PRIMERA PARTE

SED

Me llamo Carlos Pereiro, tengo cuarenta y siete años, estoy de vuelta de muchas cosas y, además del miedo del que he hablado, siento una amargura por la existencia que me devora poco a poco, tal y como devora un gusano la fruta madura, hasta consumirla o hacer que se pudra. Y eso porque no paro de preguntarme por qué la vida pudo pasar así, tan sin darme cuenta, cómo el tiempo ha dejado en mí ese sabor tan agrio y fugaz que, al final de un camino por el que no quiero transitar, no soy capaz de estar satisfecho con lo vivido ni de conformarme con lo que me queda por vivir.

Aun así, ya que he publicado algunas novelas y mientras espero el instante propicio en que desapareceré para siempre, quisiera contar una última historia, aquella que me lleva hasta la más terrible de las noches y que el leal Reina me impone como tarea de un presente sin futuro, aquella que, sin ánimo de ejercer de juez, pero sabiendo que los hechos que no se recuerdan es como si no hubiesen sucedido, me envolvió inexorablemente…


Por extraño que parezca, hay historias que comienzan cuando acaban otras. En este caso todo empezó el día del entierro de mi padre. En aquella época aún no sabía nada del mal que me embaza y pasaba por ser otro macilento funcionario que transita por el mundo sin encontrarle un sentido a la vida, como esperando a ver qué sucede. Y lo que sucedía desde tiempo atrás venía a ser la complacencia en deambular por las aulas de un instituto de secundaria de este país subvencionado en exceso, de mentalidad minifundista y en el que abundan los politiquillos que tiran de lo suyo para que se alargue. En fin, que trabajaba de malvisto profesor que soporta adolescentes con cara de asco y tomados por el sarpullido del consumo. Carne de cañón y poco más. Ellos y yo. Pero en aquel infausto sábado de noviembre de 2001, allá en el cementerio del pueblo donde nací, mientras aguantaba el responso de un cura contratado para la ocasión y las letanías de una recua de ancianas que se habían acercado al entierro para tener clientes cuando les llegase el momento, bajo una pertinaz llovizna y guarecido bajo un paraguas que alguien sostenía a mi lado, escuché el grito dirigido a mi padre en el mismo instante de posar el féretro en el fondo del nicho:

—¡Adiós, asesino!

Había que estar allí, y sobre todo en mi lugar, para sentir lo que sentí. Fue como si un rayo interior me surcase y abriese de arriba abajo. Y no porque aquella voz, rota y no sin alegría, mancillase la memoria de mi padre el día de su entierro, tampoco porque algo así como una capa de vergüenza alcanzase a la familia, mucho menos porque yo lo quisiera una pizca —digamos para ser justo que a mi padre lo quería media pizca y que siempre creí sobrado ese cariño en pago por haberme engendrado— y me sintiese obligado a ejercer de hijo. No sé por qué, el caso fue que de pronto me asusté y, al tiempo, agucé la vista para escudriñar entre los paraguas intentando dar con la persona que se había atrevido a encender la mecha del rumor, que efectivamente prendió como prende una chispa en la hierba seca del verano, para que enseguida un incendio feroz lo arrase todo.

Está claro que no hubo tal fuego, pero un instante después, con las manos en los bolsillos y como con el deber cumplido, vestido con un gabán oscuro y boina capada, doblado hacia delante como si la cabeza le pesara cien kilos y un tanto rengo al andar, un viejo muy viejo —cuyo rostro no pude distinguir con claridad, aunque sí observé una repulsiva cicatriz en la mandíbula— se separó del grupo, caminó taciturno entre los mirtos hasta llegar a la herrumbrosa cancela y se perdió tras un muro dejando la tarde teñida de un gris más funesto que el del propio funeral. Y todos lo vimos y nadie se movió, incluso creo que nadie pestañeó, ni siquiera cuando oímos arrancar el coche y acelerar, para escapar como lo haría un demonio que quisiera depositar un maleficio en el espíritu de los presentes.

Sobrevino entonces un silencio tan inmenso que paralizó el tiempo y las acciones. Fue como si una prohibición no escrita amordazase las bocas y los pensamientos, arañados por una despedida acusadora y para la que todos buscamos explicación. «¡Adiós, asesino!», había gritado, y ese golpe de voz, tantos años después, todavía sigue instalado en mi cerebro como un reconcomio interior del que nunca he logrado librarme. Y ya que nadie corrió a pedirle explicaciones a aquel detestable anciano —que luego tantas veces imaginé deforme y de sonrisa perversa en mis pesadillas— por la crudeza de ese proceder, ya que nadie nos apremió a ir tras él, pareció como si, por permanecer callados bajo la llovizna y el incienso, todos los presentes estuviéramos de acuerdo con la proclama difamatoria o todos fuésemos cómplices de un repentino e irrefutable cargo de conciencia.

Por eso ni mi hermana Sara ni yo mismo, como más allegados, movimos pieza en aquella ya desaborida ceremonia. Atrapados por la sorpresa, no pudimos o no supimos reaccionar y apencamos ante el oscuro agujero interrogándonos con los ojos abiertos como platos y, quizás, aliviados porque mi madre no hubiese acudido al cementerio y se ahorrara el disgusto, uno más entre los muchos que una maestra jubilada y perpetua ama de casa llevaba pasados. Solo recuerdo que, una vez que el cura reinició el responso, entre las prisas de los obreros por asentar la lápida de mármol y las del hombre de la funeraria por llenar de coronas el nicho, miré a mi amigo Lolo en medio de la tromba de agua, como pidiéndole ayuda o una explicación. Pero por aquel leve alzar de hombros, por aquel arquear las cejas y apretar los labios, comprendí que no era asunto suyo ir más allá. ¿De quién era, entonces?, me pregunto ahora. O mejor: ¿cómo puede vivir tranquilo un hombre después de escuchar ese palabro que empaña para siempre la memoria de su padre el día de su entierro?, y también, ¿quién era aquel anciano de la cicatriz que, al tiempo que verificaba que sepultaban a Serafín, se atrevió a pronunciarlo?, ¿qué motivos tenía para escupírselo así, tan adrede y sin misericordia, delante de todos?

No le daré más vueltas, pero preguntas por el estilo, aunque nunca pronunciadas, bulleron siempre y sin piedad por los rincones más recónditos del pensamiento, en ese cofre al que la propia consciencia no consigue llegar porque es territorio del más insufrible remordimiento. Y no es que en este instante sienta que tenga que pagar una deuda, ni que ese tormento no me deje vivir, pero por extraño que parezca, en los años que siguieron nunca pude apartar de mí esa obsesión, la que provocaba no tener respuesta para una única y crucial cuestión: ¿quién fue y qué hizo realmente mi padre?


