19
A despecho de sus esfuerzos por evitarlo, Peiqin se iba viendo envuelta sin remedio en las investigaciones de su marido.
Mostraba una sonrisa algo despectiva cuando entró en la tienda de sopa caliente que había cerca de donde vivía la madre de Chen. Con su delantal manchado de hollín, se puso a un paso de la gigantesca cocina de carbón donde se preparaban las sopas; estaba allí como una especie de «trabajadora temporal». Había en la tienda un espejo roto en el que apenas se reflejaba, no obstante lo cual se dijo que, para tener ya treinta y muchos años, no estaba tan mal. Hacía mucho calor en la tienducha. Un tercio del local lo ocupaba la gran cocina de carbón sobre la que había siempre pucheros hirvientes que lanzaban el humo en serpentinas hasta el techo ennegrecido. Era, desde luego, una cocina de carbón antiquísima, acaso una de las primeras que hubo en China. Parecía un monstruo capaz de devorar en sus entrañas lo que fuese. Seguro que no quedaba otra igual en todo Shanghai. Una pieza digna de museo. La tarea de Peiqin consistía en alimentar la cocina con carbón y cuidar de que su termómetro no pasara de la raya que tenía marcada, además de atender a los clientes.
A cada poco tenía que quitarse el sudor de la cara y la frente con una toalla sucia. No dejaba de mirar alrededor. Junto a la puerta trasera había un biombo ennegrecido que ocultaba sillas viejas y una mesa igualmente vieja, cubiertas por un gran plástico. Aquello parecía una habitación privada. Se preguntó Peiqin quién iba a aspirar a cualquier lujo en un lugar semejante.
Paradójicamente, a Peiqin le costó un poco encontrar este trabajo temporal, sin cobrarlo además, en la sucia tienda de sopa.
Todo fue por los temores de Viejo Cazador. Desde que Chen partió hacia los Estados Unidos, Viejo Cazador patrullaba por la calle frecuentemente, y algo le olió mal… Como policía retirado que era, no creyó que bastara con patrullar frecuentemente por la zona, haciéndolo además extraoficialmente: podía causarle problemas dejarse ver tanto, corría el peligro de que lo reconocieran. Así que Yu empezó a patrullar por allí también, hasta que Peiqin sugirió que ambos, el padre y el hijo, corrían en efecto el peligro de ser reconocidos, como había dicho Viejo Cazador. Añadió ella que, por muy canallas que fuesen Xing y sus ratas rojas, ¿para qué querrían hacer daño a una anciana? Seguro que temerían la venganza de Chen si causaban algún daño a su madre.
Así que Peiqin, en cualquier caso, se ofreció a echar un vistazo por allí, empleándose en la tienda por un día. No le resultó fácil, aun sin cobrar, y hubo de recabar ayuda. Ya había hablado mucho con el viejo Geng, el dueño del restaurante privado donde llevaba las cuentas, acerca del inspector jefe, y el viejo Geng se puso en contacto con el propietario de la tienda, Chang Jiadong, para que Peiqin pudiera trabajar allí por un día. Tanto Geng como Chang se mostraron comprensivos con lo que pretendía Peiqin. No le preguntaron nada más, a pesar de lo escueta que había sido ella al explicarles el caso.
Peiqin quiso así ayudar a su marido y a Viejo Cazador. Su situación era la idónea para echar un vistazo por allí durante todo un día, y comprobar si, viendo los malhechores que no estaban al acecho ni Viejo Cazador ni Yu, asomaban las narices por el vecindario.
En la primera media hora de aquel día en la tienda de sopa no vendió ni un cazo. Tampoco pareció asombrarse de verla allí cualquiera de los que pasaban ante la puerta. Pensarían que con tanta gente como se había ido de la ciudad con el verano, un trabajo como aquel no sería mala cosa para una mujer ya entrada en años.
