IX

La noticia de la muerte de Ramiro de León crepitó como una hoguera de broza en verano, por los corredores del viejo palacio de Córdoba. En cuanto el califa regresó a la ciudad desde Medina Azara, se envió orden a Da’ud de que acudiera ante su presencia. Inmóvil sobre su dorado diván, Abderramán pareció no darse cuenta de su presencia, estaba meditando tan profundamente sobre la muerte de su más temido enemigo cristiano, el hombre que le había humillado en Simancas, pero a quien él no había tenido ocasión de humillar. Pero cuando alzó los ojos para dirigirse a su confidente judío, habló con su habitual decisión y sus planes de acción claramente determinados. Había que vengar la afrenta, si no en quien la había perpetrado, sí en su hijo y sucesor, antes de que Ordoño III hubiera tenido tiempo de sentarse y acomodarse en el trono de su padre. Abderramán en persona conduciría a su ejército a la batalla.

—Necesito una garrafa grande del Gran Antídoto antes de la madrugada de mañana —ordenó—. Tú mismo me la entregarás y vendrás solo. Mustafá te esperará en tu aposento en la biblioteca y te escoltará hasta llegar a mi presencia. Te recuerdo una vez más que el secreto es esencial.

Da’ud se inclinó en actitud de conformidad y se preparó para marcharse, pero el califa, poniéndose de pie y adoptando su acostumbrada postura de autoridad, le hizo detenerse con un gesto de su enjoyada mano:

—Mis jefes militares y visires están fuera esperando mis órdenes para marchar contra León. No debes permitir que vean que te he llamado a ti primero. Así que sal del palacio por una puerta diferente. —A un ligero golpe de su pie sobre el suelo, Mustafá apareció por una puerta baja y pequeña, hábilmente oculta en los paneles de madera que la revestían—: Acompaña a Abdu Solimán a la salida.

Da’ud estudió atentamente el laberinto de pasadizos y entradas a través de los que el eunuco le conducía, pero cuando finalmente salió de entre las innumerables columnas de la Gran Mezquita, filas y más filas, que se extendían hasta el infinito, a su alrededor, se dio cuenta de lo eficazmente que había sido desconcertado. Mustafá desapareció entonces, y le dejó solo para que encontrara el camino de salida de la casa de oración en penumbras. Regresó rápidamente a su hogar, esquivando los asnos con sus pesadas cargas, sorteando los mendigos tendidos en el suelo y casi chocando con los vendedores ambulantes que abarrotaban el estrecho pasaje que llevaba al barrio judío.

Al entrar en su estudio encontró allí a Sari regando sus plantas antes de que se echara encima el calor del día y las abrasara. Cogiéndola suavemente por los hombros, por detrás, la besó levemente en el cuello y en la mejilla, gestos de afecto que había aprendido a aceptar. Ya no se echaba atrás al menor roce de su mano como en los primeros días de su matrimonio. Acostumbrada a su presencia cerca de ella, a veces hasta respondía a su afectuoso abrazo. Pero seguía negándose a entregarle su cuerpo. Con una mezcla de repugnancia y desprecio, había visto muchas veces cómo el semen de Da’ud, con su olor dulzón y empalagoso, le brotaba del pene para perecer junto a ella, sin sentirse aparentemente afectada por la frustración que a él le causaba este hecho. Da’ud, por su parte, se abstenía escrupulosamente de apremiarla, aunque de vez en cuando, mientras estaban sentados por la tarde en el patio de su casa, él aludía a la posibilidad de tener hijos.

—¿Hijos? —respondía ella invariablemente—. ¿Por qué he de sufrir al tenerlos, y padecer después con ellos en un mundo violento e injusto?

—No están condenados a priori a una vida de sufrimientos.

—Tampoco tienen el bienestar asegurado. Pero, por favor, Da’ud, si deseas tan fervientemente un heredero, toma otra mujer que te satisfaga físicamente y procree a vuestros hijos. No quiero ser la causa de tu descontento. No te lo mereces.

—Nadie más que tú engendrará a mis hijos —contestaba él invariablemente—; si no ahora, tal vez más adelante, cuando lo desees.

Mirándola ahora, con su esbelto cuello blanco inclinado sobre las brillantes hojas verdes de los seres inanimados que ella alimentaba, se preguntaba a sí mismo cuando llegaría ese momento…

—Me coges por sorpresa —dijo, Sari—. No estoy acostumbrada a verte en casa a media mañana.

—Hoy quisiera trabajar aquí yo solo.

—Te dejaré entonces para que te dediques a tus estudios —contestó ella, y se retiró.

