CAPÍTULO 36
Aún no había acabado las bayas de espino azucaradas cuando el taxi se detuvo en el pasaje Qinghe. Tiró el palo a una papelera. A unos cuantos metros, un loco se reía solo y sostenía una bolsa de plástico por encima de su cabeza como si fuera una capucha. Chen no vio a nadie cerca del edificio de Guan. Los agentes de Seguridad Interior estarían apostados frente a su propia ventana. Al subir a la habitación de Guan, no se cruzó con ningún vecino. Era un viernes por la noche, todos miraban una popular telenovela japonesa sentimentaloide sobre una chica que fracasaba en su lucha contra el cáncer. Su madre le había hablado de la serie. La gente estaba cautivada, pero Guan no.
No habían cambiado la cerradura de su puerta. Todavía tenía la llave. Entró y se encerró. No encendió la luz, tan sólo sacó una linterna y se quedó parado en medio de la habitación. Sabía que quería encontrar algo, un elemento que fuese decisivo para el desenlace final de la investigación. Si en algún momento había estado ahí, podía haber desaparecido. Tal vez Wu había venido a la habitación, lo había encontrado y luego eliminado. ¿No había visto una de las vecinas a un hombre salir de la habitación de Guan? Quizá tendría que haber buscado más a fondo o haber recurrido a un experto forense, pero estaban faltos de personal, por lo que no le pareció que mereciera la pena. Aquella habitación no tenía escondrijo alguno.
Si Guan hubiera querido ocultarle algo a Wu, ¿dónde lo habría metido? Cualquier fisgón habría rebuscado en la mesa y en los cajones, golpeado en las paredes, dado vuelta a la cama y peinado cada libro y revista. El inspector jefe Chen ya había mirado en esos lugares tan evidentes. Dejó vagar su linterna por la habitación sin dirigirla de manera consciente. «Un esfuerzo sin esfuerzo», como recomendaba el Tao Te Ching. El haz de luz acabó por inmovilizarse en la fotografía enmarcada del camarada Deng Xiaoping colgada en la pared. No sabía por qué se había detenido en este punto. Se quedó mirando el retrato iluminado. Era una imagen de tamaño exagerado para la habitación, aunque no era tan extraño tratándose del retrato de un dirigente nacional. En realidad, era el tamaño estándar. Él tenía uno semejante en su diminuto despacho. Chen se había formado una buena opinión del camarada Deng Xiaoping. Por muchas críticas que se le pudiera hacer, era innegable que China había hecho enormes progresos siguiendo la orientación del veterano dirigente en materia de reformas económicas y, en cierta medida, políticas. En la última década se habían producido grandes cambios en diversos aspectos de la vida cotidiana del pueblo, incluso en la manera de colgar los retratos oficiales.
Durante la época de Mao, era una obligación política tener en casa un inmenso retrato del Presidente y rezar frente a él por la mañana y por la noche. Chen recordó los versos familiares de una ópera moderna de Pekín: «Frente al retrato del camarada Mao, me siento lleno de renovadas fuerzas.» Así que tuvieron que diseñar un marco especial, dorado, acorde con la figura divina de Mao, pero no ocurrió lo mismo con Deng. Al jubilarse, se había definido a sí mismo como un «miembro más del Partido», o al menos eso decían los periódicos. Tener el retrato de Deng en el salón de casa ya no era una obligación política. El marco de la habitación de Guan estaba adornado con un delicado dibujo en relieve de un ligero tono rosado. Era posible que ella lo hubiese escogido para una fotografía suya y que más tarde lo hubiera destinado a Deng. Posaba sentado en un sillón, sumido en una profunda reflexión, vestido con el clásico traje Mao gris de cuello cerrado, sosteniendo un cigarrillo, con una enorme escupidera de bronce a sus pies y un mapa de China a sus espaldas. Sin embargo, esas profundas arrugas en la frente… Nadie podría decir qué sucedía más allá de aquellos surcos que atravesaban el semblante del veterano dirigente.
