CAPÍTULO 22

Guangzhou.

El inspector jefe Chen se encontraba bajo el letrero de la estación de ferrocarril llena de una multitud de viajeros procedentes de todo el país. Centro económico y cultural del sur de China, la ciudad se estaba convirtiendo rápidamente en un segundo Hong Kong.

Paradójicamente, según el folleto turístico que Chen tenía en las manos, la historia de Guangzhou era mucho más antigua: Hong Kong todavía era una aldea de pescadores cuando en aquella se entablaron los primeros contactos con los comerciantes bárbaros de Occidente. Sin embargo, a partir de 1949 y durante treinta años, la cercanía de Hong Kong hizo que fuera sometida a una vigilancia ideológica especial que entorpeció su desarrollo económico y cultural. Hubo que esperar a que el camarada Deng Xiaoping visitara las provincias del sur a principios de los años ochenta, con el fin de promover su política de Puertas Abiertas, para que las cosas empezaran a cambiar. Con el rápido auge del mercado libre y la empresa privada, se produjo una revolución económica que llegó a transformar por completo Guangzhou y las ciudades circundantes. Al igual que Shenzhen, una zona especial de rascacielos comerciales cercana, Guangzhou también era zona "especial", es decir, en el sentido de que no se aplicaban la mayoría de los códigos socialistas ortodoxos. Las ventajas del socialismo ahora se definían en términos de una vida mejor y más próspera para el pueblo. Los inversores y capitalistas extranjeros llegaban en tropel, y la estrecha conexión entre Guangzhou y Hong Kong se había consolidado gracias a una nueva línea de ferrocarril. "Por eso tantas personas vienen a Guangzhou, entre ellas Xie Rong", pensó Chen.

En un extremo de la estación, los viajeros formaban cola a lo largo del andén, esperando el nuevo expreso Guangzhou—Hong Kong. En los periódicos locales abundaban las polémicas sobre «Un país, dos sistemas». Los vendedores ambulantes gritaban «¡Oca asada de Hong Kong!» y «¡Cerdo de Hong Kong a la brasa!», como si todo aquello que se refiriese a la ciudad fuera inmediatamente más deseable. Pero a diferencia de aquellos viajeros entusiasmados que esperaban en el andén, Chen no tenía interés en ir a Hong Kong. Ya tendría tiempo cuando volviera a estar bajo el control de China a partir de 1997, pues en teoría, seguiría siendo capitalista. No obstante, en ese momento él tenía que encontrar un lugar donde quedarse en Guangzhou, un lugar acorde con el presupuesto socialista del Departamento.

La oposición del comisario Zhang en la reunión de la brigada de asuntos especiales no había mejorado su situación económica. Al exponer los diversos motivos que justificaban su viaje a Guangzhou, hubo uno que no había querido mencionar, y que aunque quizá no era tan importante, sí lo tenía presente: Chen deseaba mantenerse lo suficientemente ocupado con el caso como para no pensar en sus propios problemas, y para eso, un viaje de unos días investigando lejos de Shanghai era justo lo que necesitaba. Sin embargo, una vez en Guangzhou, descubrió que su apuro financiero era más grave de lo que había pensado. Debido a la nueva política de libertad de precios, una pequeña habitación en un hotel de poca monta en un lugar no demasiado alejado ya le costaría unos cuarenta yuanes al día. Chen ya había gastado ciento cincuenta yuanes en el billete de ida y vuelta, y los doscientos restantes apenas le alcanzarían para cinco días. Como inspector jefe, disponía de una dieta de un máximo de cinco yuanes para la comida, pero un pequeño plato de empanadillas de gambas y fideos consumido en un puesto callejero ya le saldría más caro. La única solución era encontrar una casa de huéspedes barata con un pequeño comedor.

Después de pasar veinte minutos en el mostrador de reserva de hoteles de la estación, Chen decidió telefonear a Yang Ke, la directora de la Asociación de Escritores de Guangzhou:

—Camarada Yang, soy Chen Cao.

—Xiao Chen, me alegro de que me llame —dijo Yang—. Reconozco su acento de Shanghai.

—¿Todavía se acuerda de mí?

—Desde luego, y del artículo que escribió sobre la película también. ¿Dónde se encuentra?

—Estoy aquí, en Guangzhou. Sería un honor visitar y saludad a una a la escritora consagrada de parte de un escritor joven y desconocido.

—Gracias, pero usted ya no es tan desconocido. Hoy en día no es demasiado habitual que los jóvenes se muestren respetuosos con los viejos.