Con movimientos rápidos y concentrados Da’ud pesó y midió, trituró y mezcló los cuarenta y dos ingredientes del Gran Antídoto, agotando casi sus reservas de los componentes más difíciles de encontrar, a fin de preparar la exagerada cantidad que el califa le había pedido. Cerca del atardecer, vertió la mezcla en una garrafa cubierta de paja, la tapó firmemente con un corcho y la colocó cuidadosamente en un estante alto. Después, y como precaución, llenó un cacharro con pasta de bezoar y lo metió en el bolsillo de la túnica que iba a llevar el día siguiente. Hasta entonces no pudo respirar a gusto. Pero cuando empezó a ordenar su mesa de trabajo, el espectáculo de los recipientes vacíos le causó un profundo malestar. ¿Qué ocurriría si el califa, por un imperioso capricho, pidiera más cantidad del valioso antídoto antes de que él abasteciera de nuevo sus provisiones?

Si hubiera sabido lo que le esperaba, habría deseado que esto fuera su única preocupación…

Las nieblas de la mañana seguían aún arrastrándose sobre el río cuando Da’ud salió por las soñolientas calles de Córdoba a la mañana siguiente. Estaba a punto de entrar en la biblioteca como hacía cada día, cuando una áspera voz le llamó a sus espaldas. Volviéndose bruscamente, se encontró frente a frente con el recaudador de impuestos Abu Bakr, el hombre de la nariz protuberante, ese antiguo cristiano cuyos lazos familiares con la casa real de León todo el mundo conocía. Con actitud altanera y arropado por su voluminosa túnica color escarlata, sus ojos pálidos y muy juntos perforaron los de Da’ud, oscuros y silenciosos como siempre.

—¿Qué te trae al palacio a estas horas tan tempranas? —preguntó manifestando evidentemente su sorpresa.

—Lo mismo te podría preguntar yo a ti —respondió Da’ud.

—El dinero es la primera arma de todo jefe militar. Yo tengo la responsabilidad de recaudarlo y cuanto antes, mejor. Pero tú, sin embargo, no tienes una función tan urgente que cumplir —comentó maliciosamente, guiñando ligeramente los ojos mientras miraba los amplios pliegues de la capa en la que estaba envuelta la esbelta figura de Da’ud.

—Eso no es totalmente cierto —replicó Da’ud con calma—. Puesto que soy uno de los médicos de la corte, tengo la responsabilidad de suministrar ciertos remedios para tratar a los heridos.

—Estos se preparan generalmente en la farmacia del palacio bajo la vigilancia adecuada, y no en la biblioteca o en ningún otro lugar.

—Quiero comprobar el tipo de resina que Galeno recomendaba para el tratamiento de lesiones en los nervios de cuerpos jóvenes y vigorosos.

—¿Y esto? —preguntó fríamente el visir, moviendo un extremo de la capa de Da’ud hasta dejar al descubierto la botella que sostenía escondida debajo de ella.

—Esta es una nueva poción de drogas que generan calor y que yo mismo he preparado: manzanilla, melisa, lavanda, cilantro y hachís. Es muy probable que esta combinación alivie el dolor de los soldados heridos en la batalla.

—¿Y para esto vienes, a hurtadillas, al palacio, de madrugada, con tu así llamada poción, oculta debajo de tu ropa? Acuérdate de esto, joven investigador. En época de guerra, tu supuesta erudición no te servirá de nada. —Dicho esto, Abu Bakr se dio la vuelta y se dirigió a la entrada principal del palacio.

Los pensamientos de Da’ud se amontonaban unos sobre otros. Tenía solo unos segundos para escaparse de la red de intrigas que le había atrapado cuando menos se lo esperaba. ¿Qué mejor coartada podían haber concebido los ocultos partidarios de León, en el corazón de la corte del califa? No tenían más que acusarle de introducir ocultamente «drogas sin controlar» en el recinto del palacio para que se levantaran contra él sospechas de regicidio. ¿Sería oportuno informar al califa del incidente para demostrar su inocencia a priori? El riesgo era igualmente espeluznante, dada la obsesión de Abderramán por mantener el secreto en que era necesario sepultar todo lo relacionado con el antídoto. Mientras Mustafá le conducía otra vez a través de los laberintos de puertas y pasadizos, Da’ud se dio cuenta de que estaba atrapado, de que le amenazaba un peligro mortal por dondequiera que pasaba. El eunuco estaba ahora deslizándose hacia adelante. Abriendo una pequeña puerta, hizo entrar a Da’ud en el aposento privado del califa. Al cruzar el umbral, Da’ud percibió un trozo de tejido color escarlata, el borde de la túnica de Abu Bakr, que desaparecía por la puerta principal de enfrente. Fue esto lo que le impulsó a actuar.

