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Juego un torneo en Las Vegas Country Club, y compito por una plaza para el campeonato estatal. Mi rival es un niño que se llama Roddy Parks. Lo primero que me llama la atención de él es que también tiene un padre especial. El señor Banks lleva un anillo con una hormiga petrificada en el interior de una gran gota de ámbar amarillo. Antes de que empiece el partido, le pregunto por ella.
¿Sabes, Andre? Cuando el mundo termine en un holocausto nuclear, las hormigas serán las únicas criaturas que sobrevivirán. Así que quiero que mi espíritu pase a una hormiga.
Roddy tiene trece años, dos más que yo, y es corpulento para su edad. Lleva el pelo cortado a cepillo. Pero me parece vencible. Desde el principio veo lagunas en su juego, debilidades. Pero entonces, no sé cómo, rellena esas lagunas, cubre esas debilidades. Y gana el primer set.
Hablo conmigo mismo, me digo a mí mismo que lo acepte. Que me atrinchere. Y gano el segundo set.
Ahora que lo doy todo, juego con más inteligencia, con más velocidad. Intuyo la línea de meta. Roddy es mío, está sentenciado. Además, ¿qué clase de nombre es Roddy? Pero dejo escapar varios puntos, y ahora Roddy está levantando los brazos por encima de la cabeza. Acaba de ganar el tercer set 7-5, y por tanto ha ganado el partido. Busco a mi padre en las gradas y veo que mira hacia abajo, preocupado. No está enfadado, sino preocupado. Yo también lo estoy, pero además me siento furioso, asqueado conmigo mismo. Ojalá fuera yo la hormiga atrapada en el anillo del señor Parks.
Me digo cosas espantosas a mí mismo mientras recojo mis raquetas y las meto en la bolsa. De pronto aparece un niño salido de la nada y pone fin a mi berrinche.
Hola, me dice. No te machaques. Hoy no has dado lo mejor de ti.
Alzo la vista. El niño es un poco mayor que yo, me saca una cabeza, y su expresión no me gusta. Hay algo raro en su cara. La nariz y la boca no están bien alineadas. Y, el colmo, lleva un polo absurdo con un hombrecillo que... ¿está jugando al polo? No quiero tener nada que ver con él.
¿Quién coño eres tú?, le pregunto.
Perry Rogers.
Me concentro de nuevo en mi bolsa de deporte.
Él no capta la indirecta. Insiste en que no he jugado mi mejor partido, en que soy mucho mejor que Roddy, en que la próxima vez que juguemos le ganaré yo, bla, bla, bla... Supongo que intenta mostrarse simpático, pero le sale fatal y está quedando como un sabelotodo, como una especie de Björn Borg júnior, así que me pongo en pie y le doy la espalda descaradamente, dejándolo plantado. Lo que menos falta me hace en ese momento es un discursito de consolación, algo más inútil aún que un trofeo de consolación, sobre todo de un niño que lleva en el pecho a un señor que juega al polo. Cargándome al hombro la bolsa de deporte, le digo: ¿y qué coño sabes tú de tenis?
No tardo en sentirme culpable. No debería haber sido tan duro con él. Después descubro que el chico es jugador de tenis, que competía en el mismo torneo. También me entero de que está enamorado de mi hermana Tami. Ah, claro, por eso ha venido a hablar conmigo. Intenta acercarse a ella.
Pero si yo me siento culpable, él está molesto. Entre los adolescentes de Las Vegas circula un rumor. Ve con cuidado. Perry va a por ti. Le está contando a todo el mundo que le faltaste al respeto y que la próxima vez que te vea te va a dar una paliza.
Semanas después, Tami me informa de que va con su pandilla a ver una película de terror y me pregunta si quiero ir con él.
¿Y ese niño, Perry, también va?
Quizá.
Bueno, sí, iré.
Me encantan las películas de terror. Y además tengo un plan.
