10.- Ostras en pecera

Gustav Sabrosi se sacude el traje. Llegará a Arcachon a tiempo para la cena. En el control de pasaportes, todo ha sido un camino de rosas. «Es bueno el Chino», piensa.

Deja la maleta en consigna. En la calle, toma un taxi y le indica al conductor, en un francés refinado, que lo lleve al restaurante de Louis Moutarde, donde le espera gente importante para cenar. El taxista asiente y dice conocer el restaurante, por fuera, claro. Sabrosi toma el móvil y hace como que mantiene una conversación con algún miembro del Gobierno francés. El taxista mira con disimulo por el espejo retrovisor y se estira aún más al volante.

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Hace horas que Ven está en Arcachon. Ya lleva dos whiskys en el lugar más animado que encontró. Cuatro clientes y ninguna conversación. Los franceses es lo que tienen: hasta que no se toman tres vinos no se comunican. Ven mira el reloj y cae en la cuenta de que a lo mejor era necesario reservar para poder entrar al restaurante. En ese momento un cliente con su tercera copa de vino a punto de terminar le habla en un inglés de difícil comprensión. Atina a entender que le pregunta qué hace por allí. Ven le contesta en su inglés americano que va a probar el restaurante que es considerado casi el mejor del mundo. El parroquiano se ríe.

—Vaya, ¿es usted crítico gastronómico? ¿De América?

—De alguna manera sí.

—Vaya qué éxito está teniendo este restaurante. No deja de salir en los periódicos nacionales e internacionales.

—Parece que en breve podría ser el primero del mundo, así que hay mucha expectación.

—Más curiosidad tenemos los del pueblo que no hemos ido nunca. Es como un fuerte, ya me gustaría saber qué dan dentro.

¿Poison? —dice Ven en francés para que se confunda pescado con veneno.

—Eso, eso, veneno —ríe el parroquiano—. Por cierto, y qué va a hacer usted allí, si ya se teme el envenenamiento.

—No señor, he querido decir pescado, que por aquí creo que hay mucho.

—Ah, sí, pero nuestro fuerte son, sobre todo, las ostras. Un amigo se las vende y Louis luego las mete en peceras. Está loco. Bueno, eso me parece. Nunca sale por el pueblo, así que tampoco lo conocemos muy bien. Vino aquí después de fracasar en París. Gracias a los amiguitos de la política empezó a coger fama, pero mi primo tiene una tasca, que ahí sí que dan bien de comer. No sale en los periódicos, pero todos sabemos que es la mejor.

Ven se despide del parroquiano, al que pregunta cómo llegar al restaurante al que «no hay que ir». Se lo explica, pero le pide que le prometa que también irá a conocer el de su primo. Ven sólo mueve la cabeza y el bigote.

El trayecto a pie parece sencillo, sólo hay que andar todo recto, llegar hasta el Ayuntamiento y girar a la izquierda. Afuera hace un frío húmedo que mata a cualquiera. Ven acelera el paso. No hay nadie por la calle. Sólo un coche que pasa lento. Se para a la puerta de una casa de madera de dos plantas de paredes blancas y grandes ventanas iluminadas. En la puerta de entrada, una lucecita. Nada de neones, ni carteles.

Desde lejos ve cómo una señora se baja del automóvil junto con un señor trajeado. Ven recuerda que se dejó la corbata en la maleta en el hostal que reservó cercano al aeropuerto. Da una vuelta alrededor del restaurante. A través de las ventanas apenas se puede distinguir el interior. Finalmente, se acerca a la puerta y agita la aldaba.

Un camarero vestido de negro le abre y le da las buenas noches.

—¿Tenía reserva, señor?

Lo que se esperaba. En este momento sólo se le ocurrió una única frase:

—Soy de la Guía Michelin.

El camarero traga y sube el cuello a la vez que le muestra una inusual sonrisa.

—Claro, señor, venga por aquí. Tenemos su mesa reservada. Hemos recibido la llamada.

Ven pasa por el recargado hall del restaurante hasta la sala. Pequeñas mesas, redondas, no más de 25 por lo que puede contar. El ambiente con luz tenue y, al fondo, la cocina. En una pared, luces fosforescentes de iluminan 20 pequeñas peceras en las que parece haber algo.

El camarero dirige a Ven a la mesa de la esquina, justo al lado de la chimenea. Cuando está a punto de sentarse, un hombre de mediana edad con chaqueta negra y con pinta de jefe le dice:

—Señor, soy el maître. En un momento preparamos otro servicio más. No sabíamos que venía acompañado.

