20
Brooke y yo nos compramos una casa en Pacific Palisades. No es la casa que yo quería. Yo me había encaprichado de una granja enorme y destartalada que tenía una sala de juegos junto a la cocina. Pero a ella le encantó ésta, así que aquí estamos, viviendo en una imitación de casa de campo francés de varias plantas que se alza al borde de un acantilado. No tiene alma, y parece un lugar estéril, la casa ideal para una pareja sin hijos que planea pasar mucho rato en habitaciones distintas.
El agente inmobiliario nos ha cantado las excelencias de las impresionantes vistas. Al fondo, Sunset Boulevard. De noche veo el Holiday Inn en el que pasé aquella noche, tras nuestra primera cita. Muchas veces lo contemplo y me pregunto qué habría ocurrido si hubiera seguido conduciendo, si no hubiera vuelto a llamarla más. Y llego a la conclusión de que la vista desde nuestra nueva casa me gusta más cuando la niebla me impide ver el perfil del hotel.
Para despedir 1996, organizamos una fiesta que es en parte inauguración de la casa y en parte celebración de Fin de Año. Invitamos a la pandilla de Las Vegas y a los amigos de Hollywood. Hablamos con Gil sobre la cuestión de la seguridad. Después de un nuevo episodio de cartas terroríficas, debemos protegernos contra los intrusos, de modo que Gil se pasa casi toda la noche montando guardia frente al acceso, identificando a la gente que llega. Asiste McEnroe y yo bromeo con él diciéndole que Gil no lo dejará pasar. Él se sienta en la terraza y habla de tenis, el tema que menos me interesa en esta época, por lo que a veces lo escucho y a veces no. Me paso la noche preparando margaritas, viendo a J. P. tocar la batería con una escobilla de acero como las que usaba Buddy Rich y sentado frente a la chimenea. La avivo, la alimento, observo fijamente sus llamas. Me digo que 1997 va a ser mejor que 1996. Me prometo a mí mismo que 1997 será mi año.
Brooke y yo estamos en la entrega de los Globos de Oro cuando recibo una llamada de Gil. Su hija de doce años, Kacey, ha sufrido un accidente. Estaba montando en trineo durante un viaje a Mount Charleston organizado por su parroquia, a una hora al norte de Las Vegas, y ha chocado contra un banco de nieve helado. Se ha partido el cuello. Dejo a Brooke, me traslado en avión hasta Las Vegas, y llego al hospital vestido todavía con el esmoquin. Allí me encuentro a Gil y a Haye en el pasillo, con aspecto de estar a punto de derrumbarse. Nos abrazamos y me dicen que es grave, muy grave. Kacey va a tener que pasar por el quirófano. Los médicos dicen que es posible que quede paralítica.
Pasamos varios días en el hospital, hablando con los médicos, intentando que Kacey esté cómoda. Gil debe irse a casa, dormir un poco. Apenas se tiene en pie, pero se niega a salir de allí; seguirá montando guardia junto a su hija. Se me ocurre una idea. Yo tengo una furgoneta tuneada que le compré al padre de Perry. Dispone de antena parabólica y de una cama plegable. La aparco junto al hospital, pegada a la puerta de entrada, y le digo a Gil: ahora, cuando acabe la hora de visita, no tendrás que volver a casa, puedes bajar y dormir un poco en tu nueva furgoneta. Y como el estacionamiento es de pago, te he dejado la guantera llena de monedas de 25 centavos para el parquímetro.
Gil me dedica una mirada rara, y me doy cuenta de que es la primera vez que nos intercambiamos los papeles. Durante unos días, soy yo el que hago que él se sienta más fuerte.
Cuando, una semana después, el hospital da el alta a Kacey, los médicos dicen que está fuera de peligro. La operación ha sido un éxito y dentro de muy poco volverá a ser la de antes. Aun así, mi intención es acompañarla a casa, quedarme en Las Vegas. Ver cómo se recupera.
Gil no quiere ni oír hablar de ello. Sabe que me esperan en San José.
De ninguna manera, dice. Ahora ya no hay nada que hacer, salvo rezar y esperar. Te telefonearé si hay novedades. Vete y juega.
