15.- Violetas al champán

Ven se despierta en un hotel en el que su asistente-taxista le dejó casi de amanecida, después de tres White Horse más y un pincho de tortilla en un garito de travestis. Sobre la mesilla está la tarjeta de Manolo con el símbolo del taxi y su número de móvil. Comienza a recordar algunas de las palabras que balbuceaba ya hacia el final su improvisado ayudante: «No tiene que haber nada comparado a acostarse con un travesti, sabe lo que quieres porque es tío y además tiene tetas».

A Ven se le escapa una risa entre la mandíbula y el bigote y con ella una punzada directa en la cabeza, que se convierte en intuición. Se viste con la ropa del día anterior, sólo tiene el recuerdo de una mancha en el pantalón de una de las famosas croquetas líquidas. Ven piensa que, un día, los esnobs coleccionarán las ropas con las manchas-recuerdo de la cocina de los grandes. Así que a lo mejor ni siquiera mete en la lavadora ese par de pantalones, quién sabe. Ven coge su teléfono móvil y llama a Manolo.

Curvas, coches, silencio. Ven no para de darle vueltas a su intuición. Llegan al restaurante del Chef. Ven le pide que le deje a cierta distancia, cerca de la puerta por la que entra el personal. Manolo actúa sigiloso con el taxi.

—Aquí no nos ve nadie, ¿quiere que lo espere?

—No, Manolo. Esto me va a llevar un tiempo.

—Lo entiendo, pero tome nota de lo que se decía anoche en los corrillos de periodistas gastronómicos, que la comida era un auténtico fracaso. Ya le dije yo que ese gin-fizz no estaba ni frío ni caliente.

—Manolo, creo que debe usted cambiar de profesión.

—¿De veras?

—Desde luego, en cuanto acabe este caso le paso mi carnet de comisario gastronómico.

Ven desaparece por el sendero. Se agazapa tras unos árboles. Algunos trabajadores van llegando. Comentan la cena del día anterior. Uno muy delgado critica al nuevo cocinero. De pronto silencio. Se acerca un tipo nervioso algo pasado en kilos, que saluda con un gruñido. Es su hombre. Pablo Ras, el segundo del Chef y ahora heredero de su imagen. Por poco tiempo.

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En tan sólo unas horas toda la comunidad gastronómica en Internet (periodistas y blogueros, cocineros y coleccionistas de restaurantes) se ha enterado de la extravagancia de la Chef en huida. El restaurante del polígono, con sus mesas vestidas de manteles de papel, está lleno de esnobs buscando la aventura de la semana. Linda mira por el ojo de buey de la puerta de la cocina. Suspira y sonríe. Fija la vista. Acaba de entrar una cara muy familiar, aunque con gafas oscuras. Mira más fijamente. Es Anthony Castel, lo sabe sólo al ver sus movimientos. Comienzan los pedidos y Linda se concentra en el espacio en el que le permiten moverse. Algunos de los pinches la miran con curiosidad.

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Lucy acaba de despertar. Después de muchos días, es la primera vez que no siente el rumor de la resaca en el cerebro. Se jura a sí misma que se convertirá en una mujer saludable y que no volverá a beber más, sólo por disfrutar del placer de despertar sin una sensación de muerte en la boca. Abre el correo electrónico mientras silba la tetera. Veinte correos, la mitad son invitaciones para ir a presentaciones de productos y de nuevos menús. Un post revelador en su blog y Lucy Belda ya es alguien en el mundo de la cocina. Esa noche hay una reunión organizada por Tapas & Blogs y la Asociación de Prensa Gastronómica formada por blogueros, periodistas, cocineros e importadores de productos gourmet italianos. «Esto tiene buena pinta, a lo mejor se apunta Linda», piensa.

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Ven sale de su escondite detrás de un arbusto de «La Probeta» dando un traspiés que hace que su bolsillo derecho se enganche con una rama de un árbol desprevenido con tanta habilidad que le desgarra la costura. El ruido alerta a uno de los trabajadores que mira hacia atrás. Ven le saluda con la mano y le llama hacia él. El joven vuelve sobre sus pasos.

—Señor, ¿qué hace usted ahí?

—Comprobaba la naturaleza de este árbol antes de entrar en la cocina.

—¿Es usted de Sanidad?

—Algo así.

—Bueno, que sepa que ya no utilizamos las semillas de estos árboles. Después del aviso que nos dieron, las encargamos a una empresa que las saca de la misma especie, pero que consigue hacerlas pasar por otra cosa para que tengan registro sanitario.

Ven mueve el bigote.

—¿Podría avisar a Pablo Ras?

—Claro.

Al momento aparece el segundo del Chef con síntomas evidentes de padecer bruxismo por lo fuerte que va frotando una mandíbula contra otra. Signo inequívoco de ansiedad. Ven le tiende la mano y se presenta.

—Soy comisario.

—¿Y qué viene a investigar?

—Querría que me indicara dónde se encontraba usted durante la semana que el Chef estuvo en Corea.

—Estuve con mi novia en un piso de la playa. De vacaciones.

—¿Y el resto del personal?

—Casi todos con sus familias, como se suele hacer en vacaciones. De todas formas creo que lo mejor es que hable con el propietario.

—Desde luego, pero primero…

—Espere, ahora que lo recuerdo, sólo Linda Meyer estaba fuera trabajando. Hizo un stage en Japón.

—¿En qué lugar?

—Insisto que lo mejor es que hable usted con el propietario. Su oficina está allí, pero creo que fue en el sur de Japón —dice señalando con el dedo de su mano derecha, mientras cierra el puño de la izquierda.

—¿Cree usted que Linda y el Chef tenían algún affaire?

