7.- Buñuelo aéreo

A la puerta de la coctelería dos ejecutivos se detienen brevemente, dicen una palabra al tipo de la entrada y pasan. Cuando Ven se acerca, el tipo le pregunta: «Contraseña, señor».

Ven parece estar en una mala película de sí mismo hace treinta años, cuando en Estados Unidos se puso de moda recuperar los speak easy, esos bares ilegales que proliferaron durante la Ley Seca. Sólo que en ese momento, lo único ilegal era precisamente la impertinencia de detenerte a la puerta para decir una contraseña. Recuerda el rápido movimiento de labios que leyó en los que acaban de entrar.

—«Cerdo».

—¿Cómo se atreve? —el gorila con chaqueta de diseño está a punto de echársele encima. Ven corrige a tiempo la dislexia.

—«Cedro».

—Eso es otra cosa. Pase, pase.

Ven entra despacio. Dentro de la coctelería parece que toda la luz de Madrid se ha colado por un sumidero. Con las pupilas desajustadas por el contraste casi no advierte las escaleras y da un traspiés. Baja los escalones que le quedan recordando que es definitivo, tiene que cambiar de zapatos.

En la barra ya recupera la visión. Los dos ejecutivos que entraron antes que él se le quedan mirando con sus Dry Martini en la mano. En las mesas unas señoras jubiladas ríen a carcajadas acariciando sus Negroni como si fueran amantes latinos. Ven se sienta en un taburete y mira de reojo los precios de la carta que está sobre la barra. «Con esta tal Lucy no hay quien se atreva a salir», piensa, pero al recordar el contenido del sobre, se siente aliviado: paga el Jeta.

El barman viste una chaqueta azul con rayas amarillas, como si fuera el colmo de la elegancia y que a Ven le recuerda un pijama. Le pregunta por lo que va a tomar.

—Yo, White Horse.

—¿Cuál es ese cóctel?

—Es un whisky.

—Perdone, señor. Ahora mismo se lo traigo.

El barman hace una señal a otro con chaqueta sin rayas. Le da un billete y le pide que vaya a la tienda de chinos de al lado a comprar el whisky; a un cliente siempre hay que hacerle el gusto aunque demuestre mal gusto.

Ven le lee los labios y se da cuenta de la jugada. Ahora sabe que tendrá que pagar la botella. Todo sea por ver de nuevo ese escote pecoso.

—¡Hola, detective! —le dicen desde atrás. Es Lucy, con el pelo en cascada risueña.

—No soy detective. Soy investigador privado subcontratado por una compañía de seguros.

—Pues eso —dice Lucy Belda.

Ella se sienta en el taburete a su lado y saluda con soltura al coctelero. Le recuerda que va a escribir sobre sus buñuelos aéreos y su Manhattan. Saca la cámara de fotos y el tipo ajusta su chaqueta a rayas antes de empezar a hablar de sus pesquisas para conseguir la combinación perfecta, «la que de verdad puede conectar al que lo beba con la gloria».

Ven ya sólo escucha el rumor de fondo.

Piensa en su última cena. Tomaría varios platos de fabada. Una olla entera. Comería hasta reventar. Total, en caso de suicidio, ya poco importa la pesadez de estómago ni la hernia de hiato. Mira a Lucy y se muerde el labio superior.

—¿Cuál sería tu última cena?

Lucy ríe a carcajadas.

—¿Mi última cena? Pues no sé, depende del tipo de muerte que vaya a tener.

—Te vas a suicidar.

—¿Cómo?

—Como quieras.

—Uff, pues no sé… Un plato de pasta con trufa y de postre, una mousse de fresas con nata, como la que me hacía mi madre cuando yo era pequeña.

—Exacto, algo que te lleve al útero otra vez. Nunca un pulpo frío y vivo.

Ven mueve el bigote hacia la nariz. El suicidio está descartado.

La mirada de Lucy se congela.

—Cierto, ese es más un plato para matar que para morir. Pero dicen que fue un accidente.

—Falta entonces descartar el homicidio.

—¿Matar al Chef?

—¿Es que no tenía enemigos, él, que era el mejor del mundo?

—Claro que sí. El principal enemigo era Vicent Sofriti, que tiene a miles de seguidores en contra de los platos del Chef por llevar aditivos que según él son cancerígenos.

—Pues no es que tenga un nombre muy saludable —comenta Ven.

—¡Suena muy italiano! —asegura Lucy—. En realidad, nadie sabe quién es, ha publicado tres libros incendiarios contra el Chef pero se desconoce su identidad.

—¿Y Pleita, el que estuvo en el funeral?

—También se oponía al Chef, pero por defender la cocina tradicional frente al experimental. Antes de que apareciera Sofriti en escena, era su mayor adversario. Es un tipo odioso. Aunque no creo que tenga la frialdad de ir al funeral de su víctima. Bueno, tal vez. En una peli de Hitchcock asesinan a una tía y todos comen en el baúl en el que estaba su cuerpo.