Nunca he discutido con Gil y ésta no va a ser la primera vez. A regañadientes, me traslado a San José y juego mi primer partido en tres meses. Me enfrento a Mark Knowles, uno de mis compañeros de dormitorio en la Academia Bollettieri. Tras una sólida carrera como jugador de dobles, está intentando abrirse camino en competiciones individuales. Es un deportista excelente, pero no debería tener problemas para ganarle. Conozco su juego mejor que él mismo. Aun así, me obliga a jugar un tercer set. Aunque gano, la victoria no me resulta fácil y eso me duele. Como puedo, me abro paso en el torneo y parece que finalmente tendré que vérmelas con Pete. Pero pierdo en semifinales contra el canadiense Greg Rusedski. Mi mente regresa al momento a Las Vegas, mucho antes que mi cuerpo.
Estoy en mi casa de soltero, viendo la tele con Slim, mi asistente. Estoy mal. Kacey no progresa y los médicos no saben por qué. Gil está desesperado. Entre tanto, mi boda se acerca. Yo no dejo de pensar en posponerla, o en cancelarla definitivamente, pero no sé cómo hacerlo.
Slim también está estresado. Estuvo con su novia hace poco, dice, y se le rompió el condón. Ahora ella tiene un retraso. Durante una pausa publicitaria se levanta y anuncia que sólo podemos hacer una cosa: colocarnos.
Y dice:
¿Quieres colocarte conmigo?
¿Colocarme?
Sí.
¿Con qué?
Con gack.
¿Y eso qué coño es?
Metanfetamina de cristal.
¿Y por qué coño lo llamáis gack?
Porque así es como suenas cuando estás colocado. La mente te va tan deprisa que sólo puedes decir gack, gack, gack.
Pero es que yo ya me siento así todo el rato. ¿Para qué voy a metérmela?
Te hace sentir Superman, tío. Hazme caso.
Como si salieran de la boca de otro, de alguien que estuviera de pie, detrás de mí, oigo estas palabras: ¿sabes qué? A la mierda. Sí, vamos a colocarnos.
Slim echa un montoncito de polvo sobre la mesa de centro. La corta y la esnifa. Vuelve a cortarla. Esnifo un poco. Me echo hacia atrás, apoyo la espalda en el sofá y pienso en el Rubicón que acabo de cruzar. Durante un instante me arrepiento, y a continuación me invade una inmensa tristeza. Y entonces llega una oleada de euforia que se lleva de mi mente todo pensamiento negativo, todos los pensamientos negativos que he tenido en mi vida. Es como una infiltración de cortisona, pero en la subcorteza cerebral. Nunca me he sentido tan vivo, tan esperanzado y, sobre todo, nunca me he sentido con tanta energía. Se apodera de mí un impulso irreprimible, un deseo desesperado de limpiar. Voy de un lado a otro de la casa, limpiándola de arriba abajo. Le quito el polvo a los muebles. Lavo la bañera. Hago las camas. Barro los suelos. Cuando ya no queda nada por limpiar, hago la colada. Lavo toda mi ropa. Doblo todos mis jerséis, todas mis camisetas y mi reserva de energía sigue intacta. No me apetece sentarme. Si tuviera cubertería de plata, me pondría a sacarle brillo. Si tuviera zapatos de piel, les daría betún. Si tuviera un jarrón lleno de monedas, me dedicaría a agruparlas y a empaquetarlas en rollos de papel. Busco a Slim por todas partes. Lo encuentro en el garaje, desmontando el motor de su coche y volviéndolo a armar pieza por pieza. Le digo que, en ese momento, sería capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa, tío, cualquier-cosa-joder. Podría montarme en el coche, irme a Palm Springs y hacerme dieciocho hoyos, y después volver a casa, prepararme la comida e irme a nadar.
Me paso dos días sin dormir. Cuando finalmente me vence el cansancio, duermo el sueño de los justos.
Semanas después juego y me está costando mucho enfrentarme a Scott Draper. Zurdo, con mucho talento, es un buen jugador, aunque yo lo he derrotado con contundencia en otras ocasiones. No debería tener problemas con él y sin embargo me está dando una paliza. De hecho, estoy tan lejos de poder ganarle que llego a dudar y me pregunto si, realmente, le gané yo la última vez que competimos. ¿Cómo es posible que, hace tan poco tiempo, fuera mucho mejor que ahora? Es que me supera en todos los aspectos del juego.