Observé mi dedo a punto de pulsar y vi que temblaba por la indecisión, la misma que siempre me había cortado cualquier iniciativa ante ella, por eso apoyé la mano en el marco de la puerta y lo sostuve en el aire. Pensé que llevaba muchos años sin verla, tantos como había anidado en mi cerebro el anhelo por recuperar aquella sonrisa, tantos como llevaba el vacío y el recato sometiéndome la existencia y llevándola hacia un mero deambular de alma en pena. Pero ante aquel timbre, como si un sexto sentido me advirtiera de la dificultad de dar marcha atrás en el tiempo o de darle la vuelta a los acontecimientos, me di cuenta de que, por mucha experiencia que llegase a acumular, por mucho que me afanase en ser lo que no era, yo, ante esa mujer, seguiría sin estar seguro. Pensé entonces en que no hay forma ni razón para los rasguños del sentimiento. No la hay, no puede haberla. Y esto sí puedo afirmarlo. Lo sé. Lo sé porque un secreto de estas dimensiones se guarda muy adentro, oculto como el tesoro al que en cualquier momento se puede acceder porque el cierre que lo protege no es solo el de los recuerdos, sino el del primer amor, ese que pudo ser y no fue, el que a menudo uno recuerda puro y no deja de compararse con la miseria en la que, obstinadamente, nos revolcamos cada día.


Tras la ceremonia, aburrido de las bobadas que hay que oír después de enterrar a un padre, preferí departir un rato con Stefano, el acompañante de Sara, un rubio de pupilas azuladas por las lentes de contacto, en su chapurreado castellano. Pero enseguida, después de comprobar que el transalpino no era más que otro relamido que despotricaba contra cualquier modo de vida diferente al suyo —muy dado, por cierto, a la farándula—, me zafé como pude y busqué a mi hermana por toda la casa. Después de dos años sin verla, y ya que se marchaba esa misma noche para reiniciar las clases de corso per stranieri en la Universidad de Pisa, deseaba escuchar de sus labios las peripecias de una vida entregada a llevarse a la cama a los ínclitos intelectuales de la magna entidad.

La encontré en la habitación desocupada, la de la niñez cómplice, aquella que nuestra madre conservaba tal y como la habíamos dejado, sentada en el borde de la cama y revolviendo en el destartalado cajón de la mesilla de noche. Sonreí al entrar, entorné la puerta para quedarnos a solas y me senté frente a ella, en la silla en la que dejábamos la ropa doblada antes de acostarnos. Sara sostenía sobre las rodillas el cuaderno con la colección de vestidos que, durante varios inviernos, los dos habíamos ideado para cada uno de los pobladores del desmedido mundo que era por aquel entonces nuestra calle. Allí habíamos plasmado, paciente y delicadamente, desde la horripilante falda de la Doloretas hasta el mono de Guerreiro, el orondo carpintero de genio a flor de piel, quien, con su descomunal tripa, amenazaba a menudo la recatada estética de los precoces diseñadores en que los sueños más inocentes buscaban convertirnos. Allí figuraban, también, el ingenioso Charló, el perverso Acecho, con nieve o sol en pantalón corto, o el mismo Criollo, el anciano a quien todos vendían como Demonio, por comunista, y que tantas veces nos ofrecía una chuchería que debíamos rechazar. En fin, el típico e incompleto catálogo de posguerra que nos acompañó en la infancia, pero hecho a mano.

Después de regalarme una inexpresiva mirada, Sara volvió al cuaderno y, señalando un dibujo con el dedo, me preguntó si lo recordaba. Yo, como para no dañar el silencio, asentí. Ella insistió:

—¿Qué ha sido de él? ¿Ha muerto?

Asentí de nuevo.

—Todo se acaba —lamentó entonces, apesadumbrada.

—Casi todo. Y menos mal —concedí, decidido a confortarla—. ¿Imaginas lo que sería si las personas viviésemos eternamente? Estaríamos apañadas. Como las patatas, vaya.

Pero Sara no hizo caso de mis bromas.

—Era uno de mis preferidos —dijo, melancólica.

—Pues a mí nunca me han gustado los cuadros.

—Ya lo sabía —aseguró, al tiempo que dibujaba una extraña sonrisa—. Precisamente estos los puse para hacerte rabiar. Incluso le decía a papá que le quedaban bien aquellas horribles camisas de franela a cuadros que estaban de moda. Y me hacía caso.

—No, ya —confirmé.

—Era un poco abusona —reconoció, tranquilamente, tanto que me pareció de una madurez insospechada. Y más cuando prosiguió—: Ahora, allá, cuando observo por la ventana esa maldita torre que nunca acaba de caer, me veo a mí misma tan retorcida que pienso en aquellos días y mi ridículo comportamiento contigo. Lo peor era que siempre cedías y…

—Me daba igual.

—Cedías y me matabas —prosiguió sin tenerme en cuenta—. Era como si, a pesar de perder a todas horas, finalmente tú ganaras la batalla que librábamos. Por eso siempre quería llevarte la contraria, siempre estaba dispuesta a… a…

—Imponer tu criterio —apunté.

—Incluso en las camisas.

—Incluso en ellas. Pero…

—Pero has sido tú el que se ha quedado.

—Aunque no lo creas, yo también me he marchado.

—No es lo mismo. Tú estás aquí al lado. Pero si andas por el mundo y vuelves solo de pasada, se puede considerar que has abandonado la casa, que ya no eres nada aquí, que nada te importa… Ni siquiera tu padre.

—No digas eso —la ayudé, tragando saliva—. Sé que te importaba. Además, siempre fuiste la niña de sus ojos.

—Lo fui —reconoció, con un asomo de tristeza—. Por eso mismo.

Pensé entonces en el papel secundario que yo había representado para mi padre. Y añadiría insignificante. Ya podía andar con los mocos colgando, con una rodilla destrozada o irme al colegio totalmente desaliñado, sin peinar o a medio desayunar, que, a no ser que mamá levantase la vista de sus exámenes, me cogiera de la mano y me arreglase, «por tu bien», a Serafín no le importaría ninguna contingencia mía, por nimia o extraordinaria que fuese. Porque en realidad yo nunca contaba para él, nunca, y los dos lo sabíamos. Y no es que por eso me sintiese falto de cariño o desamparado, ni siquiera celoso de los mimos reprimidos de mi padre, que, de dejarlos caer en algún lado, siempre iban a parar a su hija. Por supuesto que no se trata de eso. Sucedía que mi padre era así de cardo en el trato diario, pero con todos, como si quisiera honrar a su apodo o desentenderse de las rutinas de cada día, a las que no concedía más que un «Buenos días» por la mañana y un «Buenas noches» antes de encastrar el cuerpo entre sus pesadillas y la oscuridad de su dormitorio. Por lo demás, tengo claro que si hay algo a lo que siempre se acostumbra un niño es a recibir la justa ternura que los adultos, como una descuidada limosna, tienen a bien otorgarle.

Sara cerró el cuaderno y dijo con la voz rota:

—Sí, era la niña de sus ojos, me daba dinero a escondidas… Pero no lo conocía.

No quise hurgar en la herida con palabras vanas, y menos recordar lo sucedido. Solo posé mi mano sobre la suya.

