CAPÍTULO 29
Lo despertó el timbre del teléfono.
—¿Diga?
—Soy yo, Wang Feng. Sé que es tarde, pero tengo que verte.
La voz ansiosa de Wang parecía cercana, como si estuviera en el piso de al lado, aunque al mismo tiempo sonaba lejana.
—¿Pasa algo? No te preocupes, Wang —dijo Chen—. ¿Dónde estás?
Miró su reloj. Eran las doce y media. No esperaba una llamada de Wang, menos a esa hora.
—Estoy en la cabina de teléfono que hay al otro lado de la calle.
—¿Dónde?
—La puedes ver desde tu ventana.
—¿Y por qué no subes?
Había una cabina de teléfono en la esquina, moderna y bastante reciente, donde se podía llamar con monedas o tarjetas.
—No, baja tú.
—De acuerdo, bajo enseguida.
No la había vuelto a ver desde aquella noche, por lo que era comprensible que no quisiera subir. Debía de tener graves problemas. Se puso el uniforme, agarró el maletín y bajó corriendo las escaleras. "Mejor ir vestido así, solo a esa hora de la noche", pensó mientras terminaba de abrocharse. Se abalanzó hacia la cabina, pero no había nadie, ni allí ni en la calle. Estaba confundido, aunque decidió esperar. De pronto, comenzó a sonar el teléfono de la cabina. Lo miró durante unos segundos antes de caer en la cuenta de que quizá sonaba para él.
—Hola —dijo—.
—¡Gracias a Dios! Soy yo, Wang Feng. Temía que no lo cogieras.
—¿Qué te ha pasado?
—A mí, nada, pero ha ocurrido algo. Esta tarde los funcionarios de tu oficina me han negado la solicitud del pasaporte. Estoy muy preocupada por ti.
—¿Por mí?
Parecía una incoherencia. Le habían negado un pasaporte a ella, si bien eso no era un motivo para que se preocupara por él. ¿Tan duro había sido el golpe que Wang había perdido su habitual compostura?
—Mencioné tu nombre, pero los agentes sólo me miraron fijamente. Uno de ellos comentó que te habían suspendido… Te llamó entrometido incapaz de cuidar de tus propios asuntos.
—¿Quién dijo eso?
—El sargento Liao Kaiju.
—¡Hijo de…! No le hagas caso a ése. Es un mierdecilla. No soporta que me hayan nombrado inspector jefe.
—¿Pasa algo con la investigación de Guan?
—No, aún no hemos llegado hasta el final.
—Estoy muy preocupada, Chen. Tengo unos cuantos contactos, y esta noche he hecho unas llamadas. Puede que el caso sea más complicado de lo que crees. Algunas personas muy importantes se lo han tomado como un ataque deliberado contra los revolucionarios de la antigua generación, y a ti te consideran un representante de los reformistas liberales.
—Eso no es verdad. Ya sabes que no me interesa la política. Es un caso de homicidio, nada más.
—Ya lo sé, pero no todos piensan igual. Me he enterado de que Wu está ocupado en Beijing, y conoce a mucha gente allí.
—No me sorprende.
—Algunos se han quejado de tus poemas, los han compilado y ahora dicen que son políticamente incorrectos, que son una prueba más de lo poco fiable que eres como miembro del Partido.
—Es indignante. ¡No veo qué tiene que ver la poesía con todo este asunto!
—Te daré un consejo si es que me lo permites —prosiguió sin esperar su respuesta—: deja de arremeter contra un muro de ladrillos.
—Aprecio tu consejo, Wang, pero solucionaré mis problemas. .., y los tuyos también.
Siguió un breve silencio. Chen sentía su respiración agitada al otro lado del teléfono. Luego, Wang habló con la voz teñida de emoción.
—¿Chen? —¿Sí?
—Suenas muy cansado. Puedo ir a verte. Es decir, si te parece bien.
—¡Oh!, sólo estoy un poco cansado —dijo casi como un acto reflejo—. Me hace falta dormir bien una noche. Creo que es lo único que necesito.
—¿Estás seguro?
—Sí, te lo agradezco mucho.
—Entonces, cuídate.
—Tú también.
