijarse en mis excentricidades. Me he rapado, me he dejado crecer las uñas (una de ellas, rosácea, ha alcanzado una longitud de cinco centímetros, y me la he pintado de rojo intenso). Me he perforado el cuerpo, me he saltado las reglas, no he respetado las horas de llegada, me he enzarzado en peleas con mis compañeros, he protagonizado rabietas, he interrumpido en clase, me he colado, incluso, en el módulo de las chicas por la noche. He consumido litros y litros de whisky, muchas veces sentado descaradamente en mi cama, y, para añadir descaro al descaro, he construido una pirámide con las pruebas de mi delito. En efecto, he construido una torre de un metro de altura con todas las botellas vacías de Jack Daniels. Masco tabaco del más fuerte, Skoal, y Kodiak, empapado en whisky. Cuando pierdo algún partido, me meto un puñado del tamaño de una ciruela en la boca. Cuanto más grave es una derrota, mayor es el puñado. ¿Qué rebelión me queda ya? ¿Qué nuevo pecado puedo cometer para demostrarle al mundo que no soy feliz y que quiero volver a casa?

Los únicos momentos de la semana en los que no me dedico a planificar rebeliones es durante las horas libres, en que puedo hacer lo que quiera en la sala de recreo, y los sábados por la tarde, en que puedo trasladarme al centro comercial de Bradenton a ligar con chicas. Sumándolas todas, las horas durante las que me siento contento, o durante las que, al menos, no me estrujo los sesos pensando en alguna nueva forma de desobediencia civil, son solamente diez.

Cuando todavía tengo catorce años, la Academia Bollettieri alquila un autocar y nos lleva al norte del estado, para que participemos en un torneo que se disputará en Pensacola. La Academia Bollettieri viaja varias veces al año a torneos como ésos, que tienen lugar por toda Florida, porque Nick cree que sirven de examen. Él los llama «varas de medir». Florida es un santuario del tenis, dice, y si somos mejores que los mejores de Florida, entonces es que debemos de ser los mejores del mundo.

Yo no tengo problemas para plantarme en la final en mi categoría, pero a los demás chicos no les va tan bien. A todos los eliminan pronto y, por eso, todos se ven obligados a asistir juntos a mi partido. No tienen alternativa, no hay otro sitio adonde ir. Cuando yo haya terminado, volveremos todos juntos en el autocar y viajaremos durante doce horas para regresar a la Academia Bollettieri.

Tú no tengas prisa, bromean los chicos.

A nadie le apetece lo más mínimo pasarse doce horas más en ese autocar lento y apestoso.

Para provocar las risas del público, decido jugar el partido en vaqueros. No en pantalón corto de tenis, ni en pantalones de calentamiento, sino en unos vaqueros viejos, desgastados y sucios. Sé que no afectará al resultado. Mi rival es pésimo. Le ganaría con una mano atada a la espalda y disfrazado de gorila. Por si fuera poco, me pinto la raya de los ojos, y me coloco mi pendiente más llamativo.

Gano el partido sin ceder un set. Los demás niños me vitorean ruidosamente. Me conceden unos puntos extra por mi estilismo. En el viaje de vuelta a la Academia Bollettieri soy el centro de atención, me dan palmaditas en la espalda y me felicitan. Por fin me siento integrado, empiezo a convertirme en uno de los chicos guais del grupo, en uno de los machos alfa.

Y consigo que me expulsen.

Al día siguiente, después de comer, Nick se presenta por sorpresa a visitarnos.

Acercaos todos, grita.

Nos lleva a la pista trasera, que tiene gradas. Cuando los doscientos chicos que estamos internos nos hemos acomodado y estamos en silencio, empieza a caminar de un lado a otro y a hablar de lo que significa la Academia Bollettieri, de lo privilegiados que somos por entrenar ahí. Él la construyó partiendo de cero, dice, y está orgulloso de que lleve su nombre. La Academia Bollettieri es sinónimo de excelencia. La Academia Bollettieri es sinónimo de buen gusto. La Academia Bollettieri es conocida y respetada en todo el mundo.

