12.- Guisantes en su vaina

Suena el teléfono. Lucy se despierta. Los leggins hechos un nudo en el suelo, la minifalda sobre el sofá y a su lado, una melena rubia.

Linda.

No coge el teléfono. No se mueve. Busca una idea. No la encuentra. Sólo los brazos de Linda que van hacia ella y, detrás, su sonrisa.

—Buenos días.

Lucy no se mueve. No habla. No sonríe. Busca con la mirada el despertador. Son las tres de la tarde.

—Mierda.

Linda ríe.

—¿Te preparo un brunch?

—Verás, tengo mil líos, preferiría estar sola.

—Bueno me voy. ¿Dejarás que me duche?

—Si es rápido…

—Claro, claro.

Lucy intenta dar marcha atrás, está nerviosa, necesita entender y para eso necesita estar sola. Intenta explicarse, pero no sabría cómo, así que calla. Busca la camiseta de la noche anterior en el suelo, se la pone del revés y le da una toalla a Linda mientras le indica con un gesto dónde está el baño.

Lucy comienza a recoger la habitación. Coloca la ropa de Linda sobre una silla. Su bolso está en el suelo también. Lo toma mientras siente el mareo de la resaca que va más allá del exceso de alcohol de la noche anterior. Se jura que será la última vez que mezcle bebidas. Un traspiés y Lucy y el bolso se van al suelo.

—Mierda.

Todo el contenido está regado por la moqueta de la habitación. Un manojo de llaves, la cartera, un paquete de tabaco (¿no dijo anoche que no fuma?), una caja de condones (¡joder, entonces no es lesbiana!) y un cuaderno de tapas azules. Su curiosidad le puede y abre con cuidado la primera página. La letra es fácil de leer. Redonda, de chica. Son recetas. Comienza a leer la primera, pero no entiende nada. Escucha un ruido y tira bajo la cama el cuaderno. El resto de cosas las mete en el bolso y se vuelve a la cama.

—Bueno, me marcho ya —anuncia Linda mientras se seca el pelo con la toalla y observa a Lucy, que está sentada con las piernas cruzadas en postura de loto—. Me voy a la búsqueda del restaurante en el que cocinaré.

—¿Vas a buscar trabajo?

—No exactamente, iré a trabajar. ¿Qué polígono industrial conoces al que llegue el metro y tenga muchos restaurantes?

—Pues no sé, uno de Alcalá. Espera y te busco cómo llegar en internet. ¿Pero qué vas a hacer ahí? Tú estilo de cocina es otro, ¿no?

—Cocinaré para quien quiera apreciarlo. Un día en un sitio, otro en otro, hasta que me busquen por mi cocina, aunque no sepan quién soy realmente.

—Vaya…

—Quiero hacer Resistencia Gastronómica, eliminar de la cocina la parte de la rigidez de la mesa de restaurante caro y extender el arte en el pueblo, como lo hace el graffiti en las calles de cualquier ciudad.

Lucy se queda boquiabierta.

—¡Qué gran idea!

—Por un lado, la idea es contraria a la de un restaurante, porque será el cocinero el que se ofrezca a los clientes en cualquier parte —explica Linda—. Pero también habrán clientes que se conviertan en seguidores, de los que me irán buscando en cualquier taberna, casa de comida o casa okupa.

A Lucy se le enciende la luz periodística.

—¡Qué gran reportaje!

—¡Sí! —se le escapa a Linda, que lo arregla rápida, acercándose y acariciándole el pelo y susurrándole al oído—: Y cómo me gustaría que fueras tú la que lo escribieras.

Lucy se muerde el cachete por dentro. Piensa en lo loca que puede llegar a estar esta rubia. «Es una ménade actual», piensa.

—¿Y qué vas a cocinar?

—Las recetas que ido creando en estos años de experiencia.