Entregándole la botella a Abderramán, permaneció erguido ante él y empezó a decir:

—Os pido venia para hablar, ¡oh Príncipe de los Creyentes! Vuestro honorable recaudador de impuestos, Abu Bakr, me detuvo cuando estaba a punto de entrar en la biblioteca hace un instante, y distinguió la botella que llevaba escondida bajo mis vestiduras. Ante su insistente interrogatorio, repliqué que contenía un medicamento que yo mismo había preparado para aliviar el dolor sufrido por los soldados heridos en el campo de batalla. Pareció encontrar mi explicación sumamente sospechosa, y adoptó una actitud que pudiera llamar amenazadora, aunque no puedo decir si esta era cierta o fingida. Temo que…

—Razón tienes en temer —interrumpió el califa abruptamente—. Arriesgas tu vida al revelar esta flagrante violación de la confidencialidad que te hice jurar.

—Me doy perfecta cuenta de ello, pero no arriesgo menos si los cortesanos que conspiran contra vos, con los nobles de León, me señalan con sus dedos acusadores a fin de desviar las sospechas de sus propias acciones traicioneras.

Abderramán escuchaba con expresión inescrutable. Las maquinaciones de Abu Bakr no eran nada nuevo para él, pero su ejecución perjudicaría a su tesoro más que a sus enemigos; algún otro cristiano converso estaría dispuesto a traicionarlo si el precio fuese adecuado, porque un hombre que traiciona una vez —sea a sus amigos, a su gobernante o a su religión— raramente vacila en traicionar otra vez. Lo que el joven e inquieto erudito que tenía ante él no sabía era que Abu Bakr era bien capaz de suministrarle valiosa información sobre sus enemigos, para demostrar mejor su lealtad. De lo que ni Da’ud ni el propio Abu Bakr se dieron cuenta era de que él hacía uso frecuente de su recaudador de impuestos para suministrar falsa información al enemigo o para incitar a los castellanos contra sus señores en León. Alertado de las intrigas de este musulmán converso, hacía mucho tiempo que había ideado métodos para contrarrestarlas. Sus defensas tenían solo un punto flaco: su pánico insuperable a la mordedura de una víbora que se había revelado en la batalla de Simancas, pero ahora había superado este pánico gracias a la valiosa botella que tenía entre sus manos. Sin embargo, Abderramán no hizo nada por aliviar los temores de Da’ud. Todo lo contrario.

—El tiempo te revelará la verdad —dijo misteriosamente. Nadie que estuviera a su servicio debía sentirse totalmente seguro…

Con sus facultades agudizadas como el filo de una navaja por obra del peligro que le amenazaba, Da’ud tuvo un destello de intuición, una nueva y atrevida idea que pudiera muy bien salvar la vida del califa, y posiblemente la suya. Sin dudarlo un instante, decidió ponerla en práctica.

—Permitidme, ¡oh Príncipe de los Creyentes!, en mi calidad de médico de la corte, sugeriros el siguiente consejo: si en el curso de la campaña os consideráis particularmente expuesto al peligro de mordeduras de serpiente, tomad un cuarto de un siclo del Gran Antídoto como medida preventiva. —Con el mismo tono mesurado, continuó recordando al califa el procedimiento acostumbrado a seguir en caso de envenenamiento por mordedura de serpiente—. Si, no lo permitan los cielos, una víbora os ataca, atad una ligadura lo más apretadamente posible encima del lugar de la mordedura para impedir que el veneno se extienda por vuestro cuerpo. Entonces tomad un siclo del Gran Antídoto y aplicad esta pasta de bezoar sobre la herida. Si obráis así, nada os pasará. En cuanto a otros tipos de veneno que vuestros enemigos decidan administraros, poned especial cuidado en tomar solamente alimento que haya sido hervido en agua, sin la adición de colorantes y especias o azúcares que disimulen el sabor, olor y aspecto del veneno. Es más, si sospecháis que alguien está planeando envenenaros, haced que él o cualquier otra persona tome una buena porción del alimento que se os está sirviendo y no simplemente un bocado, como se hace a menudo. Como ya sabéis, el Gran Antídoto lo es contra toda clase de veneno, no solamente contra la mordedura de serpiente.

—Tus consejos son muy oportunos, sabio amigo. Mustafá —llamó a su eunuco—, esconded esta botella entre mis efectos personales y custodiadla con vuestra propia vida.

—Yo os sugeriría respetuosamente —insistió Da’ud— que vertierais algo de este líquido en un cierto número de pequeñas ampollas irrompibles, preferiblemente de oro, cada una de ellas con un siclo. Guardad una en vuestra propia persona y las demás las dispersáis entre vuestros efectos personales. De esta manera podéis estar seguro de que, si alguna calamidad le ocurre a una de ellas o a la propia botella en el curso de la campaña, siempre tendréis a vuestra disposición una cantidad en reserva.

—Se hará como aconsejas. Pero vuelve a tus estudios antes de que otros ojos curiosos se fijen en ti.