IV

Sin parecer darse cuenta del polvo y del sofocante calor, Da’ud espoleó a la mula con una violencia que lindaba con la crueldad. Cada segundo tenía un valor incalculable en la vida de un hombre tan viejo y tan solitario; si es que había vida todavía. Conforme trotaba la mula con brío, subiendo el estrecho sendero que serpenteaba a través de olivares y bancales de viñedos, iba escudriñando sin tregua las laderas más altas en busca del retiro del ermitaño. Al fin divisó una mancha oscura, cubierta de espesos matorrales, que se destacaba, en marcado contraste, de la escasa vegetación de los alrededores. Apretando los talones con fuerza contra las ancas del animal, Da’ud se separó del sendero y se dirigió colina arriba hacia donde se hallaba el macizo de arbustos. Al ir acercándose, distinguió una cabaña destartalada que en parte estaba oculta detrás de una muralla formada de extrañas plantas, cuyo aspecto casi infundía miedo y cuyos macizos echaban ramas, saliendo uno del otro; sus carnosas hojas, con espinas y en forma de lanza, se curvaban como amenazadoras cimitarras. Las bordeó, se desmontó de la mula y se dirigió a la puerta de la miserable vivienda. Estaba entreabierta y se balanceaba sobre sus goznes como la vela de un barco, hecha jirones, ondeando con desgana después de una tempestad.

Da’ud se quedó de pie un instante en el umbral de la choza, examinando la desolada escena que se presentaba ante sus ojos: utensilios de tosca arcilla, esparcidos sin fregar por todo el suelo entre restos de ropa vieja; cabos de vela consumidos, abandonados al lado de sandalias cubiertas de barro seco, con las suelas torcidas y llenas de agujeros; espesas telas de araña tendidas sin que nadie las estorbara entre las gastadas vigas de madera de la cabaña, comidas por la carcoma; y una espesa capa de polvo lo cubría todo. Había una sola cosa a la que se había atendido con esmero: una serie de tarros alineados ordenadamente sobre un estante debajo del agujero que hacía las veces de ventana, de los que salían unos brotes jóvenes y débiles. ¡Vida!

Con el corazón latiéndole con fuerza, entró en la cabaña y cuando sus ojos se acostumbraron al oscuro interior, distinguió una sucia y vieja sábana que cubría un bulto tan menudo que apenas se percibía debajo de ella. Al retirarla encontró al viejo ermitaño que yacía inmóvil sobre una delgada estera en el suelo. Macilento, inerte, con el rostro gris y hundido debajo de su enmarañada barba blanca, parecía no darse cuenta de la presencia de Da’ud. Solo el leve movimiento de su pecho al respirar revelaba que no le había abandonado aún el último soplo de vida.

Con rápida inventiva, Da’ud cogió unas cuantas ramas de la masa de vegetación que rodeaba la cabaña, encendió una hoguera, sacó agua del pozo de detrás de la choza y la puso a hervir en un cacharro que había rescatado de entre los trastos desparramados por el suelo. Una vez que el agua hubo hervido unos minutos, la retiró del fuego, la tapó y, mientras esperaba a que se enfriara, se sentó al lado del moribundo. Le tomó suavemente el pulso, le humedeció la cara y apiló unos cuantos andrajos para que le sirvieran de almohada. Echó entonces un poco de agua en una taza y, apoyando la cabeza del viejo ermitaño sobre su antebrazo, se la acercó a sus apergaminados labios azulados. Al principio tomó unos pequeños tragos; después, ávidamente, bebió el templado líquido hasta vaciar la taza. Da’ud volvió a apoyar la cabeza del anciano sobre la almohada improvisada y, arrodillándose junto a él, clavó en él la mirada, deseando, implorando, orando para que recuperara la consciencia. Deseando su recuperación, porque era un médico cuya suprema ambición era vencer a la muerte; implorando porque si se le iba la vida, llevándose con él su valioso conocimiento, él perdería también la suya; orando porque era lo único que se podía hacer. Pasaron los minutos, tensos y agonizantes, hasta que al fin el ermitaño abrió los ojos.

—¿Quién eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí? —murmuró.