Después de colgar se quedó parado junto a la cabina. No tenía ni idea de cómo solucionar sus problemas, por no hablar de los de Wang. Pasaron dos o tres minutos y el teléfono no volvió a sonar. Por algún motivo, esperaba lo contrario. El silencio lo decepcionó. Se quedó muy preocupado por su destino. Lógicamente, una periodista como Wang era sensible a los cambios de actitud en las personas. El sargento Liao había prometido echar una mano cuando Chen era una estrella en ascenso, pero con los problemas había cambiado de opinión. A sus ojos, la carrera del inspector jefe estaba prácticamente acabada.
Salió de la cabina. Ya no hacía ese calor insoportable en la calle. La luz de la luna se desplazaba suavemente a través del follaje. Chen no estaba de humor para volver a su piso. Muchas cosas le rondaban la cabeza. Se encontró paseando sin rumbo por la calle desierta, y de repente, se percató de que caminaba en dirección al Bund. En el cruce de la calle Sichuan, dejó atrás un edificio de ladrillo de dos plantas. En tiempos de la Revolución Cultural pertenecía al Instituto Yaojing, pero ahora ya no era una escuela sino un restaurante,El pabellón rojo, nombre que aludía sutilmente al lujo de Sueño en el pabellón rojo. Quizá era un solar demasiado valioso para una escuela. Resistió la tentación de entrar a tomar un café. No era una noche propicia para la nostalgia. Recortadas contra las luces de neón del restaurante, vio las siluetas de varias personas que cambiaban divisas a unos turistas. Una chica joven perseguía a una pareja de extranjeros mayores con un montón de yuanes en la mano. En sus tiempos de escolar, Chen y otros Pequeños Guardias Rojos habían sido asistentes de guardias de tráfico, persiguiendo las bicicletas sin matrícula o con asientos para bebés, que estaban prohibidos. En aquellos días actuaban como celosos voluntarios. Súbitamente apareció el río.
A orillas del Bund, el viento soplaba sobre el malecón y traía el olor penetrante del agua y de los muelles, una mezcla característica de Shanghai que le era familiar. Incluso a esa hora de la noche, seguían acudiendo allí parejas de jóvenes enamorados que paseaban de la mano o permanecían sentados como estatuas en la oscuridad. Antes de 1949, se decía de Shanghai que era una «ciudad sin noche» y que el Bund era «como los pliegues recogidos de una faja brillante». Se detuvo en el puente de Waibai. El agua olía a gasóleo y a residuos industriales, aunque estaba menos oscura, y reflejaba aquí y allá las luces de neón. Chen se inclinó contra la barandilla y miró hacia las aguas silenciosas. Un remolcador se acercaba al arco del puente. Intentó ordenar los pensamientos que lo agitaban. Se sentía aplastado, aunque no lo hubiera reconocido ante Wang. No por el caso, sino por su trasfondo político. Había una lucha interna del Partido de por medio. En su esfuerzo por sacar adelante sus reformas, Deng Xiaoping había ascendido a algunos jóvenes funcionarios del Partido, los llamados «reformistas», mediante una política de jubilación de cuadros. No representaban una amenaza grave en las altas esferas, pero sí para gran parte de los veteranos de rango inferior, de ahí que algunos se aliasen contra la reforma. Después de los acontecimientos del verano de 1989, Deng tuvo que apaciguar a esos viejos cargos, ya jubilados o a punto de jubilarse, y restablecer en cierta medida su influencia. Se había logrado mantener un cierto equilibrio. En la prensa del Partido había cobrado gran importancia una nueva consigna: «estabilidad política». Sin embargo, se trataba de un equilibrio inestable. Los veteranos eran sensibles a cualquier iniciativa de los reformistas, y la investigación dirigida contra Wu se interpretaba como un ataque contra ellos. Era la versión que Wu había divulgado en algunos círculos de Beijing. Con sus conexiones familiares, no le sería demasiado difícil provocar la respuesta que buscaba, una respuesta que, por cierto, ya estaba en marcha desde la Oficina del Comité de Disciplina, desde el Secretario del Partido Li y desde Seguridad Interior. Un veterano como Wu Bing, en coma y postrado con una máscara de oxígeno, debía permanecer como figura intocable, y eso incluía su mansión, su coche y, por supuesto, sus hijos.