Yang, de unos sesenta y cinco años, era una novelista que había escrito La canción de la revolución, un éxito de ventas a comienzos de los años sesenta, que luego se convirtió en una famosa película, con Daojin, una diosa revolucionaria, como joven protagonista. Chen no tenía edad para verla cuando se estrenó, pero conservaba recortes de varias revistas de cine. Tanto la novela como la película habían sido prohibidas durante la Revolución Cultural. Cuando volvieron a pasarla, se apresuró en ir a verla. Se sintió desilusionado, porque no era la película con la que había soñado. Le pareció que la historia era un estereotipo de la propaganda: los colores irreales y la heroína demasiado seria y rígida, con gestos dignos de los carteles revolucionarios. Aun así, Chen había escrito un artículo defendiendo los méritos históricos de la novela.

—¿Qué lo trae por aquí?

—Nada especial. Todo el mundo dice que Guangzhou ha cambiado mucho, así que quiero verlo con mis propios ojos, y espero encontrar algo que me sirva de inspiración.

—Precisamente por eso vienen tantos escritores. ¿Y dónde se está hospedando, Chen?

—Todavía no lo he decidido. De hecho, usted es la primera persona a la que llamo en Guangzhou. Los hoteles parecen bastante caros.

—Para eso está nuestra Casa de los Escritores. Habrá oído hablar de ella, supongo. Vaya a verla. Su ubicación es excelente y le harán un descuento importante.

—¡Ah, sí!, ahora lo recuerdo.

El edificio de la antigua Asociación de Escritores de Guangzhou había tenido que ser transformado en una casa de huéspedes. En principio, se trataba de una organización no—oficial que siempre se había beneficiado de las ayudas del gobierno destinadas a los escritores profesionales y a sus actividades, pero en los últimos años, la financiación había disminuido de manera notable. Como medida de. último recurso, Yang convirtió las oficinas del edificio en una pensión cuyos beneficios se destinaban a la Asociación.

—Ése fue esencialmente el argumento que esgrimí ante las autoridades para obtener el permiso. Como Guangzhou está cambiando tan rápidamente, los escritores vendrán aquí para saber cómo se vive y tendrán que quedarse en alguna parte. Los hoteles son demasiado caros, y para los miembros de la asociación, nuestra Casa de los Escritores cobra menos de una tercera parte. ¡Todo sea por la civilización espiritual socialista!

—¡Una idea formidable! —dijo él—. La Casa de los Escritores debe tener un gran éxito.

—Venga a verla con sus propios ojos, pero hoy no podré recibirle. Tengo que ir a una conferencia del Pen Club en Hong Kong. La semana que viene organizaré una comida de bienvenida en nombre de la filial de la asociación en Guangzhou.

—No se moleste, directora Yang, pero me encantaría reunirme con usted y otros autores.

—Usted se afilió a la Asociación Nacional de Escritores hace mucho tiempo. Yo voté por usted, todavía lo recuerdo. Traiga su carné de miembro, pues los encargados se lo pedirán para hacerle el descuento.

—Gracias.

Aunque pertenecía a la Asociación Nacional de Escritores desde hacía varios años, Chen todavía no conseguía entender cómo había ingresado en ella, ya que no lo había solicitado. Sus poemas no gustaban a algunos críticos, y él no era uno de esos escritores ambiciosos que querían ver su nombre en letra de imprenta todos los meses. Quizá su elección se debiera en parte a su trabajo como policía, porque según la propaganda de las autoridades del Partido, los escritores en la China socialista provenían de todos los sectores sociales.

No tardó demasiado en encontrar la Casa de los Escritores, que no era precisamente el edificio de ensueño descrito por algunos periódicos. Situada al final de una calle serpenteante, tenía una fachada colonial clásica, pero resquebrajada y agujereada. A diferencia de otras construcciones nuevas o recién remodeladas en la colina, parecía modesta, incluso un tanto destartalada. Con todo, desde allí se disfrutaba de una vista espléndida del río de la Perla.

—Me llamo Chen Cao —se presentó al recepcionista y le enseñó su carné—. La camarada Yang Ke me recomendó que viniera.

En la tarjeta diseñada por la Asociación de Escritores se olvidaba mencionar la auténtica profesión de cada titular, en el caso de Chen «Inspector Jefe», por cierto una omisión en la que él había insistido; en cambio, debajo del nombre figuraba su catalogación como «poeta» en caracteres dorados. El recepcionista miró el carnet de Chen.

—Así que usted es el famoso poeta. La gerente general Yang acaba de llamar. Le hemos reservado una habitación muy tranquila, y también muy luminosa, por lo que podrá concentrarse para escribir.

—¿La gerente general Yang? —preguntó Chen, divertido por el nuevo título de la veterana novelista, y se alegró de ver que, por una vez, su carnet de poeta le servía para algo—. Número catorce —dijo mirando el recibo—. ¿Es mi número de habitación?

—No, es el número de su cama. Es una habitación doble, pero en este momento usted es el único ocupante, de manera que la tendrá toda para usted. Las habitaciones individuales están ocupadas.

—Gracias.

Chen cruzó el vestíbulo y entró en la tienda de regalos para comprar el periódico de Guangzhou. Se lo puso bajo el brazo y se dirigió a su habitación.