Hace una pausa.

Andre, ¿puedes ponerte de pie un momento?

Obedezco.

Todo lo que he dicho sobre este lugar, Andre, tú lo has pro-fa-na-do. Tú has manchado este lugar, lo has cubierto de vergüenza con tus tonterías de ayer. ¿Llevar pantalones vaqueros, maquillaje y pendientes durante una final? Pues, chico, voy a decirte algo muy importante: si piensas seguir actuando así, si vas a seguir vistiéndote como una mujer, esto es lo que haré: durante tu siguiente torneo te obligaré a llevar falda. Me he puesto en contacto con la marca Ellesse y les he pedido que me envíen unas cuantas faldas de tenis para ti, y sí, sí señor, tú te pondrás una, porque si eso es lo que eres, entonces así es como vamos a tratarte.

Los doscientos niños me están observando. Cuatrocientos ojos clavados en mí. Muchos de ellos se ríen.

Nick sigue hablando. A partir de este momento te quedas sin tiempo libre. A partir de ahora, tu tiempo libre es mío. Tiene usted trabajo, señor Agassi. Entre las nueve y las diez limpiarás todos los lavabos del centro. Cuando termines de fregar los retretes, pulirás los suelos. Y si no te gusta, es muy fácil. Lárgate. Si vas a seguir actuando como lo hiciste ayer, no te queremos aquí. Si eres incapaz de demostrar que este lugar te importa tanto como nos importa a nosotros, adiós muy buenas.

Sus últimas palabras, adiós muy buenas, resuenan por las pistas vacías.

Y ya está, concluye. Ahora, todo el mundo a trabajar.

Todos los chicos se dispersan. Yo me quedo inmóvil, intentando decidir qué debo hacer. Podría maldecir a Nick. Podría amenazar con pelearme con él. Podría hablarle a gritos. Pienso en Philly, y en Perry. ¿Qué me dirían ellos que hiciera? Pienso en mi padre, al que mi abuela enviaba al colegio vestido de niña cuando quería humillarlo. El día en que se hizo boxeador.

No dispongo de más tiempo para tomar la decisión. Gabriel dice que el castigo empieza ya. Durante el resto de la tarde, dice, de rodillas. A limpiar las malas hierbas.

Al anochecer, aliviado ya de mi carga, entro en mi dormitorio. Ya basta de indecisión. Sé exactamente qué voy a hacer. Meto mis cosas en una maleta y me dirijo hacia la autopista. En un determinado momento me pasa por la mente que estoy en Florida, y que cualquier chiflado podría recogerme y nadie sabría nunca más de mí. Pero la verdad es que prefiero largarme con cualquier chiflado antes que seguir con Nick.

Llevo una tarjeta de crédito en la billetera. Me la dio mi padre para que la usara en un caso de emergencia, y a mí, sinceramente, me parece que éste lo es. Me dirijo al aeropuerto. Mañana a esta misma hora estaré sentado en el dormitorio de Perry, contándole lo que me ha ocurrido.

Me mantengo alerta por si veo focos apuntándome, por si escucho los ladridos de sabuesos en la lejanía. Y sigo haciendo autoestop.

Un coche se detiene junto a mí. Abro la puerta y me dispongo a meter la maleta en el asiento trasero. Es Julio, del personal de disciplina de Nick. Me dice que mi padre está al teléfono en la Academia. Y que quiere hablar conmigo inmediatamente.

Preferiría los sabuesos.

Le digo a mi padre que quiero volver a casa. Le explico lo que ha hecho Nick.

Te vistes como un maricón, dice mi padre. Por lo que se ve, te lo has merecido.

Paso al plan B.

Papá, le digo. Nick está echando a perder mi juego. No hago más que lanzar la pelota desde la línea de fondo. Nunca practicamos el juego de red. Nunca practicamos el servicio, ni la volea.

Mi padre me dice que hablará con Nick sobre mi juego. Y también me dice que Nick le ha asegurado que sólo me castigará durante unas semanas, para demostrar que el que manda aquí es él. No pueden permitir que un mocoso se salte las normas. Deben mantener la imagen de un lugar disciplinado.