—No lo conocía —repitió sin abandonar su pesar—. Ayer mismo, durante el viaje, Stefano me preguntó cómo era il mio padre. Lo pensé bien y… ¿sabes qué le contesté? No te esfuerces. Nada. Nada podía contestarle porque, aun viviendo tantos años en la misma casa, no sé ni lo que pensaba ni lo que sentía ni qué le parecía bien o mal de esta vida que vivimos juntos intentando mantener algo que, más que una familia, siempre me pareció un auténtico y estúpido montaje de época. Nunca he sabido, fíjate bien, ni siquiera lo que le gustaba, como no fuera el maldito Ducados o el vino de A Cova. Y ahora, sin más, va y se muere. ¡Y encima aparece el imbécil del viejo ese y acaba de cagarla con…, pfff! —resopló, asqueada—. ¡Qué le voy a hacer! Era y seguirá siendo un desconocido para mí.

Sara, entonces, seguramente para evitar que pudiese ver su mirada turbia, abrió de nuevo el cuaderno y pasó varias páginas hasta dar con un dibujo en el que aparecían dos figuras como disfrazadas —por debajo, en cera de colores e insegura caligrafía, aún se leía: «papá» y «mamá»—, y pronunció entre hipidos, abatida:

—¡Un puto desconocido!


Tengo que advertir que siempre he sido un tanto remirado para los asuntos del corazón, que me he movido entre la indecisión más flagrante y la inutilidad de darle demasiadas vueltas, eso antes de parar y dejar que «algo», lo que fuese, los resolviera. El problema de esta forma de actuar es que la solución, de llegar, no depende de ti, sino que viene de fuera y por casualidad. Aun así, considero que se trata de una maniobra defensiva como cualquier otra, de esas que sin crear un verdadero complejo te llevan a donde nunca hubieras pensado ser llevado. Y no es que me refiera ahora a mi relación con Carme, mi todavía esposa y madre de mis hijos, ni siquiera a la formación de una familia en un pueblo insustancial en el que he logrado sobrevivir como pez fuera del agua más de la mitad de mi vida. Muy al contrario, hablo de buscar una afectividad que parece no estar en nuestras manos, pues nunca depende exclusivamente de nosotros mismos, o esa es mi tardía teoría sentimental, sacada de mi propia experiencia. Y me explico.

Como humanos que somos y en base a nuestras habilidades y gustos, podemos hacer planes y precisar racionalmente la profesión que desempeñaremos, incluso podemos concretar por dónde andaremos o qué será de nosotros en los más mundanos aspectos, pero lo que nunca sabremos es adónde nos llevará el corazón, pues ese camino, que para nada depende del músculo cardíaco, resulta tan irracional, desnortado y sensible a hechos tan nimios como una caricia, un suspiro o un insignificante gesto, que serán esas menudencias las que, quizás dispuestas por un antojadizo destino, marquen el impensado porvenir de cada uno. Porque, ¿quién había pensado tiempo atrás en estar ligado a la persona con la que ahora compartimos la cama o los instantes más íntimos?, ¿quién había supuesto, pongamos treinta, veinte, diez años antes, los afectos que ahora nos envuelven?, ¿quién había presagiado las pasiones que, en un momento dado, nos cercaron sin remedio?, ¿quién no sigue percibiendo, tenga la edad que tenga, un asomo de tentación en unos labios carnosos, en una sonrisa descarada o en una mirada pícara, por muy desconocida o ajena que sea?, a ver, ¿quién?

Pues ahí lo tenéis.

—Piensa que el saber no ocupa lugar, Carlos —soltaba tras la mesita de madera con mantel bordado la maestra de escuela, siempre como con frío metido en el cuerpo, siempre con los pies pegados al brasero de hierro y frotándose las manos, preocupada porque localizase con precisión el verbo para entender el sentido de cada oración que los sábados por la tarde traía a mi cuaderno de sintaxis como un pájaro acerca la pitanza a la nidada. Y, tras un silencio cómplice, completaba—: Eso sí, ocupa tiempo. Mucho. Pero como el tiempo es gratis y debemos emplearlo en algo, tampoco hay de qué preocuparse, ¿no crees?

—Sí, ma —asentía yo, en desacuerdo con el dicho y con aquella tarde, una más en que el deber me alejaba de la vida.

Entonces copiaba cada sintagma, cada complemento, añadiendo ideas concretas que enmarañaba hasta componer un párrafo que contuviera cuanto hubiese que contarle al maestro-lector «sin excesos, pero sin dejar nada suelto», preceptuaba su voz al tiempo que perdía la mirada en la tarde gris del patio, incrustada en el cristal como un paisaje inmutable del que yo huía sin decir nada, puesto que nada tenía que decir a quien, como ella y según los vecinos, «conoce del mundo un cacho». Porque mi madre, doña Carlota para la mayoría de los muchachos que pasaron por sus aulas o que de vez en cuando venían a casa para repasar un examen, encarnaba a la portadora del saber, esa que hará de ti, quieras o no, una persona educada y con futuro. Y desde su austero rincón, con el cabello recogido en un moño que le prolongaba la cabeza como si parte de sus ideas estuvieran en un compartimento distinto al de pensar, consumiéndose en el candelero como una vela encendida lo hace ante un santo, creía, y supongo que todavía cree, en la sagrada tarea de redimir al ignorante. Porque, para casi todos los que la trataban, normalmente padres labradores, pequeños comerciantes y algún que otro obrero de aquel barrio de pueblo olvidado que hacían de la convivencia un dejarse ir por los saludos reiterados y las charlas anodinas sobre el frío viento que se había levantado o el calor sofocante que volvía a hacer, representaba la mente instruida, tan gastada como respetada. Quizás también por eso solo los alumnos más aplicados se sentaban con devoción a su lado y escribían, en perfecta caligrafía y en el preceptivo cuaderno rayado, los dictados de la elocuencia que mil veces llevaban a su máxima, pronunciada con el énfasis de quien posee algo más que la experiencia de los años:

—El tiempo le da la razón al saber. No lo dudes.

Ese principio, amasado a golpe de hurgar en la quietud de aquella mesita redonda, estaba presente en cada palabra, en cada punzada del pensamiento, al que fortalecía como un bocado repone al hambriento. Y así, de los siete a los quince años, por obra y gracia de ser hijo de quien era, frecuenté aquel rincón didáctico presidido por la firme figura materna y esa pertinaz idea que, siendo acertada, no hay que cuestionar. Y eso acontecía una semana sí y otra también, un sábado por la tarde tras otro, cuando las tardes de sábado eran el cuento de nunca acabar, pues se sabía cuándo empezaban —por regla general después de que ella le preparase el café a su marido y fregase los platos mientras escuchaba las necrológicas y la primera parte de Discos dedicados en Radio Monforte, donde por cierto nunca nadie llamó para felicitarla o desearle que tuviera el «día más feliz», seguramente porque tampoco él recordaba la fecha de su boda y porque en aquella época mi padre se echaba la siesta roncando sin mesura en el destartalado sofá de escay rojo—, se sabía cuándo empezaban, digo, pero no cuándo terminaban. Consecuentemente me perdí las correrías de las pandillas de chicos que buscan donde no hay, hasta encontrar; me perdí la intensidad de los partidos de fútbol del Pombal, donde, abocadeando el aire a dentelladas después de una internada estilo Gento por la banda, otros que no eran yo llegaban al lance del gol como el acto más vital de cuantos hasta entonces era capaz de realizar un crío; me perdí los miedos del hurtar fruta al anochecer en las fincas próximas, lo que cada vez tenía más peligro, al parecer y sin nunca ser demostrado, por las escopetas cargadas de sal de los vecinos más ruines, y me perdí, también, los guateques, los lánguidos guateques de radiocasete ronco en los que naufragaba la ortodoxia del baile, pero, incluso temblando como una vara verde, se atrevían las miradas a hurtadillas de los insípidos adolescentes hacia el milagro de los escotes de las muchachas de senos incipientes y labios en flor, Ana entre ellas.