El cuarto hacía esquina al final del pasillo. Era tranquilo y retirado, tal como había dicho el recepcionista, y razonablemente limpio. Tenía un par de camas estrechas, dos mesillas de noche y un pequeño escritorio con la cubierta marcada por quemaduras de cigarrillos, recuerdos de la dura labor de un escritor. La habitación olía a detergente para la ropa, como las camisas nuevas colgadas en un viejo armario. El cuarto de baño era el más pequeño que jamás había visto. El retrete funcionaba con una vieja cadena de latón que colgaba de un depósito en lo alto. No había aire acondicionado, ni televisor, sólo un viejo ventilador eléctrico a los pies de la cama que, por suerte, funcionaba. Se acercó a la cama que le habían asignado. Por debajo, vio que asomaba un par de zapatillas de plástico. Era una cama dura como el acero y estaba cubierta por una delgada sábana que le recordó un tablero de go.

A pesar del cansancio del viaje, no tenía ganas de estirarse a descansar un rato. Decidió ducharse. Debido a los altibajos del calentador eléctrico, el agua era a ratos caliente o fría, pero por lo menos, lo refrescó. Después, con una toalla en torno a la cintura, se recostó con la cabeza apoyada en un par de almohadas y cerró los ojos durante unos minutos. Más tarde llamó a recepción y preguntó cómo podía llegar a la Comisa ría Central de Guangzhou. El recepcionista parecía algo sorprendido, pero Chen explicó que quería visitar a un amigo. Tras tomar nota de las indicaciones, se vistió y salió.

El inspector Hua Guojun lo recibió en una oficina luminosa y amplia. Era un hombre de casi cincuenta años, con una amplia sonrisa dibujada permanentemente en la cara. Chen le había enviado la información por fax antes de salir de Shanghai.

—Camarada inspector jefe Chen, le doy la bienvenida en nombre de todos mis compañeros.

—Camarada inspector Hua, le agradezco su cooperación. Es mi primer viaje a Guangzhou. Soy un auténtico forastero y no puedo hacer nada sin su ayuda. Aquí tiene la carta oficial de nuestra oficina.

Chen explicó la situación sin mencionar los antecedentes familiares de Wu Xiaoming. Hojeó el expediente y sacó una fotografía:

—Ésta es la chica que busco. Se llama Xie Rong.

—Hemos hecho algunas pesquisas —dijo Hua—, pero todavía no hemos encontrado nada. Debe de haberse tomado esto muy a pecho para viajar desde Shanghai, camarada inspector jefe Chen.

Cierto. Normalmente, habría bastado con enviar un fax a la Comisaría de Policía de Guangzhou, y los agentes locales habrían investigado a su manera. Si se consideraba importante, tal vez se telefonearía un par de veces, pero la colaboración no iría más lejos. No era necesario contar con el inspector jefe en persona.

—En este momento, es nuestra única pista —explicó Chen—. Se trata de un caso de gran importancia política.

—Ya entiendo…, pero es una búsqueda difícil. Nadie sabe cuántas personas han llegado a la ciudad en los últimos años, y apenas una cuarta parte, como mucho, se presenta con su carnet de identidad u otros documentos en los Comités de Distrito. Aquí tiene una relación de las personas que hemos investigado, aunque su testigo potencial no figura en ella.

—De modo que podría estar entre los demás —Chen tomó la lista—. ¿Y por qué no se presentan?

—No les interesa acreditarse. Su presencia no es ilegal, pero algunas de las profesiones que practican sí lo son. Sólo quieren ganar dinero. Si encuentran un lugar donde quedarse, no se molestan en presentarse ante las autoridades locales.

—Entonces, ¿dónde podemos buscarla?

—Dado que su testigo es una chica joven, puede que trabaje en un hotel pequeño o en un restaurante —dijo Hua—, o quizá en un club de karaoke, un salón de masajes o algo así. Son los trabajos más atractivos para las jóvenes que vienen a buscar fortuna.

—¿Podemos investigar en esos lugares?

—Ya que el caso es tan importante para usted, mandaremos a un par de agentes a comprobarlo, aunque pueden tardar semanas, y lo más probable es que sea inútil.

—¿Por qué?

—Bueno, tanto los patrones como los empleados intentan no pagar impuestos. ¿Para qué van a decir que trabajan en un local, sobre todo en los clubes de karaoke y en los salones de masaje? Lo evitarán como la peste.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Por ahora, es lo único. Tenga paciencia.

—¿Y qué puedo hacer… además de esperar?