En conclusión, que mi padre vuelve a decir que me quede. No tengo alternativa. Cuelga, y oigo el pitido de la línea.

Julio cierra la puerta. Nick me quita el teléfono y me dice que mi padre le ha pedido que me confisque la tarjeta de crédito.

De ninguna manera. No pienso entregársela. ¿Mi única manera de salir de allí? Por encima de mi cadáver.

Nick intenta negociar conmigo y yo, de pronto, me doy cuenta de algo: me necesita. Ha enviado a Julio a buscarme, ha llamado a mi padre... ¿Y ahora pretende dejarme sin tarjeta de crédito? Me ha dicho que me fuera si quería, y cuando lo he hecho ha salido a buscarme. Era todo un farol. A pesar de los problemas que le causo, al parecer, para ese tipo, algún valor debo de tener.

De día, soy el preso modelo. Recojo malas hierbas, limpio váteres, me visto con el equipo deportivo que me corresponde... De noche soy el vengador enmascarado. Robo una llave maestra de la Academia Bollettieri, y cuando todos duermen, salgo a merodear con un grupo de internos rebeldes. Aunque yo limito mis actos de vandalismo a cosas pequeñas, como lanzar bombas de espuma de afeitar, mis colegas hacen pintadas en las paredes, y llegan a escribir en la puerta del despacho de Nick «Nick es un capullo». Éste ordena que vuelvan a pintársela, y ellos vuelven a escribirlo.

Mi primer secuaz en esas escapadas nocturnas es Roddy Parks, el muchacho que me ganó hace ya mucho tiempo, el día en que Perry se me presentó. Pero poco después pillan a Roddy. El compañero que dormía a su lado se ha chivado. Oigo que han expulsado a Roddy. Así que ya sabemos qué hace falta para que te expulsen. «Nick el capullo». En un gesto que le honra, Roddy asume toda la culpa. No delata a nadie.

Además de esos actos de vandalismo menor, mi principal muestra de insurrección es el silencio. Me prometo a mí mismo que, mientras viva, no volveré a hablar con Nick. Ésa será mi marca, mi religión, mi nueva identidad. Ahora ése seré yo, el chico que no habla. Nick, claro está, ni se da cuenta. Se pasea por las pistas de tenis y me dice algo, y yo no le respondo. Él se encoge de hombros. Pero los demás chicos sí se fijan en que no le respondo. Mi prestigio aumenta.

Una de las razones del despiste de Nick es que está organizando un torneo con el que espera atraer a jóvenes de todo el país. Ello me da una gran idea, otra manera de joder a Nick. Hablo discretamente con un miembro del personal y le comento que hay un muchacho en Las Vegas que sería perfecto para el torneo. Tiene un talento excepcional, insisto. Yo, siempre que juego con él, tengo problemas para ganarle.

¿Y cómo se llama?

Perry Rogers.

Es como echar carnaza fresca en la trampa de Nick. Ese hombre vive para descubrir nuevas estrellas y para exhibirlas en los torneos. Las estrellas nuevas generan comentarios, contribuyen a reforzar el prestigio de la Academia Bollettieri, así como la imagen de Nick como gran mentor del tenis. Y, en efecto, días después Perry recibe un billete de avión y una invitación personal al torneo. Vuela hasta Florida y toma un taxi hasta la Academia Bollettieri. Me reúno con él en el recinto, y nos abrazamos, y nos tronchamos de risa por estarle tomando el pelo a Nick de esa manera.

¿Con quién tengo que jugar?

Con Murphy Jensen.

Oh, no. Pero si es buenísimo.

No te preocupes por eso. Todavía faltan unos días. De momento, vamos a pasarlo bien. Una de las muchas ventajas de las que gozan los niños que participan en el torneo es una excursión a los Busch Gardens de Tampa. Durante el trayecto al parque de atracciones, pongo a Perry al corriente, le cuento lo de mi humillación pública, le expongo lo desgraciado que soy en la Academia Bollettieri. En la Academia Bradenton. Le confieso que estoy a punto de suspender. Ahí es donde lo pierdo. Por una vez en la vida, él no es capaz de lograr que mi problema resulte lógico. A él le encanta el colegio. Sueña con asistir a una elitista escuela de la Costa Este y después a la facultad de Derecho.