—Atiende a lo tuyo, anda —enseguida me reprendía, con voz amiga, consciente de mi despiste.

—Sí, ma.

Entonces, aun siendo zurdo, cogía obligatoriamente el lápiz con la mano derecha y retomaba los consabidos complementos del cuaderno. Pero luego, ya fuese porque pasado un tiempo la gramática me empezó a sonar a rancio montaje o porque me daba cuenta de que en la mayoría de los casos me sobraba habilidad para resolver las intrincadas veredas, la imaginación empezó a despegar hasta llevarme más allá de las supuestas aventuras de los otros chicos. Mucho más allá. Y así, como si la necesidad de darme prisa me activase la inventiva, desde la rápida escalada a un castaño escamondado para perseguir a una ardilla armada y dispuesta a vender cara su libertad, hasta la encarnizada lucha con el unicornio que había raptado a la hermosa heroína en el Soto de Abajo, y que, finalmente, yo rescataría porque así me lo dictaba el corazón y no para conseguir el pertinente beso, pasando por las más alocadas correrías de rudos bucaneros desperdigados por mares exóticos, ese calvario sabatino, trillado y reiterado, se volvió salvífica fantasía interior que yo, cómo no, procuraba siempre anotar.

Aun así, aunque con el paso de los años ya no la sorprendiera con mis escapadas hacia mundos mágicos, por mucho que una y otra vez asomase una sonrisa tras su seriedad, de doña Carlota siempre tenía que escuchar la contumaz palabra correctora, aquella que pronunciaba con tanta ternura que cortaba toda réplica:

—No te dejes llevar por la imaginación, Carlos.

—¿Por qué no, ma? —pregunté una vez, la única.

—Porque no es bueno que pueda con nosotros —sentenció—. Está bien que corra, pero que nunca te adelante.

Y yo escuchaba esos ascéticos pareceres y, sí, asentía, pero también llegó el día en que mi docilidad ya no podía darles crédito. No podía porque, además de sentirlos caducos, la fantasía se había convertido en la única válvula de escape de las larguísimas tardes aquellas en que el reloj se esmeraba en una demora tan cruel que me consumía. ¿O debo decir nos consumía? Seguramente, porque aun siendo dos velas encendidas en aquel altar del saber, ella también perdió su vida iluminando mi mente y, al tiempo, reprimiéndome los placeres de la pubertad.

Cuántos habrá que, al escucharme, echarán de menos una madre y maestra como doña Carlota, dirán que es un tesoro que, aunque en principio no seamos capaces de verlo, alimenta el futuro. No lo dudo, pero dejando aparte si el futuro existe o no, yo lo sufrí y bien puedo decir que, si hoy pudiese, cambiaría buena parte de las recetas que me regaló por un instante más de mera infancia correteando por las calles del pueblo y por los caminos de los alrededores.

—Ma, ¿me vas a dejar… —intentaba a veces.

—No te preocupes, Carlos —su respuesta favorita—, no te preocupes que saldrás. Pero lo primero es lo primero.

Y lo primero era, siempre y sin discusión, el saber.

No obstante, debo apuntar que yo, en aquella época, no conocía para nada a mi madre, y todo porque un hijo, simplemente, mira su conveniencia y no va más allá. La veía, eso sí, posar en cada jornada de colegio sus gruesas caderas en un banco del patio con una novela romántica entre las manos, y abrirla delicadamente por la página marcada con una doblez en la esquina, y meterse en ella como si el libro le sorbiese el cansancio que le producía soportar a vociferantes granujas liberados de repente y en tropel por la campana y a los que no les iba eso de estarse quietos y callados, y todo porque —con ellos sí, es triste decirlo, pero no conmigo— seguramente entendía que los niños son, ante todo, alegres y revoltosos. Y así, tal una refugiada indiferente a la vida que fluye a su lado, aquella maestra pasaba los recreos de un otoño, el suyo, sin brillo, apagado o como el de una lámpara fundida en medio de un cuarto bullicioso, entretenida con las historias de amores y desamores que un escritor cualquiera pudo inventar sin percatarse del bálsamo que, a veces, representan para las existencias más corrientes.

Y esa parece ser la única versión que conservo de doña Carlota, esa que, a fuerza de recuerdos y como quien lleva una fotografía de un ser querido en la cartera, va conmigo, incrustada en el cerebro, porque todo lo demás está teñido por la devoción de un oficio que pelea, a diario e infructuosamente, con la indiferencia de los que ocupan las aulas, que corrige las pruebas escritas y prepara las clases, además de la comida y de las cosas de casa para un hombre que va a lo suyo y para unos hijos que, tarde o temprano, se buscarán la vida lejos de sus progenitores.


¿Por quién empiezas cuando te comunican algo así? Por ti, ciertamente. Pero en lugar de meterme en un bar y ponerme ciego de cualquier licor, me senté en una barbería de una calle cualquiera, escogida por no tener clientes, y, porque prefería no mirarme en el espejo, abandoné la desnortada mirada entre estrambóticos frascos de productos capilares que ocupaban las estanterías. No es que después de saberlo odiase el cuerpo mortal que arrastraba, pero casi.

—Y tendrá que ponerse una gorra. ¡Vamos, digo yo, que los primeros días manda truco como rasca el airecillo!

Recuerdo que miré extrañado a aquel locuaz aprendiz de trasquilador. Ataviado con un fulero mandilón al que se pegaba el pelo de los clientes, parecía talmente un fantasma armado y dispuesto a cualquier cosa, incluso a darme palique. Y mientras él se aplicaba con desgana a una tarea balsámica (así percibí el contacto de sus dedos en mi piel), yo no dejaba de mirar el cabello cortado que caía al suelo en inertes montoncitos que por primera vez sentía parte de mí, despojos con vida propia a los que no conseguía retener. Y todo porque cada fría pasada que me rasuraba el cogote me provocaba un estremecimiento que parecía mortal e indescifrable. Después, cuando ya no había remedio, como un necio, aún me preguntaba si hacía bien o mal. Pero, realmente, en un caso así, ¿importa que te rapes?, ¿importa que te pongas peluca o que llores? ¿Acaso importa lo que hagas si en tu interior sabes que no hay milagro posible que, a modo de curación, te conceda un instante más de vida?


—¿Tienes un momento?

Doña Carlota, muy arrugada y con un libro abierto, se quitó las gafas y levantó la vista como si de ella le colgase un lastre. A su alrededor todo parecía cansado y, quizás, decadente.