Aburrida, decidió leer un rato. Por lo general le quedaba poco tiempo para hacerlo. Las cosas habían comenzado a cambiar drásticamente en el otro restaurante, el estatal, donde también trabajaba como contable. Habían despedido a gente y tenía que hacerse cargo ella sola de la contabilidad, cuando antes se habían empleado en esa tarea tres personas más. Aquella mañana llevaba consigo El sueño del aposento rojo. Un clásico que ya había leído varias veces.
En ocasiones se preguntaba cómo era posible que la aristocrática saga de una familia Qing le interesara tanto… En la novela, todo lo que atañía, gozoso o no, a esas bellas e inteligentes muchachas, pero tan desventuradas, como si sus desgracias hubieran sido preparadas en un misterioso palacio celestial, todo eso, en fin, la sobrecogía y subyugaba. Era pura ficción, bien lo sabía ella. No creía Peiqin en ningún influjo sobrenatural, ni en las interacciones del yin y el yang, ni en nada que no tuviese que ver con los esfuerzos diarios, y en ocasiones dramáticos, de los humanos… Pero cuantas más veces leía el libro, más paralelismos hallaba entre la historia que contaba el clásico y su propia existencia. En sus años escolares nunca había leído nada que tuviera que ver con la fantasía o el misterio, pues eran los tiempos de la Revolución Cultural y temblaba ante la sola idea de que pudieran arrestarla los mismos policías que se habían llevado a su padre. Después, sin embargo, contrajo matrimonio con un oficial de la Policía… Y ahora —no podía evitar una sonrisa— ella misma actuaba como si fuera un detective privado como esos que salían en muchas de las novelas que había leído.
No es que creyera, sin embargo, que las vidas trágicas de las muchachas de El sueño del aposento rojo tuvieran que ver con la suya, pues ahí se leían cosas como «su esperanza era tan alta y fuerte como el cielo, / pero su destino era tan débil como el papel». Peiqin, por el contrario, se consideraba bastante afortunada, aunque se identificaba con el sufrimiento de las jóvenes protagonistas del libro. Yu tenía un trabajo con garantías y Qinqin estudiaba en un buen centro… Claro que todo podía irse al garete si acababan por imperar las ratas rojas, el término acuñado por Viejo Cazador y que a ella le había gustado. En la cultura tradicional china, la voz rojo tiene distintas connotaciones. Alude a las vanidades y la sensualidad del mundo humano, como el aposento rojo en la novela, o la Torre Roja en el caso de Xing. Así que no era extraño que contemplase Peiqin a las ratas rojas como obsesos sexuales, auténticos depravados… No podía dejar de recordar las fotos íntimas tomadas a An en compañía de aquel hombre.
Sus pensamientos impedían que se concentrara en la lectura, lo que fue una buena excusa para cerrar el libro. Además, una vendedora de sopa, leyendo un clásico, un libro tan voluminoso como aquel, podría resultar sospechosa. Guardó el libro en su bolso y decidió asomarse a la calle para echar otro vistazo. Aquel había sido en tiempos un vecindario decente, nada problemático, pero con tanto rascacielos rodeándolo como cañas de bambú tras la lluvia de primavera, aquella zona se había convertido en un rincón apartado del mundo, en un arrabal peligroso.