—Es su primer viaje a Guangzhou, así que relájese y diviértase. Hay zonas especiales, como Shengzhen y Shekou, a las que van muchos turistas —afirmó Hua—. Si quiere, puede ponerse en contacto con nosotros cada día, y si usted mismo desea empezar a buscar, no hay nada que se lo impida

Quizá Chen se había tomado el caso demasiado en serio, como había insinuado el inspector Hua. Al salir de la Comisaría de Guangzhou, llamó a Huang Yiding, editor de una revista literaria local que había publicado algunos poemas suyos. Una mujer contestó el teléfono y le dijo que Huang había dejado la revista para convertirse en gestor de un bar llamado La bahía sin noches en la calle Gourmet. No quedaba muy lejos, de modo que tomó un taxi. La biennombrada calle Gourmet era un menú en vivo y en directo. Al cobijo de una multitud de letreros, una gran variedad de animales exóticos estaba expuesta en jaulas de diferentes tamaños en el exterior de los restaurantes que se sucedían a lo largo de la calle. La cocina de Guangzhou era bien conocida por su imaginación desbordante: sopa de serpiente, estofado de perro, salsa de sesos de mono…, o platos preparados a base de gato salvaje o rata de bambú. Con los animales vivos expuestos en las jaulas, los clientes no tendrían dudas acerca de la calidad de sus platos.

La bahía sin noches era, efectivamente, uno de esos locales, pero le informaron de que Huang se había marchado a Australia en busca de nuevos horizontes profesionales. Chen había agotado su lista de contactos en Guangzhou. Paseando por la calle, miraba el espectáculo de la gente comiendo y bebiendo dentro y fuera de los restaurantes. Sospechó que algunos de esos exquisitos platos estarían preparados con especies en peligro de extinción. El Diario del pueblo había informado recientemente de que, a pesar de las normas dictadas por el gobierno, numerosos restaurantes las seguían ofreciendo a sus clientes.

Dio media vuelta, caminó sin rumbo fijo en dirección al río y llegó a un pequeño embarcadero. En la orilla había una fila de bancos de madera donde varias parejas esperaban su turno para dar un paseo en barca. Chen no estaba de humor para salir a remar solo. Se sentó un rato en un banco y luego se dirigió al hotel.

Una masa de nubes oscuras asomaba en el horizonte. En su cuarto la temperatura era sofocante. Se preparó una taza de té verde con el agua tibia que quedaba en el termo. Cuando acabó la segunda taza, empezó a llover y se oyeron truenos a lo lejos. Las calles se cubrieron de lodo. Ya no tenía sentido salir, y decidió comer algo en la cafetería de la residencia. El lugar era limpio, los manteles estaban almidonados y las copas brillaban. El menú no era lo que se diría variado. Probó una ración de un pescado pringoso y arroz al vapor. No era nada del otro mundo, pero se dejaba comer y, sobre todo, era barato. Sin embargo, al cabo de un rato el regusto del pescado no era tan agradable. Se sirvió otra taza de té esperando calmar su estómago, pero el agua tibia no fue de ninguna ayuda. Todavía le quedaban dos o tres horas vacías antes de ir a dormir. Se sentó en la cama y encendió su radio portátil. Las noticias locales se transmitían en el dialecto local de Guangdong, que Chen a duras penas entendía. Apagó la radio. En ese momento oyó unos pasos que se detuvieron frente a su puerta. Alguien llamó con un toque suave y, antes de que Chen pudiera responder, se abrió la puerta. Entró un hombre de poco más de cuarenta años, alto y delgado, demasiado calvo para su edad. Vestía un elegante traje gris, en cuya manga llevaba aún prendida la etiqueta de artículo importado, un signo de riqueza, y una corbata de seda bordada. No llevaba equipaje, sólo un maletín de cuero. "Un novelista popular con uno o dos títulos en la lista de los más vendidos", pensó Chen.

—Hola. Espero no molestarlo si quiere escribir.

—No, en absoluto —respondió Chen—. ¿También se aloja en la residencia?

—Sí, y en la misma habitación. Me llamo Ouyang.

—Chen Cao —le entregó su tarjeta—. Mucho gusto.

—Así que es poeta y… vaya, ¡es miembro de la Asociación!

—Bueno, no exactamente —Chen iba a darle explicaciones, pero se lo pensó dos veces. No tenía por qué revelar su función de inspector jefe de la policía—. He escrito unos cuantos poemas.

—¡Maravilloso! —exclamó Ouyang y le estrechó la mano—. Es algo extraordinario conocer a un poeta hoy en día.

—¿Usted es novelista?

—No, no soy novelista… eh…, de hecho, me dedico a los negocios —Ouyang hurgó en el bolsillo de su chaqueta y le entregó una llamativa tarjeta con el nombre impreso en letras doradas y toda una lista de empresas—. Cuando vengo a Guangzhou, siempre decido quedarme aquí. La Casa de los Escritores está abierta a todos. ¿Sabe por qué vengo? Vengo con la ilusión de conocer a autores. ¡Y esta noche se han cumplido mis sueños! Dígame, por cierto, ¿ya ha cenado?