—Y dos también —dijo, mientras plegaba y cerraba.

Entendí que era suficientemente sabia como para comprender lo que se podía aplazar o para evitar conversaciones frívolas. Entonces me senté, alargué la mano y estreché la suya, que no se movió para sentir mejor la caricia.

—Verás —pronuncié, simplemente. Ella sonrió, extrañada de mi comportamiento, pero no dijo nada. Me aclaré la voz con un carraspeo y continué—: Hay algo que nunca te he dicho. Mejor dicho, hay un asunto al que en los últimos tiempos no paro de darle vueltas y que…

En esa duda habló ella:

—Pareces un crío que acaba de hacer una trastada y no se atreve a confesar —consideró—. Si no recuerdo mal, Sara no, pero tú siempre venías y me lo contabas todo. Como si tuvieras necesidad de soltarlo. De eso hace años, porque ahora lo cuentas en tus novelas.

—Una cosa son las novelas y otra muy diferente la realidad —obvié—. En la vida ya sabes que todo cambia y que no podemos…

—Lo único que sé es que llegamos a una edad en la que los cambios son escasos —aseguró como si la vejez le colocase la medalla de la certeza—. Y lentos, muy lentos, tanto que casi no los podemos percibir. Incluso ahora parece que nada cambia, que todo tiene la misma forma y que los días se repiten uno tras otro como si ya los hubiese vivido miles de veces. Y esto pasa. No es ninguna novela.

No quise caer en la red de su elocuencia, que siempre había practicado para consolidar como don, y proseguí:

—Verás, ma. Verás. Nunca te he contado lo que sucedió hace años, en el entierro de Serafín, pero…

—Parece mentira que todavía hables de tu padre como de un extraño. ¿Por qué siempre te has empeñado en llamarlo así?

—¿Qué más da? Si te dijera que mi relación con él era tan fría como con cualquier desconocido no te descubriría nada nuevo. ¿A que no?

—No digas eso. Hay que…

—De acuerdo —impuse, para no estancarnos—. No le demos más vueltas. Se trata de papá. El caso es que ese día sucedió algo que nos dejó tocados a todos. Y en aquel momento Sara y yo preferimos no contártelo. No fue nada premeditado, pero pensamos que lo estabas pasando mal y… Pensamos que era lo mejor, en una palabra. Incluso hoy, ahora, no sé si tengo derecho a…

—¿Pero a qué viene…?

—¿Sabes de qué te estoy hablando? —la atajé.

La mirada de mi madre, como si buscase refugio en el exterior, donde el sol de la tarde pasaba rozando los manzanos tal una lengua que lamiese el paisaje hasta dorarlo por un lado, se perdió a través de la ventana.

—Sí —respondió, con un suspiro.

—¡Lo sabías y no…!

—Mira, hijo —exclamó, con una serenidad que me costaba asumir—, tarde o temprano acabas por enterarte de lo que de verdad te afecta. Te enteras porque alguien tiene interés en que así sea o porque percibes que algo raro pasa. Es como si llegases a una edad en la que parece no haber secretos para el corazón, tan cocido está que lo presiente todo.

—Uy, ese libro que estás leyendo te está haciendo mucho daño —quise bromear.

—No creo. Antes podría ser, pero ya hace muchos años que los uso como sedante. Los tuyos no, eh.

—¡Qué menos! Pero volviendo a lo nuestro… ¿Fue muy duro…?

Doña Carlota se volvió y me miró fijamente con sus ojos reducidos por las muchas horas pasadas descifrando letras y anotando números en fichas de pequeños cuadernos de espiral y tapas de colores. Yo lo sabía, entendía ese abatimiento, pero tocaba desvelar secretos y no quería caer en la tentación de su desidia, la misma que la llevó a preguntar:

—¿Qué quieres que te diga?

—Quiero que me digas si es o no mentira —exigí.

—Pues, la verdad, no lo sé —dijo, con desgana, como si le respondiera a un alumno perturbador al que optas por no hacer excesivo caso.

—Escucha, ¿qué te parece peor en una persona, la ignorancia o el desinterés? —pregunté, con una incierta sonrisa.

—Ni lo sé ni me importa.

Nos reímos juntos por aquella trillada expresión que, entre los educadores, ejemplifica las mentes erráticas. Pero fue una alegría contenida, inusual, como si cada músculo facial tuviera una atadura que le impidiese ir muy lejos.

—Que a estas alturas tú y yo andemos con evasivas o que hagamos bromas ya no merece la pena, ma —alegué—. Aunque tratemos de huir de los cargos de conciencia, están ahí. Por eso te lo pregunto: ¿no lo sabes o no has querido saberlo nunca?

—¡No lo sé y punto! —bramó entonces, en desacuerdo con mi proceder.

—¡Por favor! —reprendí—. No soy un crío ni he hecho ninguna trastada. No sabes cuánto me dolió escucharlo allí, delante de todos, y lo llevo aquí guardado desde entonces —con un dedo apunté a la sien—. Le llamaron asesino a tu marido. Asesino, ma. Y todos callaron. También sus hijos, porque no sabíamos nada, porque no…

—Hay veces que es mejor no saber.

—¿Quieres decir que…?

—No interpretes mis palabras. Siempre has tenido muchos pájaros en la cabeza y puedes hacer maravillas con tus personajes, pero esto…

Se detuvo un segundo, lo justo para que yo proclamase:

—Mira, ma, aunque quieras escurrir el bulto, te comunico que, para dar con la verdad, estoy dispuesto a revolver cuanto sea preciso en el pasado y en la memoria de los que todavía viven. Así que, lo que sepas, dímelo. Tengo ese derecho. Aunque no lo creas, aunque te parezca que es torturarse inútilmente, necesito saber quién era mi padre. Entiendo que saberlo no cambiará nada, que quizás ahora ya importa poco, pero por mí, por ti, y también por quien fue tu marido durante más de cincuenta años, responde: ¿fuiste tú la mujer y yo el hijo de un asesino?

Doña Carlota se quedó como petrificada por la crudeza de la pregunta, para enseguida, y tras vencer el tenso instante, pedir:

—Concédeme un respiro. ¿Puedes?


Un camarada de la infancia me colgó lo de «cavilador» y, como si el apodo llevase prendida una insania, así me quedó. Sucedió en una de esas fiestas de parroquia perdida en alguna aldea gallega, delante del palco de la orquesta y ante una pícara pelirroja que no dejaba de importunarme mirándome con escaso disimulo. Pero yo, entre que no me daba por aludido y que sabía poco o nada de eso de ligar con chicas catalanas que al parecer «ya se dejaban», yo, entonces, esperaba que llegase Ana, solo ella, para sentir la caricia de su aliento de caramelo junto a mi boca, el tacto de sus dedos posados en mi hombro, el aroma de sus cabellos recién lavados al estar a mi lado, mi mano temblorosa ciñendo su delicada cintura cuando en los turnos del grupo nos tocaba bailar, el acelerado golpear del pecho cuando la tenía tan cerca y ni palabra lograba articular. Y todo porque me bastaba con su presencia, tan turbadora.