Sin embargo, no estaba del todo mal, había buena gente. Al lado casi de la tienda de sopa había una de ultramarinos que regentaba un matrimonio. Justo frente a la tienda de sopa, en la otra acerca, había una cabina telefónica. Pero entonces notó algo. A la entrada de un callejón al que se accedía desde la calle donde estaba la tienda vio a un muchacho sentado en un banco. Llamó la atención a Peiqin porque se cubría con un sobretodo blanco. Pintaba botellas a mano. Peiqin había leído sobre el arte de pintar botellas a mano en la parte interior del vidrio, precisamente en El sueño del aposento rojo, aunque lo que hacía aquel muchacho no era sino una pobre imitación. Hacerlo bien era todo un arte, que requería de un largo aprendizaje previo, pues no en vano hay que hacerlo con un pincel muy fino, que la diestra mano ha de mover a través de la pequeña apertura del gollete de la botella. Pero no era aquel vecindario uno que frecuentaran los turistas, ni había gente observándole hacer, como no la había tampoco en la tienda de sopa a esas horas. No le hubiese resultado extraño ver al muchacho haciendo eso en el Bund, por donde sí circulaban los turistas. ¿A santo de qué iban los moradores de esa parte de la ciudad, tan abandonada, a comprarle sus botellas pintadas? Claro que también podría tratarse de alguien que viviera allí, y que después de pintar las botellas fuera a venderlas a otro lugar…
El caso fue que Peiqin comenzó a atar cabos sueltos, de todo lo que sabía a propósito de la investigación iniciada por Chen, las cosas que le contaba Yu. Hasta ese momento, el único avance era el que arrojaba la transcripción de las conversaciones telefónicas mantenidas por An poco antes de que la mataran. Viejo Cazador había removido el cielo y la tierra para ayudar a Yu en esa tarea. Pero por mucho que el padre y el hijo se rompieran la cabeza tratando de encontrar algo en aquellas conversaciones, apenas habían sacado una idea, algo sugestivo, un nuevo punto de partida que desatascara las pesquisas.
Las cosas, por lo demás, parecían complicársele también a Chen, según lo que Yu había referido a su esposa. En la comisaría no paraban de hablar de las posibles relaciones que hubieran mantenido Chen y An, cosa que, según algunos, podría convertir al inspector jefe en un sospechoso más. Había varios especialmente interesados en hacer hincapié en este supuesto, pues incapaces de superar profesionalmente al inspector jefe, no dudarían en usar lo que fuese para arruinar su carrera.
Peiqin, no obstante, pensaba que sería muy difícil batir a Chen con esas acusaciones veladas, tratándose el inspector jefe de todo un superviviente en la selva política, un terreno en el que siempre había sabido salir a flote a buen seguro por su preparación profesional y cultural, y por lo reflexivo de su carácter, sin duda por tratarse de un confuciano como su padre. Además, aun en el caso de que Chen hubiera de ponerse a salvo, huyendo al bosque, allí seguiría el fiel Yu trabajando por su bien.
Llegó a la tienda una niña con dos termos cerrados con tapas de bambú. Caminaba con mucho cuidado, dando pasitos cortos.
—Ponme cinco céntimos de agua caliente en cada botella —dijo a Peiqin al tiempo que se le caían las monedas de la mano.
En su niñez, Peiqin también hacía recados a sus padres llevando en sus manos las botellas que parecían congelarse cuando el tiempo era frío.
Alzó la vista y vio que entraban en la tienda un hombre y una mujer. No llevaban termos, ni botellas, ni recipientes de ninguna clase. El hombre, de cabello abundante y muy blanco, se cubría con un chaquetón negro; era flaco como una vara de bambú, tenía el rostro cruzado por las arrugas; parecía un campesino de Shanbei. La mujer, mucho más baja que él, redonda como un barril de vino, vestía algo indefinible, en realidad parecía haber salido en pijama. Entraron silenciosos en la tienda, saludaron a Peiqin con una inclinación de cabeza, como si llevara años trabajando allí. La tienda de sopa barata era sin duda un buen remedio para una parte de sus problemas. Tomaron asiento en silencio a una de las sucias mesas del fondo, muy juntos en el banco. Eso podría ser habitual en invierno, pero en verano resultaba más sorprendente. Con el calor que hacía allí no eran muchos los que tomaban asiento en las mesas del fondo. Peiqin tardó en darse cuenta del asunto.
Habían llegado a un acuerdo con el dueño de la tienda, que les dejaba estar allí. Llevaban sus propias hojas de té; se hicieron con un par de tazas de las que había en un armarito de la tienda, pusieron en ellas agua caliente, casi hirviendo, y se hicieron el té ni pagar un céntimo. La mujer sacó entonces un bizcocho hecho en casa, que llevaba envuelto en plástico, y lo puso cuidadosamente sobre la mesa, descubriéndolo.