—Sí, abajo, en la cafetería.

—¿Qué dice? Esa cafetería es un insulto al gremio.

No he comido demasiado.

—Bien —dijo Ouyang—. Hay un restaurante con terraza a sólo unas manzanas de aquí. Es un restaurante familiar, pero la comida no es mala. Ha parado de llover. ¿Qué le parece si vamos usted y yo?

La noche comenzaba a derramarse por el cielo mientras Chen seguía a Ouyang, que lo llevó hasta una calle flanqueada por paradas con letreros en rojo y negro iluminados por farolillos de papel. Sobre las pequeñas cocinas a carbón hervían las cacerolas, y los carteles anunciaban, al estilo cantonés, «vigor», «hormonas» o «esencia masculina». Aquellos puestos, al igual que otras formas de empresa privada, habían proliferado en las calles de Guangzhou desde la visita de Deng Xiaoping a las provincias del sur.

El local al que lo condujo Ouyang era más bien sencillo: varias mesas de madera con siete u ocho bancos, una cocina de carbón grande y dos pequeñas. Su único reclamo era un farolillo rojo de papel con el carácter «alegría» estampado en estilo tradicional. Anguilas, ranas, almejas y peces se retorcían o nadaban en cubos y cubetas de madera llenas de agua. También había una impresionante jaula de vidrio con varias serpientes de diversos tamaños y formas. Los clientes podían escoger su plato y pedir que se cocinara a su gusto. Una mujer de edad mediana despellejaba una serpiente de agua junto a la jaula. A pesar de que le habían cortado la cabeza, el animal seguía retorciéndose dentro de una fuente de madera. A los pocos minutos, una tira de carne blanca se guisaba en una olla de barro. Un anciano, tocado con un gorro blanco, ponía harina en un cazo y freía una carpa en un wok chisporroteante. Mientras, una chica joven, que iba de un lado a otro haciendo equilibrios con varias bandejas sobre su brazo delgado, y sus sandalias de madera claqueteaban sobre la acera, servía a los clientes. Llamaba «abuelo» al anciano del gorro blanco. Un restaurante familiar. Llegaron más clientes que no tardaron en ocuparse todas las mesas. Era evidente que el local tenía su reputación. Chen se había fijado en él por la tarde, pero calculó que el precio superaba su dieta para la comida.

—Hola, Lao Ouyang. ¿Qué lo trae por aquí? —Al parecer, la chica que se les acercaba conocía bien a Ouyang—.

—Pues nuestro distinguido poeta, Chen Cao. Es un verdadero honor para mí. Como siempre, tus especialidades, y tu mejor vino, el mejor de todos.

Ouyang sacó su cartera y la dejó sobre la mesa.

—El mejor de todos —repitió la chica mientras se alejaba—.

En menos de quince minutos, la mesa de madera desnuda y llena de muescas se llenó de platos, cuencos, cazuelas, platillos y bandejas. El farolillo de papel proyectaba una luz rojiza sobre sus rostros y sobre las pequeñas copas en sus manos. Chen había oído decir que en Guangzhou no había bicho de cuatro patas con el que los cantoneses no hubieran inventado algún plato exquisito. Ahora era testigo del milagro. Tortilla con almejas de río, albóndigas Cuatro Alegrías, anguilas de arrozal fritas, tomates con relleno de camarones pelados, arroz Ocho Tesoros, sopa de aleta de tiburón, y una tortuga entera con salsa agridulce y tofu relleno con carne de cangrejo.

—Son sólo unos cuantos platos sencillos, cocina de terraza —explicó Ouyang, con los palillos en alto y sacudiendo la cabeza a modo de disculpa—. A un gran poeta se le debe más respeto. Iremos a otro lugar mañana, hoy es demasiado tarde. Por favor, pruebe la sopa de tortuga. Es buena para el yin, ya sabe, para nosotros los hombres.

Era una tortuga enorme que pesaba no menos de dos libras. A ochenta yuanes la libra en el mercado de Guangzhou, el plato habría costado más de cien. Aquel precio exorbitante se debía a la medicina tradicional. Se suponía que la tortuga, una superviviente tenaz en el agua o en tierra, era beneficiosa para el yin y, por lo tanto, un posible estímulo para la longevidad. Chen reconocía que era nutritiva, pero no lograba comprender, de acuerdo con la teoría del yin y el yang, por qué era buena para el yin. Tampoco había tiempo para reflexionar. Ouyang, que se mostró como un atento anfitrión, no cesaba de ponerle en el plato lo que consideraba delicias culinarias. Después de una segunda ronda de vino Maotai, Chen notó que una sensación agradable se apoderaba de él. Una comida excelente, un vino suave, la joven camarera sirviéndoles con su andar ligero, radiante como la luna nueva… El aliento aromático de la noche de Guangzhou lo embriagaba. Más que cualquier otra cosa, el inspector jefe Chen se sentía embriagado por su nueva identidad: un poeta reconocido adorado por su seguidor.