Lucy se siente lo peor de este mundo y aguanta la respiración para que Linda no se dé cuenta de que el cuadernillo está bajo la cama y que ha sido ella quien lo ha puesto ahí. Lucy comienza a buscar una buena excusa y se sobresalta cuando Linda la besa en la frente:

—Nos vemos pronto.

Lucy sonríe y asiente sin saber qué decir.

• • •

Ven no ha conseguido hablar con Lucy desde el teléfono del bar de Sito, el único a mano en toda la ciudad. Necesitaría saber algunos detalles sobre los cocineros y entretenerse un rato más con su escote. Sale del bar después de su café americano y comienza a caminar sin saber dónde. Le da vueltas a cómo conseguir hablar con ella. Aunque Lucy tenga el número de teléfono desde el que él ha llamado, no vale de nada, porque no puede devolverle la llamada, además no sabe que ha sido él. Lo piensa y toma el autobús guiado por la inercia. Tres paradas más tarde le viene a la cabeza el joven cocinero que apunta alto y podría ser el tercer candidato a suceder al Chef. Abre el cuadernillo de tapas azules, lee el nombre del restaurante y la dirección. Está en el Madrid de las oficinas y de los hombres de negocios, cerca de las Torres Kio.

Ven observa el restaurante de Heriberto Barrios (HB en su cuadernillo). Tiene un gran ventanal que desde fuera impide ver lo que hay dentro. Una puerta cerrada y un pequeño cartel a la entrada. Ven se va a la acera de enfrente y vuelve a llamar a Linda desde otra cabina telefónica, que por suerte funciona. Sigue sin responder. Al lado hay un bar con terraza donde tomar una caña de primer contacto con el barrio, la gente y lo que los vecinos piensan del restaurante y del cocinero.

Ven se pide su White Horse y comienza a hablar con un habitual que se toma una cerveza con la excusa de salir a pasear al perro, que a su vez se entretiene con los boquerones que una señora le da para llamar la atención del propietario.

—¿Y por aquí dónde se come bien? —pregunta Ven.

El parroquiano le enumera un par de asadores y un restaurante de comida casera. Es uno de los suyos. No le vale para preguntar sobre el tal HB.

El dueño del bar interviene.

—También tiene el restaurante de enfrente, sólo que hay que reservar con algún mes de antelación —dice con retintín.

—¿Y usted ha estado? —pregunta Ven.

—Nunca, no me da el sueldo para pagar 250 euros por una comida —responde el dueño del bar al ritmo con el que tira otra caña más. La número cien del día, calcula Ven.

—Es un sitio sólo para esnobs —puntualiza con cierta rabia el señor que hace que saca al perro a pasear y que vive en un barrio que cualquiera del bar de Sito definiría como esnob. Ven se propone dedicar su próxima reflexión a los límites de esta palabra que tenía casi olvidada desde los años Ochenta y que en los últimos tiempos no para de escuchar.

Termina su whisky y deja los cuatro euros acostumbrados sobre la barra.

—¡Ey! —grita el dueño del bar—. Son diez euros.

—Pues menos mal que no le da a usted el sueldo —contesta Ven y saca un billete, pensando en «hay que joderse con el Madrid gastronómico, yo en mi barrio me tomo dos por ese precio y al tercero me invita el Sito».

Ven sale despacio del bar y anda en dirección al restaurante. Duda si entrar o no, pero en el momento en el que tiene que tomar la decisión, se encuentra al Jeta con la rubia del seguro, Muriel.

—No sabía que también te habían llamado desde la compañía de seguros —disimula el Jeta.

Muriel saluda con un gesto rápido de cabeza. Se muestra con la misma timidez que alguien que ha sido pillado in fraganti antes de cometer un robo. Ven no pierde detalle y reconoce la táctica que acaba de utilizar su jefe, una aprendida en los albores del CESID: adelántate antes de que el otro te pueda dejar fuera de combate. Se ve que al Jeta se le olvida que estudiaron juntos.

—Pues no, no me ha llamado nadie. He venido a conocer el sitio, parece que es un nuevo «templo gastronómico», aunque no hay mesa hasta dentro de un mes.