—Come primero, Taro —dijo al esposo.
—Tú también, Crisantemo —dijo él.
Taro y Crisantemo tendrían que ser por fuerza sus nombres familiares, se dijo Peiqin. Crisantemo partió en dos el bizcocho, ofreció una mitad a Taro y procedió a mojar en el té su porción, haciéndolo todo con movimientos despaciosos. Lo masticaba con un gusto evidente. Mientras comían, hablaban y reían sin prestar atención a Peiqin, como si no existiera… Pero a ella le hacía gracia la entonces ruidosa presencia de los ancianos.
Se preguntaba cómo habrían podido sobrevivir tantos años, sin duda plenos de escasez, en aquel vecindario de ruinas. Cualquiera que fuese la historia de sus vidas, parecían indulgentes y hasta felices con su existencia, no obstante hubiese sido muy dura desde siempre, y en la recta final de sus días se contentaban con un poco de té y un bizcocho casero, sin duda ya duro, que encima se comían en aquel sucio establecimiento. Peiqin, a medida que transcurrían los minutos, no podía sino contemplarlos con creciente admiración y respeto. Por suerte para ellos, parecían haberse construido un mundo a su medida ahora que el mundo real cambiaba drástica y dramáticamente en muchos casos. Y por encima de todo estaba claro que se tenían el uno al otro.
Dame tu mano y envejeceré a tu lado. Peiqin recordaba muy bien este verso, leído de niña en un poema que venía en El libro de la dinastía Song, cuando su padre aún tenía el valor de darle libros de poesía clásica, antes de ser depurado por los guardias rojos de la Revolución Cultural. Ya en los años 90, había oído Peiqin una canción popular basada en aquel poema, que decía: Lo más romántico es envejecer contigo. Era una canción que ponían mucho en los karaokes; en la pantalla se veía, sobre la letra, a dos ancianos que se iban alejando hasta ser una leve presencia semejante a las nubes del cielo.
Quizá no fuera una buena canción, por mucho que se basara en un poema clásico, pero llegaba a lo más profundo. Peiqin estaba segura de que los ancianos no repararían mucho en ella, así que buscó en su bolso y extrajo una transcripción de las conversaciones de An a través de su teléfono celular, que le había dado Yu. Quería leer todo eso de nuevo. Varias de aquellas conversaciones telefónicas podrían tener algún valor para la investigación, en tanto aparecían personas de las que hasta entonces nada sabían los detectives, pero no lo tenían éstos muy claro, aunque eran todas personas relevantes, al menos en apariencia. Yu, sin embargo, no podía acceder a ellas, no estaba en disposición de hacerlo al menos momentáneamente, ni podía colegir hasta dónde llegaba la relación de An con sus interlocutores. En principio no había nada en esas conversaciones que sirviera para incriminar a nadie. Cualquiera hubiera podido responder, ante una investigación sobre sus personas, o en un interrogatorio, que efectivamente sabían quién era Ming, pero que no tenían la menor relación con el personaje. Así de endeble era todo.
A Peiqin, sin embargo, le resultó interesante una conversación en concreto. Era entre An y Bi Keqin, un antiguo gobernador de la ciudad que ahora era el responsable de las exportaciones textiles que se hacían desde Shanghai, así como de las importaciones de género. Como había hecho An en otras llamadas, también a este hombre lo abordaba directamente preguntándole si sabía algo de Ming, de su posible paradero. La respuesta de Bi, realmente extraña, seguía intrigando a Peiqin:
—Vamos, An, ¿cómo voy a saberlo? —había dicho el tipo en cuestión—. Podría responderte con ese poema de la dinastía Tang que dice: Preguntas dónde está la taberna, / y el que cuida del ganado señala la aldea de los melocotoneros.