—«Junto a la jarra de vino, la joven es la luna / y sus brazos desnudos, la blancura del rocío» —citó Chen, recordando unos versos de Reminiscencia del sur, de Wei Zhuang—. Hasta me atrevería a afirmar que Wei describía una escena en Guangzhou, no muy lejos de este puesto.

—Tengo que anotar esos versos en mi libreta —Ouyang engulló una cucharada de sopa de aleta de tiburón—. Eso es poesía.

—La imagen de la taberna es bastante popular en la poesía clásica china. Puede que haya nacido con el relato amoroso de Zhuo Wenjun y Sima Xiangru, de la dinastía Han. En el momento más miserable de sus vidas, los dos amantes tuvieron que vender vino en la taberna de un callejón.

—¡Wenjun y Xiangru! —exclamó Ouyang—. Sí, he visto una versión de su romance en una ópera de Beijing. Xiangru es un gran poeta y Wenjun se fuga con él.

La cena resultó ser magnífica, más aún con la segunda botella de Maotai que Ouyang insistió en pedir hacia el final. Chen comenzaba a mostrarse efusivo y empezó a hablar de poesía. En su trabajo, sus aspiraciones literarias se consideraban una distracción, así que aprovechó la oportunidad para hablar del mundo de las palabras con aquel interlocutor tan ávido. La joven camarera no dejaba de servirles vino. El destello de sus muñecas blancas por encima de la mesa, el eco agradable de sus sandalias de madera en el aire nocturno… La misma visión y los mismos sonidos que habían embriagado a Wei Zhaung hacía más de mil años. Entre copas y palillos de bambú, Chen también iba recomponiendo la vida de Ouyang.

—Hace veinte años, es como si fuera ayer, tan rápido como chasquear los dedos —dijo éste—.

Veinte años atrás, en sus tiempos de estudiante en Guangzhou, Ouyang se había propuesto ser poeta, pero la Revolución Cultural hizo añicos sus sueños, al tiempo que las ventanas de su aula. Primero cerraron su escuela, y luego, como joven instruido, fue trasladado al campo. Tras desperdiciar ocho años, le permitieron volver a Guangzhou, y se convirtió en un parado. Suspendió el examen de ingreso a la universidad, pero consiguió levantar su propia empresa, una fábrica de juguetes de plástico en Shekou, a unos ochenta kilómetros al sur de Guangzhou. Como empresario de éxito, ahora tenía tiempo para todo, salvo para la poesía. En más de una ocasión había pensado dejar el negocio, pero aún recordaba demasiado su trabajo de diez horas al día por setenta feng en sus tiempos de joven instruido. Era algo demasiado reciente. Antes, quería ganar el dinero suficiente, pero entretanto, había ideado diversas maneras de mantener vivos sus sueños literarios. Por ejemplo, este viaje a Guangzhou era un viaje de negocios, aunque también tenía previsto asistir a un seminario de escritura creativa organizado por la Asociación de Escritores de Guangzhou.

—La Casa de los Escritores merece la pena —dijo Ouyang—, porque por fin he conocido a un poeta de verdad como usted.

"No del todo", pensó Chen mientras arrancaba una pata de la tortuga con sus palillos. Sin embargo, al lado de Ouyang, se sentía como un poeta, un «profesional». No tardó en darse cuenta de que su amigo era un aficionado que sólo veía en la poesía un brote de sentimentalismo personal. Había cierto ritmo espontáneo en los pocos versos que le enseñó, pero carecían de un auténtico dominio formal. Ouyang quería a toda costa dedicar más tiempo a hablar de poesía. A la mañana siguiente, volvió a traer el tema a colación mientras tomaban el té de la mañana, el dimson, en el restaurante El fénix dorado. Una camarera se detuvo ante su mesa con un carrito de acero inoxidable. Había un despliegue asombroso de tapas y de dulces. Podían escoger lo que quisieran además del té.

—¿Qué le gustaría comer hoy, señor Ouyang? —preguntó la camarera—.

—Costillas al vapor con salsa de alubias negras, pollo con arroz glutinoso, callos al vapor, cerdo rebozado y una tetera de té de crisantemo con azúcar —dijo Ouyang mirando a Chen con una sonrisa—. Son mis platos favoritos, pero usted puede escoger los que quiera.

—Temo que estamos comiendo demasiado —repuso Chen—. ¿No se debería tomar sólo es una taza de té por la mañana?

—Según mis investigaciones, el té de la mañana tiene sus orígenes en Guangzhou, donde la gente solía tomar una buena taza antes que nada —explicó Ouyang—. "Estaría bien comer algo para acompañar el té", habrá pensado alguien. No una comida completa, pero sí un bocado de algo delicioso. Así fue como inventaron estos diminutos aperitivos, motivo por el que la gente no tardó en prestar más atención a la variedad de pequeños platos. Ahora el té tiene una importancia secundaria.