—Soy Da’ud, un médico de Córdoba —le tranquilizó mientras le acercaba otra vez la taza a los labios—. He venido a cuidar de ti —añadió con una voz en la que se manifestaba un alivio indescriptible.

Pero antes de que hubiera terminado de hablar, el ermitaño cayó de nuevo en un semiletargo. Sin apartar los ojos de él, Da’ud se incorporó e inspeccionó la choza en busca de provisiones. Enseguida encontró vinagre, una botella grande, limpia y con un tapón de corcho herméticamente cerrado, cuidadosamente colocada en un estante alto. Era evidente que el anciano la había puesto allí para disponer de ella en caso de enfermedad. Si pudiera al menos encontrar algo de miel, habría una posibilidad. Tomó de nuevo el pulso al anciano. Era un poco más fuerte ahora. Tranquilizado, salió fuera en busca de una colmena y, tal y como esperaba, encontró una no muy lejos del pozo. Protegiéndose con el brazo de las abejas que revoloteaban a su alrededor, extrajo un trozo de panal con ayuda de un palo largo y cortante; lo llevó dentro y sacó de él suficiente miel para hervirla con el vinagre, a fin de obtener una solución de la combinación de ambos. Volvió entonces al lado del paciente, deseando y rezando, deseando e implorando…

Estaba atardeciendo cuando el ermitaño volvió a despertarse, evidentemente algo restablecido. Una vez más Da’ud le hizo beber agua y entonces, cuando empezaba a revivir, le dio un poco de la mezcla de miel y vinagre.

—¿Quién eres tú? —preguntó de nuevo la frágil voz.

—Soy Da’ud, un médico de Córdoba. He venido a cuidar de ti —repitió Da’ud pacientemente.

—No necesito ningún médico que cuide de mí, y mucho menos un joven curandero que no hará más que quitarme junto con la sangre la poca vida que corre aún por mis venas.

—Mi intención no es sangrarte —le tranquilizó Da’ud—. No sangro a los pacientes que están demasiado débiles para soportar tal tratamiento. Toma, bebe un poco más de este líquido y descansa hasta que amanezca.

Durante toda la noche Da’ud veló junto al frágil anciano, acercando la taza de agua a sus labios cada vez que se movía, intranquilo, dando unas inquietas cabezadas cuando el sueño se apoderaba de él y pidiéndole al Todopoderoso, con todas sus fuerzas, que el hombre sobreviviera hasta la mañana siguiente. En cuanto amaneció se levantó, encendió un fuego y coció unas gachas con un puñado de granos de cebada que encontró debajo de un bol boca abajo en un rincón de la cabaña. Tan pronto como el ermitaño se movía, le daba una dosis del líquido preparado y después unas cucharaditas de gachas. El color grisáceo había desaparecido de su rostro y, aunque seguía pálido, tenía un aspecto más saludable.

—¿Para qué te molestas? ¿De qué sirve revivir a un viejo a quien le ha llegado la hora de morir?

—Preservar la vida de un ser humano es lo que más se asemeja a un acto de Dios entre todo lo que puede llevar a cabo un hombre.

—¡Pura osadía! La naturaleza sigue su curso conforme a la voluntad de Dios. Tú no tienes derecho a coartarla. Pero cuando llegaste aquí no sabías que yo estaba enfermo. ¿Qué te trajo aquí?

—Vine en busca de tu profundo conocimiento de la vida de las plantas.

Al oír esto el anciano pareció revivir como si de un milagro se tratase.

—Míralas si así lo deseas —dijo, señalando la fila de jóvenes brotes alineados en el estante debajo de la ventana—. Son especies procedentes del Oriente que estoy intentando aclimatar. ¿Han prendido? ¿Necesitan agua? Las he descuidado desde que la fiebre se apoderó de mí.

—Están vivas y prosperando —le tranquilizó Da’ud—. Pronto podrás levantarte y volver a cuidar de ellas.

—Por lo cual te he de estar agradecido —suspiró el anciano—. Y ¿qué es lo que deseas saber?

—Estoy tratando de identificar una planta que los griegos llaman asesino de padre. De lo poco que he podido extraer de los textos antiguos, parece ser que sus frutos no caen hasta que surgen los nuevos brotes, pero he podido interpretar equivocadamente los textos.