—Gracias, Bi —había dicho An antes de interrumpir la comunicación.
Aquello sonaba raro, como poco. Entre la gente con la que trataba Peiqin el único que acudía de continuo a la poesía clásica, para ejemplificar algo, era precisamente Chen. Pero no creía, en ningún caso, que Chen hiciera eso por teléfono, pues solían ser sus conversaciones muy cortas y directas… Y An daba las gracias al tal Bi, tras citarle aquellos versos… ¿Por qué le daba las gracias por algo que aparentemente carecía de sentido?
Peiqin conocía el poema. Una cuarteta muy popular de los tiempos de la dinastía Tang. Los dos primeros versos decían así: Con la lluvia que no cesa en el día de Qingming, / la gente siente la tristeza de su corazón en los caminos…. Bi había recitado los dos últimos versos. Según el poema, la aldea de los melocotoneros podía ser tanto el nombre de una taberna del camino, como el de una aldea en sí que tuviese una hostería en la que hallaban reposo los peregrinos.
Pero entonces recordó algo más. En una de sus investigaciones más exitosas, Chen había acudido a un poema que no revelaba nada de interés, pero que bajo las circunstancias concretas de aquel caso resultó determinante. También Bi podía haber enviado a An un mensaje cifrado, a través de unos versos en apariencia por completo inocentes, si no vacuos… Así, pues, la aldea de los melocotoneros bien podría ser un escondite, coligió Peiqin.
De hecho, había un restaurante en la carretera a Fuzhou que se llamaba El Pabellón del Melocotonero en Flor, pero no la aldea del melocotonero. Tampoco había ningún hotel que llevara ese nombre, ni un restaurante con ese rótulo, al menos hasta donde sabía Peiqin, que era mucho a ese respecto. Claro que ni ella ni Yu conocían demasiados restaurantes caros, y podía ser que alguno se les escapara… Había que investigar un poco, sin embargo. Echó un vistazo alrededor, y viendo que nadie caminaba entonces en dirección a la tienda, cruzó la calle a paso rápido para meterse en la cabina telefónica. Marcó el número de Lu el Cosmopolita, un gourmet amigo de Chen y propietario del restaurante Suburbio de Moscú.
—¿El Melocotonero de la aldea? Oh, sí, es un club muy elegante, muy exclusivo… No se trata de un karaoke, sino de un club de verdad, muy regio —dijo Lu el Cosmopolita—. Allí sólo va gente de mucha clase y mayor fortuna. El chef trabajó como cocinero de Mao en la Ciudad Prohibida; la especialidad de la casa se llama, precisamente por eso, el cerdo de Mao…. Dicen que su manera de preparar el cerdo influye directamente en la mente, de tan nutritiva como resulta la carne, y que Mao encontró la inspiración para su gran movimiento nacional después de haber probado el plato, por lo que después se llevó al chef como su cocinero… Si comes allí comprendes todas las leyendas que se cuentan… La verdad es que esa carne de cerdo primero te da un gusto indecible en la lengua, y después sientes cómo con cada mordisco se expande tu mente… También preparan una excelente carpa del sur. Te sirven el pescado en una tabla muy caliente, mientras a la carpa aún le dan vueltas los ojos y colea como si quisiera escaparse de la mesa…
—¿De veras has estado allí? —dijo Peiqin más que nada para cortarle, pues no quería extenderse mucho en la comunicación; bien sabía que era difícil parar a Lu el Cosmopolita cuando comenzaba a hablar de comida.
—Bueno, sólo he estado en una ocasión —dijo Lu el Cosmopolita—. Es un lugar obscenamente caro. Casi todos los que comen en el restaurante son miembros distinguidos del club, imagínate… Todos esos nuevos ricos, todos esos funcionarios que gustan de hacer ostentación de sus carteras repletas de billetes… Ya sabes, esos mantenidos del Gobierno…
—Gracias, Lu, ya me hago una idea —dijo Peiqin.