—No para los amigos ni para los negocios importantes —dice Muriel, quien invita a Ven a entrar con ellos—. Él será, probablemente, el próximo suscriptor del seguro especial para cocineros.

—¿Teme morir asfixiado? —dice Ven mientras entra con ellos al restaurante.

Desde el interior las cristaleras reflectantes son enormes ojos desde los que observar el mundo en una especie de trono, que separa una realidad de otra. La de los que desean y la de los que cumplen sus deseos o, al menos, creen hacerlo.

Muriel saluda al maître. Es el novio del famoso cocinero HB, según les dice luego. Ven mira a los comensales. El traje negro y la corbata es lo que predomina en el entorno. Muy pocas mujeres y, las que hay, al igual que Muriel, también van embutidas en sus trajes de pantalón y chaqueta. «Las mujeres han entendido que la igualdad de género es parecerse al hombre», se dice Ven lamentando no ver escotes ni piernas.

Platos teatrales pasan a su lado. Una loncha de jamón pinchada en un palillo hace de vela de una rebanada de pan con tomate y aceite. «Mariconadas», piensa Ven, que pese a su escasa cultura gastronómica reconoce el pantumaca de toda la vida.

El novio de HB es alto y muy delgado. Hace movimientos que emulan al de un bailarín. Deposita el primer platito junto con unas cervezas que han pedido de aperitivo.

—Son guisantes —indica el camarero y explica cómo se debe retirar la vaina para ingerir los pequeños granos verdes que alberga en su interior.

A Ven le choca que en un sitio de alta cocina, los guisantes los tenga que pelar el cliente.

El camarero sigue explicando el proceso de ingesta de los guisantes.

—Son fresquísimos y sólo al contacto con el paladar, explotan como si fueran caviar. Después pasan dulces por la boca y al término…

—Por Dios, no siga, que ya sabemos todos donde terminan… —corta Ven, quien recibe al mismo tiempo un pisotón del Jeta que le recuerda que debe cambiar de zapatos.

Siguen los platos a los que preceden largas explicaciones de los camareros. Ven se aburre y aún no sabe por qué están Muriel y su jefe comiendo juntos ni de qué va ese HB.

El investigador se levanta y se decide a trabajar en lo suyo y dejarse de platitos en los que no hay novedad. Todo le sabe a nada.

Ven se va al baño, un recurso clásico de los que nunca fallan. En los servicios hay dos puertas y cada una tiene un símbolo que no entiende. Uno parece un pato azul y el otro un cisne rojo. Se decide por el rojo, por una cuestión de melancolía política.

En el interior, una de las nuevas mujeres de negocios está recuperándose en el lavabo. Acaba de vomitar.

—Estoy un poco nerviosa, nada más —se justifica la chica—, y pensar que mañana tengo otra comilona.

—Pues no vaya —le aconseja Ven.

—No me lo puedo perder, es el reestreno del restaurante del Chef —le dice la chica que empieza a desabotonarse la chaqueta.

—Siendo así, intente ir sin nada en el estómago —comenta Ven, quien sabe lo que le espera mañana. Tampoco él puede perderse la reapertura y menos en su papel de comisario Michelin, que ya le empieza hasta a gustar.

Ven sale por donde ha entrado sólo que más deprisa y se adentra en el pasillo que lleva a la cocina. Desde lejos puede escuchar los gritos del cocinero. Por el ojo de buey ve la silueta del tipo que salía en la revista que hojeó en el aeropuerto, aunque el personaje en lugar de tener el pelo castaño lo tenía pelirrojo, como los hindis cuando celebran la fiesta del Holi para festejar la llegada de la primavera y en la que terminan empapados de agua y pintura naranja.

El cocinero sigue dando órdenes, que acompasa ahora con grititos, como los que emiten las estrellas de la noche del barrio gay de Madrid. La puerta se balancea, el cocinero sale con ímpetu y se da contra la barriga de Ven.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunta HB.