Pablo Ras piensa su respuesta unos segundos, para afirmar lleno de rabia:

—Estoy seguro. Muchas veces el Chef sólo veía por sus ojos, aunque últimamente estaban más distantes. Cuando regresó, desapareció y ahora ha mandado a Heriberto Barrios a sustituirme. Mi interpretación del Chef de anoche fue todo un éxito, pero ella me envidia y por eso me van a quitar del puesto, como si ese tío fuera mejor que yo.

—¿Está usted absolutamente seguro de eso? —le corta Ven.

—Por supuesto, por eso se marchó, porque ella quería ser la que sustituyera al Chef y como no pudo, ha convencido al propietario para poner a ese otro tío.

—Bueno, usted lo ha dicho: al final el que ha decidido ha sido el propietario.

Pablo Ras se queda pensando en silencio unos segundos, pero rápidamente vuelve a su idea preconcebida: «si hay una culpable, es ella».

Ven se despide del cocinero y se dirige al edificio de oficinas. En la entrada, cientos de portadas de revistas y periódicos con la imagen del Chef. Al fondo, una secretaria que toma las llamadas de reservas y los encargos, a quien le indica su intención de hablar con Anthony Castel.

—Lo siento, hoy no podrá ser. Esta mañana a primera hora ha tomado un avión hacia Madrid.

Ven muestra su perplejidad.

—Vaya, no me lo puedo creer. Tiene que haber olvidado la entrevista que me había concedido anoche para The New York Times.

La secretaria se estremece.

—Espere, señor, ¿cómo dice que se llama? Ahora mismo intentaré avisarle.

—Ven, Ven Cabreira.

A Ven le gusta presentarse imitando la fórmula de James Bond, sólo que repitiendo, en su caso, el nombre, que era más corto y hasta parece inglés. Eso le llevaba lejos, a su otra vida, la que ahora tiene que recuperar en segundos si quiere confirmar su sospecha.

—Señor Cabreira, Anthony Castel me dice que le es completamente imposible. Ahora mismo está en Madrid en un tema de trabajo. Si quiere le puedo enseñar yo misma el restaurante y después le pongo con él por teléfono.

—Vaya, en ese caso tendré que contactar con la redacción, ¿le importa que use internet en su ordenador?

—No, desde luego.

Hace años que Ven no se sienta frente a un ordenador. Se había jurado no volver a hacerlo, pero ahora es diferente. Le resulta realmente fácil entrar en los archivos donde debe estar la información que busca. Sólo tiene que dar con la clave de acceso. Otra habilidad adquirida en EEUU. No sólo se dedicaba a repartir perritos calientes. Desliza sus dedos por el teclado y comprueba las teclas más usadas. Mira frente al ordenador y sobre la mesa. En un florero hay un post-it amarillo con unos números. En un portarretrato la foto de un niño. Algo más allá un dibujo del niño firmado: Daniel. Ven teclea el nombre del niño y le añade los dos números que más usados se notan en el teclado: 33. Ya está. Accede al archivo interno. En muy poco tiempo localiza la ficha de Linda Meyer. Su último stage fue en una pastelería de Fukuoka, a escasos kilómetros en barco de Busán, la segunda ciudad de Corea. Confirma la sospecha que tuvo al leer la receta en la que se menciona Jeju. Y la lágrima, ¿por qué?

Ven mueve el bigote y sigue leyendo la ficha de Linda Meyer. Ha tenido un problema de alergia y siete constipados en lo que lleva empleada en el restaurante. El investigador se sorprende, hasta las enfermedades se colocan en las fichas de los empleados. «La intimidad ha perdido todo valor», se lamenta.

Calcula cuánto durará la cortesía de la secretaria para con el periodista extranjero y busca en el servidor hasta hallar el terminal del Chef. Para ser un tipo que hacía de la cocina una ciencia, no le sacaba mucho provecho al ordenador. Sólo unas pocas carpetas en el escritorio. Las abre al azar, pues la secretaria ya se ha asomado. El nombre de un archivo le llama la atención: SFT.doc. Lo abre y sólo se ve un número de 16 cifras, que memoriza al instante. Un truco made in New York City. Olvidando rencores pasados, Ven piensa que «vivan los perritos calientes y la madre que parió a la CIA», mientras la secretaria se acerca a ver si ya ha terminado.

—Sí, gracias, señora.

—Si lo desea, le muestro el restaurante.

—Si es tan amable, me gustaría comenzar por la bodega, me han indicado que es una de las más importantes del mundo.

—Por supuesto, es nuestro orgullo. Tenemos tres mil referencias y joyas elaboradas para nosotros en exclusiva en las principales zonas productoras del mundo. Y una novedad que desdichadamente el Chef no llegó a presentar: un sofisticado champán rosé con pétalos de violeta que lleva nuestra marca, y del que gustosamente, tras la visita, le obsequiaré una copa. Es ideal para un brunch, un desayuno tardío.

Ven agradece el detalle, pero antes de comenzar la visita le gustaría fumar un cigarrillo en el jardín. La mujer lo deja a solas y él marca en su teléfono el número del Gitano. Es el único compañero de los viejos tiempos que sigue en activo en el servicio. Ven conoce de memoria su teléfono: nunca se sabe cuándo te hará falta recordar a un jefazo que te debe un montón de favores:

—¿Pedro? Soy Ven. Necesito que hagas algo por mí, sin preguntas, ya sabes. Apunta este número. Juraría que es de una tarjeta de crédito. Quiero conocer el nombre del titular, los últimos movimientos, todo lo que puedas. ¿Para cuándo? Para ayer, Gitano. Para ayer.

Cuelga. La euforia le abre el apetito y tiene un hambre que no arreglaría ni un brunch con violetas al champán.