VI

Un eunuco negro y mudo acompañó a Da’ud al mismo pabellón escondido en los jardines de Medina Azara donde Abderramán había hablado con su padre la tarde de la inauguración del palacio. La mañana era fresca todavía y los afilados cipreses proyectaban un reflejo oscuro en las tranquilas aguas de la piscina octogonal de mármol. Con las manos enlazadas detrás de la espalda, Da’ud observó su propia silueta, oscura y esbelta, reflejada en la superficie del agua, hasta que oyó unos pasos que se acercaban. Se dio la vuelta y vio al califa dirigiéndose rápidamente hacia él, con su fiel Mustafá blandiendo un matamoscas frente a él. Cuando llegó a la pérgola, las dos criaturas castradas se retiraron a una discreta distancia. Con los brazos extendidos en un gesto de bienvenida, Abderramán avanzó hacia donde se hallaba su joven protegido, que iba sobriamente vestido.

—No te esperaba tan pronto —sonrió. Da’ud estaba ahora alerta a su consumada pericia en el arte del disimulo.

—El Todopoderoso me ha sonreído —contestó modestamente, al rendir homenaje—. Como vos me ordenasteis, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, he identificado las dos especies requeridas para completar la composición del Gran Antídoto.

—¿Y nadie se ha enterado de tu descubrimiento?

—Nadie.

—¿Cómo puedo estar seguro de ello?

—Tenéis mi solemne palabra de honor. El ermitaño que identificó una de las especies está ahora muerto. Lo enterré yo con mis propias manos y os puedo enseñar su tumba si deseáis comprobarlo. La segunda la descubrí accidentalmente mientras estudiaba un fragmento del Talmud, solo en mi cuarto. Lo escribió hace muchos años un investigador desconocido en un trozo de papel olvidado entre las páginas de un volumen en la biblioteca de la sinagoga.

—Tus palabras parecen ser verdaderas.

—Me honra profundamente la confianza que ponéis en mí. Quiero también informaros de que en el transcurso de la búsqueda de los dos ingredientes, descubrí además un antídoto desconocido para los hombres de la antigüedad. Aunque no es fácil de encontrar, se puede conseguir a través de cierto comerciante de marfil en Egipto, y es más fácil de preparar que el Gran Antídoto. Por lo tanto, sugiero humildemente que se mantenga en reserva. Algunos de los cuarenta y dos ingredientes de los que está compuesto el Gran Antídoto son escasos, costosos y difíciles de obtener. Si por mala suerte faltara uno de ellos, el bezoar podría ser utilizado en su lugar.

—Lo que has logrado ha superado con creces todas mis expectativas —sonrió el califa, esta vez con evidente sinceridad—. La casa de los Omeya tiene fama de apreciar a aquellos que demuestran su lealtad hacia ella, como lo has hecho tú brillantemente. Por consiguiente, formarás parte oficialmente de mi corte como investigador y médico. Tu primera responsabilidad será asegurarte de que haya siempre a mi disposición una cantidad adecuada del Gran Antídoto; la segunda, el no dejar que nadie se entere de tu descubrimiento, a pesar de tu ardiente deseo de adquirir fama por lo que has conseguido y de darle a la humanidad el beneficio de tal descubrimiento. Comprendo que te sientas defraudado —continuó, al captar la fugaz expresión de sorpresa y desilusión que ensombrecía el rostro de Da’ud—. Llegarás a comprender, a su debido tiempo, la razón de este secreto. Mientras tanto, creo que un puesto en la corte es una recompensa justa.

—Mi gratitud no tiene límites, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, y me someto incondicionalmente a la sabiduría superior de vuestro criterio —replicó Da’ud con una humildad que en realidad no sentía—. ¿Se me permite preparar el Gran Antídoto en la intimidad de mi hogar, a fin de evitar preguntas inquisitivas y miradas curiosas?

—No hay ningún inconveniente. Pero una vez que hayas completado tu tarea de manera que me satisfaga, requeriré tu presencia en mi corte. Tu conocimiento de lenguas y tu innata discreción son cualidades poco frecuentes y que valoro como se merecen. Vete en paz, joven maestro, y que el Todopoderoso te bendiga.

Da’ud se dirigió deprisa a Córdoba, rebosando de euforia a pesar de haber tenido que jurar no revelar el secreto. Si Sari, como él se la imaginaba en sus sueños, hubiera estado esperando su retorno, el mundo se habría convertido en Paraíso, pero el Paraíso no pertenecía a este mundo…