Si Chen insistía en llevar las cosas a su manera, éste sería su último caso. Quizá todavía podía renunciar o quizá ya era demasiado tarde. Cuando uno figuraba en la lista negra, no había manera de salir de ella. ¿Hasta dónde llegaría el secretario del Partido Li para protegerlo? Probablemente, no muy lejos, ya que su caída también lo afectaría a él. Dudaba mucho de que Li, un político con experiencia, se pusiese del lado de un perdedor. Ya se había presentado una queja contra él para tapar el caso de Wu Xiaoming. ¿Qué es lo que le esperaba: varios años en un campo de reeducación en la provincia de Qinghai encerrado en una celda oscura, o una bala en la nuca? Tal vez estaba siendo demasiado dramático en este momento, pero estaba seguro de que lo expulsarían del cuerpo. La situación era desesperada, y Wang había intentado advertirle.
El aire de la noche era sereno y suave en la orilla del Bund. A sus espaldas, en la calle Zhongshan, estaba el Hotel de la Paz con su tejado rojinegro en punta. Alguna vez había fantaseado con la idea de pasar una noche en el jazz bar en compañía de Wang, con músicos que tocaran a la perfección el piano, la trompeta y la batería, 1 los camareros, con una servilleta almidonada en el brazo, servirían bloody manes, manhattans y vodka con kahlua… Ahora nunca tendrían esa oportunidad. Por algún motivo, no estaba demasiado preocupado por ella. Wang era atractiva, joven e inteligente, y tenía sus propios contactos. Con el tiempo, conseguiría obtener el pasaporte y el visado, y se marcharía en un avión japonés. Quizá su decisión de partir era la correcta, porque no había manera de saber qué futuro esperaba a China. En Tokio, vestida con un ancho kimono de seda, arrodillada sobre una estera y calentando una copa de sake para su marido, sería una mujer maravillosa, y como fondo cerezos en flor y el monte Fuji cubierto de nieve. Durante la noche, cuando una sirena calmase el vacío del insomnio, ¿pensaría todavía en él, allende los mares y al otro lado de las montañas? Recordó varios versos de Liu Yong, escritos durante la dinastía Song:
«¿Dónde me encontraré esta noche
despertando de la resaca…?
La orilla del río flanqueada por sauces llorones,
la luna cayendo, el alba asomando en una brisa
año tras año. Estaré lejos,
lejos de ti.
Todos los bellos paisajes se nos muestran,
pero de nada sirve.
¡Oh!, ¿a quién podré hablar
de este paisaje para siempre hermoso?»
Se habían invertido los papeles. En el poema, Liu era quien dejaba su amor atrás, pero en su caso, era Wang quien lo dejaba a él. Como poeta, el nombre de Liu era respetado en la literatura clásica china. Había vivido sin blanca, bebiendo, soñando y desperdiciando sus mejores años en los burdeles, hasta se decía que sus poemas románticos habían sido su perdición. Era un hombre despreciado por sus coetáneos, que no dudaron en denunciarlo con toda la indignación nacida del orgullo confuciano. Murió sumido en la pobreza, atendido por una prostituta pobre que se encariñó con sus poemas, aunque quizá esa compañera de sus últimas horas no fuera más que una invención, una gota de consuelo en una taza de amargura.
¿Volvería Wang, años más tarde, convertida en una mujer feliz y próspera? ¿Qué le habría sucedido a él entretanto? Ya no sería inspector jefe. Sería tan miserable como Liu. En una sociedad cada vez más materialista, ¿quién se fijaría en un ratón de biblioteca, un inútil que sólo sabía escribir unos cuantos versos sentimentales? Se estremeció al escuchar la melodía del carillón del enorme reloj en lo alto de las Torres de la Aduana. No la conocía, pero le agradó. En los tiempos del instituto, era una melodía diferente, dedicada al camarada Mao: «El Oriente es rojo». Los tiempos habían cambiado. Miles de años antes, Confucio había dicho: «El tiempo fluye como el agua del río». Aspiró profundamente el aire de la noche de verano, como si luchara contra la fuerza de la corriente. Luego se alejó del Bund y se dirigió caminando a la Oficina Central de Correos.