—«La soga».

—Sí, eso es.

El camarero de la chaqueta a rayas amarillas sirve el Manhattan perfecto a Lucy y a él le abre el White Horse que cae a borbotones por el cuello de la botella en un elegante vaso cuadrado.

—¿Quién más se te ocurre? —pregunta Ven.

—¿Enemigos del Chef? Pues no sé, era muy querido por todo el mundo, pese a ser un revolucionario.

—¿Tenía barba, verdad?

—Sí. A veces tenía un aire al Che Guevara. Además, en espíritu era de aquellos que lo compartía todo.

—Hmm —duda Ven.

—De verdad, fue siempre muy generoso. Quizás por eso era el número uno de la lista de los más votados por periodistas, clientes y cocineros.

—¿Y quién es el segundo de la lista?

—Pues hay un empate entre un danés y un francés. Pero hay buen rollo: el Chef y ellos dos hacen muchas cosas juntos…

—Hacían —le corrige Ven.

—La verdad es que me parece mentira —dice Lucy entre tragos a su Manhattan.

—¿Y cómo dices que se llaman estos dos candidatos a sustituir al Chef?

—Louis Moutarde es el nombre del francés y el danés se llama Kristof Kastrup.

Ven se queda pensativo. Saca su cuaderno de tapas azules y anota. Aumenta el número de iniciales apuntadas, aunque ha decidido despejar uno de los interrogantes iniciales. Por lógica gastronómica, no pudo ser un suicidio. De esta forma, sólo quedan el accidente o el homicidio.

Lucy se fija en el cuadernillo y mira a Ven con curiosidad durante un rato, pero al no ser capaz de leer lo que escribe en forma de iniciales, se aburre y habla por comentar:

—Creo que hubiese preferido un Cosmopolitan, pero tengo que escribir de esto. En fin, probemos los buñuelos aéreos.

La bandejita con cuatro pequeños soplos rebozados hace su aparición. Ven los mira con un gesto entre el desprecio y la sorpresa. Da un trago largo a su White Horse, que lo resucita.

—¿Un danés, el segundo mejor del mundo? Pero si los daneses sólo comen arenques y esas porquerías, ¿cómo van a saber cocinar?

—Qué bruto eres, Ven. El restaurante de Kristof es todo un teatro de las emociones. ¡Y pensar que creí que eras inspector de la Guía Michelin, esos que se van cada año a los restaurantes a poner o quitar estrellas!

Ven levanta la ceja al oír las palabras «inspector» y «Michelin». Sin pensarlo muerde el buñuelo. Se desinfla y el relleno le resbala por la comisura de los labios. Ven lucha haciendo giros malabares con las manos y la cabeza, busca desesperado una servilleta. Demasiado tarde. El relleno aéreo se ha quedado adherido a su pantalón de pana, justo en la entrepierna.

—Más que aéreo es volador —se justifica.

Lucy lo mira de reojo. Le acerca una servilleta de tela.

—¿Y dónde dices que está el restaurante del francés?

—En Arcachon, cerca de Bordeaux. Dicen que es una maravilla.

—¿Has estado?

Lucy se gira para mirar hacia la puerta. Una chica delgada y con melena rubia acaba de entrar. Se sienta en la esquina de la barra y pide un Cosmopolitan.

—No, nunca. Es un poco caro y un poco lejos, pero ya me gustaría —dice despistada Lucy mientras continúa observando los gestos de la chica rubia y disimula la envidia que le produce su Cosmo.

Ven mira de soslayo y ve que la chica en la que se ha fijado su acompañante habla por un teléfono móvil. Mueve los labios despacio. Dice algo como: «no volveré jamás». Ven intenta llamar la atención de Lucy:

—Pues vaya crítica que no ha estado en ninguno de los restaurantes de los que habla.

Ella vuelve a la conversación con cara de cabreo.

—Eso es un golpe bajo, Ven. Además, no soy crítica, soy periodista gastronómica. Es decir, no escribo para decir lo bueno y lo malo, sino para informar. Y pensar que me estabas cayendo bien.

—Bueno, reportera.

—Eso está mejor, hasta me gusta.

—Y ahora me marcho, tengo que ir a ver a un amigo.

—Me ha encantado volver a verte… aunque sea por un rato.

Ven sólo hace un gesto de cabeza y deja un billete de cincuenta euros sobre la barra. Subiendo las escaleras hacia el exterior, siente otra vez el fuerte latido en los pies. De lejos escucha la voz de Lucy.

—¡Eh! Déjame tu número de móvil.

Ven se gira para contestar.

—No tengo.

Ella lo mira como si fuese un extraterrestre y Ven se siente igual de desinflado que el buñuelo aéreo.