Lo que menos esperaba al llegar a su casa era encontrar a su padre esperándole con Isaac bar Simha. En el mismo momento en que vio al corpulento comerciante, con su frente redonda y protuberante bailándole con una fina capa de sudor, Da’ud supo el objeto de su visita. Isaac bar Simha era un acaudalado comerciante de joyas que contribuía generosamente al mantenimiento de la comunidad judía, sus investigadores y sus instituciones, y Dios le había bendecido con tres hijas, a cada una de las cuales, según él había dado a conocer, estaba dispuesto a conceder una generosa dote. Pero encontrar tres hombres jóvenes de posición adecuada no era una tarea fácil. Ya’kub había mencionado esto a Da’ud mediante diversas indirectas, pero como su hijo no había reaccionado ante ellas, consideró prudente no hablar más del asunto. No obstante, ahora que su futuro estaba asegurado, Ya’kub había decidido aparentemente sacar a colación el asunto. Da’ud se daba cuenta de que a su padre no le gustaban las murmuraciones que la prolongada soltería de su hijo empezaban a provocar. Aunque ya había rebasado la edad acostumbrada para contraer matrimonio, había sido posible hasta ahora suponer que estaba inmerso en sus estudios, excluyendo el resto de cosas. Pero pronto la brillante carrera que se abría ante él se convertiría en el comentario y motivo de orgullo de toda la comunidad, y se consideraría oportuno y correcto que desempeñara el papel que le correspondía en ella como una persona responsable, bien situada y con un hogar propio.

Aunque Da’ud nunca lo había dicho, ninguna de las hijas de Isaac bar Simha había inspirado en él el menor deseo de contraer matrimonio. Su padre había invitado en algunas ocasiones a toda la familia a que compartieran una comida del Sabbat con ellos y al pasar Da’ud los ojos de Sitbora a Dona y de Dona a Palomba, tenía la impresión de que las tres jóvenes habían salido de un molde idéntico: las tres eran bellezas morenas, rellenitas, con ojos de gamo, a las que se había educado para ser las dóciles esposas de los acomodados hombres con quienes estaban destinadas a casarse y tener hijos, con una especie de pasividad animal. Pero era precisamente esa docilidad lo que él encontraba insípido, insulso, aburrido. Sari, por el contrario, constituía un desafío para él. Aquí había un misterio que era preciso desentrañar, un ser humano que cuidar, un alma que conquistar. Nada era previsible, todo era posible. Y después de haber puesto sus ojos en su piel, blanca como la luna, su cabello, con sus cálidos reflejos de cobre bruñido, su grácil figura entre la adolescencia y la madurez, la belleza convencional de las hijas de Isaac bar Simha le parecía basta, poco sutil, incluso repulsiva. Y como cada día acercaba a Sari un poco más a su florecimiento como mujer, tanto menos inclinado se sentía Da’ud a aceptar un compromiso matrimonial de ninguna clase. Ahora mismo, mientras ofrecía frutas, vinos y dulces a los hombres, con sus ojos de color azul oscuro como el mar siempre alicaídos, Sari parecía totalmente ajena a su presencia, no digamos a la atracción que ejercía sobre él, pero eso no le preocupaba. Cuando llegara el momento, encontraría la manera de despertar en ella sentimientos tan compulsivos como eran los suyos.

Una vez intercambiadas las acostumbradas cortesías de la conversación, Ya’kub informó a su hijo acerca del ofrecimiento de Isaac bar Simha, indicando claramente su deseo de que su hijo lo aceptara. Mientras sus ojos silenciosos seguían los movimientos de Sari cuando esta llenó otra vez las copas de vino con la consumada elegancia de sus movimientos, Da’ud reflexionaba cuidadosamente la que iba a ser su respuesta. Dirigiéndose directamente a Isaac bar Simha, empezó a decir:

—Me siento profundamente honrado por la generosa proposición que me has hecho. Tus hijas son encantadoras, cada una de ellas tan bella como las otras, y cualquier hombre se sentiría feliz de tenerlas como adorno en su casa y madre de sus hijos. Pero no me encuentro aún preparado para asumir las obligaciones del matrimonio. Esto tal vez te parezca extraño. Muchos hombres más jóvenes y con menos recursos económicos que yo están ya casados y su hogar está bendecido por una numerosa descendencia. Pero mi padre no podría evitar estar de acuerdo conmigo si digo que no soy un joven corriente. Y por esa misma razón, no sería probablemente el marido ideal que tus hijas tan evidentemente merecen.

—¿En qué aspecto no eres un joven ordinario? —preguntó Isaac bar Simha con cierta vacilación, levantando una de las cejas.

Ya’kub se apresuró a intervenir:

—Lo que Da’ud quiere decir es que sus estudios le absorben tan plenamente que no hay lugar en su vida para las ordinarias preocupaciones de la vida doméstica.

—Pero un hombre tiene sus necesidades —respondió Isaac en un tono significativo. Acorralado, Da’ud no tenía ahora otra opción que imponer su autoridad por encima de sus mayores.

—En mi calidad de médico, os puedo asegurar que no hay dos hombres que sean iguales en esto, no más que en ninguna otra esfera de la vida humana —afirmó—. Todos y cada uno de los seres humanos constituyen un mundo propio, con su desarrollo determinado, sus reacciones, sus deseos y sus impulsos. Nadie tiene derecho a juzgar a su prójimo en asuntos de esta clase.