Después, los periodistas me preguntan si estoy bien. No parecen acusarme, ni querer ofenderme. Se dirigen a mí como lo haría Perry o Brad. Se les ve más bien preocupados, intentando averiguar qué me ocurre.
La falta de preocupación de Brooke, por el contrario, es notoria. En esa época pierdo siempre, y cuando no pierdo es porque me retiro de un torneo. Pero ella sólo comenta que le gusta que pase más tiempo con ella. Además, como en general juego con menos frecuencia, dice que no tengo tantos cambios de humor.
Su despreocupación se debe, en parte, a nuestros planes de boda, pero también a nuestra rigurosa disciplina prematrimonial. Trabaja con Gil para ponerse en forma y lucir mejor ese vestido blanco. Corre, levanta pesas, realiza estiramientos, cuenta hasta la última caloría. Para motivarse, pega una foto en la puerta de la nevera y la rodea con un corazón magnético. Es una foto de la mujer perfecta, dice. La mujer perfecta con las piernas perfectas, las piernas que quiere tener Brooke.
Asombrado, me fijo en la foto. Me acerco al marco y lo rozo con los dedos.
¿Ésta no es...?
Sí, dice Brooke. Steffi Graf.
Juego la Copa Davis en abril, en busca de un revulsivo. Practico mucho, me entreno duro. Competimos contra los Países Bajos. Mi primer partido, en Newport Beach, es contra Sjeng Schalken. Mide casi dos metros, pero saca como un hombre de metro setenta. Aun así, dispara la pelota limpiamente y, como yo, es un castigador, un jugador que ataca la línea de fondo, que no se mueve de ahí e intenta derribar a su rival. Sé lo que me espera. El día es soleado, ventoso y raro. El público que apoya a los Países Bajos lleva zuecos y agita tulipanes. Gano a Schalken en tres sets agotadores.
Dos días después juego contra Jan Siemerink, alias El Basurero. Es zurdo y excelente con las voleas, sube rápido a la red y la defiende bien. Pero ésos son los únicos aspectos de su juego que resultan sensatos. Todos los demás son de lo más cómico. Todos los drives de Siemerink parecen fallidos; todos sus reveses, desviados. Incluso su saque tiene algo raro, como descolgado. Basura. Empiezo el partido confiado, y entonces recuerdo que su falta de forma es un arma poderosa. Su pésima manera de tirar siempre desequilibra. Su manera de calcular los tiempos siempre parece equivocada. Transcurridas dos horas, juego con el pie cambiado, me cuesta respirar y tengo un dolor de cabeza espantoso. Y, por si fuera poco, voy perdiendo dos sets a cero. Aun así, no sé cómo, acabo ganando el partido. De ese modo sumo veinticuatro victorias en Copa Davis, con sólo cuatro derrotas, lo que constituye uno de los mejores registros conseguidos nunca por un estadounidense. La prensa deportiva elogia esa pequeña parte de mi juego, y se pregunta por qué no consigo trasladarla al resto. A pesar de que se trata de un elogio muy moderado, yo me recreo en él. Me hace sentir bien. Siento un agradecimiento, también moderado, por la Copa Davis.
Aunque, por otra parte, la Copa Davis interfiere gravemente en mis planes de manicura. Brooke me ha pedido muchas cosas con vistas a la boda, pero su exigencia innegociable es que mis uñas estén en perfecto estado ese día. Yo me muerdo las cutículas, un hábito de siempre, producto del nerviosismo, y cuando me ponga el anillo en el dedo, dice, quiere que mis manos se vean impecables. Justo antes del partido con El Basurero, y también después del partido, me someto a la sesión de manicura. Me siento en la silla de la manicura y la observo trabajar en mis cutículas. Me digo a mí mismo que me siento tan desequilibrado, tan a contrapié como durante mi partido con El Basurero.
Y pienso: a esto sí lo llamo yo basura.
Con cuatro helicópteros llenos de paparazzi sobrevolándonos, el 19 de abril de 1997 Brooke y yo nos casamos. La ceremonia se celebra en Monterrey, en una iglesia diminuta en la que hace un calor sofocante, criminal. Yo daría lo que fuera por un soplo de aire fresco, pero las ventanas deben permanecer cerradas para que no entre el ruido de los helicópteros.