Cambio de tema. Lo acribillo a preguntas sobre Jamie. ¿Ha preguntado por mí? ¿Está guapa? ¿Lleva la pulsera de tobillo que le regalé? Le digo que quiero que, cuando regrese a Las Vegas, le lleve otro regalo especial. Tal vez algo bonito de los Busch Gardens.

Eso estaría bien, coincide él.

Todavía no llevamos ni diez minutos en el parque de atracciones cuando Perry se fija en una parada llena de animales de peluche. Sobre uno de los estantes más altos reposa un panda gigantesco, blanco y negro, con las patas separadas y su lengüita roja por fuera de la boca.

Andre... ¡Eso es lo que tienes que comprarle!

Sí, claro, pero es que no está a la venta. Hay que ganar el gran premio para que te lo den, y ese premio no lo gana nadie. El juego está amañado. No me gustan las cosas amañadas.

Bah. Lo único que hay que hacer es pasar dos aros de goma por el cuello de una botella. Somos deportistas. Esto está chupado.

Lo intentamos durante media hora y llenamos de aros de goma toda la parada. Pero ni uno solo se ensarta en una sola botella.

Está bien, dice Perry. Esto es lo que vamos a hacer. Tú distraes a la mujer que lleva la parada, y yo me cuelo por detrás y pongo dos aros en el cuello de una botella.

No sé. ¿Y si nos pillan?

Pero entonces recuerdo que es un regalo para Jamie. Y por ella estoy dispuesto a hacer cualquier cosa.

Llamo a la mujer. Disculpe, señora. Quiero hacerle una pregunta.

Ella se vuelve. ¿Sí?

Le pregunto cualquier obviedad sobre las reglas del juego. Por el rabillo del ojo veo a Perry que se cuela de puntillas en la parada. Cuatro segundos después, ya vuelve a estar fuera.

¡He ganado! ¡He ganado!

La mujer de la parada se vuelve enseguida. Ve dos botellas de Coca-Cola con los aros en sus cuellos. Al principio parece sorprendida. Después se muestra escéptica.

Un momento, chico...

¡He ganado! ¡Quiero mi panda!

Yo no he visto...

Si no lo ha visto es su problema. Las reglas no dicen que tenga que ver. ¿Dónde dice que tenga que ver? ¡Quiero hablar con su supervisor! ¡Que venga el señor Busch Gardens en persona! ¡Pienso llevar a los tribunales a todo el parque de atracciones! ¿Qué clase de estafa es ésta? Yo he pagado un dólar para jugar a esto, y eso ya es un contrato tácito. Me debe usted un panda. Voy a demandarla. Mi padre la demandará. Tiene tres segundos exactos para darme el panda, porque me lo he ganado. Y punto.

Perry está entregado a lo que más le gusta, que es hablar. Está haciendo lo que hace su padre: vender aire. Y la mujer de la parada está haciendo algo que detesta, es decir, trabajar en la parada de un parque de atracciones. El combate es muy desigual. Ella no quiere problemas, no gana nada con ellos. Así que va a por un palo largo, pesca con él el panda gigante y nos los entrega. Es casi tan alto como Perry, que lo sujeta como si se tratara de un Chipwich gigante. Nos largamos corriendo de allí, no sea que cambie de opinión.

Durante el resto de la tarde somos tres. Perry, yo y el panda. Lo llevamos con nosotros al snack-bar, al servicio de caballeros, lo subimos a la montaña rusa. Es como hacer de canguro a un adolescente en coma. Ni un panda de verdad nos daría tantos problemas. Cuando llega el momento de subir en el autocar para regresar a la academia, los dos estamos cansados, y nos alegra poder dejar al panda en su propio asiento, que ocupa por completo. Su volumen impresiona tanto como su peso.

Digo: espero que Jamie sepa apreciarlo.