No sé cómo llamar a ese anhelo, por otro lado inocente, pero en aquella época era eso lo que sentía.

—¡Charly, cavilador! —me gritó entonces Evaristo, delante de todos y en una pausa de la música—. ¡Mira que estás atontao y no hay manera contigo!

¿Es lógica esa identificación entre el acto de pensar y el atontamiento? No acierto a responder, pero en instantes así yo parecía perdido, abismado. Como treinta años después y ante la puerta que la separaba de mí, cerré los ojos, tomé aire y dudé. Pero esta vez, mientras suspiraba, esta vez apreté el botón.

Regresé a media tarde del día siguiente, cuando la chiquillería brincaba en el patio buscando la merienda, y sin querer recordé mis años de colegio con una extraña inquietud interior. Me liberé observando las cementadas que tapaban los, en otra época, muros de piedra y, aun así, valorando que casi nada hubiera cambiado en aquel anquilosado pueblo. ¿O es que todo se renueva para reiterarse, como los días y las noches, como las estaciones, como las hojas de los árboles y el propio desconsuelo recogido tras las vidrieras de las ventanas? Por un segundo pensé que daba igual. Pero solo fue un segundo.

Carmela, la mujer que hacía la casa por horas, abrió.

—Pasa —dijo, alisando el delantal con las manos—, que hace frío.

Cerró con rapidez y me entregó un sobre cerrado, sin más. Yo, al cogerlo y preguntar, me fijé en su mirada cansada y en las arrugas de la frente, como si quisiese leer en ellas las huellas del ánimo, tan vencido.

—Tu madre, que ha estado dándole toda la mañana —aclaró, con su hablar desenvuelto—. Me dijo que te la entregase cuando vinieses y enseguida cogió camino a la iglesia.

—¿A la iglesia? ¿Desde cuándo tiene tanta devoción?

—Desde que murió tu padre. Le ha dado por ahí.

—¿Y a ti?

—¡A mí, con lo que tengo que hacer, no tengas miedo que se me peguen esas historias! Ahora que si ella tiene un trato con el de arriba, no lo sé. ¿Y a ti cómo te va?

—Vamos tirando, que ya es bastante.

—Con esa cabeza pelada no sé no sé —advirtió, mientras con la punta de los dedos me retiraba con delicadeza alguna mota de la solapa.

—También a mí me ha dado por ahí.

—¡Como a los locos y a los enfermos! —soltó—. Tal cual. Porque mucha pinta de sano no tienes, perdona que te lo diga.

—Son las horas que paso con luz artificial —me justifiqué.

—Seguro que sí —soltó, dudando, mientras se iba hacia la cocina—. Siempre te lo he dicho, Carlos, como sigas estrujándote los sesos de esa forma, dándole tantas vueltas a todo, aún tendremos que sacarte en una carretilla al sol para airearte y que te recuperes. ¡Vaya si tendremos!

Sonreí y, rápidamente, dije:

—Carmela, una pregunta. ¿Tú conocías bien a mi padre?

Ella se detuvo y, sin siquiera volver la cabeza, medio protestó:

—Eso ahora no viene a cuento.

—¿Pero lo conocías o no? —insistí.

—¡A tu padre, que en paz descanse, ni Cristo bendito lo conocía! —exclamó, justo antes de desaparecer por la puerta. Desde el otro lado aún pude escuchar—: ¡No se dejaba! ¿O es que ya no te acuerdas de lo retorcido que era?

El timbre sonó claro. Noté que el pulso se me aceleraba al oír unos pasos que se aproximaban por el recibidor. Sabía que era ella porque llevaba días merodeando alrededor de la casa, anotando la hora exacta a la que se encendían y apagaban las luces, a la que se iba su marido y a la que llegaba la criada para arreglar las cosas que, quizás sin percatarse, el discurrir diario descoloca. En ese momento estaba sola y yo disponía de diez minutos para hacer lo que había ido a hacer, para conseguir lo que una mente necesita para seguir arrastrándose por el barrizal de la existencia. Por eso le di otro repaso a la calle y comprobé que no había un alma. Incluso las ventanas de las casas próximas estaban cerradas. Pensé entonces que no habría testigos. Mejor así.

Tampoco los necesitaba.

Supuse que me observaría por la mirilla de la puerta blindada y que, cogida de improviso, se sorprendería al verme. Porque tenía claro que, a pesar de los años, de los kilos de menos, de la ridícula gorra que cubría mi cabeza y de la costra vital que se le había pegado a visitante tan inesperado, me reconocería enseguida. Entonces abriría y yo diría: «Hola, Ana, ¿cómo estás?». Así lo había pensado, así me había imaginado durante años la inevitable escena de reencuentro a la que tenía derecho después de negarme a asistir a su, al parecer, suntuosa ceremonia de boda. Y ella no podría hablar, no podría. Y nos miraríamos al fondo mismo de los ojos y a mí no me importarían ni las insolentes arrugas de la aradura del tiempo en su rostro ni el cabello enmarañado por haberla sacado del lecho tan de mañana, mucho menos que apareciera en salto de cama, en ordinaria bata de cuadros, o que, en ese momento, no se alegrase de verme. «¡Ana, Ana, Ana!», repetiría entonces mi pensamiento hasta, casi, estremecerme, para un instante después entregarme entero y sin recato a proclamar: «Aquí estoy. Aquí me tienes».


Me fui a pie por el camino sintiendo el aire frío en las orejas y dispuesto a que mi madre me diera una explicación a su proceder huidizo. Al entrar en la capilla, el olor a cera quemada y la mística luz de las velas encendidas provocaron en mí una avalancha de recuerdos. Y me vi de monaguillo, cuando ayudaba al viejo cura en misa por pura obligación y sin ningún fervor y, ya en la sacristía, me zampaba las hostias sobrantes mientras le echaba una mano para quitarse la casulla de terciopelo fucsia y le servía otro trago, este de un licor en garrafa que alguna devota feligresa había tenido a bien regalarle para agasajarlo y ganar indulgencias para la vida eterna. Después, aún con la boca llena, tengo muy presente la reiterada escena de despedida en la que don Eustaquio estiraba el brazo y yo dejaba en el dorso de su mano un amago de beso que él acompañaba con un «Vete en paz» que me liberaba para ir al banco del altar mariano donde mi madre me esperaba.

Sucede a veces que despiertas los recuerdos que dormitan en tu mente con una simple imagen o con un aroma que posee un vigor tan insospechado que te obstruye el pensamiento. Al principio, esa sensación de ceder ante una fuerza interior, desconocida y que no controlas, parece una debilidad, pero luego, una vez sumergido en la evocación, es como si los hechos reviviesen para confirmar que efectivamente has tenido una existencia y mostrar un algo vital y estimulante que a lo mejor en ese instante te falta. A mí me pasó precisamente así. Y por mucho que fuese la constatación de un tiempo perdido que no iba a recuperar, por lo menos me sentó bien saber que aquel calvario misado no había dejado en mí mayor legado que el olor a cera derretida.