Nuestra madre nos lleva pronto al cine, para que tengamos tiempo de comprar palomitas y regaliz, y de coger los mejores asientos, en las filas centrales, y además centrados. Yo siempre ocupo la fila central y el asiento más centrado. El mejor. Coloco a Tami a mi izquierda, y reservo el de mi derecha. Y, en efecto, cómo no, por ahí aparece ya el gallito Perry. Me pongo en pie al momento y le hago señas. ¡Eh, Perry! ¡Ven aquí!
Él se vuelve. Entorna los ojos. Noto que mi amabilidad lo ha pillado con la guardia baja. Está intentando analizar la situación, sopesar su reacción. Entonces me sonríe, se desprende de la ira que pueda haber albergado contra mí. Avanza por el pasillo y se cuela como puede en nuestra fila antes de sentarse junto a mí.
Hola, Tami, dice, mirando a mi otro lado.
Hola, Perry.
Hola, Andre.
Hola, Perry.
Cuando las luces se apagan y empieza el primer tráiler, nos miramos.
¿Hacemos las paces?
Hacemos las paces.
La película es Angustia en el Hospital Central. Trata de un psicópata que persigue a una periodista y se cuela en su casa. Asesina a su criada, y después, no se sabe bien por qué, se pinta los labios y sale cuando la periodista llega a su casa. Ella forcejea con él y consigue liberarse, y de alguna manera llega a un hospital, donde cree que está a salvo, aunque, claro está, el loco está ahí oculto, intentando encontrar la habitación de la periodista, y matando a todo el que se interpone en su camino. Una película mala, pero buena para pasar miedo.
Cuando yo me asusto, actúo como un gato arrojado a una habitación llena de perros. Me quedo petrificado, no muevo ni un músculo. Perry, al parecer, es de los que salta como movido por un resorte. A medida que el suspense aumenta, él se retuerce, mueve sin parar las piernas, se echa el refresco por encima sin querer. En varias ocasiones me vuelvo hacia Tami y pongo los ojos en blanco. Pero no me burlo de sus reacciones en su cara. Ni siquiera comento nada cuando la película se acaba y se encienden las luces. No quiero romper nuestro frágil acuerdo de paz.
Salimos del cine y decidimos que las palomitas y los refrescos no son suficientes. Cruzamos la calle, nos metemos en Winchell’s y nos compramos una caja de donuts. Perry se pide el suyo con cobertura de chocolate. Yo, el mío, con virutas de colores. Nos comemos los donuts en el mismo mostrador y conversamos. Perry es buen conversador, de eso no hay duda. Parece un abogado ante el tribunal supremo. Entonces, en medio de una frase de quince minutos, se para en seco y le pregunta al dependiente, que sigue tras el mostrador: ¿esto está abierto las veinticuatro horas?
Sí, contesta el dependiente.
¿Los siete días de la semana?
Ajá.
¿Los trescientos sesenta y cinco días del año?
Sí.
¿Entonces? ¿Por qué hay cerraduras en la puerta de entrada?
Todos nos volvemos a mirar. ¡Una pregunta genial! Me echo a reír, me río con tal fuerza que tengo que escupir el donut. De mi boca salen virutas de colores que son como confeti. No me extrañaría que ése fuera el comentario más gracioso e inteligente que se ha pronunciado jamás. Como mínimo es lo más gracioso e inteligente que se ha oído decir en ese Winchell’s en concreto. Incluso al dependiente no le queda más remedio que sonreír y admitirlo: chico, tienes razón, es todo un misterio.
¿A que la vida es así?, dice Perry. ¿A que está llena de cerraduras como la de Winchell y de otras cosas inexplicables?
Cuánta razón tienes.
Yo siempre había creído que era el único que se fijaba en esas cosas. Pero ahí hay un chico que no sólo se fija en ellas, sino que las comenta. Cuando mi madre llega a recogernos a Tami y a mí, me entristece tener que despedirme de mi nuevo amigo Perry. Incluso el polo que lleva me resulta menos ofensivo.
Le pregunto a mi padre si puedo quedarme a pasar la noche en casa de Perry.
De ninguna manera, responde.
