XXXI
Como hacía casi todos los jueves durante los cinco años desde que murió Da’ud, Sari se levantaba temprano y, mientras se vestía, dejaba que sus lágrimas le salieran, sin control, de los ojos. Libres y temblorosas surcaban la suavidad de sus mejillas, donde no había aún arrugas, a pesar del paso de los años. El tiempo no había borrado la desesperada nostalgia que se apoderaba de ella al ver a Hai ejercer su profesión en lugar de su padre, nostalgia de los días cuando ella y su marido lo habían compartido todo, dando y tomando sin restricción ni limitación, cada uno de ellos cuidando del otro en la intimidad del amor que les unía. Era la misión que Hai le había encomendado, en el día de la semana que tenía las consultas en su clínica de Córdoba, lo que le había dado ese leve asidero con la vida, impidiéndola caer en el entorpecedor letargo del dolor.
Su tarea consistía en vigilar a los innumerables pacientes que, ya antes de rayar el alba, se apiñaban alrededor de la puerta de la casa de Ibn Yatom, hasta que se les decía a los sirvientes que los dejaran entrar. Eran tantos que llenaban por completo todas las habitaciones vacías de la gran mansión; Sari y los criados insistían suavemente en que se agruparan de una forma más ordenada. Cuando llegaba Hai de la casa del campo, se levantaban todos a la vez, y extendían sus brazos, flacos y mugrientos, en actitud de súplica. Con una acogedora sonrisa pasaba entre ellos, y su sola presencia era suficiente para tranquilizarlos. Una vez que entraba en su cuarto —el antiguo despacho de Da’ud—, Sari se ocupaba de que volvieran a ponerse en su sitio y esperaran pacientemente su turno.
Esta mañana, al pasear su mirada por la patética multitud allí congregada, le llamó particularmente la atención una persona cuyo porte, a pesar de sus simples vestiduras de color gris y el espeso velo, también gris, que le cubría el rostro, la hacía destacar de la masa de seres humanos que se arrastraban y suspiraban a su alrededor. Había algo en sus altivos movimientos de cabeza, su mal disimulada irritación ante la proximidad de tantos cuerpos malolientes, sus delicadas manos blancas, que no estaban familiarizadas con el trabajo, perceptibles dentro de las amplias mangas de su túnica, que delataba a una mujer de posición acomodada, alguien que bien podía haber llamado a Hai a su casa para beneficiarse allí de su asistencia médica. Cuando apareció Hai en la puerta para llamar al paciente de turno, Sari señaló a la mujer, con un discreto movimiento de cabeza, pero Hai hizo como si no lo hubiera visto. Fuera quien fuera, tenía que esperar su turno.
Eran más de la doce cuando se hizo finalmente entrar a la dama en el despacho de Hai. Con un brusco movimiento de la mano, se quitó el velo, segura, al dejar salir de él la cascada de pelo rubio que le caía en espesos rizos sobre la espalda, de que el hijo de Da’ud ibn Yatom la reconocería.
—¡Princesa Subh! —exclamó Hai, recordando vivamente la descripción que hizo su padre de la belleza de la centelleante cabellera de la princesa vasca, cuyos movimientos acompañaban a los de su cuerpo dejando que el sol, al atravesar sus guedejas las disolviera hasta convertirlas en fragmentos de la más pura luz—. No habría esperado encontraros aquí.
—Ya que te niegas obstinadamente a asistir a la corte de mi hijo y trabajar en ella como médico nuestro, no tengo otra alternativa que buscarte en tu propia casa.
—¿Y qué os trae aquí, ilustre princesa?
—No simules que no sabes nada del desastroso giro que han dado los acontecimientos en el reino del que mi hijo, Hixem II, es legítimo gobernante.
—Me llegan rumores de vez en cuando, pero estoy tan inmerso en mi trabajo que tengo poco tiempo libre para comprobarlos.