La localicé arrodillada en el mismo banco, delante del mismo altar y con la misma actitud sumisa ante una Virgen de los Dolores estirada y con expresión condolida. Como en la iglesia no había nadie más, caminé despreocupadamente hacia ella y me senté a su lado. En cuanto se dio cuenta de mi presencia, doña Carlota se santiguó y se sentó también.

—¿Era necesario? —la acusé, mostrando el sobre aún cerrado.

—Sí —susurró, quizás para no incomodar el ambiente recogido, quizás para que los santos no la oyesen—. Lo escrito permanece, lo hablado se pierde. Ahí está la respuesta a tu pregunta.

—Como quieras —concedí.

—Tú ya no rezas, ¿verdad? —soltó entonces de forma inesperada.

La miré con recato, comprendiendo cuánto de odioso puede tener, a veces, la curiosidad de una madre.

—Eres muy joven para unas cosas —indicó—, pero pareces muy viejo para otras.

—¿A qué te refieres?

—A nada —respondió. Pero enseguida cedió—: A lo que intentas.

—¿Qué crees que intento?

—Si no lo sabes tú…

No repliqué. «¿Para qué?», pensé. Ella insistió:

—¿Pero sabes dónde te metes?

—Mira, ma, Serafín tiene un pasado y quiero…

—¡Todos tenemos un pasado, Carlos! —me atajó, cogiendo la manga de mi gabán con la mano y con una extraña tensión en la voz—. Pero lo pasado pasó. ¡Y por mucho que queramos no podemos cambiarlo!

—Pero yo no quiero tenerle miedo. Su pasado es el mío. Y también el tuyo y el de toda la familia. Por eso…

—¡Eres tan terco como él! —exclamó, y apartó de mí la mirada, consciente de que me dolería la comparación.

—Yo soy terco y tú te escondes en la iglesia —repliqué—. ¿Qué es peor?

—A mi edad ya no estoy para hacerles caso a los que juzgan lo que hacen los demás con su tiempo —dijo, ahora con calma—. Y tú, hazme el favor, no seas de esos. No me ha resultado fácil, pero en esa carta está cuanto sé, que no es mucho. Ahora que, antes de meterte en líos y abrirla, deberías pararte a pensarlo.

—Está pensado y no hay vuelta de hoja, ma. No puede haberla.

Entonces, doña Carlota, como desarmada por mi determinación, aun deseando reprenderme, se arrodilló de nuevo, inclinó la cabeza, flexionó los codos y entrecruzó los dedos. Ya fuese presentimiento o no, el caso es que allí, a su lado, creí percibir en ella un extraño temblor, algo así como si apenas pudiese contener las ganas de llorar. Pero no me atreví a mirarla a los ojos, ni siquiera a agradecerle ese comportamiento con un gesto de cariño o una palabra amable. Me levanté y me fui de la iglesia dispuesto a acelerar la búsqueda.

No sé si es vicio o deporte, no sé si es cosa mía o hay más insensatos en el mundo que lo hagan. Tampoco importa. El caso es que desde muy crío —hace tanto tiempo que no recuerdo la primera vez— tengo esa manía: contar con los ojos cerrados cuando estoy confuso. Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho… En voz alta o interiormente, pero siempre mientras camino, mientras pienso, mientras siento. Mientras. Incluso en la calle o subiendo o bajando escaleras. Incluso en la bicicleta. Es peligroso, ya lo sé. Como aquella vez en el dentista, cuando intentaba olvidar lo mal que lo había pasado dentro. Eran diez escalones de madera y me fracturé el codo izquierdo en la caída. No fue nada. No tuvo importancia. Fui feliz con aquel dolor superpuesto al de las tenazas que, desde la raíz, me había zarandeado el cerebro.

Por eso cuento. Cuento como si para aliviar un dolor no hubiera mejor calmante que buscar en el oscuro abismo un dolor infinitamente mayor.

Hijo:

No sé lo que intentas, pero vaya por delante que no será nada bueno ni te hará ningún bien lo que encuentres en el pasado.

Me preguntaste tan de improviso por mi marido, tu padre, que no acerté a contestar. Aunque pienses lo contrario, delante de ti me costaba no sabes cuánto echar fuera las palabras. No sabía lo que podían dar de sí. Por eso, esta mañana me he puesto a escribir, ya que tú tenías prisa y yo lo necesitaba. Como oyes, lo necesitaba, porque una vez que pones una semilla en el pensamiento hay algo que sin remedio crece en él, hasta brotar o pudrirse. Yo, aunque no quisiera, lo tenía todo ahí metido y tú has venido a despertarlo.

Asesino, sí. Le llamaron asesino a Serafín y a él ya no le importó, porque estaba en el nicho, y que lloviese. Si lo piensas bien era típico en él eso de no hacerles caso a los demás. Lo llevó hasta la sepultura. A mí la noticia me llegó más tarde, y me llegó muy adentro, pero lo callé como hicisteis todos. Es algo que os tengo que agradecer a ti y a Sarita, que cuando llama nunca se le ocurre maltratarme con eso. Pero ahora, por sorpresa, decides volver atrás. ¿Por qué? ¿Hay algo que no sé y que me quieres ocultar?

Pensarás que le estoy dando muchas vueltas. Seguramente. Por eso iré al grano y que sea lo que Dios quiera.

¿Fuiste tú el hijo de un asesino y yo su mujer? No lo sé, respondí, y esa es la verdad. Pero mi verdad, la única que quiero creer y que nunca por nada del mundo quisiera cambiar, es que no. No. Y si tú ahora quieres revolver en lo que ya no importa o en lo que nadie quiere recordar, allá tú. Por mí, a pesar de la desazón que me consume desde que me lo dijeron, deja las cosas como están, deja a los muertos en paz. Pero como veo que ya has tomado una decisión, lo único que puedo contarte es un secreto de aquellos tiempos que sigue conmigo.

Antes de nada debo decir que tu padre siempre me trató bien. Siempre. Gracias a él he podido estudiar y he tenido una vida no digo que feliz, porque sería del género bobo hablar así, pero sí llevadera. Ahora, pasados los setenta, puedo decirlo bien alto. Me llevaba diecinueve años e hizo a un tiempo de esposo y de padre, lo que no sé si es bueno o no.

De Serafín, ¿qué te voy a decir que no sepas? Era un hombre distante, no diría que amargado, pero sí esquivo y arisco con el mundo. Porque ya lo veías tú mismo, él nunca hablaba de lo que pensaba ni se dejaba llevar por los sentimientos. Supongo que ser un mutilado de guerra deja algo más que una paga. Y siendo como era de pocas palabras, tenía su carácter y a él nos acostumbramos todos, incluso los vecinos. Pero como por ese lado no te descubro nada, te voy a contar algo que a lo mejor te interesa.

Dándole vueltas a esa acusación, sin estar en absoluto segura de si es verdad o no lo que aquel viejo le llamó, solo hay un hecho en mi memoria con el que puedo relacionarlo y que sucedió en una época de su vida. Hablo de la guerra. Queda muy lejos, está claro, pero es lo único que puede tener algo que ver. Como comprenderás, yo en aquella época estaba como quien dice naciendo y nada puedo contar de primera mano, pero él ya rondaba los veinte. Con veinte años y guiado como otros por don Evaristo, el viejo alcalde, Dios no lo quiera, pero… ¡quién sabe de lo que fueron capaces en aquellos días! Ese es mi único temor. Y me explico.