No conoce de nada a la familia de Perry. Y no confía en quien no conoce. Mi padre sospecha de todo el mundo, especialmente de los padres de nuestros amigos. Yo no me molesto en preguntarle por qué, ni malgasto saliva discutiendo. Sencillamente, invito a Perry a dormir en nuestra casa.
Perry se muestra extremadamente educado con mis padres. Es simpático con mis hermanos, sobre todo con Tami, a pesar de que ella, muy delicadamente, le ha dado calabazas. Le pregunto si quiere que le enseñe la casa. Claro, responde él, así que le muestro la habitación que comparto con Philly. Él se ríe al ver la línea blanca que la divide. Le muestro también la pista de tenis del jardín. Practica un poco con el dragón. Yo le cuento que odio a ese bicho con todas mis fuerzas, que cuando era pequeño creía que era un ser vivo, un monstruo que respiraba. Él se muestra comprensivo. Ha visto tantas películas de terror que sabe que los monstruos adoptan todas las formas y tamaños.
Como Perry es, como yo, un aficionado al género del terror, le tengo reservada una sorpresa. He conseguido una copia en beta de El exorcista. Después de verlo saltar y desesperarse con Angustia en el Hospital Central, estoy impaciente por ver cómo reacciona ante un verdadero clásico del terror. Cuando, en casa, todos se han acostado ya, metemos la cinta en el reproductor. A mí me da una embolia cada vez que Linda Blair gira la cabeza, pero Perry ni parpadea. ¿Angustia en el Hospital Central lo hace temblar pero El exorcista lo deja frío? Pienso: este tío es único.
Después, nos quedamos un rato despiertos, tomando refrescos y charlando. Perry admite que mi padre da más miedo que cualquiera de los personajes de Hollywood, pero me cuenta que el suyo da el doble de miedo que el mío. Su padre, me dice, es un ogro, un tirano, un narcisista... Es la primera vez que oigo esa palabra.
Perry me dice que narcisista significa que sólo piensa en sí mismo. También significa que su hijo es una posesión personal suya. Tiene una visión de cómo va a ser su hijo, y le importa un pimiento cuál es la visión que su hijo tiene de su propio futuro.
Me suena de algo.
Perry y yo coincidimos en que la vida sería un millón de veces mejor si nuestros padres fueran como los padres de los demás niños. Pero en la voz de Perry oigo un tono de dolor añadido, porque dice que su padre no lo quiere. Yo no he cuestionado nunca el amor de mi padre. Me gustaría, eso sí, que fuera más tranquilo, que escuchara más y se enfadara menos. A veces me gustaría que mi padre me quisiera menos. Tal vez entonces no me controlara tanto, tal vez me dejara tomar mis propias decisiones. Le confieso a Perry que no tener alternativa, que no tener ni voz ni voto en lo que hago y en quién soy, es algo que me saca de quicio. Por eso pienso más, de manera obsesiva, en las pocas decisiones que sí puedo tomar: la ropa que me pongo, lo que como, quiénes son mis amigos.
Él asiente. Lo entiende perfectamente.
Por fin, en Perry encuentro un amigo con el que compartir esos pensamientos profundos, un amigo con el que hablar de las cerraduras de Winchell’s de mi vida. Le cuento que juego al tenis a pesar de que odio el tenis. Que odio la escuela a pesar de que me gustan los libros. Que me considero una persona con suerte por contar con Philly, a pesar de su racha de mala suerte. Perry me escucha, tan paciente como Philly, aunque más implicado. No sólo habla, sino que también escucha, y asiente. Conversa. Analiza, plantea estrategias, sugiere cosas, me ayuda a idear planes para mejorar las cosas. Cuando le cuento mis problemas a Perry, éstos suenan embrollados y tontos al principio, pero Perry sabe cómo estructurarlos para que resulten lógicos, primer paso para que resulten resolubles. Me siento como si hubiera estado viviendo en una isla desierta, sin nadie con quien hablar, con la única compañía de las palmeras, y de pronto un marginado sensible, afín -a pesar de su absurdo polo- apareciera en la orilla.