La sala estaba llena de gente conversando, tomando té, hablando de negocios y probando las tapas que circulaban sobre carritos que las camareras no paraban de presentar a los clientes. No era el lugar idóneo para una conversación sobre poesía.

—La gente vive muy ocupada en Guangzhou —comentó Chen—. ¿De dónde sacan tiempo para tomar el té de la mañana?

—El té de la mañana es un imperativo —respondió Ouyang con una sonrisa de oreja a oreja—. Para la gente es más fácil conversar de negocios compartiendo una tetera y cultivando los sentidos antes de llegar a un acuerdo, pero nosotros podemos hablar de poesía cuanto queramos.

Chen se sintió un poco incómodo cuando Ouyang no le dejó pagar. Su interlocutor lo detuvo con un discurso apasionado.

—He ganado algún dinero. ¿Y qué? En veinte o treinta años, ¿qué quedará? Nada. Mi dinero pertenecerá a otra persona. Lo habrán manoseado, desgastado y los billetes estarán rasgados. ¿Qué decía nuestro querido maestro Du Fu? «Sólo perdura lo que escribes.» Sí, usted es un poeta conocido en todo el país, así que déjeme ser su pupilo un par de días, si me considera digno. Se supone que en los tiempos antiguos un alumno debía traerle a su maestro un jamón de Jinhua entero.

—Pero no soy un maestro, ni soy un poeta conocido.

—Le confesaré una cosa. Anoche llevé a cabo una pequeña investigación en la biblioteca de la Casa de los Escritores. Es una de las ventajas que tiene. Está abierta al público toda la noche. ¿Y sabe qué? Encontré no menos de seis ensayos sobre usted, y todos eran muy elogiosos con sus poemas.

—¡Seis! No sabía que hubiera tantos.

—Sí, yo estaba muy emocionado. Como dice en el Libro de los cantos: «Doy vueltas y vueltas en la cama, y no consigo dormirme».

La alusión de Ouyang al Libro de los cantos no era del todo correcta. En realidad, era un poema de amor. Aun así, no había por qué dudar de su sinceridad.

Después del té de la mañana, Chen fue al lugar donde Xie se había hospedado. Se trataba de un hotel con una fachada destartalada, el lugar indicado para chicas en busca de trabajo. El recepcionista hurgó estoicamente entre sus fichas hasta que encontró el nombre. Deslizó el libro hasta el otro lado del mostrador para que Chen lo viera con sus propios ojos: Xie se había marchado el 2 de julio. ¿Dónde había ido después? Nadie lo sabía.

—¿No dejó una dirección para el correo?

—No, esas chicas nunca dejan una dirección.

Chen tuvo que recurrir a la técnica del puerta a puerta. Se dedicó a recorrer los hoteles con la foto en una mano y un plano en la otra. Era una ciudad desconocida para él, y en permanente transformación. Resultó ser una tarea mucho más ardua de lo que había esperado, aunque contara con una lista de los posibles hoteles. La respuesta era siempre una sacudida de cabeza.

—No, en realidad, no nos acordamos…

—No, debería probar en la Oficina Metropolitana de Seguridad…

—No, lo siento, tenemos muchos huéspedes.

En pocas palabras, nadie la reconocía. Por la tarde, Chen entró en un pequeño café medio oculto en una calle lateral y pidió un cuenco de empanadillas de gambas con varios panecillos al vapor. Sentado ahí, mientras comía, se fue dando cuenta de una característica de Guangzhou. Aquélla no era una calle principal, pero los negocios iban bien. La gente no paraba de entrar y salir, cogía cajas de plástico con diferentes combinaciones de platos y salía comiendo del local con unos palillos desechables. Chen era el único que permanecía sentado, esperando. Daba la impresión de que el tiempo era lo más importante. Más allá de lo que se pudiera decir sobre los cambios en la ciudad, en Guangzhou seguía vivo el espíritu de algo que difícilmente podía llamarse socialista, a pesar de la consigna «Construyamos un nuevo Guangzhou socialista» que se veía por todas partes, incluso en las paredes grises del pequeño restaurante. Era verdad que Guangzhou se estaba convirtiendo en un segundo Hong Kong. El dinero llegaba a raudales, desde allí y desde otros países. Por eso venían las mujeres jóvenes. Algunas acudían en busca de un empleo, y otras, a hacer la calle. No era fácil para las autoridades locales controlarlas a todas. Eran gran parte de la atracción para los viajeros de Hong Kong y también del extranjero. "¿Qué puede hacer en esa ciudad una chica como Xie Rong, completamente sola?", pensó Chen y entendió por qué la profesora Xie estaba tan preocupada. Llamó a la comisaría de policía, pero no se sabía nada del paradero de Xie. La policía local no colaboraba con demasiado entusiasmo. El inspector Hua le explicó que tenían sus propios problemas y que le faltaban hombres para ocuparse de sus propios casos.