Es posible que hayas oído hablar alguna vez de las «patrullas del amanecer». Yo me enteré de que existían un día, al poco de casarnos y por pura casualidad. Resulta que por nuestra casa, entonces vivíamos en el barrio de Piñeiro, en un piso de alquiler, apareció don Evaristo, por sorpresa, que nos traía un regalo de boda muy envuelto. A él no lo habíamos invitado y… Por lo menos a mí me extrañó su visita. Mientras ellos hablaban yo me fui a la cocina a prepararles un café y, desde allí, escuché malamente algo de lo que decían. Serafín se resistía a aceptarlo, no lo quería de ninguna manera, y después de una breve conversación todo acabó en una discusión en la que el alcalde le recordó algo así como lo que habían sido y lo que habían hecho de jóvenes, exigiéndole callarlo todo. El qué no lo nombraban, por si yo los escuchaba. Entonces, Serafín le levantó la voz y el alcalde se enfureció de verdad, tanto que insistió en recordarle la que llamó «nuestra patrulla».

Nuestra patrulla, sí, esa fue la frase que oí mientras fuera de sí, como un demente, lo obligaba a aceptar el regalo. Una patrulla nocturna de la que al parecer él, Serafín, formaba parte. Por lo visto quería que todo volviera a ser como antes entre ellos, que recuperasen la amistad, porque lo sucedido no pasaba de ser un trabajo más, tan necesario como muchos de los que al parecer se habían llevado a cabo para limpiar el país de rojos. Eso dijo don Evaristo. Eso fue lo que oí. Además, recuerdo lo de la patrulla porque Serafín siempre tuvo pesadillas, pero siempre, y en ellas nombraba algo de eso y gritaba cosas que yo no entendía. Luego despertaba, angustiado, sudando, y ya no volvía a dormirse en toda la noche. Se iba al cobertizo y allí se encerraba para enredarse en cualquier tarea pendiente, como si quisiera o intentara olvidarlo todo. No sé si lo logró, como tampoco sé nada del pasado, del que he preferido no hablar con nadie, y todo porque ese mismo día, una vez que don Evaristo se marchó sin ni siquiera tomar el café, me acerqué y quise preguntarle. Más que nada por saber. Buena la hice. Se alteró de tal forma que nunca más volví a tener ganas de atizar esas brasas. Y el regalo aquel, recuerdo que estuvo todo el día sin abrir encima de la mesa, mientras él rezongaba alrededor.

Pero a la mañana siguiente ya había desaparecido. Por el barro que vi en sus botas supe que para Serafín la noche había sido demasiado larga. Supuse que lo habría llevado a Bouzuás y lo habría arrojado a una poza del pantano o algo por el estilo.

En fin, que si tu padre sufría por lo que habían hecho, lo hacía en solitario, y todo lo guardaba para sí. Por eso le colocaron ese mote que le fastidiaba y que tampoco a ti te ha gustado nunca. Pero el Hurón le iba perfectamente a su forma de ser. Y tú ya sabes que conmigo tampoco tenía mucha confianza como para contármelo. Hablábamos de algunos temas, sí, pero poco y sin llegar a ninguna parte, que era de los que ahorran hasta la saliva.

Y eso es todo. No se me ocurre nada más que pueda servirte. Mientras vivimos juntos tuvo el mismo comportamiento y nunca se metió en líos, te lo aseguro. Cobraba su paga y huía de casi todo el mundo. De ahí que nuestra vida fuera como fue, y vosotros, los hijos, aunque yo tratara de remediarlo, lo habéis pagado un poco.

Si Serafín hizo algo malo de joven o durante la guerra, lo hizo él y que Dios se lo perdone. Y si murió llevándose con él su pena, mejor así. Por lo menos hay que agradecerle que no se lo achacasen a toda la familia, ¿no crees?

Y ahora, hijo, ¿qué harás con esta poca cosa que, a pesar de todo, duele? ¿Revolver en el pasado?

Nadie lo merece, ni siquiera él. Y conste que yo misma he pensado en buscar al viejo ese y… No importa. Si en nuestro interior anida un sentimiento contradictorio ante tal insulto, piensa un instante lo que podía pasar por su cabeza. De haber algo, tu padre lo pagó bien pagado en los años que vivió, de eso estoy segura.

Esperando que todo te tranquilice y que me hagas partícipe de tus pensamientos, recibe un fuerte abrazo de tu madre.


—¿Qué haces aquí?

La pregunta, como un latigazo que cercenase los deseos más íntimos, barrió en décimas de segundo los retazos de pasión que hasta allí había acarreado. Aun así, lo reconozco, la vi hermosa. Hermosa a pesar de los años y la vida ociosa. Eternamente dotada de la belleza de una diosa de luz a la que día tras día la imaginación amante se encomienda para seguir adelante.

Hermosa, más que nada, por ser ella, mi Ana. Pero, también hay que decirlo, ya no poseía la sonrisa fresca de las tardes de diversión de cualquiera de aquellos veranos que yo, insistentemente y en lo más profundo, nunca he dejado de recordar. Quizás fue por eso por lo que no le tuve en cuenta el inesperado interrogante.

—Si Evaristo sabe… —añadió.

—No tiene por qué —solté, sin haberlo previsto.

—¿Qué quieres, Charly?

En ese instante, mientras me envolvía con la fragancia de aquel viejo nombre puesto en sus labios, como un cálido abrazo después de una travesía por el riguroso invierno, pensé en que por fin tenía la oportunidad de decirle que era ella, únicamente ella, la mujer que, excepto físicamente, siempre ha paseado a mi lado, siempre ha comido en mi mesa, siempre ha calentado mi cama y me ha acompañado en cada paso equivocado que daba por la frialdad de aquella estación en la que, con los años y sin remedio, este temeroso pajarillo sin afecto había caído al no tenerla cerca. Siempre. Siempre y con ternura. Y no sé cómo llamar a algo así.

Tengo que decir que no soy una persona atrevida, ni siquiera con las palabras, pero ella representaba el bocado que me sostenía, el placentero refugio que, a solas —porque era así, a solas y con su imagen tejiendo por dentro en la languidez de las horas—, me daban las eximias lecturas o las efímeras músicas con las que tranquilamente me abandonaba en el estudio para mantener vivo ese callado anhelo. Por eso estuve a punto de soltarle, por primera e inusitada vez, que en la vida solo había sentido un único y esencial amor, el suyo. Y sería tan fácil hacerlo que pensé en responder a su pregunta con un taxativo «A ti», y después añadir «Te quiero a ti, Ana». Pero opté por cerrar los labios y tragar la saliva que incómodamente se me había acumulado en la boca, eso antes de preguntar lo que tenía pensado y que no le iba a perdonar, porque no podía, porque ya constituía el norte de mi existencia y porque, realmente, solo había venido a saciar esa sed.

—¿Qué harías si supieras que no te queda nada de vida?