VIII

Da’ud estaba ahora solo en el patio. Sentado en el borde del estanque, se entregó a sus pensamientos. Distraídamente pasó los dedos por sus aguas que se iban ya oscureciendo, meditando sobre la situación que había creado, situación que había deseado con mucho ardor y desde hacía mucho tiempo. Aunque nunca se lo habría dicho a su padre, no tenía la menor idea de cuál sería la mejor manera de entablar una relación positiva con esta muchacha de la cual nada sabía. Ciertamente, sus libros no le decían nada al respecto… Pero antes de que tuviera tiempo de considerar un acercamiento adecuado, vio salir a Sari de la casa, y cruzar el patio en dirección a su cuarto.

—Ven —dijo espontáneamente—, ven y siéntate un momento aquí, al lado del estanque.

Como hizo el día en que la vio por primera vez, levantó los ojos durante un breve instante —ese relámpago de profundo azul— para bajarlos después mientras se sentaba rígidamente a una pequeña distancia de él, con la cabeza inclinada y las manos juntas entre las rodillas.

—Dime, Sari, ¿te encuentras feliz aquí en Córdoba con nosotros?

—¿Feliz? —preguntó, con una voz que casi no se oía y con la mirada fija en sus rodillas.

—Sí.

—No estoy segura de saber lo que es la felicidad.

—¿Contenta, entonces, o al menos no desdichada?

—Menos desdichada de lo que lo he sido jamás, excepto… —Y se calló.

—¿Excepto qué?

—Excepto el día en que el comerciante me liberó.

—¿De dónde?

—De allí.

—¿Praga?

Sari asintió.

—¿De quién te liberó?

—De nadie. No había nadie.

—El mercader me contó que…

Pero antes de que tuviera tiempo de terminar la frase, Sari se levantó de repente y se dirigió a su habitación.

—Buenas noches, señor.

—¡Espera! —la llamó—. ¡Espera! Tengo que pedirte un pequeño favor. En mi habitación hay una hilera de plantas sobre el antepecho de la ventana, tiernos brotes que requieren constante cuidado. Mis nuevos deberes en la corte me van a tener muy ocupado y temo descuidarlas. ¿Sería demasiado pedirte que te ocuparas de ellas?

—Como lo desees, señor.

—Cuando vuelva de la sinagoga durante la mañana del Sabbat, las miraremos juntos.

—Como lo desees, señor —repitió—. Buenas noches, señor.

—No es oportuno que me llames señor —dijo Da’ud, levantándose para seguirla—. Tú eres libre, Sari, y no estás sometida a nadie.

—¿Libre?

—Sí, libre.

—Nadie es libre. Nadie puede existir solo, y puesto que todo el mundo necesita a alguien, nadie puede ser libre.

—Libre en el sentido de que puedes escoger la vida que quieras vivir.

—Para escoger, uno tiene que tener la facultad para elegir entre varias alternativas. Cuando no hay alternativa, no hay elección. Me tengo que ir ahora, señor. Buenas noches.

Da’ud se quedó horrorizado. ¡Qué absoluta desilusión en una persona tan joven, qué manera de razonar tan lúcida, qué falta de esperanza y qué fría desesperación! Solo la forma más abyecta de sufrimiento humano podía haberla afectado hasta tal punto. ¿Qué era peor?, se preguntó. ¿Un cuerpo atormentado por el dolor físico o un alma deformada por una tragedia humana? Solo estaba seguro de una cosa: era menos osado tratar de alterar el curso del destino humano que luchar por prolongar la vida de un hombre moribundo. Ningún ser humano creado a imagen de Dios merecía vivir su existencia sin que se le concediera una oportunidad de felicidad. Eso debía darle al menos, pero ofreciéndosela de tal manera que ella la aceptara con gusto…

Da’ud se pasó la noche dando vueltas y más vueltas en su cama, víctima de una pesadilla, que le atormentaba una y otra vez, de una niñita, con la piel de color azulado debido al frío, abandonada en un profundo hoyo de nieve acumulada por una ventisca. Cada vez que, después de moverse laboriosamente a través de la nieve que le llegaba hasta las rodillas, estaba a un brazo de alcanzarla, la niña parecía derretirse y desaparecer en la blancura, volviendo a aparecer en una parte más alta de una pendiente interminable, constantemente fuera de su alcance. Era ya de madrugada cuando al fin se quedó apaciblemente dormido, y se despertó mucho más tarde que de costumbre. Era casi mediodía cuando llegó a la estancia junto a la biblioteca del viejo palacio donde él y el monje Nicolás trabajaban juntos unas cuantas horas al día.