Perry se sincera conmigo sobre su nariz y su boca. Me dice que nació con el paladar hendido. Y que eso lo ha convertido en una persona muy insegura, y extraordinariamente tímida con las niñas. Lo han operado varias veces para solucionar el problema y todavía debe enfrentarse a una intervención quirúrgica más, como mínimo. Yo le digo que no se le nota tanto. A él se le humedecen los ojos. Y murmura algo sobre que su padre le echa la culpa de ello.
Antes o después, casi todas las conversaciones que mantengo con Perry nos llevan a nuestros respectivos padres, lo que no tarda en llevarnos a hablar del futuro. Hablamos de los hombres que seremos una vez que nos libremos de nuestros padres. Nos prometemos mutuamente que nosotros seremos distintos, no sólo de nuestros padres, sino de todos los hombres que conocemos, incluso de los que vemos en las películas. Pactamos que nunca consumiremos drogas ni beberemos alcohol. Y nos juramos que cuando seamos mayores haremos todo lo que podamos por ayudar al mundo. Sellamos nuestro pacto con un apretón de manos. Un apretón de manos secreto.
Perry tendrá que recorrer un largo camino si quiere llegar a ser rico. No tiene nunca un centavo. Todo lo que hacemos lo pago yo. No es que yo tenga mucho -mi modesta semanada-, más lo que saco de los sablazos que les doy a los clientes de los casinos y los hoteles jugando al tenis con ellos. Pero no me importa. Lo que es mío es de Perry, porque he decidido que Perry es mi nuevo mejor amigo. Mi padre me entrega cinco dólares todos los días para que me compre comida, y yo me gasto, alegremente, la mitad en invitar a Perry.
Nos encontramos cada tarde en Cambridge. Después de escaquearnos un rato y de pelotear un poco, nos vamos a tomar algo. Salimos por la puerta trasera, saltamos el muro y corremos por el aparcamiento vacío hasta un 7-Eleven, donde jugamos a videojuegos y comemos Chipwiches, que pago yo, hasta que se hace la hora de regresar a casa.
Los Chipwiches son unos helados entre galletas, una especie de bocadillos de helado, que Perry ha descubierto hace poco: helado de vainilla entre dos galletas blandas con trocitos de chocolate. Es el mejor alimento del mundo, según Perry, que se convierte en un adicto absoluto. Le gustan más que hablar. Es capaz de dedicar una hora entera a cantar las excelencias de un Chipwich y, al mismo tiempo, un Chipwich es una de las pocas cosas capaces de hacerle callar. Yo se los compro a docenas, y siento lástima por él, por no tener el dinero que le hace falta para satisfacer su hábito.
Un día, estamos en el 7-Eleven cuando Perry deja de morder su Chipwich y se fija en el reloj de pared.
Mierda, Andre. Será mejor que volvamos a Cambridge. Hoy mi madre viene a recogerme más temprano.
¿Tu madre?
Sí. Me ha pedido que esté listo y que la espere en la puerta.
Salimos disparados y cruzamos el estacionamiento vacío.
¡Oh, oh! -exclama Perry-. Ahí está.
Miro hacia el otro lado de la calle y veo dos coches que avanzan hacia Cambridge: un Volkswagen y un Rolls-Royce descapotable. El escarabajo pasa de largo y le digo a Perry que se tranquilice, que tenemos tiempo, que su madre se ha pasado el cruce y tendrá que dar la vuelta.
No -insiste Perry-. Vamos, vamos.
Activa el turbo y sale corriendo detrás del Rolls.
Eh, ¿qué coño...? Perry, ¿estás de broma? ¿Tu madre conduce un Rolls? ¿Eres... rico?
Supongo que sí.
¿Por qué no me lo habías dicho?
Nunca me lo has preguntado.
Para mí, ésa es la definición de ser rico: no se te ocurre comentárselo a tu mejor amigo. Y das por sentado el dinero hasta tal punto que no te importa de dónde lo sacas.