—Permíteme que te informe, en primer lugar, de la escueta verdad. El regente, Ibn Abi 'Amir, está a punto de transferir la administración del califato desde nuestros palacios de Córdoba y Medina Azara al nuevo palacio que se ha construido para sí mismo y llamado, con suprema insolencia, Medina Azahira. Este es el paso final en su plan para apartar a Hixem de todo contacto con los asuntos del reino, y para demostrar a todo el mundo dónde se halla realmente el poder del califato. A fin de justificar su escandalosa usurpación del legítimo poder de Hixem, se ha inventado la historia de que mi hijo ha decidido dedicarse a una vida de piedad religiosa, y le ha confiado a él el control del reino.
Roja de indignación, la princesa Subh escupió, sin ceremonia alguna, en las relucientes baldosas del suelo, vergonzosa expresión del odio violento que sentía por el tutor oficial de su hijo. Era un odio proporcionado al apasionado amor que había concebido por él después de la muerte de Alhákem, si no antes, según algunos creían. Durante su viudedad, él la había protegido y aconsejado, y había salvaguardado a su hijo de once años de las maquinaciones del hermano de Alhákem, que conspiraba para arrebatarle el trono al único heredero masculino del difunto califa.
—¡Cómo ha abusado de nosotros el regente, débiles y confiados como éramos! ¡Con qué habilidad corrompió al muchacho, estimulando sus sentidos desde el momento en que apareció la primera sombra de vello en su labio superior! Ahora, a la edad de dieciséis años, Hixem está saciado de todos los placeres que el harén real puede ofrecerle. Indiferente a deleites tan ordinarios, va en busca de otras satisfacciones. Dirige ahora su atención hacia los hombres y, cuando lo veo deslizarse sin control por las turbias pendientes del vicio, mi temor es que pronto exija los cuerpos puros e inocentes de los niños…
Escuchando pacientemente la larga invectiva de la princesa, Hai bendijo en su interior el instinto que le había aconsejado distanciarse de los círculos del poder de Córdoba. Intrigante por excelencia y maestro de la intriga, Ibn Abi 'Amir había ascendido desde administrador de las propiedades e ingresos del único hijo de Alhákem al puesto de hachib, chambelán, al más alto dignatario del reino. Para asegurarse el apoyo de Ghalib, el más poderoso jefe militar del califato, había, astutamente, pedido la mano de su hija. A continuación, se había dedicado a ganarse para su partido a los juristas conservadores musulmanes, tarea para la que su propia preparación legal le había sido sumamente útil. Copió, con su propia mano, el texto completo del Qu’ran, después de lo cual perpetró lo que, para Hai, fue uno de los actos más repulsivos en su implacable subida al poder: obras que los rígidos interpretes de la ley musulmana decretaron heréticas, fueron sacadas de la biblioteca que Alhákem y Da’ud habían reunido minuciosamente, y fueron quemadas después. Hai no sabía cuántos cadáveres estaban esparcidos a lo largo del sendero de Ibn Abi 'Amir, ni lo quería saber… Pero la princesa, habiendo dado rienda suelta a su enojo, se dirigía ahora directamente a él.
—Como al hijo del leal confidente de mi pobre difunto esposo y de su padre antes que él, y como médico de gran fama a pesar de tu juventud, me dirijo a ti para suplicarte que rescates a mi hijo del estado de abyecto letargo e impotencia a la que tan cínicamente lo ha reducido su tutor. Todo lo que le queda a Hixem es el derecho a ser bendecido como califa en las oraciones del viernes y tener su nombre grabado sobre las monedas de un califato del que no es más que cabeza nominal.
—Ilustre princesa, yo os ayudaría con mucho gusto, pero desgraciadamente no soy más que un humilde médico y no un cortesano influyente.
—Es precisamente por tu profesión de médico por lo que me dirijo a ti. Quiero que recetes para Hixem alguna poción que lo saque de su letargo, neutralice su inclinación hacia la indulgencia sensual y lo estimule a actuar contra este hombre que ha usurpado su poder.