Ven permanece callado y de pie, tomando la silla por la parte superior, en actitud defensiva, aunque con cara inexpresiva y calmada. Por la sala se acerca un hombre bajito, repeinado, con un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. Llega hasta Ven y le extiende la mano.

—Soy Gustav Sabrosi —se presenta en un francés demasiado impecable.

—Ven. Ven Cabreira.

—Encantado.

Los dos toman asiento. El camarero se afana en poner un servicio más. El maître les acerca dos copas de champán.

—Perfecto —dice Sabrosi—, es mi bebida favorita. ¿Y la suya, señor Cabreira?

—Soy más de whisky —contesta Ven con el francés que aprendió en Estados Unidos.

—De bourbon dirá, según puedo adivinar por su acento más cercano a Iowa que a Escocia, aunque también me recuerda algo al vino tinto español.

El maître les anuncia que, como de costumbre, Louis Moutarde preparará un menú degustación a la medida de los invitados. Dos camareras acompasadas depositan a la vez sobre cada uno de los bajo platos de los dos otro más, tocado por una campana, que destapan como si fuera parte de una danza. En el interior una ostra cubierta con una gelatina de champán y una hoja verde que, según el maître, reforzará el sabor marino de la ostra.

Sabrosi se detiene observando el suyo.

Ven pincha la ostra con el tenedor y se la mete en la boca de una sola vez. Deja la hoja en un lateral. Aunque no tenga paladar, de comer hierbas, nada.

Sabrosi comienza a hablar de las bondades de la combinación de sabores, el equilibrio que aporta la hoja y el contraste de texturas. Ven deja de escuchar.

Al cuarto plato, Louis Moutarde sale de la cocina a saludar a unos clientes en la mesa de al lado. Ven lo observa. Es sólido, tiene la cabeza rapada y la mirada tímida. Manos fuertes y grandes, ideales para asfixiar. Está nervioso, se le nota en la rapidez con que mueve los ojos y en cómo presiona los puños. Ven comienza a leerle los labios. La vieja táctica aprendida en el CESID a falta de presupuesto para micrófonos ultra-sensibles, que luego perfeccionó en Nueva York. El cocinero no para de frotarse nerviosamente las manos.

—Espero que el invento de las ostras salga adelante. De lo contrario, estoy hundido. Todo nuestro dinero estaba en el proyecto del Chef.

Uno de sus interlocutores le dice algo que Ven no alcanza a ver. Sabrosi sigue hablando sin parar. Él continúa leyendo los labios del cocinero.

—Ahora vamos a ver cómo lo hacemos. Te agradecería que nos ayudaras para financiar el agujero.

Moutarde se despide de los dos comensales con los que estaba hablando, sonríe forzadamente y les desea que disfruten de la cena. Enfila los pasos hacia mesa de Ven.

—Buenas noches, señores.

—Buenas noches —contesta Sabrosi—. Déjeme que le dé la enhorabuena inicial por el excelente ambiente y el estupendo aperitivo que hemos empezado a disfrutar. Muy acertada la ostra cuyo sabor me parece que ha alcanzado casi la perfección.

Moutarde esboza una sonrisa de triunfo y les explica:

—Han sido los primeros en probar este nuevo plato. A partir de mañana lo incorporaré en el menú. Es una variación de ostra que termino de cultivar yo mismo en las peceras que están al fondo del restaurante.

—Interesante —dice Sabrosi.

—Es mi gran apuesta.

—¿Y qué hay del proyecto con el Chef? —pregunta Ven a boca jarro.

El cocinero palidece y apoya sus manos nerviosas en una de las sillas.

—Realmente no era aún nada consolidado, pero seguiré adelante con el local que habíamos previsto abrir en París para ensalzar un nuevo estilo de cocina francesa, unido al español de las tapas, que es el que triunfa en todo el mundo.

—¿Y cómo piensa recuperar la inversión?

—Bueno, aún no lo sé. Lo duro es que nos hemos quedado sin el Chef, el que nos hizo soñar con la cocina.

Ven escruta su mirada apenada y se convence de que dice la verdad. Louis Moutarde parece un buen tipo, de los que no son capaces ni de matar un pollo para echarlo a la cazuela. Además, sus manos, aunque sean grandes y fuertes, no paran de moverse nerviosas como si fueran pequeñas y débiles.

—Louis, estoy seguro de que todo le va a salir como quiere, y que el pobre Chef esté donde esté, desde el cielo le acompañará en sus proyectos —dice Sabrosi intentando levantar los ánimos.