Situada en la esquina de las calles Sichuan y Chapu, permanecía abierta veinticuatro horas al día. Había un portero apostado en la entrada, incluso a esa hora de la noche. Chen lo saludó con un gesto de la cabeza. En el amplio vestíbulo había varias mesas de encina, donde los clientes podían escribir, pero sólo dos personas estaban sentadas, esperando frente a una hilera de cabinas para llamadas de larga distancia. Decidió sentarse ante una de esas largas mesas y se puso a escribir en una hoja con el membrete de la oficina. Justo lo que necesitaba. No quería que pareciera una cuestión personal. "Es un asunto serio en interés del Partido", pensó. Para sorpresa suya, las palabras fueron fluyendo de su bolígrafo en cuanto empezó a escribir. Se detuvo una sola vez, y se quedó mirando un cartel en la pared. Le recordaba otro, visto hacía muchos años: un pájaro negro cerniéndose sobre el horizonte con un sol naranja sobre el lomo. Por debajo de la imagen, dos breves versos:
«Lo que tiene que ser / será.
El tiempo es un pájaro / Se posa y alza el vuelo.»
Cuando acabó, tomó un sobre de correo certificado y se dirigió a un empleado somnoliento.
—¿Cuánto cuesta una carta certificada a Beijing?
—Ocho yuanes.
—De acuerdo —dijo Chen—.
Merecía la pena. Esa carta quizá fuera su última oportunidad. No le gustaba jugar, si bien tenía que hacerlo, aunque después de tantos años su valor fuese puramente ilusorio. "Un junco al que se aferra un hombre que se ahoga", meditó. El reloj acababa de marcar las dos cuando salió de Correos. Volvió a saludar al portero, que seguía inmóvil en la puerta y ni siquiera levantó la vista. Al doblar la esquina, una vendedora ambulante con una enorme olla de huevos cocidos al té en un infiernillo de carbón saludó efusivamente a Chen. El olor no le agradó y siguió caminando. En el cruce de las calles Tianton y Sichuan, divisó una torre de cromo y cristal cuya silueta se destacaba contra un fondo de callejones y casas siheyuan. Unas luces potentes iluminaban el perímetro de la obra mientras la hilera de camiones, equipos pesados y carretillas transportaban material para el edificio. Como muchas otras avenidas, Tianton había sido cerrada al tráfico a raíz del empeño de Shanghai por recuperar su posición de centro comercial e industrial del país. Intentó tomar un atajo cruzando por el mercado de Ninhai. Estaba desierto, salvo una larga cadena de cestos de plástico, bambú o mimbre, de diferentes tamaños y formas. La fila acababa ante un puesto de cemento, debajo de un cartel de madera en el que habían escrito con tiza«roncador amarillo». Era el pez más delicioso, en opinión de las amas de casa de Shanghai. Los cestos ocupaban el lugar de las virtuosas mujeres que, dentro de una o dos horas, vendrían a recogerlos y ocuparían, todavía somnolientas, su lugar en la cola. Había sólo un trabajador del turno de noche en el otro extremo del mercado. Con el cuello de algodón acolchado subido hasta las orejas, troceaba una masa enorme de pescado congelado frente a la instalación de frigoríficos. El atajo por el mercado no resultó ser una buena decisión, por lo que tuvo que seguir por otra calle lateral, y tardó más en volver a casa.
Evaluando su pasado, reconocía que muchas de sus decisiones habían sido errores, serios o triviales. Sin embargo, era la combinación de esas decisiones la que lo había convertido en lo que era. En ese momento, un inspector jefe suspendido, aunque no oficialmente, con un futuro político prácticamente acabado, pero al menos, había sido honrado y concienzudo en sus decisiones. Aún no sabía si había cometido otro error al enviar la carta a Beijing. Desafinando, se puso a silbar una canción que había aprendido hacía muchos años: «Los sueños de ayer se los lleva el viento. / Los sueños de ayer siguen soñando…». Era lacrimógena, incluso más que el poema de Liu Yong.