Aun así, Perry es más que rico. Es superrico. Es Richie Rich. Su padre, socio principal de un gran gabinete de abogados, es además dueño de un canal de televisión local. Vende «aire», dice Perry. «Vender aire». Tío, dice Perry, cuando eres capaz de vender aire, el mundo es tuyo. (Por lo que se ve, su padre también le paga la semanada en aire).
Mi padre, finalmente, me deja visitar la casa de Perry y descubro que, de hecho, no es una casa, sino una megamansión. Su madre nos lleva en su Rolls, y miro sin parpadear, con los ojos muy abiertos, la inmensa verja de acceso, las onduladas colinas, los grandes árboles que sombrean el camino. Nos detenemos frente a un lugar que es algo así como el palacio de Bruce Wayne. Un ala entera de la construcción está reservada exclusivamente para Perry, con su propia sala de juegos: mesa de ping-pong, mesa de billar, mesa de póker, gran pantalla de televisión, neverita pequeña y batería. Por un largo pasillo se accede a su dormitorio, cuyas paredes están forradas de arriba abajo con portadas del Sports Illustrated.
No dejo de volver la cabeza de un lado a otro. Me fijo en las imágenes de grandes deportistas, y sólo puedo articular una palabra: ¡uau!
Lo he hecho yo, dice Perry.
Cuando, al poco tiempo, visito al dentista, arranco todas las portadas de Sports Illustrated que encuentro en la sala de espera y me las meto bajo la chaqueta. Cuando se las entrego a Perry, él niega con la cabeza.
Ésta ya la tengo. Ésta, también. Andre. Estoy suscrito.
Ah, está bien. Lo siento.
No es sólo que no haya conocido nunca a un niño rico. Es que no he conocido nunca a un niño suscrito a nada.
Cuando no estamos pasando el rato en Cambridge, o en su mansión, Perry y yo hablamos por teléfono. Somos inseparables. Por eso se queda destrozado al saber que voy a ausentarme durante un mes, para jugar una serie de torneos en Australia. McDonald’s está organizando un equipo de alevines estadounidenses de élite, y nos envía a jugar con los mejores de ese país.
¿Todo un mes?
Ya lo sé, ya lo sé. Pero no tengo alternativa. Mi padre.
No estoy siendo del todo sincero con él. Soy uno de los dos únicos seleccionados con doce años, por lo que me siento honrado, emocionado, aunque algo inquieto por tener que desplazarme tan lejos de casa: el vuelo dura catorce horas. Pero, para que Perry no se sienta tan mal, le quito importancia al viaje. Le digo que no se preocupe, que estaré de vuelta enseguida. Y que nos daremos un banquete de Chipwiches.
Vuelo solo a Los Ángeles, y nada más aterrizar ya querría estar de vuelta en Las Vegas. No sé bien adónde se supone que debo ir, ni cómo orientarme por el aeropuerto. Me parece que llamo mucho la atención con mi chándal, que lleva los arcos dorados de McDonald’s y mi nombre escrito en la pechera. Ahora, a lo lejos, veo a un grupo de niños que llevan el mismo atuendo que yo. Me acerco al adulto del grupo y me presento. Él me sonríe de oreja a oreja. Es mi entrenador. Mi primer entrenador de verdad.
Agassi, dice. ¿El portento de Las Vegas? ¡Eh, me alegro de tenerte a bordo!
Durante el vuelo a Australia, el entrenador se pasea por el pasillo central y nos va contando en qué consistirá el viaje. Jugaremos cinco torneos en cinco ciudades distintas. En todo caso, el más importante será el tercero, que tendrá lugar en Sidney. Será entonces cuando tendremos que dar lo mejor contra los mejores australianos.
Para que luego hablen de presión.
Pero hay buenas noticias, prosigue el entrenador. Cada vez que ganéis un torneo, dejaré que os bebáis una cerveza fría.