El calor, en efecto, explica en parte por qué no paro de sudar durante toda la ceremonia. Pero la razón principal es que tengo los nervios y el cuerpo destrozados. Mientras el sacerdote habla y habla, las gotas de sudor me resbalan por la frente, por la barbilla, por las orejas. Todo el mundo me mira. Ellos también sudan, pero no como yo. Tengo empapada la chaqueta de mi nuevo esmoquin Dunhill. Incluso los zapatos chirrían cuando camino. En esos zapatos, por cierto, llevo unas alzas, otra exigencia no negociable de Brooke. Ella pasa del metro ochenta, y no quiere quedar mucho más alta que yo en las fotos, así que ha optado por unos zapatos antiguos con muy poco tacón, y yo llevo lo que, en mi percepción, son unos zancos.
Antes de salir de la iglesia, una novia falsa que se hace pasar por Brooke sale antes. Para despistar a los paparazzi. La primera vez que me hablaron de ese plan, desconecté, dejé de escuchar. Ahora, al ver a la doble de Brooke salir de allí, por mi mente cruza una idea que ningún hombre debería tener el día de su boda. Ojalá yo también pudiera irme. Ojalá hubiera un novio falso que ocupara mi sitio.
Un carruaje tirado por caballos nos espera para llevarnos al lugar del banquete, un rancho llamado Stonepine. Pero antes realizamos un breve desplazamiento en coche para llegar al carruaje. Me siento junto a Brooke, con la mirada baja. Me mortifica mi ataque de sudoración histérica. Brooke me dice que no importa. Es muy comprensiva, pero sí importa. Nada va bien.
Entramos en el lugar donde se celebra el banquete, atravesando una pared maciza de ruido. Veo un carrusel de rostros: Philly, Gil, J. P., Brad, Slim, mis padres... Hay personajes famosos a los que no conozco personalmente, aunque los reconozco vagamente. ¿Amigos de Brooke? ¿Amigos de amigos? ¿Algún friend de la serie Friends? Veo fugazmente a Perry, mi padrino y autoproclamado productor de la boda. Lleva unos auriculares con micrófono incorporado, como esos que usaba Madonna para estar en contacto permanente con los fotógrafos y las floristas y los camareros. Se ve tan ocupado, tan concentrado, que, aunque parezca imposible, me pone más nervioso de lo que ya estoy.
Al final de la velada, Brooke y yo nos arrastramos hasta nuestra suite nupcial, que, tal como yo he encargado, está iluminada por cientos de velas. Demasiadas: la habitación es un horno. Hace más calor que en la iglesia. Empiezo a sudar de nuevo. Decido apagar las velas y al poco los detectores de humo se disparan. Los desactivamos y abrimos las ventanas. Mientras el dormitorio se refresca, bajamos, volvemos a la celebración y pasamos nuestra noche de bodas comiendo mousse de chocolate con el resto de los invitados.
Al día siguiente, por la tarde, durante una barbacoa organizada para amigos y familiares, Brooke y yo hacemos una entrada triunfal. De acuerdo al plan de Brooke, llevamos sombreros de cowboy, camisas vaqueras y vamos montados en caballos. Mi yegua se llama Sugar. Sus ojos tristes, vidriosos, me hacen pensar en Peaches. La gente me rodea, habla conmigo, me felicita, me da palmaditas en la espalda y yo querría salir corriendo. Paso gran parte de la barbacoa con mi sobrino Skyler, el hijo de mi hermana y Pancho. En alguna parte encontramos un arco y unas flechas y practicamos tiro en un roble que queda bastante lejos.
Mientras estoy tensando el arco, noto un dolor repentino en la muñeca.
Cancelo mi participación en el Roland Garros de 1997. De todas las superficies, la tierra batida es la peor para una muñeca frágil. De ninguna manera voy a soportar cinco sets con esas ratas de cloaca, que no han parado de practicar y ejercitarse mientras yo me hacía la manicura y montaba en mi yegua Sugar.
Pero a Wimbledon sí voy a ir. Quiero ir. Brooke ha conseguido un trabajo en Inglaterra, lo que significa que podrá acompañarme. Nos irá bien, pienso. Un cambio de sitio. Un viaje, el primero como marido y mujer, a un sitio que no es una isla.
Aunque, pensándolo bien, Inglaterra sí es una isla.