Al final del tercer día de búsqueda infructuosa, Chen volvió a la Casa de los Escritores exhausto, y Ouyang le ofreció llevarlo al restaurante El Rey de la serpiente para una «cena especial». Chen casi perdía las esperanzas de llevar a cabo su misión en Guangzhou, pues los últimos días habían sido demasiado frustrantes. Siempre con la foto en la mano, siempre haciendo las mismas preguntas, como un anacrónico Quijote, yendo de un hotel a otro, intentando lo imposible, sabiéndolo, pero sin cejar en ello. Por eso, y no sin cierta ironía, caviló que una buena cena podría animar a un inspector jefe completamente abatido. Los condujeron a una sala privada de paredes blancas y ángeles pintados en tonos azules en los techos altos, lo que le pareció a Chen una decoración directamente importada de Hong Kong. Entre las delicias de la carta, figuraban el cochinillo asado y las zarpas de oso. La especialidad del chef era Batalla de tigre y dragón. La camarera explicó que se trataba de un surtido de carnes de serpiente y gato. Ouyang pidió uno y empezó a recitar las prodigiosas cualidades de la carne de serpiente.

—La serpiente es buena para la circulación. Como medicina, es beneficiosa para el tratamiento de la anemia, el reumatismo, la artritis y la astenia. La vesícula biliar de la serpiente se recomienda especialmente para disolver la flema y mejorar la visión.

Chen no prestaba atención a las especialidades del chef. Con la carta en la mano, empezaba a tener dudas acerca de la utilidad de su viaje. Un trabajo arduo, pero Xie era la única pista. Renunciar a ella equivalía a tirar la toalla.

—Es un imperativo absoluto…Batalla de tigre y dragón —dijo Ouyang y puso una cucharada de sopa de serpiente en el plato de Chen—.

La camarera trajo una botella de vino para que le dieran su aprobación.

—Maotai —la giró para que vieran la etiqueta—.

Ouyang saboreó el vino que le ofrecían y asintió. Era un licor fuerte. Chen lo bebió de un solo trago. Como hombre de mundo, Ouyang se había dado cuenta del ánimo de Chen, pero no preguntó directamente. Sólo después de unas copas, Ouyang empezó a hablar de sus propios negocios en Guangzhou.

—Lo crea o no, usted es mi estrella de la suerte, una estrella literaria. Me acaban de hacer un pedido enorme, de modo que esto es una celebración.

Y fue una cena maravillosa.Batalla de tigre y dragón resultó ser un plato tan fantástico como su nombre. Entre el «tigre» y el «dragón» había un huevo duro, símbolo de una enorme perla.

—Por cierto, ¿usted a qué ha venido? Quiero decir, aparte de la poesía —preguntó Ouyang mientras dejaba un trozo de carne de gato en el plato de Chen—. Si hay algo que le interesa en Guangzhou, quizá pueda ayudarle.

—No es nada especial —Chen vaciló antes de tomar otra copa. Era la cuarta o la quinta. No era muy habitual en él—.

—Puede confiar en mí.

—Se trata de un asunto sin importancia, pero quizá pueda ayudarme… con sus contactos locales.

—Haré todo lo que pueda —prometió Ouyang dejando los palillos sobre la mesa—.

—He venido en busca de material para mi poesía —explicó Chen—, aunque una profesora de mis años de universidad me ha pedido que averigüe algunas cosas sobre su hija. La chica vino a Guangzhou hace varios meses, si bien no se ha puesto en contacto con su madre para informarle de su dirección y su número de teléfono. La mujer está preocupada, así que le prometí que haría todo lo posible por encontrarla. Ésta es la foto de la hija.

—Déjeme verla.

—Se llama Xie Rong. Cuando vino hace unos tres meses, se alojó en el hotel La taberna de la suerte un par de días, pero se fue sin dejar una dirección.

Chen no estaba seguro de que Ouyang creyera su historia. Aunque no le había mentido, tenía que procurar que la investigación fuera confidencial.

—Déjeme intentarlo —dijo Ouyang—. Conozco a varias madames por estos barrios.

—¿Madames?

—Es un secreto a voces. He tratado con algunas. Son cosas de negocios, no hay nada que hacer. Están siempre bien informadas sobre las chicas nuevas.

Chen estaba de lo más impresionado. Según el reglamento, su obligación era denunciar a las madames, e incluso informar de la conexión de Ouyang con ellas, pero decidió no hacerlo. El éxito de su misión dependía de la ayuda de Ouyang, un tipo de auxilio que las autoridades locales no tenían fácilmente al alcance de la mano, y tal como había prometido, el festín de serpiente resultó ser el plato más exótico que Chen había probado en su vida.