Gano mi primer torneo, en Adelaida, sin dificultades, y en el autocar de regreso el entrenador me alarga una Foster helada. Pienso en Perry y en nuestro pacto. Pienso en lo raro que resulta tener doce años y que te ofrezcan alcohol. Pero la cerveza se ve tan fresquita, tan refrescante... Y mis compañeros me están mirando. Además, estoy a miles de kilómetros de casa. A la mierda. Doy un sorbo. Está deliciosa. Me la bebo de cuatro tragos y me paso el resto de la tarde luchando contra mi sentimiento de culpa. Miro por la ventana el paisaje desolado del interior australiano, y me pregunto cómo se tomará Perry la noticia, si dejará de ser mi amigo.
Gano tres de los siguientes cuatro torneos. Otras tres cervezas. Cada vez me gustan más. Pero, con cada sorbo, pruebo también el sabor de la culpa.
Perry y yo recuperamos de inmediato nuestras rutinas de siempre. Películas de terror. Largas conversaciones. Cambridge. 7-Eleven. Chipwiches. Sin embargo, alguna vez lo miro y noto el peso de mi traición.
Vamos andando desde Cambridge hasta el 7-Eleven, y ya no puedo seguir ocultándoselo por más tiempo. La culpa me está devorando. Los dos llevamos unos auriculares conectados al walkman de Perry y escuchamos una canción de Prince. Purple Rain. Le doy un golpecito en el hombro y le pido que se quite los auriculares.
¿Qué pasa?
No sé cómo decírtelo.
Me mira.
¿Qué pasa?
Perry. He roto nuestro pacto.
No.
Me tomé una cerveza en Australia.
¿Sólo una?
Cuatro.
¡Cuatro!
Bajo la mirada.
Perry medita. Contempla las montañas.
Bueno, dice. Supongo que todos tomamos decisiones en la vida, Andre, y tú has tomado las tuyas. Me imagino que eso significa que me quedo solo.
Pero, al cabo de unos minutos, le pica la curiosidad. Me pregunta a qué sabe la cerveza y ahora tampoco puedo mentirle. Le digo que estaba buenísima. Vuelvo a disculparme, pero no tiene sentido fingir que tengo remordimientos. Perry tiene razón. Por una vez en la vida, tuve ocasión de decidir sobre algo y tomé la decisión. Sí, claro, cómo no, habría preferido no incumplir nuestro pacto, pero no puedo sentirme mal por haber ejercido al fin el libre albedrío.
Perry frunce el ceño, como un padre. No como mi padre ni como el suyo, sino como uno de esos padres que salen por la tele. Parece como si en vez de ir vestido con la ropa que tiene puesta debiera llevar una chaqueta de punto y fumar en pipa. Me doy cuenta de que el pacto que Perry y yo sellamos, en el fondo, era una promesa de convertirnos el uno en el padre del otro. De criarnos mutuamente. Me disculpo una vez más y me doy cuenta de lo mucho que he echado de menos a Perry mientras he estado fuera. Sello otro pacto, esta vez conmigo mismo, por el que prometo que no volveré a alejarme de casa.
Mi padre me acorrala en la cocina. Dice que tenemos que hablar. Tal vez se haya enterado de lo de la cerveza.
Me pide que me siente a la mesa. Él se sienta frente a mí. Nos separa un puzle a medio terminar. Empieza a hablarme de un reportaje que ha visto hace poco en «60 Minutos». Trataba sobre un internado para tenistas jóvenes situado en la costa oeste de Florida, cerca de la Bahía de Tampa. Es la primera escuela de esas características, dice mi padre. Un campamento para tenistas jóvenes, dirigido por Nick Bollettieri, antiguo oficial de paracaidistas.
¿Y?
¿Y? Que tú vas a ir.
¿Qué?
Aquí, en Las Vegas, no estás mejorando. Ya has derrotado a todos tus contrincantes locales. Ya has derrotado a los muchachos de todo el Oeste del país. «¡Andre, has ganado a todos los jugadores de la universidad local!». A mí ya no me queda nada por enseñarte.