A Ven no se le ocurre ninguna buena explicación y saca el carnet diciendo lo único que le abre puertas por el momento en cualquier restaurante:

—Soy de la Guía Michelin.

El cocinero cambia el gesto y da suavidad a sus palabras.

—Ah, pase, pase, por favor, para ver las cocinas.

Es lo menos que le apetece a Ven.

—No es necesario, ya he visto lo que tenía que ver.

Al cocinero le entra el miedo. Y se dirige con él a la antesala del restaurante.

—Estamos haciendo los últimos cambios, pero nuestra cocina ya está recibiendo la máxima consideración por parte de muchos de los críticos nacionales e internacionales. Nuestro estilo es joven, nuevo y alejado a lo que se ha visto hasta ahora. Cocina tradicional para los nuevos tiempos.

—¿Sin influencias del Chef?

—Por supuesto que no. Lo nuestro es otra cosa, sin aditivos ni nada artificial. Nos centramos en el mejor producto, es una vuelta a la materia prima sin más.

Ven le da la razón. Los guisantes de la huerta al plato, ni más ni menos.

—Espero que siga disfrutando de la comida —se despide el cocinero.

Ven anda despacio hasta la mesa para leer los labios de Muriel.

—No soporto a este tipo con el que trabajas. Sólo espero que no nos dé ningún problema.

Ven regresa a su lugar. En unos minutos, el camarero pone un pequeño asador portátil en la mesa. Un cocinero llega con una pecera con tres pequeñas crías de pulpo.

—Señores, este es uno de los platos especiales del restaurante.

Ven mira los pequeños tentáculos de los pulpos. Se retuercen cuando el cocinero los trincha y los pone sobre las brasas. Ven no aparta la vista. Los pulpos también se asfixian.

En cuanto el cocinero regresa de donde ha venido, Ven, elegantemente, tirando la servilleta de tela entre sus piernas al suelo, se levanta.

—Ha sido un placer. Hasta otra.

Los dos se despiden, no sin antes insistirle con más pose que insistencia en que se quede hasta el final. Se marcha sin tomar el plato especial del restaurante.

En la puerta Ven se encuentra con HB.

—Inspector.

—Comisario —le corrige Ven.

—¿Por qué no ha querido probar mi plato especial? La materia prima es inmejorable.

—Querido hijo, me esperan en otro banquete.

Ven sale a la calle, recuerda que no ha pedido la cuenta del restaurante y apresura el paso. Relaja el paso. Paga la aseguradora.

En un coche le parece ver a JP. Se detiene a la altura del restaurante y HB, que sale por la puerta lateral de servicio se mete en él.

Hoy todo le parece confuso y le parece que ante tanta incongruencia sólo puede haber una explicación sencilla. Ven necesita un White Horse, pero no en ese barrio. Vuelve la inercia y dos autobuses después está en el suyo.

Se mete en el supermercado y compra doce latas de fabada para Ken y otras doce para él. Esta vez mira los ingredientes y suspira, parece que son de lo más normal: alubias, chorizo, magro de cerdo, pimentón, morcilla, panceta, tocino, ajo y sal. Compra una caja grande de Nesquik para Ken y para él, cuyo listado de ingredientes parece no contener tampoco nada sospechoso y una caja de cereales por si acaso.

Leer los ingredientes de los cereales de desayuno le lleva más tiempo. Al final se decide por los bajos en grasas, para seguir con su plan de adelgazamiento, al que tendrá que adaptarse Ken. No le queda otra. Además, los ingredientes enunciados parecen bastante nutritivos: maíz, azúcar, extracto de malta de cebada, sal, jarabe de glucosa, niacina, hierro, vitamina B6, riboflamina, tiamina, ácido fólico, vitamina D y vitamina B 12. La cesta de la compra concluye con varios litros de leche para Ken y varios litros de White Horse para él.