—No estarás enfermo, ¿verdad? —le preguntó el investigador griego cortésmente, con la punta de su barba plateada levantándose hacia él en actitud inquisitiva.

—No, no, gracias. Me retuvieron asuntos de familia.

—El califa ha estado preguntando por ti. Está en sus aposentos, aquí en el viejo palacio.

—Voy a verle inmediatamente.

En el mismo momento en que se le llevó ante la presencia del califa, bastó una mirada a su palidez y a las sombras oscuras debajo de sus ojos para que Abderramán se diera cuenta de la razón del desaliño y estado de confusión en que se hallaba su protegido.

—¿Asuntos del corazón, mi desdichado erudito?

Da’ud se ruborizó. Era la primera vez que su soberano había visto su serenidad perturbada.

—¿Es hermosa?

—A mí me lo parece.

—¿Dura de corazón como lo son todas, obligándote a suplicar sus favores, atrayéndote más cuando más te rechaza?

—En cierto modo, diríamos que sí.

—Es curioso pero la razón por la que quería hablar contigo es semejante.

—Soy hombre de poca experiencia en esas lides —replicó Da’ud cautelosamente, aunque de forma sincera.

—Lo que necesito no es tu experiencia. Yo he tenido más que suficiente. Si he decidido abordar un asunto tan delicado contigo es porque he tenido buena prueba de que he sido sabio al depositar mi confianza en ti. Ni un solo detalle de la correspondencia secreta que te confié ha sido divulgado jamás. Y te comportas con tal modestia y discreción que ninguno de mis visires tiene la menor sospecha de que estás en posesión de información tan vital. Si hubieras sido un muslim te habría recompensado con el título de visir por la inquebrantable lealtad que me has mostrado, pero hacerlo así sería contraproducente. Los imanes utilizarían tu ascenso a un rango que te confiere autoridad sobre los muslimes, como pretexto para avivar el resentimiento de mis otros visires, incitándolos de esa manera a urdir intrigas contra ti. Pero puedes estar seguro de que te recompensaré de otra manera.

»Y ahora vayamos al grano. Como eres un médico cualificado, pienso que puedo hablarte con libertad. Para expresarlo con franqueza, mi bella Zahra, la más joven y amada de mis concubinas, parece estar cansándose de mí. Puesto que le doblo la edad, esto no es sorprendente, aunque encuentro la situación intolerable. Hay que hacer algo para remediarlo. Tú que conoces todos los secretos de los sabios de la antigüedad, ¿puedes sugerir algo que mejore mi actividad sexual?

—Con todos los respetos a vuestra religión…

Abderramán desechó, con un gesto despreocupado de la mano, la consideración que Da’ud había empezado a mencionar.

—… el vino es el mejor estimulante que conozco. Pero supongo que habéis recurrido a él en la intimidad de vuestra alcoba.

—Por supuesto.

—¿Carne de lagarto?

—No.

—Entonces sugiero que la probéis, sobre todo el estómago y los intestinos. Otro método que dicen que es eficaz es el del pene seco de buey, pulverizado y espolvoreado sobre un huevo pasado por agua.

—Todo eso está muy bien —masculló con irritación el califa—, pero estas cosas no son fáciles de conseguir y pueden provocar comentarios inoportunos en la cocina. ¿No puedes sugerir algo más sencillo, más simple?

—Los sesos de cualquier animal o pájaro actúan como afrodisíacos, y si están condimentados con pimienta, ginebra, canela, anís o nuez moscada, esto aumenta su eficacia. Toda clase de huevos son también beneficiosos, ya sean de paloma, perdiz, pollo u otras aves, así como, naturalmente, los testículos de los gallos. Una combinación de estos ingredientes, mezclados con cebollas asadas, resulta siempre muy eficaz. Por otra parte, sería prudente que os abstuvierais de aquellos alimentos que refrescan la sangre, como lechuga, pepino, melones y, sobre todo, vinagre. Los nenúfares tampoco son aconsejables, ni alimentos que causen flatulencia como guisantes y lentejas.

—Me entusiasman los nenúfares.

—Como lo deseéis. Probad los remedios que os he sugerido. Son los más conocidos. Si producen el efecto deseado, continuad con ellos. Si no, buscaremos otros métodos.