Silenciado y sometido, Isaac bar Simha se levantó.

—Tal vez cuando pase más tiempo… —murmuró, tratando de ocultar, con dificultad, la herida que el joven erudito había abierto en su orgullo. Enjugándose el sudor que le caía a chorros por el rostro, ahora de puro desconcierto, se esforzó por mantener el aire de cordialidad que había caracterizado siempre sus relaciones con esta familia, al acompañarle Ya’kub a la puerta. A pesar del orgullo, uno no podía caer en desgrana a los hombres de la familia Ibn Yatom…

Albergando en su corazón sentimientos profundamente conflictivos sobre el tema del matrimonio de su hijo, deseándolo por una parte, aunque reacio y ciertamente incapaz, de obligarle a que se casara en contra de su voluntad, Ya’kub consideró que lo mejor era no hacer ningún comentario al respecto. Al reunirse otra vez con su hijo, dijo, como si nada extraordinario hubiera tenido lugar:

—El mercader radanita ha regresado de Egipto. Vino esta mañana cuando esperaba a Isaac y pidió hablar con Sari.

—Y ¿qué dijo Sari? —preguntó Da’ud con voz temblorosa.

—No lo sé. Isaac llegó en aquel preciso momento, así que le mandé que fuera a ver a tu madre.

—Le pedí que adquiriera cierta sustancia para mí en Egipto —comentó Da’ud con indiferencia—. Si me excusas, padre, voy a preguntarle a madre si dejó algún recado para mí.

En estado de agitación, Da’ud cruzó el patio en dirección a las habitaciones de las mujeres. El sol, que estaba ya alto en el cielo, le cegaba los ojos, arrancando reflejos de los brillantes mosaicos de cerámica de que estaba revestido el patio interior, y haciendo centellear las aguas del estanque que adornaba su parte central. Encontró a su madre sentada frente a Sari, con un enorme cubrecama de seda estirado entre las dos, bordando un lado de su intrincado borde multicolor. Sola levantó la cabeza al notar que se acercaba y, con una gentil sonrisa, puso a un lado su labor. Pero Sari, perseverante continuó bordando; la curva de su cuello y de su espalda al inclinarse sobre él, eran tan gráciles como la silueta de un joven álamo que se inclina hacia las aguas de un río que fluye lentamente.

—Sari ha decidido quedarse con nosotros, de momento —dijo su madre con efusión.

—¿Solo de momento? —preguntó Da’ud, inquieto.

—El mercader, que parecía estar preocupado por su bienestar, preguntó si se le permitiría que volviera con él en cualquier momento, en el futuro, si ella así lo deseaba. Suele pasar por Córdoba una vez al año, dijo, y vendrá a visitarnos cada vez que esté aquí para preguntar por ella. Ha dejado eso para ti —añadió, señalando una bolsa que estaba en el suelo junto a ella—. Dijo que será suficiente hasta que él vuelva el año que viene.

—¿Te dijo cuánto le debía?

—No. No quería detenerse en Córdoba hasta que volvieras y como conoce a nuestra familia y confía en ella, añadió que ya le pagarías la deuda el año próximo. —Levantándose, Sola cogió a su hijo del brazo y anduvo lentamente con él a través del patio, donde Sari no pudiera oírla—. Mi impresión es que estaba profundamente entristecido por el deseo de Sari de quedarse aquí. Lo comprendo perfectamente. No he encontrado nunca un ser más atento, sensible y dócil. Es como si continuamente estuviera anticipando mis deseos, tratando de satisfacerlos antes de que los exprese. Aún tengo que descubrir si lo hace por gratitud o por miedo, porque, a veces, cuando la advierto, suavemente, de que ha cometido algún error, veo terror en sus ojos. Entonces, cuando trato de tranquilizarla, parece sorprendida, como si esperara a ser castigada y no a ser consolada por su equivocación. Tampoco parecen interesarle las cosas que solían deleitar a tus hermanas. El otro día le quise regalar un cinturón exquisitamente bordado, pero se negó a aceptarlo, como si no tuviera derecho a él. Parece más contenta cuando está como la ves ahora, sentada en medio de una calma y una tranquilidad totales, un deseo tan elemental —suspiró Sola, moviendo la cabeza tristemente—, algo que nosotros damos por descontado. ¡Quién sabe qué tragedia ha dejado tal cicatriz en su alma, privándola de lo que corresponde por derecho a cualquier ser humano!

—No cabe duda de que lo sabremos cuando llegue la hora —replicó Da’ud con actitud reflexiva, mientras ambos caminaban hacia donde la habían dejado, él con las manos apretadas detrás de la espalda para controlar su impulso de apartarle a Sari de la frente los espesos rizos color caoba que habían caído sobre ella al inclinarse sobre su labor. Paciencia, se dijo. Poco a poco, paso a paso, se enfrentaría también a ese reto, como lo había hecho con otros. Un buen día esos ojos de color azul oscuro se levantarían amorosamente hacia él y su pasión respondería a la suya.