Regresa a casa y lee la biografía que compró sobre el Chef. Un tipo de familia humilde, que llegó a España desde Cuba. Pidió asilo político, dice el biógrafo, aunque su idea comunista se mantuvo tan actual como cuando repetía las enseñanzas del Che Guevara en su colegio de Camagüey.

«Pues sí que aprendió este las enseñanzas…», ronronea Ven, quien da un trago largo a su White Horse.

—Me está empezando a caer bien este tipo —le dice a Ken.

Sigue leyendo. Entre las declaraciones tomadas por el biógrafo hay una que hace alusión al origen de su nueva idea de la cocina:

«El Chef fregaba platos y observaba lo que ocurría a su alrededor. Estuviera donde estuviera, todo le parecía igual: las mismas salsas, las mismas guarniciones, el mismo lenguado meunière y eso que los cocineros nunca se daban las recetas. Todo estaba bajo secreto. En ocasiones, ni el segundo de cocina sabía cómo se terminaba una salsa.

El ánimo revolucionario con el que llegó de Cuba le llevó por inercia a encontrar un nuevo motivo, porque “lo importante, compañero, —confió en la intimidad a uno de sus segundos de cocina— es la REVOLUCIÓN”. Quería impactar en la sociedad como lo hizo la olla exprés. Quería ser una mezcla de Antonin Carême y Escoffier».

Carême fue un cocinero que trabajó para el príncipe regente de Inglaterra —Jorge IV—, el zar Alejandro I y para la casa de los Rostchild en Francia. Este cocinero fue el que inventó, en el siglo XIX, el volován, esa cestita de hojaldre en la que se mete cualquier cosa con salsa mayonesa en cualquier cóctel, según lo que Ven puede entender por la explicación del libro. Fue el que creó la receta del huevo mollet, algo que a Ven le sonaba a restaurante fino, aunque se tratase de un simple huevo cocido.

También es cosa suya el merengue y organizar las salsas por tipos partiendo de diferentes bases. Diseñó utensilios de cocina, cambió la forma de las cacerolas para que fuese más sencillo hilar azúcar, diseñó moldes y hasta dio su toque a los gorros de cocina.

Sin embargo, Auguste Escoffier, el cocinero del restaurante Savoy y del restaurante Carlton de Londres, fue quien reformó los métodos de trabajo en las cocinas, distribuyendo el reparto de tareas en la brigada y renovó el mundo de las salsas a través de fumets, jugos y concentrados.

Ven se levanta un momento para abrir una lata de fabada para él y otra para Ken. Las pone dentro del cazo con agua para calentar y enchufa la tele. En la pantalla, el Chef, con su barba negra, recortada. Un documental sobre su figura y los avances que ha supuesto su pensamiento culinario.

Mira la pantalla. El Chef habla tranquilo con un cierto acento que recordaba al cubano. En la entrevista, llama a su interlocutor «Compañero» en una ocasión. Ven sonríe y siente simpatía por el guiño revolucionario. El Chef tiene la mirada firme y no duda en el discurso. Sólo de vez en cuando se tira de los pelillos de la barba a la altura de la barbilla y acto seguido del lóbulo de la oreja, como una continua vuelta a la realidad, como un pellizco. Sigue hablando al periodista, pero Ven no escucha sus palabras, sólo se fija en el gesto: se tira de los pelillos y, luego, de la oreja. Cuenta el tiempo entre gesto y gesto, entre movimiento y movimiento.

Ken maúlla. Ven se gira.

—¡Mierda, la fabada!

El fondo del cazo está totalmente quemado y la fabada de las latas convertida en una masa. Entre palabrotas le duele su falta de olfato. Ni para oler a quemado le vale.

Rescata de una lata lo que puede y se lo da a Ken. A Ven le da igual que esté quemado, porque lo que ni lo huele ni le sabe, así que come directamente de su lata, pero a las dos cucharadas, desiste. Es una cuestión de dignidad. Hoy se queda con el guisante en su vaina, porque esto de la cocina le está dando qué pensar.