Un destello de admiración iluminó la mirada mortecina del anciano.

—No, joven maestro, no lo has hecho. La especie que describes es un árbol con una corteza suave y rojiza, hojas brillantes de color verde oscuro y flores que son blancas o rosadas. Nacidas en otoño, se mezclan con las bayas de color escarlata del árbol que no maduran hasta la segunda estación después de echar flor. Por eso están todavía en el árbol cuando las viejas flores se marchitan y florecen las nuevas. —El anciano cerró los ojos y se quedó silencioso unos instantes, sacando fuerzas de flaqueza antes de proseguir—: El árbol crece bien en Grecia y en Italia, y a esto se debe el conocimiento que tenían de él los pueblos antiguos. Su nombre en latín es arbustus unedo, pero en lengua romance lo llamamos madrona.

—¡El árbol de la fresa! —exclamó Da’ud—. ¡Claro está! ¡Y crece aquí en profusión! ¡No tienes idea de lo importante que es para mí el haberme enterado de esto!

—Tan importante como tu presencia ha sido para mí, un consuelo en mis últimas horas —susurró el anciano—. ¿Pero es eso todo lo que quieres saber?

—Hay una especie más, a la que se conoce por el curioso nombre de handakuka, que estoy también deseoso de identificar.

—Esa no la conozco, pero si me puedes describir sus características, tal vez la reconozca.

—Por desdicha, nada sé de ella más que su nombre —replicó Da’ud, administrando a su paciente un poco más de gachas—, pero continuaré mi búsqueda y, si encuentro alguna pista, volveré y te lo preguntaré. Pero, como pura curiosidad científica, ¿puedes decirme el nombre de esas plantas espinosas que vi al acercarme a tu cabaña?

—Son una variedad particular de la especie aloe cuyo extracto se considera en África una droga maravillosa.

—¿Tienen un nombre especial?

—No he logrado nunca descubrirlo.

—¿Qué propiedades poseen? —preguntó Da’ud con gran interés, ávido por conseguir cualquier fragmento de información que pudiera recoger.

—Más de las que me siento en este momento con fuerzas para contarte.

—Entonces descansa un poco. Bajaré a Córdoba y compraré algo de leche y cereales que te herviré en vinagre. Te sentarán muy bien. Mientras tanto, no bebas más que el agua que te he hervido, aquí te la dejo, en una vasija a tu lado, y no te olvides de dejarla tapada. Si tienes hambre, todavía quedan unas gachas, lo suficiente hasta que regrese.

—¿Me juras que no me vas a sangrar cuando vuelvas?

—Te lo juro.

—Entonces puedes volver. Ya era hora de que compartiera con alguien el conocimiento que he adquirido durante toda una vida dedicada a las hierbas.

Da’ud se sentía ebrio de euforia conforme iba bajando la colina. No solamente había salvado de la muerte al ermitaño, sino que él también estaba a más de medio camino de la ruina, a medio camino de satisfacer los requerimientos del califa. Aún más: estaba a punto de adquirir un inestimable acervo de información y eso también lo iba a rescatar del tránsito a la eternidad. Con frenética rapidez compró las provisiones que necesitaba, cambió su mula por un caballo brioso y regresó a galope a la cabaña a una velocidad vertiginosa.

Pero cuando llegó allí, el ermitaño había muerto. Lo encontró tirado en el suelo debajo del estante en donde estaban colocados los nuevos retoños, con una vasija de agua hecha pedazos a su lado. Con un aplastante sentimiento de fracaso, levantó el cuerpo sin vida, lo sacó fuera y lo sepultó entre las plantas que el ermitaño había cultivado durante toda su vida. ¡Osadía! El eco de la exclamación del anciano resonaba en los oídos de Da’ud mientras cubría la fosa, ¡osadía por tratar de impedir que se cumpliera la voluntad de Dios! Anonadado por el misterio de la vida, defraudado por su fracaso en demorar la muerte del ermitaño, amargamente frustrado al pensar que todos sus conocimientos se habían ido a la tumba con él, Da’ud volvió a entrar en la choza, cogió los tiernos brotes del estante donde estaban debajo de la ventana —la única herencia del ermitaño— y se los llevó con él a Córdoba.