—Gracias, mi sabio amigo. Y ahora pasemos a los asuntos del día. Los príncipes cristianos del norte están otra vez en desacuerdo. Nada nos puede convenir más. Cualquier cosa que debilite a Ramiro de León nos fortalece a nosotros. Debemos, por consiguiente, utilizar todos los medios a nuestro alcance para avivar la rebelión contra él en Castilla e incitar a todos los príncipes de menor importancia a que le incordien. Así que toma nota y formula lo que tengo que decir en los términos latinos apropiados…

Durante la cena del Sabbat de aquella semana, Ya’kub no hizo referencia al tema del matrimonio de Sari. Da’ud interpretó este silencio como una clara indicación de que había decidido dejarle que eligiera su propio destino, al menos de momento. Después de todo, el asunto no era urgente. Ahora que sus hijas estaban casadas, Sola disfrutaba de la compañía de la muchacha, y derivaba una profunda satisfacción del vínculo de confianza que estaba formando pacientemente con esta extraña y silenciosa criatura, a quien arropaba con su calor maternal. De hecho, aunque tenía buen cuidado de no admitirlo, por no disgustar a su marido, comprendía la atracción que la original belleza eslava de Sari ejercía sobre su hijo y el desafío que su personalidad le presentaba, tanto en su calidad de hombre como en la de una persona que cura las enfermedades humanas. Así que el Sabbat por la mañana, después de que volvieran los hombres de la sinagoga, se las arregló para distraer a Ya’kub hablando de las reparaciones que necesitaba el tejado antes de que se echaran encima las lluvias del invierno, mientras que Da’ud llevaba a su cuarto a Sari para explicarle cómo tenía que cuidar de las plantas.

—Esta necesita que se la riegue frecuentemente, pero aquella, pequeña y espinosa, parece necesitar muy poca agua. Mira, toca la tierra —dijo. Obediente, Sari puso el dedo índice, ligeramente, sobre la tierra que estaba algo seca—. No, debes apretar un poco más hasta que notes el grado de humedad bien dentro del tiesto —añadió Da’ud, empujando suavemente el dedo de Sari con el suyo. Pero en cuanto sintió que él la tocaba, ella retiró bruscamente la mano, como si la hubieran quemado—. ¿Te he hecho daño? —le preguntó Da’ud, al ver que se había puesto pálida.

Ella no contestó, así que Da’ud continuó:

—A esta le gusta la sombra, esta otra se vuelve hacia el sol de la mañana. Ambas necesitan que se las riegue cada tres o cuatro días para que la tierra se mantenga a un grado uniforme de temperatura, como esta —dijo, cogiéndole esta vez la mano en la suya y haciéndole palpar la tierra oscura y húmeda debajo de la palma de su mano. Y otra vez ella la retiró, con más brusquedad que antes—. ¿Te pasa algo en la mano? Déjame que te la vea.

Sari hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué la retiras cuando la toco, como si te doliera?

De nuevo el tenaz mutismo…

—¿Es que me tienes miedo?

Percibió un relámpago de color azul oscuro mientras, por una fracción de segundo, Sari levantó los ojos hacia él con expresión de terror. Después, nada.

—Sari —empezó Da’ud otra vez, resuelto, directo, pero suave también—, mi madre nos ha dicho a mi padre y a mí que ha llegado el momento oportuno para buscar un marido adecuado para ti. ¿Te ha explicado ella las relaciones íntimas que existen entre un hombre y su mujer?

—¿Quieres decir entre macho y hembra?

—Esa es una manera más cruda de expresarlo.

—Yo no necesito que tu madre me enseñe eso.

—¿Quién te lo enseñó entonces? ¿El mercader?

—¡Oh, no, no fue él! Me trataba muy bien. Fue el único que…

—¿Que qué?

—¿Y esas plantas que están allí?

—¡Deja en paz a las plantas! Sari, aquí tenemos la costumbre de que las mujeres núbiles contraigan matrimonio con jóvenes de una posición semejante a la suya y a la dote que traen con ellas. Mi padre ha pensado ya en alguien conveniente para ti, pero yo me he opuesto a su sugerencia.

—Gracias.

—¿Por qué me das las gracias?

—Porque no quiero casarme jamás.

—Pero el matrimonio es parte del curso natural de la vida humana.

—Lo que llamas curso natural de la vida no existe. Cada ser humano está condenado a ser atrapado por su propio destino.

—Nadie está condenado. El destino se puede cambiar. Todo hombre tiene libertad para ejercer su influencia sobre las condiciones de su existencia.

—Estamos de acuerdo. Yo soy libre para no casarme.

—¿Ni siquiera conmigo?

—Por favor, no te burles de mí. Si ese es el deseo de tu padre, saldré de esta casa inmediatamente y me volveré a unir con el mercader en la ruta que esté siguiendo ahora.