—Disfruten de la cena —se despide Moutarde, que se retira cabizbajo hacia la cocina.

El maître anuncia otra especialidad de la casa que llama «El sonido del mar», compuesto por una espuma blanca, trozos de navajas, camarones, berberechos, algas, espárragos silvestres y una arena hecha con tapioca, pequeñas anguilas, hígado de bacalao y otros dos tipos de algas. Ven no entiende nada, pero de un vistazo el plato se le parece a una rata blanca caída de costado sobre un montón de hierba.

Por suerte, el humo del nitrógeno líquido del plato de la mesa de al lado le nubla la vista. El maître le tiende los auriculares de un iPod. Cuando los inserta en sus oídos, Ven escucha las olas rompiendo en la playa. De vez en cuando pasa una gaviota. El sonido lo paraliza. La música le lleva a la infancia. Mira de nuevo el plato y, en lugar de la rata, ahora ve un cuadro de Sorolla. Casi le parece reconocer el mar en cada bocado, pero es sólo una ilusión. Para Ven hace mucho que todo sabe a nada.

Al quinto plato, ya han sido demasiadas experiencias gastronómicas. Su compañero no deja de hablar y tomar notas. Le asegura que lo que acaban de tomar está inspirado en el Chef y que, por el momento, no encuentra novedad alguna en la cocina de Louis Moutarde.

Ven se pregunta qué cargo tendrá en Michelín este personaje con nombre alemán y apellido italiano que habla con tanta soltura. Recuerda aquel chiste que termina diciendo «sólo le falta ser argentino», pero la prudencia le recomienda que cuando no se quiere responder a nada, lo mejor es no hacer preguntas.

Diez platos después a Ven le parece que debe terminar ya ese banquete, porque su trabajo está hecho y ahora sólo sigue a la mesa, comiendo lo que le traen. Mientras prepara su despedida, el maître se acerca inquieto.

—No me indicaron que esperaban a otro compañero.

—Ah, es que no sabíamos si iba a llegar a tiempo. Cuánto me alegro de que así haya sido —se apresura a decir Sabrosi.

—Me ha explicado que ha tenido algunos problemas con su automóvil —detalla el maître.

Por la sala se acerca un tipo joven, delgado, con el pelo algo despeinado y con la cara crispada. Ven y Sabrosi se levantan al unísono. Ven vuelve a reposar preventivamente sus manos sobre la parte superior de la silla. Sabrosi se apresura a tenderle la mano al nuevo comensal.

—Soy Gustav Sabrosi.

Ven también se presenta y el joven parece desconcertado.

—No me habían dicho desde la central que mandarían más de un inspector. ¿De qué división son? —pregunta el joven mientras saca su carnet impecable de inspector para la Guia Michelin en Francia.

Segundos de aire gélido.

Sabrosi se lleva la mano dentro de la chaqueta.

Ven se pone en alerta y hace lo mismo, aunque hace años que no va armado. Sabrosi saca la mano del interior de la chaqueta.

Un sudor frío recorre la frente de Ven.

—Soy inspector en Argentina —dice Sabrosi mostrando su carnet.

Ven respira y busca su identificación. Todavía está dentro del sobre que le dio el Ciego. Así que saca el sobre, lo abre y muestra su carnet. El tiempo de espera hace que sus compañeros agucen la vista y se concentren en leer.

—Es usted comisario —comenta el joven, sorprendido y respetuoso—. Debe ser un nuevo puesto.

—Y yo inspector jefe —dice Sabrosi, mientras mira de reojo su propio carnet añorando haberse concedido un cargo más elevado. En ese momento se da cuenta de un error inevitable entre los chinos. En la tarjeta aparece como «inspeltol jefe». Sabrosi pone discretamente el dedo sobre la identificación y sonríe mirando hacia Ven pensando en la «concha de la madre» del Chino.

—Efectivamente —responde Ven con la tranquilidad de quien ha vivido varias guerras y numerosos ataques terroristas.

El joven se convence que está con dos peces gordos y empieza a explicar lo feliz que se siente en su trabajo, cómo disfruta la dura tarea de recorrer con su coche el país y escribir y analizar todas sus impresiones. De la responsabilidad que recae en una persona que junto con un selecto grupo de cinco deben discernir cuáles son los mejores restaurantes de todo un país. Aún de pie, Ven no puede evitar romper la conversación recordando algo que había leído.