Mi padre no lo dice, pero resulta obvio: está decidido a hacer las cosas de otra manera conmigo. No quiere repetir los errores que ha cometido con mis hermanos. A todos les estropeó el juego reteniéndolos demasiado tiempo, atándolos demasiado corto. Haciéndolo así, además, sólo consiguió deteriorar su relación con ellos. Las cosas han empeorado tanto con Rita que hace poco se ha escapado con Pancho González, la leyenda del tenis, que tiene al menos treinta años más que ella. Mi padre no quiere limitarme a mí, no quiere estropearme, ni arruinar mi juego. Y por eso me destierra. Me envía lejos, en parte para protegerme de sí mismo.
Andre, dice, tú tienes que comer tenis, que dormir tenis, que beber tenis. Es la única manera de que llegues a ser número uno.
Yo ya como, duermo y bebo tenis.
Pero él quiere que coma, duerma y beba en otra parte.
¿Cuánto cuesta esa academia de tenis?
Unos doce mil dólares al año.
No podemos permitírnoslo.
Sólo vas a ir tres meses. Eso son tres mil dólares.
Tampoco podemos permitírnoslo.
Es una inversión. En ti. Buscaremos la manera.
No quiero ir.
Pero, por la cara que pone, veo que ya está decidido. Fin de la discusión.
Intento ver el lado positivo. Sólo son tres meses. Cualquier cosa se puede soportar durante tres meses. Además, no puede ser tan malo. Tal vez sea como Australia. Tal vez sea divertido. Tal vez haya ventajas imprevistas. Tal vez me sienta integrante de un equipo.
¿Y el colegio?, le pregunto. Estoy en séptimo.
Hay un colegio en el pueblo de al lado, responde mi padre. Irás por las mañanas, medio día, y por las tardes jugarás al tenis, hasta la noche.
Suena agotador. Poco después mi madre me dice que, de hecho, el reportaje de «60 Minutos» era una denuncia sobre la personalidad de Bollettieri, que, en la práctica, dirigía una factoría de tenis en la que explotaba a los niños.
Me organizan una fiesta de despedida en Cambridge. El señor Fong parece triste. Perry parece a punto de suicidarse. Mi padre parece dubitativo. Estamos todos de pie, comiendo tarta. Jugamos al tenis con los globos y después los pinchamos con alfileres. Todo el mundo me da palmaditas en el hombro y me dice que me lo voy a pasar genial.
Ya lo sé, les digo yo. Estoy impaciente por relacionarme con esos chicos de Florida.
Cuanto más se acerca el día de mi partida, peor duermo. Me despierto agitándome, sudoroso, con la cama sin hacer. No como. De pronto, la idea de añorar el lugar donde vives cobra pleno sentido. No quiero irme de mi casa, separarme de mis hermanos, de mi madre, de mi mejor amigo. A pesar de la tensión que hay en casa, del terror ocasional, daría lo que fuera por quedarme. A pesar del dolor que mi padre me ha causado, en mi vida la constante ha sido su presencia. Siempre ha estado ahí, a mi espalda, y dentro de poco ya no va a estarlo más. Me siento abandonado. Creía que lo que más quería era liberarme de él, y ahora que es él quien me libera, se me rompe el corazón.
Paso los últimos días en casa esperando que mi madre acuda a mi rescate. La miro implorante, pero ella me mira a mí con una expresión que significa: yo le he visto estropear a tres niños ya. Tienes suerte de salir de aquí ahora que todavía estás entero.
Mi padre me lleva al aeropuerto. A mi madre le gustaría ir, pero no puede faltar un día al trabajo. Perry ocupa su lugar. No deja de hablar durante todo el camino. No sé si lo hace para animarme a mí o para animarse a sí mismo. Sólo serán tres meses, dice. Nos escribiremos cartas, postales. Ya verás que todo irá bien. Vas a aprender muchísimo. Tal vez incluso vaya a visitarte.
Pienso en Angustia en el Hospital Central, la película de terror barato que vimos el día que nació nuestra amistad. Perry está actuando hoy igual que actuó ese día, igual que actúa siempre que tiene miedo: retorciéndose, saltando de su asiento. Yo, por mi parte, también estoy reaccionando como siempre: como un gato lanzado a una habitación llena de perros.