En Londres, pasamos varias noches felices. Cena con amigos. Una obra de teatro experimental. Un paseo junto al Támesis. Los astros se alinean para que éste sea un buen Wimbledon. Pero entonces decido que prefiero arrojarme al Támesis antes que participar en el torneo. No sé por qué, pero no me veo capaz de ponerme a practicar.
Informo a Brad y a Gil de que me retiro del torneo. Estoy atascado.
¿Cómo atascado?
He jugado a este juego por muchas razones, le respondo, y simplemente me parece que ninguna de ellas ha sido nunca mía.
Las palabras salen solas, atropelladamente, sin haberlas pensado antes, como aquella otra noche con Slim. Pero me parece que hay mucha verdad en ellas. Tanta, que decido ponerlas por escrito. Se las repito a los periodistas. Y a los espejos.
Después de renunciar al torneo, permanezco en Londres, esperando a que Brooke termine su filmación. Una noche vamos con un grupo de actores a un famoso restaurante que Brooke se muere de ganas de conocer: The Ivy. Brooke y ellos charlan mientras yo permanezco en silencio en un extremo de la mesa, comiendo. Devorando, en realidad. Pido cinco platos y, de postre, me meto entre pecho y espalda tres raciones de denso pudin de toffee.
Finalmente, una actriz se da cuenta de la gran cantidad de comida que está desapareciendo en mi extremo de la mesa. Me mira, alarmada.
¿Siempre comes así?, me pregunta.
Estoy jugando en Washington D. C. y mi rival es Flach. Brad me dice que salga y me vengue de él por la derrota del año pasado en Wimbledon, pero la verdad es que eso no me importa lo más mínimo. ¿Venganza? ¿Otra vez? ¿No hemos pasado ya por eso? Me entristece y me cansa que Brad esté tan metido en sí mismo que no preste atención a lo que estoy sintiendo. ¿Quién se cree que es? ¿Brooke?
Pierdo contra Flach, claro está, y comunico a Brad que me tomo el verano libre. ¿Todo el verano?
Nos vemos en otoño.
Brooke y yo estamos instalados en Los Ángeles, pero yo me paso casi todo el tiempo en Las Vegas. Slim también está ahí, y muchas veces nos colocamos. Es todo un cambio sentirme con energía, sentirme contento, desatascado. Me gusta sentirme motivado de nuevo, aunque se trate de una motivación inducida por la química. Me paso despierto varias noches seguidas, disfrutando del silencio. Nadie me llama por teléfono, nadie me envía faxes, nadie me molesta. No tengo nada que hacer salvo pasearme por la casa, doblar ropa y pensar.
Quiero alejar el vacío, le digo a Slim.
Sí -dice él-. Sí. El vacío.
Además del subidón que me da colocarme, obtengo una satisfacción clara en el hecho de perjudicarme a mí mismo y de acortar mi carrera. Después de tantos años coqueteando con el masoquismo, ahora lo convierto en mi misión.
Pero, físicamente, el bajón de después es muy desagradable. Tras dos días colocado, sin dormir, soy como un extraterrestre. Tengo el descaro de preguntarme por qué me siento tan mal. Pero si soy deportista... Mi cuerpo debería ser capaz de superar eso. Slim, que no lo es, se coloca constantemente, y parece encontrarse bien.
Pero entonces, de repente, Slim no se encuentra nada bien. Se vuelve irreconocible, y la culpa no es solamente de las drogas. La idea de ser padre ya lo tenía desquiciado. Ahora, una noche, me llama desde el hospital y me dice que ya ha ocurrido.
Qué.
Ella ha tenido el niño. Muy prematuro. Un niño. Andre, sólo pesa seiscientos gramos. Los médicos no saben si va a sobrevivir.
Me traslado enseguida al Sunrise Hospital, el mismo en el que Slim y yo nacimos con veinticuatro horas de diferencia. A través de un cristal miro lo que me dicen que es un bebé, aunque es del tamaño de la palma de mi mano. Los médicos nos comunican, a Slim y a mí, que el recién nacido está muy enfermo. Deben administrarle una inyección con antibióticos.
A la mañana siguiente, esos mismos doctores nos informan de que la inyección no ha penetrado. El antibiótico se le ha derramado por una pierna, que se ha quemado. Además, el niño no respira por sus propios medios. Deben conectarlo a un ventilador mecánico. Se trata de una operación arriesgada. Los médicos temen que los pulmones no estén lo suficientemente desarrollados. En cualquier caso, sin ventilador morirá.