Era una petición increíble. Desde tiempo inmemorial los reyes habían pedido afrodisíacos a sus médicos en la corte, pero… ¿lo contrario? Jamás se había oído decir. Por añadidura, Hai estaba tan reacio como siempre a tener contacto con la corte, rebosando esta, como estaba, de intrigas cada vez más complejas. Hacía solamente unos días, un mercenario cristiano al servicio del regente, a quien Hai había tratado por un severo ataque de disentería, había insinuado que se avecinaba un enfrentamiento entre Ibn Abi 'Amir y su suegro, el general Galib, el mismo hombre que le había ayudado unos años antes en su ascenso hasta el poder. El usurpador había ya mandado traer tropas bereberes de África, como refuerzos, y en opinión del soldado, no había la menor duda acerca del resultado del enfrentamiento. Tan seguro estaba Ibn Abi 'Amir de su victoria que se le había oído murmurar entre dientes el título que asumiría cuando saliera triunfante: al-Mansur bi-Allah, Aquel a Quien Dios Había Dado la Victoria. ¿Qué podían lograr la princesa y su degenerado hijo frente a un individuo tan inteligente, poderoso, astuto y carente de escrúpulos, cuya ambición echaba abajo todo lo que se alzaba ante él? A pesar de su escepticismo, Hai trató de contestar con integridad profesional:
—Debo reflexionar sobre lo que me pedís, ilustre princesa. En mi breve experiencia como médico, nunca se me ha pedido recetar una droga cuyos efectos sean opuestos a los de un afrodisíaco. Por ello he de estudiar cuidadosamente el asunto. Pero mientras tanto me aventuro a sugerir que se le recomiende al Príncipe de los Creyentes hacer ejercicio todos los días y cultivar alguna otra esfera de interés relacionada con sus inclinaciones naturales.
—No tiene ninguna otra que no sea el entregarse a la satisfacción de sus sentidos.
—Pero vos, que sois su madre, que lo conocéis mejor que ningún otro ser viviente, podréis alentarle a que se entregue a algún tipo de ocupación: cazar con sus halcones, jugar al ajedrez, componer versos cortesanos, ¿qué pensáis de esto?
—¿O dedicarse, tal vez, a su más reciente amante masculino? He intentado todo eso. Es la desesperación lo que me trae hoy a ti.
—Consultaré las obras de los grandes maestros de la antigüedad en un sincero esfuerzo por ayudaros, pero dudo que haya ninguna droga que sea eficaz, si vuestro hijo carece de la fuerza de voluntad de tomar decisiones en beneficio propio.
Con un suspiro de resignación la princesa se levantó para marcharse. La única persona en el reino de cuya integridad no dudaba había confirmado sus propias convicciones. No había nada más que decir. Lentamente, se volvió a cubrir el rostro con el velo antes de sacarse de la manga una bolsa de cuero bien repleta que puso sobre la mesita baja de madera de Damasco. Hai la cogió enseguida y se la devolvió.
—La consulta de los jueves es gratuita —dijo—. Distribuid el dinero entre los pobres que encontréis en vuestro camino.
Era ya casi de noche cuando el último paciente salió de la casa. Sari estaba todavía levantada, esperando para dar un corto paseo con su hijo a orillas del canal, como había hecho tan a menudo con Da’ud, y hablar un poco con él hasta verlo relajado de las preocupaciones y tensiones del día. Como era de esperar, su primera pregunta se refirió a la furtiva visita de la misteriosa dama. No era preciso que Hai le recomendara encarecidamente que fuera discreta, antes de revelarle su conversación con la princesa Subh; la discreción era una cualidad familiar bien arraigada.
—¡Qué curioso! —observó Sari cuando Hai había terminado de contarle lo ocurrido—, ¡qué curioso que haya sido una princesa vasca la que le diera un hijo a Alhákem, cuando ya estaba tan entrado en años!
—Tal vez una inclinación que heredó de su abuelo.
—Sí. La misma atracción irresistible que genera cualquier diferencia; esa rubia belleza en marcado contraste con las seductoras jóvenes árabes y las sensuales bellezas eslavas que llenan su harén. ¿Sabes —caviló Sari— que pienso a menudo que fue una diferencia así, o una novedad, si prefieres llamarla de otra manera, lo que me atrajo a tu padre como un imán, aquel día en el mercado de esclavos?
—¿No fue su compasión por ti?
—Eso también, por supuesto. Pero todo eso pertenece a un pasado distinto cuya evocación serviría solo para entristecernos. Hablemos de los problemas de hoy. Dime, hijo mío, ¿a qué palacio vas a hacer llevar ahora el Gran Antídoto?