—Nadie quiere que te vayas de esta casa y no me estoy burlando de ti. Desde el momento en que te levanté la cara aquel primer día en el mercado de esclavos, me sentí rebosante de amor por ti. Desde entonces tu imagen no se ha separado de mí, ni de día ni de noche, pero esperé hasta que te hicieras mujer para decírtelo. Es más, he desafiado a mi padre y rehusado el matrimonio que ha estado planeando hace mucho tiempo para mí.

—No debiste hacerlo. Debes casarte, puesto que es «el curso natural de la vida humana».

—Me niego a casarme con una mujer a quien no amo.

—No creo saber exactamente lo que es el amor, pero si quiere decir que te preocupa mi bienestar de una manera u otra, entonces no te cases conmigo.

—Pero sé que te haría muy feliz, digna de estima, y rica.

—A cambio de poder poseerme, adueñarte de mi cuerpo y hacer con él lo que desees.

La escalofriante amargura de esta reacción obligó a Da’ud a responderle de manera más enérgica.

—¡Tonterías! A lo que te refieres es a un mero deseo primitivo. Pero lo que te ofrezco es un amor sincero y perdurable. La unión física de dos personas que se aman la una a la otra, unión ordenada por Dios y la naturaleza, es el placer más grande que Dios ha otorgado a sus criaturas, una experiencia que no se puede comparar con ninguna otra. Ni la vida de un hombre ni la de una mujer son completas sin esta experiencia.

—Hablas con el ingenioso lenguaje de un erudito, pero la miel de tus palabras no tiene poder para transformar la realidad. Y ahora, ¿podemos terminar con las plantas? Pronto será hora de poner la mesa para la comida del mediodía. —No queriendo insistir más, Da’ud dejó el asunto de momento.

Semana a semana las plantas que estaban en el antepecho de la ventana crecían con una fuerza asombrosa. Tenían un color verde lozano, tallos erguidos y hojas brillantes, como si una mano amorosa cuidara de ellas. Hacia el final del verano, Da’ud se despertó una mañana y vio que había surgido casi de repente una magnífica flor, de un color rosa vivo, del extremo de una de las plantas espinosas, y que sus pétalos se rizaban saliendo de un centro de tono amarillo brillante. Al ver a Sari, que estaba cruzando el patio, la llamó lleno de excitación:

—¡Sari, ven corriendo! ¡Mira!

Da’ud vio a Sari sonreír, por primera vez, ante el espectáculo de una flor tan exuberante y de colores tan vivos saliendo de una planta tan inhóspita. Sus finos dedos de muchacha acariciaron delicadamente los frágiles pétalos y, al mirarle, el reflejo azul de sus ojos reveló, al fin, una tenue llamarada de placer.

—¿Lo ves, querida Sari?, ese es el curso natural de la vida. Incluso a la más árida, a la menos atractiva de las cosas con vida, si se la cuida con esmero, le llega el momento de florecer, el momento de regocijarse y crear nueva vida. Si me dejaras cuidarte como has cuidado tú a estas frágiles plantas, te haría florecer más de lo que te puedes imaginar. Dices que no sabes lo que es el amor, pero sin algo parecido a él, como el cuidado que has prodigado a estas tiernas plantas, no habrían sobrevivido y florecido como lo han hecho.

—Pero ellas no son seres humanos. No piden nada, no exigen sacrificios.

—No considero el amor entre un hombre y una mujer como algo que exige un sacrificio. Es más bien un compartir todas las experiencias de la vida, las alegrías tanto como penas y dolores.

—No he oído nunca palabras tan hermosas como las tuyas, pero aun así no pueden disfrazar la realidad del destino de la mujer, con su cuerpo subyugado a los ciegos instintos animales de los hombres, contra cuya fuerza son indefensas.

—Están subyugadas solamente cuando no hay amor, indefensas cuando están enfrentadas a hombres brutales. Sari, sea lo que sea lo que has visto o experimentado en tu infancia, no debes por ello rechazar todos los maravillosos dones que la vida ha puesto ante ti. Por cada onza de mal en el mundo hay una medida correspondiente de bien, por cada fardo de miseria, un grado correspondiente de felicidad. Dios nos ha dado la fuerza para sobrellevar lo uno y el deseo de disfrutar de lo otro, cada uno de acuerdo con sus inclinaciones. ¿Qué puedo hacer para demostrártelo?

—Muéstrame lo que es el amor. Ámame sin poseerme.

Una planta sin flor, suspiró Da’ud en silencio. Pero juró, por todo lo que consideraba sagrado, que la haría florecer un día.