Slim no dice nada. Hagan lo que consideren mejor, les digo yo a los médicos.
Como se temían, horas después uno de los pulmones del pequeño deja de funcionar. Poco después le sucede lo mismo al otro. Ahora los médicos dicen que el pequeño no acepta la ventilación mecánica, y sin ella, morirá. No saben qué hacer.
Existe una última esperanza. Una máquina que podría realizar la misma función que el ventilador mecánico pero sin dañar los pulmones. Se trata de un dispositivo que procesa la sangre del bebé, la oxigena y se la devuelve. Pero la más cercana se encuentra en Phoenix.
Solicito un avión medicalizado. Un equipo de médicos y enfermeras desconecta al bebé del ventilador y lo lleva con sumo cuidado hasta la pista de aterrizaje.
Entonces Slim, su novia y yo nos montamos en otro avión. Una enfermera nos facilita un número de teléfono para que llamemos cuando aterricemos, para saber si el niño ha sobrevivido al vuelo.
Apenas las ruedas tocan tierra en Phoenix, me armo de valor y llamo.
¿Ha...?
Lo ha conseguido. Pero ahora debemos llevarlo hasta la máquina.
En el hospital, esperamos. Esperamos. El tiempo no pasa. Slim no deja de fumar. Su novia llora en silencio mientras hojea una revista. Yo me alejo un momento para telefonear a Gil. Kacey no está bien, dice. Tiene dolores constantes. No parece Gil. Parece Slim.
Regreso a la sala de espera. Aparece un médico quitándose la mascarilla. No sé si podré soportar más malas noticias.
Hemos conseguido conectarlo a la máquina, dice el médico. De momento ha ido bien. Los próximos seis meses lo dirán.
Alquilo una casa cerca del hospital para Slim y su novia. Después regreso a Los Ángeles. Debería dormir durante el vuelo, pero mantengo la mirada fija en el asiento delantero y pienso en lo frágil que es todo. «Los próximos seis meses lo dirán». ¿Y a quién de nosotros no puede aplicarse esta funesta frase?
En casa, sentados en nuestra cocina, le cuento a Brooke toda la historia, una historia triste, terrible, milagrosa. Ella se siente fascinada, pero también desconcertada.
¿Por qué te has involucrado tanto?, me pregunta.
¿Y cómo iba a no hacerlo?
Semanas después, Brad me convence de que regrese brevemente y juegue el Campeonato de la ATP de Cincinnati. Me enfrento al brasileño Gustavo Kuerten. Tarda cuarenta y seis minutos en derrotarme. Es mi tercera derrota seguida en una primera ronda. Gullickson anuncia que no contará conmigo para el equipo de Copa Davis. Soy uno de los mejores jugadores estadounidenses de todos los tiempos, pero no lo culpo por su decisión.
En el Open de Estados Unidos de 1997, no soy cabeza de serie por primera vez en tres años. Llevo una camiseta de color melocotón y en el stand de la marca que me la patrocina venden tantas iguales que se les acaban enseguida. Es asombroso, pero la gente sigue queriendo vestir como yo. La gente quiere parecerse a mí. ¿Me han visto bien últimamente?
Llego a dieciseisavos de final y me enfrento a Rafter, que se encuentra en el año de su despegue. Llegó a semifinales en Roland Garros, y, personalmente, es mi favorito para llevarse el torneo. Tiene un gran saque y una gran volea, que me recuerda a la de Pete, pero a mí siempre me ha parecido que Rafter y yo hacíamos una mejor pareja de rivales, porque es más coherente que Pete. Pete puede jugar unos treinta y ocho minutos muy malos, y después uno estratosférico y ganar el set, mientras que Rafter juega bien todo el set. Mide un metro noventa y posee un centro de gravedad muy bajo. Puede cambiar de dirección con la rapidez de un vehículo deportivo. Es uno de los jugadores del circuito a los que cuesta más ganar, y resulta más difícil todavía que te caiga mal. Gane o pierda, tiene mucha clase, y ese día me gana. Me estrecha la mano, caballeroso, y me dedica una sonrisa a la que asoma un inconfundible atisbo de compasión.