Chen acercó una silla a la pared y se encaramó encima. Descolgó el retrato enmarcado, lo puso en el suelo y le dio la vuelta. El marco estaba sujeto en el reverso con unos cuantos ganchos. Chen los soltó fácilmente y sacó con cuidado el fondo de cartón. Apareció un montón de fotografías envueltas en papel de seda. Chen las cogió y las desplegó sobre la mesa. Se las quedó mirando, o ellas lo miraron a él. Las primeras mostraban a Guan, desnuda o semidesnuda, posando en posturas complicadas, según composiciones hábilmente estudiadas para conseguir diversos efectos: con su pelo largo cubriéndole los pechos; el cuerpo en parte envuelto con una toalla o, aún más espeluznante, con un ejemplar del periódico donde salió la fotografía en que recibía el galardón de trabajadora modelo de rango nacional. Una de ellas llamó poderosamente la atención del camarada inspector jefe Chen: la que mostraba una imagen de Guan tendida y desnuda sobre una alfombra marrón junto a una chimenea, cuyas llamas crepitantes iluminaban las curvas de su cuerpo. Tenía las manos esposadas en su espalda, estaba amordazada y con las piernas abiertas de par en par. Chen reconoció la chimenea de mármol verde que había visto en el salón de la casa de Wu. En las demás se veía a Guan con Wu, los dos totalmente desnudos. Seguramente, se habrían tomado con un mecanismo automático. En una Guan aparecía sentada sobre sus piernas, y sonriendo a la cámara con gesto nervioso. Sus manos alrededor del cuello de Wu, y las de él en sus pezones. En la siguiente, Guan se había girado y él le sostenía las nalgas con ambas manos. Desde ese ángulo, el vello púbico de Guan tenía la forma de una T y sus pies desnudos parecían enormes. El resto era un compendio de diferentes posturas del acto sexual: Wu penetrándola por detrás, su miembro hundido en la curva de su trasero mientras su mano libre le sujetaba los pechos con forma de peras. En otra, Guan se arqueaba bajo el cuerpo de Wu, con sus brazos estrechándole la espalda, la cara vuelta de lado hacia la almohada, tensa por el orgasmo, y las piernas sobre los hombros de Wu mientras la penetraba. Chen quedó atónito al ver una fotografía de Guan con otro hombre encima de ella, posando con un gesto de obscenidad bien estudiada. La cara del hombre quedaba medio oculta en la oscuridad, pero no era Wu. Guan estaba tendida de espaldas con las piernas abiertas y los ojos cerrados, como en pleno éxtasis. Luego seguía una serie de fotografías de Wu con otras mujeres, en la cama, sobre la alfombra, frente a la chimenea o en el suelo, en diversas poses que iban de lo erótico a lo obsceno. En alguna, Wu hacía el amor hasta con tres mujeres. Chen creyó reconocer a una de las chicas, una estrella de cine que había interpretado el papel de una hábil cortesana de la dinastía Ming. Posteriormente, reparó en unas palabras escritas en el dorso de aquellas fotos.
«14 de agosto. Entre el éxtasis y el desmayo de miedo. Se quita las bragas en cinco segundos. Penetración vaginal por detrás.
23 de abril. Una virgen, ingenua y nerviosa, sangra y grita como una cerda y luego se retuerce como una serpiente.
Una santa en la pantalla, pero una zorra en privado.
Se desvanece durante el segundo orgasmo, literalmente. Se queda fría, como muerta.
Ha tardado dos minutos en volver en sí.»
La última fotografía también era de Guan: con el rostro enmascarado, encadenada a la pared, totalmente desnuda, mirando a la cámara con una mezcla de inquietud e impudicia.
¿Un modelo para una máscara o una máscara para un modelo? En el dorso había una breve anotación: «Una trabajadora modelo de rango nacional, tres horas después de pronunciar un discurso en el salón del Ayuntamiento.» El inspector jefe Chen sintió asco. No quiso seguir leyendo. No era de esos hombres que se apresuran a pronunciar juicios morales. A pesar de los principios neoconfucianos que el malogrado profesor Chen le había enseñado, no se consideraba un hombre conservador ni un mojigato. Sin embargo, esas fotografías, junto con los comentarios, eran demasiado para él. De pronto tuvo la vivida imagen de Guan tendida en aquella cama dura, gimiendo, arqueándose para recibir la embestida del hombre, retorciéndose debajo del retrato enmarcado del cantarada Deng Xiaoping, sentado y reflexionando sobre el futuro de China. Se oyó a sí mismo gruñir. Todo aquello parecía irreal. Por fin el inspector jefe Chen había encontrado lo que le había costado tanto descubrir: el móvil del crimen.
Ahora todo empezaba a encajar. Hacia el final de su relación, Guan se había apoderado de las fotografías que Wu había usado contra ella, pero que ella usaría más tarde para amenazarlo. Guan era consciente de que esas fotografías podrían destrozarlo, sobre todo en el momento de su posible ascenso. Sospechaba que Wu intentaría recuperarlas, y por eso las había escondido. Sin embargo, no había valorado en su justa medida la desesperación de Wu, y eso fue lo que le costó la vida. La carrera política de su amante se encontraba en un momento decisivo. Dado el estado de gravedad de su padre, sería su última oportunidad de ascenso. Destapar un asunto escandaloso o divorciarse lo echaría todo a perder. No le quedaba otra alternativa: silenciar a Guan para siempre era su única salida. Ahora Chen sabía por qué Wu Xiaoming había cometido el crimen. El inspector jefe Chen se guardó las fotos en el bolsillo, volvió a colgar el retrato de Deng y apagó la linterna.