—Estamos preocupados porque los comentarios en Internet sobre los restaurantes están sustituyendo a las guías.

El chico comienza a dudar, nervioso.

—Bueno, yo sólo miro las de hoteles algunas veces, pero siempre mi referente es Michelin.

Ven tuerce el bigote. El chico intenta arreglarlo:

—De todas formas, el prestigio es nuestro.

Ven constata que el joven está liándose cada vez más y empieza a sentir la necesidad de marcharse, pero Sabrosi se le adelanta.

—Si me disculpan, voy al servicio.

De camino al aseo, Sabrosi se para en la pared con peceras de colores. El maître se acerca y le explica que se trata de un experimento de Moutarde. Un vivero de ostras en las que los bivalvos toman el sabor que el cocinero decide. Le explica que la ostra de mayor éxito es la de lima y maracuyá. Sabrosi agradece la explicación y continúa su camino hacia el servicio. A Ven no le queda otra que seguir llenando el vacío con palabras.

—Creí que los inspectores de Michelin siempre se presentaban de incógnito.

—Bueno, señor comisario, como sabe hay ocasiones en las que es inevitable ser reconocido. Usted también se identificó al entrar.

—Para eso soy comisario, chico. Además, en aquella mesa —le explica haciendo un gesto con la ceja hacia una señora más con tocado— está sentada nuestra mejor inspectora. Viene desde Canadá.

—Pero la guía no tiene mujeres en su equipo.

—Eso ha empezado a cambiar. Nos hemos propuesto asumir la paridad.

—Es buena idea, señor, aunque no estaría mal que fueran más jóvenes —comenta el joven que se arrepiente al momento y cambia de tema—. Ahora que el Chef ha muerto, ¿cree que el nuevo líder puede ser Louis Moutarde?

—Estoy convencido de ello —sentencia Ven, quien se levanta y le tiende la mano.

El chico responde a su gesto con la ilusión de haber escuchado una primicia.

—Encantado de conocerle, señor comisario.

—Igualmente y le aseguro que si sigue así llegará lejos. Ahora, si me disculpa, tengo que tomar un avión —concluye Ven utilizando el mismo estilo de una película que veía en el cine en la Quinta Avenida.

Atraviesa la sala y se despide del maître, quien le reprueba que se marche sin probar los postres, entre ellos una tarta de manzana caramelizada con rosas, hinojo y caramelo de limón cuya receta ha recuperado el cocinero de la original que data de 1660, y la última innovación del equipo de creatividad, que ha conseguido un aéreo de regaliz.

La palabra «aéreo» le recuerda a Ven la mancha del día anterior. Se mira furtivamente. Ha olvidado cambiarse de pantalones y aún lleva el recuerdo de la comida de Lucy Belda en la entrepierna. Casi enrojece al darse cuenta del juego de palabras. Se vuelve hacia el maître, le agradece el ofrecimiento y promete regresar pronto para disfrutar de la apetitosa sobremesa.

Afuera el frío es serio. Mira el reloj, ya no hay remedio. No le queda otra que esperar el primer tren de la mañana, tiene por delante una dura noche. Ven comienza a andar con cierta rapidez, pero un coche se detiene a su lado. Es Sabrosi en el interior de un taxi.

—Señor comisario, haga el favor de subir al taxi. Vamos a Burdeos.

Ven sube sin pensárselo. Sabrosi no para de hablar en todo el camino hasta llegar. De mujeres, de champán, de cocina, de política, de restaurantes y del Chef al que admiraba mucho, según dice, y cuya muerte considera aciaga en un momento tan importante de su carrera y de la cocina en todo el mundo, aunque reconoce que su desaparición permitiría descubrir cómo otros estaban dando pasos más allá incluso que el propio Chef para llegar a una revolución real de la gastronomía universal.

Ven repite «revolución», deteniéndose en la sílabas, LU-CI.

Sabrosi pide al taxista que pare en el aeropuerto, se despide efusivamente del taxista y del compañero, y marcha apresurado hacia otras grandes citas. Ven se queda en el taxi con una carrera por pagar de Arcachon desde Burdeos. Bueno, paga el Jeta. Recuerda que con las prisas no pagó ninguna cuenta al salir del restaurante. Se ríe pensando en el joven inspector y en el «muerto» de la cena. Paga Michelin.

Ven mueve el bigote y piensa en el curioso Gustav Sabrosi. Está casi convencido de que se lo volverá a encontrar, aunque la próxima vez espera que no sea en un taxi ni tomando ostras en pecera.