Dentro de diez días jugaré en Stuttgart. Debería descansar bien, practicar un poco. Pero lo que hago es irme a Carolina del Norte, a un pueblecito llamado Mount Pleasant. Lo hago por Brooke, que ahora es íntima de David Strickland, un actor que aparece en la nueva serie televisiva en la que trabaja: De repente, Susan. David se va a Carolina del Norte a celebrar su cumpleaños con su familia y Brooke quiere que vayamos nosotros también. Piensa que nos vendría bien pasar unos días en el campo, respirar aire puro y a mí no se me ocurre ninguna buena razón para decir que no.
Mount Pleasant es un pintoresco pueblo sureño, pero, a diferencia de lo que indica su nombre, no veo montes por ninguna parte, y de agradable no tiene nada. La casa de Strickland es cómoda, con suelos de madera antiguos, camas blandas, cálidas, y un perfume envolvente a tartas y a canela. Pero, de manera algo incongruente, se alza en pleno campo de golf, y el porche trasero se encuentra a escasos veinte metros de uno de los greens, por lo que siempre hay alguien en mi campo de visión, jugando. La señora de la casa, la abuela Strickland, es una mujer de pechos grandes y mejillas sonrosadas, que parece recién salida de Mayberry y que está siempre plantada junto al horno, preparando algo o cocinando otra paella. No es que sean alimentos muy adecuados cuando uno debe entrenar, pero me los como por educación y pido repetir.
Brooke parece estar en la gloria, y yo, en parte, la entiendo. La casa está rodeada de onduladas colinas y árboles antiguos, sus hojas han adoptado nueve tonalidades distintas de naranja y ella adora a David. Tienen un vínculo especial, un lenguaje secreto a base de bromas que sólo ellos entienden y de charlas cómicas. De vez en cuando adoptan la personalidad de sus respectivos papeles en la serie, crean una escena y se tronchan de la risa. Después, rápidamente, explican qué es lo que acaban de hacer y de decir, intentando que yo lo entienda y no me sienta excluido. Pero siempre se quedan cortos, siempre llegan demasiado tarde. Yo soy el tercero en discordia y lo sé.
Por las noches, la temperatura cae en picado. El aire fresco se impregna de los olores de la tierra y los árboles, y me pone triste. Me quedo un rato de pie, en el porche, contemplando las estrellas, preguntándome qué me pasa, por qué ese paisaje no consigue encantarme. Pienso en ese otro momento, hace tantos años ya, en que Philly y yo decidimos que iba a dejarlo. Cuando recibí aquella llamada para jugar precisamente aquí, en Carolina del Norte. El resto es historia. Una y otra vez me pregunto: ¿y si...?
Llego a la conclusión de que tengo que trabajar. Como siempre, el trabajo es la respuesta. La verdad es que para Stuttgart faltan ya muy pocos días. Sería agradable ganar. Telefoneo a Brad y él localiza una pista a una o dos horas de allí. También me busca a alguien para que me haga de sparring, un aficionado al que nada le haría más ilusión que pelotear conmigo todas las mañanas. Conduzco, temprano, a través de la niebla matutina, hacia los Montes Azules y conozco al aficionado. Le doy las gracias por dedicarme parte de su tiempo y él me dice que el placer es todo suyo. Será un honor, señor Agassi. Me siento virtuoso: cumplo con mi deber, hago mi trabajo incluso aquí, en este lugar tan remoto. Y empezamos a pelotear. A esa altitud, la pelota va a donde le da la gana, desafía la ley de la gravedad. Es como jugar en el espacio exterior. Apenas merece la pena el esfuerzo.
Entonces, el joven aficionado se lesiona el hombro.
Me paso los siguientes dos días de mi estancia en el Sur devorando paella y pensando. Cuando estoy ya tan aburrido que iría a darme cabezazos contra un pino, salgo al campo de golf e intento meter la pelota en el hoyo que queda más cerca del porche.