El matrimonio se celebró dentro del más estricto círculo familiar. Solo los rabinos y jueces de la comunidad judía, sus miembros dirigentes y sus distinguidos eruditos, además de unos cuantos amigos íntimos, estuvieron presentes. Nicolás asistió y Abderramán envió un representante cargado de dádivas suntuosas: para la casa de los recién casados, una docena de bandejas de oro, exquisitamente grabadas; para Da’ud, una capa de seda, con las mangas y el cuello bordados de brocado de oro entre los que iba entretejido el nombre del califa; para la novia, un cinturón de plata incrustado de zafiros: «para acentuar el azul de sus profundos ojos del color del mar», escribió en el poema que compuso para ella. El exquisito regalo estaba guardado en un estuche de marfil, construido especialmente a la medida y tallado apropiadamente con un par de pájaros y figuras humanas entre la exuberante vegetación del árbol de la vida.

En su estilo inimitable, los Ibn Yatom lograron, al escoger un grupo tan restringido, hacer destacar su prestigio, ya que el honor tributado a los que habían sido invitados pareció mayor, al figurar entre los pocos privilegiados, y mayor el deseo de todos los demás de penetrar en el exclusivo círculo… Por respeto a la distinción de la familia, nada se preguntó sobre el origen de la bella novia, ni se oyó un cotilleo, ni se levantó en asombro una sola ceja. Por el contrario, gracias al ejemplo dado por Ya’kub, que había aceptado con elegancia una situación que no tenía el poder de alterar, se trató a Sari con la máxima cortesía y amabilidad, como si se le diera el beneficio de la duda. A pesar de su inquietud, se sintió conmovida por la dignidad y elegancia de la ocasión, por el calor humano que la rodeaba y por los honores tributados a Ya’kub y a Da’ud, su esposo. ¡Su esposo! ¡Qué extraño sonaba, qué irreal parecía! No obstante, había demostrado su derecho y cambiado el destino de Sari, exteriormente al menos. ¿Íntimamente? Eso estaba aún por venir…

Ya’kub regaló a la pareja una modesta casa que poseía a una corta distancia de la suya, y como gesto personal de afecto hacia su protegida, Sola la había renovado y amueblado. En su estilo tímido y sencillo, Sari expresó su gratitud, pero nada en su actitud sugería que la casa, símbolo de su nueva y honorable posición, fuera la culminación de la ambición de su vida. Por el contrario, parecía más bien hacerla sentirse violenta, como si no fuera suya por derecho.

Una vez concluida la tranquila recepción, el matrimonio recorrió el corto camino que les llevaba a su casa en amistoso silencio. En el patio se quedaron de pie, inmóviles un momento, dudando, hasta que Da’ud cogió a su mujer de la mano y la acompañó a la sección de la casa reservada para ella. Sari, en actitud pasiva, no manifestó ni protesta ni consentimiento. Se desnudó deprisa, se puso la exquisita camisa de noche que las maternales manos de Sola habían puesto sobre la cama conyugal y se echó juntó a su marido. Lentamente, Da’ud se volvió hacia ella y con infinita ternura levantó el camisón para contemplar la belleza de su cuerpo desnudo. Con la misma ternura, volvió a cubrírselo, permaneció echado hacia atrás cogiendo suavemente la mano de Sari.

—No tienes nada que temer, amor mío —susurró con tono tranquilizador—. No haré nada que te hiera o haga daño. Lo único que quiero es mostrarte que el amor es el mayor placer que puede ofrecer la vida y que deseo disfrutarlo contigo. Contigo y con nadie más. Has de creerme cuando digo que yo mismo no obtendré más que una satisfacción animal de una unión de cuyos deleites tú no participas.

—Me gustaría creerte, pero no puedo. Para mí tus dulces y amorosas palabras no son más que un anzuelo para arrastrarme a… a…

—¿A qué?

—A un pasado que quiero olvidar.

—Debes olvidar lo que ese pasado te recuerda, sea lo que sea. Considera tu verdadera vida como si empezara ahora mismo, en este momento. Piensa en lo que experimentaste en tu infancia, fuera lo que fuera, como una aberración. De ahora en adelante, conocerás solo el placer de lo que llega conforme al orden natural de las cosas y que nace del amor entre un hombre y una mujer. Yo te amo y te respeto, y deseo unirme a ti, como Dios y la naturaleza decretaron.

—No comprendo lo que significa un amor así, ni de hecho lo que es Dios.

—Lo comprenderás a su debido tiempo. Déjame ahora que te bese, y después nos dormiremos en paz.

La besó tiernamente en la frente, los ojos, las mejillas y después dejó que su boca le rozara los labios. Sari yacía allí, con los ojos muy abiertos, rígida bajo las tiernas caricias de Da’ud. Finalmente, este decidió dormirse y ella, agotada por los acontecimientos del día, hizo lo mismo.