—Al viejo palacio de Córdoba como antes, hasta que se me ordene otra cosa.
—¿Te lo ordene quién? ¿El califa marioneta o Almanzor, que es quien tiene el poder?
—No creo que lleguen hasta ahí las cosas. El regente es demasiado astuto para intervenir en asuntos que no tienen relación con el ejercicio de su verdadero poder. El hecho de que, desde la muerte de Alhákem, no haya explotado la juventud del muchacho, su inexperiencia y su falta de decisión, para asumir el título de califa, es prueba suficiente del rumbo que tiene intención de seguir. Al permanecer como el poder detrás del trono, como una especie de eminencia gris, provoca menos enemistades de las que provocaría si desafiara abiertamente a la casa reinante de los Omeyas.
—Espero que tengas razón y le pido a Dios que nunca te veas forzado a escoger entre los dos.
—Esa, querida madre, es la razón por la que me mantengo apartado de la corte.
—Una sabia decisión, hijo mío. Y ¿cómo va la plantación del aloe?
—Florece más allá de lo que esperábamos. Una masa de flores color escarlata, que brillan como hierros candentes, ha surgido entre el denso y rizado follaje. Es como si la casa de campo estuviera envuelta en una capa de brillantes colores verde y escarlata.
—Me daba miedo pensar en las plantas durante ese riguroso invierno que tuvimos el año pasado.
—A nosotros también, pero no sufrieron casi, una prueba más de su asombrosa resistencia y vitalidad. Una estación más primavera-verano y tendremos suficiente follaje para extraer la savia de las hojas viejas y secarla al sol de agosto. Si todo va bien, estará lista para ser administrada en el invierno.
—Me sorprende que nunca hayas hecho ningún experimento con el extracto que el capitán te trajo en esa tosca caja de madera.
—He sentido a menudo la tentación, pero no quería comenzar el tratamiento hasta estar seguro de un suministro continuado de la droga, procedente de nuestra propia plantación. El experimento con padre fue suficiente para disuadirme.
—Debes estar deseando empezar tus observaciones.
Hai permaneció silencioso, con sus dedos largos y delgados jugueteando nerviosamente con una ramita que se desprendía de la primorosamente recortada silueta de un cercano ciprés.
—¿Qué te inquieta, querido hijo?
—Lo que me ha estado inquietando desde el principio. No sabemos todavía si la especie que Ralambo mostró a nuestros hombres es la misma que aquella de la que se extrajo la muestra original del polvo que le dimos a padre. Y aun suponiendo que cumpliera su palabra, ¿serían las propiedades del extracto tan eficaces como deseábamos creer tan fervientemente? Tal vez todo esto es un fraude macabro, una búsqueda vana de una cura milagrosa que no existe, que no puede existir.
—Lo único que podemos hacer es esperar y ver —suspiró Sari con la paciente resignación de las personas de edad. Para apartar los pensamientos de Hai de esta obsesión, hizo su última y más entrañable pregunta de la tarde. Y ¿cómo estaba su nieto Amram, ese niño lleno de vivacidad y energía, cuya inteligencia, estaba firmemente convencida, superaba a la de todos los niños de cinco años de Córdoba o posiblemente de toda España? ¿No hablaba ya de corrido en árabe, hebreo y la lengua romance vernácula? ¿Y no era su caligrafía arábiga de una elegancia raramente trazada por una mano tan joven?
Hai, aunque sentía que sus ojos se humedecían de amor a la mera mención del nombre de su hijo, decidió que era oportuno templar la adoración de su madre.
—Amram no hace más que asimilar lo que oye y observa en sus alrededores inmediatos. Nada hay más simple, a la edad que tiene. Con una madre que pasa gran parte de su tiempo traduciendo obras eruditas del árabe al hebreo, un abuelo cuya escritura tenía fama en todo el califato, y un constante ir y venir en la casa de campo de pacientes procedentes de toda España, ha adquirido su conocimiento sin dificultad, absorbiéndolo como la cosa más natural.
—No todos los niños tienen la habilidad de hacer eso —afirmó Sari obstinadamente. Y, como de costumbre, Hai le dio un abrazo condescendiente, antes de entrar en la casa para acostarse.