Le va a encantar, replica Perry.

Sentada detrás de nosotros va una niña de ocho o nueve años. No puede apartar los ojos del panda. Le habla en voz baja y le acaricia el pelo.

¡Qué panda tan bonito! ¿De dónde lo habéis sacado?

Lo hemos ganado.

¿Y qué vais a hacer con él?

Regalárselo a una amiga.

Nos pregunta si puede sentarse a su lado. Nos pregunta si puede abrazarlo. Le digo que adelante, que haga lo que quiera.

Espero que a Jamie le guste el panda la mitad de lo que le gusta a esa niña.

A la mañana siguiente, Perry y yo estamos en el dormitorio cuando Gabriel asoma la cabeza.

El jefe quiere verte.

¿Para qué?

Gabriel se encoge de hombros.

Camino despacio. Me tomo mi tiempo. Me detengo frente a la puerta de Nick y sonrío al recordar: Nick es un capullo. Te echaremos de menos, Roddy.

Nick está sentado a su escritorio, con la espalda apoyada en su silla de piel negra de alto respaldo.

Andre, entra, entra.

Me siento en la silla de madera, frente a él.

Carraspea. Creo que ayer estuvisteis en Busch Gardens, dice. ¿Lo pasaste bien?

Yo no respondo. Él espera. Vuelve a carraspear.

Bien, según creo, regresasteis a casa con un panda de grandes dimensiones.

Yo sigo mirando al frente.

Da igual, dice. Sea como sea, mi hija parece haberse enamorado de ese panda. Ja, ja.

Me viene a la mente la niña del autocar. O sea, que ésa era la hija de Nick. ¡Claro! ¡Cómo pude haberlo pasado por alto!

La niña no deja de hablar del panda, prosigue Nick. O sea, que, escúchame bien. Quiero comprarte ese panda.

Silencio.

¿Me oyes, Andre?

Silencio.

¿Entiendes?

Silencio.

Gabriel, ¿por qué no dice nada Andre?

No te dirige la palabra.

¿Desde cuándo?

Gabriel frunce el ceño.

Mira, dice Nick, dime sólo cuánto pides por él, Andre.

Yo no muevo los ojos.

Ya lo tengo. ¿Por qué no escribes en un papel cuánto quieres por él? Me alarga una hoja. Yo sigo sin moverme.

¿Y si te doy doscientos dólares?

Silencio absoluto.

Gabriel le dice a Nick que ya hablará él conmigo más tarde sobre el panda.

Sí, dice Nick. De acuerdo. Piénsalo un poco, Andre.

No te lo vas a creer, le digo a Perry cuando regreso al dormitorio. Quería el panda. Para su hija. La niñita del autocar era la hija de Nick.

¡No puede ser! ¿Y tú qué le has dicho?

No le he dicho nada.

¿Cómo que nada?

El voto de silencio. ¿No te acuerdas? Para siempre.

Andre, ahí te has equivocado. No, no, es un error. Debes replanteártelo al momento. La jugada tiene que ser ésta: le llevas el Panda, se lo entregas y le dices que no quieres dinero, que tú sólo quieres una oportunidad para largarte de aquí. Quieres tener acceso a tarjetas de invitación, quieres sacar algo de los torneos, quieres regirte por otras reglas. Quieres comer mejor, tener acceso a mejores cosas. Y sobre todo, no quieres ir al colegio. Ésta es tu oportunidad para ser libre. Ahora vas a poder resarcirte.

No puedo darle mi panda a ese tío, joder. No puedo. Además, ¿y Jamie?

Ya pensaremos en Jamie luego. Ahora estamos hablando de tu futuro. ¡Tienes que darle ese panda a Nick!

Seguimos hablando hasta muy tarde, con las luces ya apagadas, discutiendo en susurros, acaloradamente. Finalmente, Perry me convence.

Así pues, dice bostezando, mañana irás a dárselo.

No. A la mierda. Me voy a su despacho ahora mismo. Pienso entrar con la llave maestra y voy a ponerle el panda en su silla de piel, con el culo hacia arriba.