Al mirar hacia fuera, vio a un hombre solo que merodeaba por la calle, proyectando una larga sombra hasta la otra acera. Chen decidió dejar el pasaje tomando una salida secundaria que conducía a un callejón situado sólo una manzana del cine Zhejiang. Una multitud, justo en ese momento, salía de la sala mientras comentaba el documental que se acababa de proyectar sobre las reformas económicas en Shenzhen. Se le pedía al pueblo que fuera a ver la película como parte de su educación política. El estreno debía interpretarse como un giro radical en la política del gobierno. Chen caminó entre la multitud.
—No es sólo por placer que el camarada Deng Xiaoping ha viajado a Shenzen por segunda vez.
—Claro que no. La zona económica especial está en el punto de mira de los viejos conservadores.
—Ellos dicen que China ha abandonado el camino al socialismo.
—¿Capitalista o socialista? Eso a nosotros nos da igual siempre y cuando podamos comer tres veces al día. ¿Qué nos importa?
—Y el viejo Deng os ha cambiado la dieta. Ahora tenéis pato, pollo y pescado en vuestros platos, ¿verdad?
—Sí, en realidad se trata de eso. Los marxistas somos materialistas y estamos orgullosos de ello.
Se percibía la diferencia en cómo la gente normal y corriente hablaba de política en la calle. El camarada Deng Xiaoping se había convertido en «el viejo Deng». En los años setenta, se encarcelaba a quienes dijeran «el viejo Mao». En la Oficina Chen también se había enterado del reciente viaje de Deng al sur. Quizá fuera el preludio de otro giro político radical, pero en ese momento le costaba pensar en ello. En la cabeza sólo tenía a Guan, cuyo drama personal le era más cercano que todos los dramas políticos. Al comienzo de su investigación, Chen había considerado a Guan como una pobre víctima, una estatua de alabastro destruida por un golpe violento. No cabía duda de que lo era: el 11 de mayo de 1990 había sido asesinada por Wu, aunque con anterioridad, la política ya había hecho de ella una víctima. No había sido una estatua inocente y pasiva. Ella era, en parte, responsable de su propia destrucción. De la misma manera, él, joven universitario que soñaba con una carrera literaria, ahora se había convertido en el inspector jefe Chen. Se estremeció con sólo pensarlo. Según la filosofía existencialista, no tomar una decisión es, en sí mismo, una manera de optar por algo. Guan podría haberse casado con el ingeniero Lai, o con otro hombre. Habría sido una ama de casa como las demás, que regateaba el precio de las cebolletas en el mercado, que hurgaba en los bolsillos de su marido por la mañana, que reivindicaba su espacio en la cocina común…, pero aún viviría, como todo el mundo, ni demasiado bien, ni demasiado mal. Sin embargo, la política no le permitió tener una vida personal. Con todos los honores que se le rendían, un hombre normal y corriente no podría haber aspirado a ella: jamás tendría valor suficiente para su posición o sus ambiciones. Guan no podía bajar del pedestal para ligar con un hombre en una parada de autobús o coquetear con un desconocido en un café. Además, ¿qué hombre habría querido casarse con una mujer que le diera sermones políticos hasta en la cama? Entonces conoció a Wu Xiaoming, y creyó haber encontrado en él una respuesta. También se aferraba a la esperanza de mantenerse vinculada al poder a través de su relación con él. En el terreno político, una alianza como ésa podría haber dado buenos resultados. Una pareja modelo en la tradición de la propaganda socialista ortodoxa, el amor basado en la comunión de los ideales comunistas. Su relación con Wu se le presentaba como su última oportunidad para alcanzar la felicidad personal y realizar sus ambiciones políticas. El único problema era que Wu estaba casado y que no quería divorciarse de su mujer para comprometerse con Guan.
La decisión de su amante tuvo que destrozarla. El dolor estaría a la altura de su pasión. Ella le había dado todo, o al menos eso era lo que creía. Cuando todo lo demás falló, recurrió al chantaje, volviendo el arma de Wu en su contra. Desatada una crisis, algunas personas luchan con cualquier medio a su alcance, limpio o sucio, y el inspector jefe Chen podía entenderlo perfectamente. ¿O quizá Guan había sucumbido a una pasión que jamás había experimentado? Tal vez se entregó a ella porque no había aprendido a sobrellevarla. Acostumbrada a usar una máscara, llegó a creer que ésa era su verdadera identidad. Sabía que era políticamente incorrecto enamorarse de un hombre casado, pero se había convertido en una mujer indefensa que gemía tras la máscara, con las manos y los pies atados. Quizá sintiera por primera vez una pasión que la desbordaba, que daba un nuevo sentido a su vida y que debía conservar a cualquier precio. El inspector jefe Chen se inclinaba más bien por la segunda hipótesis: Guan Hongying, la trabajadora modelo de rango nacional, se habría dejado llevar por la pasión. Posiblemente, nunca llegaría a descubrir la verdad.