Por fin me llega la hora de irme. Me despido de Brooke con un beso, me despido de la abuela Strickland con otro beso y me doy cuenta de que en ambos hay la misma dosis de pasión. Vuelo hasta Miami para enlazar con un vuelo directo a Stuttgart. Cuando me acerco a la puerta de embarque, ¿a quién me encuentro? A Pete, claro. Como siempre. Por su aspecto se diría que no ha hecho más que entrenarse durante el último mes. Y cuando no se entrenaba, estaba tendido en el camastro de una austera celda, pensando en la manera de ganarme. Se ve descansado, centrado y concentrado. Siempre me ha parecido que la prensa deportiva exageraba las diferencias entre Pete y yo. Parecía demasiado conveniente, demasiado importante para el público, y para Nike, y para el juego, que Pete y yo fuéramos dos polos opuestos, los Yankees y los Red Sox del tenis. El jugador con el mejor saque enfrentado al jugador con el mejor resto. El chico reservado de California contra el chulo de Las Vegas. Todo aquello me parecía una serie de gilipolleces. O, por recurrir a la palabra favorita de Pete, chorradas. Pero en este momento, mientras hablamos de todo y de nada en la puerta de embarque, el abismo entre nosotros parece inmenso, auténtico, y me da miedo. Es como la distancia que separa el bien y el mal. Con frecuencia le comento a Brad que creo que el tenis tiene un papel demasiado importante en la vida de Pete y demasiado poco importante en la mía, pero en realidad Pete parece controlar a la perfección esas proporciones. El tenis es su profesión, y la ejerce con ganas y con dedicación, mientras que toda mi cháchara sobre mantener una vida activa más allá del tenis parece sólo eso, cháchara. Una manera tonta de racionalizar todas mis distracciones. Por primera vez desde que lo conozco -incluidas las veces en que me ha dado palizas en la pista- envidio a Pete por ser tan soso. Ojalá pudiera emular su espectacular falta de inspiración y su peculiar falta de necesidad de inspiración.
Pierdo contra Martin en la primera ronda de Stuttgart. Cuando salimos del estadio veo a Brad como nunca lo había visto: me mira con asombro, con tristeza, con una compasión parecida a la de Rafter. Cuando llegamos al hotel, me pide que vaya a su habitación.
Saca dos cervezas del minibar. No se fija en la marca. Le da igual que sean alemanas. Cuando Brad toma cerveza alemana sin darse cuenta, sin quejarse, es que algo grave pasa.
Lleva unos vaqueros y un jersey negro de cuello alto. Se ve muy serio, muy severo. Y mayor. Ha envejecido por mi culpa.
Andre, tenemos que tomar una decisión, y tenemos que tomarla esta misma noche, antes de que salgas de esta habitación.
¿Qué pasa, Brad?
No podemos seguir así. Tú eres mejor de lo que demuestras. Al menos lo eras. O lo dejas, o empiezas de nuevo. Pero no puedes seguir avergonzándote a ti mismo de esta manera.
¿Qué...?
Déjame terminar. A ti te queda juego. Al menos eso es lo que yo creo. Todavía puedes ganar. Todavía te pueden pasar cosas buenas. Pero necesitas una puesta a punto completa. Tienes que volver al punto de partida. Tienes que desprenderte de todo y volver a empezar. Te estoy hablando de regresar a la casilla número uno.
Cuando Brad me habla de renunciar a torneos, sé que la cosa es seria.
Esto es lo que debes hacer, me dice: debes entrenarte como no te has entrenado en años. Muy duro. Debes poner tu cuerpo en forma, tu mente en forma, y empezar desde abajo. Estoy hablando de que participes en torneos de jugadores emergentes, chicos que jamás han soñado que llegarían a conocerte y mucho menos a enfrentarse a ti.
Deja de hablar. Da un buen trago de cerveza. Yo no digo nada. Hemos llegado a la encrucijada. Ahí está y ahora me parece que llevamos meses dirigiéndonos hacia aquí. Años. Miro por la ventana y veo pasar los coches. Odio el tenis más que nunca. Pero me odio más a mí mismo. Me digo a mí mismo: ¿y qué? ¿A quién le importa que odies el tenis? Toda esa gente de ahí fuera, todos esos millones de personas que odian el trabajo con el que se ganan la vida, van a trabajar todos los días. Tal vez hacer lo que odias, hacerlo bien y con alegría, es la clave. Sí, muy bien, odias el tenis. Ódialo todo lo que quieras. Pero aun así debes respetarlo y respetarte a ti mismo.
Digo: está bien, Brad. Todavía no estoy listo para dejarlo. Quiero seguir. Dime qué tengo que hacer y lo haré.