A la mañana siguiente, antes del desayuno, Gabriel vuelve a buscarme.

A la oficina. Inmediatamente.

Nick está sentado en su silla. El panda descansa ahora en un rincón, boca arriba, mirando al techo. Nick mira primero al panda, y luego a mí. Dice. Tú no hablas. Tú te maquillas. Tú llevas vaqueros en los torneos. Tú haces que invite a tu amigo Perry a la gira, aunque no sabe jugar, aunque apenas es capaz de caminar y mascar chicle a la vez. Y no me hagas hablar de ese pelo que llevas. Y ahora me das lo que te pido, pero entras en mi despacho en plena noche y me lo pones con el culo en pompa en mi silla. En mi silla, joder. ¿Cómo coño has entrado en mi despacho? ¿Qué problema tienes, chico, por Dios?

¿Quiere saber qué problema tengo?

Incluso Nick se sorprende al oírme la voz.

Le grito: mi problema es usted. Usted. Y si todavía no se ha enterado, es que es más tonto de lo que parece. ¿Tiene la menor idea de cómo son las cosas aquí? ¿De lo que representa vivir a cuatro mil kilómetros de casa, vivir en esta cárcel, despertarse a las seis y media, tener sólo media hora para desayunar esa mierda que nos dan, montarse en ese autobús destartalado, ir a ese colegio cutre durante cuatro horas, volver aquí deprisa, tener media hora más para comer más mierda antes de ir a las pistas de tenis, día tras día, día tras día? ¿Tiene la menor idea? La única diversión, el único momento que se espera en toda la semana es ir al centro comercial de Bradenton los sábados por la noche. Y van y te quitan eso también. ¡Usted me lo quitó! ¡Este lugar es un infierno, y quiero quemarlo!

Nick tiene los ojos más abiertos que el panda. Pero no está enfadado. Ni triste. Está ligeramente complacido, porque ése es el único lenguaje que entiende. Me recuerda a Al Pacino en El precio del poder, en la escena en que una mujer le dice: con quién, por qué, cuándo y cómo folle yo no es asunto tuyo; y Al Pacino le contesta: ahora me gustas, nena.

Me doy cuenta de que a Nick le va la marcha.

Está bien, dice. Ya has dicho lo que querías decir. ¿Qué quieres?

Oigo la voz de Perry.

Quiero dejar el colegio. Quiero empezar a estudiar por correspondencia, para poder dedicarme por completo a trabajar mi juego. Quiero su ayuda, y no lo que me ha dado hasta ahora. Quiero tarjetas de invitación, cobrar por los torneos. Quiero dar verdaderos pasos para convertirme en un profesional.

Yo, claro está, no quiero realmente nada de todo eso. Eso es lo que Perry me dice que yo quiero, y desde luego es mejor que lo que tengo. Mientras lo estoy reclamando, tengo sentimientos encontrados. Pero Nick mira a Gabriel, y Gabriel me mira a mí, y el panda nos mira a todos.

Lo pensaré, dice Nick.

Horas después de que Perry regrese a Las Vegas, Nick me hace saber a través de Gabriel que mi primera tarjeta de invitación la he recibido para jugar un gran torneo en La Quinta. Además, va a meterme en el próximo satélite que se celebre en Florida. Por si eso fuera poco, a partir de ahora puedo considerarme expulsado de la Academia Bradenton, donde mi presencia ya no será requerida. Iniciaré un programa de estudios por correspondencia, aunque eso todavía no lo ha averiguado bien.

Gabriel se aleja, sonriendo. Has ganado, chico.

Veo a los demás compañeros montarse en el autobús escolar camino de la Academia Bradenton y, mientras se aleja escupiendo humo negro, me siento en un banco a tomar el sol. Me digo: tienes catorce años y ya no tendrás que volver al colegio. A partir de ahora todas las mañanas serán como Navidad y el primer día de las vacaciones de verano. Por primera vez en varios meses, una sonrisa asoma a mi rostro. Nada de lápices, nada de libros, nada de malas miradas de los profesores. Eres libre, Andre; ya no vas a tener que aprender nada más en tu vida.