Era una posibilidad, una pista a seguir. Total, para gente como Xing y Ming, aquello no sería caro, con todo lo que habían robado.
Cuando volvió a la tienda, los ancianos, para su sorpresa, se dirigieron a ella.
—¿Cuánto te paga Chang? —le preguntó Crisantemo.
—Bah, no mucho —dijo Peiqin—, pero eso es mejor que nada… Los pobres no podemos exigir.
—No te quejes. Este negocio no le produce al propietario más de cinco yuanes al día —dijo Taro—. Hay mucha gente que tiene bombonas de gas propano en su casa, por lo que se hacen la sopa tranquilamente sin necesidad de venir a comprarla. La gente ya no acude a esta tienda como antes.
—Es verdad —le concedió Peiqin, que hasta ese momento no había hecho más que diez céntimos de caja—. El viejo Chang tendría que convertir la tienda en una tetería, quizá le fuera mejor…
—No, en este barrio las teterías no funcionan… Los pobres se hacen su propio té como pueden y los ricos no vendrían a tomarlo aquí por muy rico que lo preparase —dijo Taro—. Chang tiene que aguantar como sea, porque dicen por ahí que van a hacer en breve una estación de metro en el vecindario, justo en este lugar… En ese caso, si le derriban la tienda, el Gobierno le pagará una compensación.
—Bueno, Chang se saca algún dinero extra con la mesa para jugar al mah—jong —dijo Crisantemo—. A los que juegan les cobra un poco más por la taza de té.
—Claro —dijo Peiqin—. El mah—jong es un juego muy popular; no es como el ajedrez, pero si lo juegas sin poner dinero en la mesa resulta muy aburrido. Lo prohibieron a partir de 1949, pero desde que el Gobierno de la ciudad lo volvió a legalizar, aunque sin permitir que la gente se juegue los cuartos, todo el mundo se pasa el día ante el tablero por ver si consigue pillar algo… Por eso la gente lo juega ahí, detrás del biombo, para que nadie les vea apostarse unos céntimos.
Peiqin no dejaba de asomarse a la calle, a cada instante, mientras hablaba con los ancianos.
Sobre las once de la mañana vio que la madre de Chen salía de su casa. La anciana no iba sola, sin embargo; caminaba del brazo de una chica alta y delgada, muy guapa. ¿Sería acaso un nuevo amor de Chen? El inspector jefe era muy reservado en esas cosas, y podía ser que sí, pero a Peiqin no dejaba de resultarle extraño que Yu nada le hubiera dicho al respecto, pues algo tendría que haber sabido… La chica, no obstante, parecía ser demasiado joven para Chen. Como mucho tendría veinte años e iba muy bien vestida, lo que llamaba la atención en aquel lugar… Lucía unos pantalones cortitos, que dejaban ver sus magníficas y largas piernas, y llevaba un top que descubría por completo su cintura y el ombligo. Al caminar sobre los altos tacones de sus zapatos, mostraba un movimiento de caderas harto seductor.
—Pero si casi podría ser su hija, o una hijastra, si Chen se hubiera casado alguna vez —musitó Peiqin.
—Nada de eso —dijo Taro, que acertó a oír lo que decía—. No sé quién es, pero supongo que será una chica contratada para que acompañe a la anciana… Chen es un hombre importante.
—No, esa chica no es de aquí —dijo Crisantemo—. No me lo parece, por su forma de vestir. Es demasiado moderna.
—La anciana parece muy orgullosa de ir con ella —terció Peiqin—. ¿No será la novia de su hijo?
—No, no lo creo —dijo Crisantemo negando con la cabeza—. Nunca la había visto acompañando a la madre de Chen hasta hace unos días… Eso sí, desde que su hijo está de viaje la veo todos los días con bolsas… A lo mejor viajará también ella al extranjero… He oído que llamaba Nube Blanca a esa chica, algo así.
—Nube Blanca —repitió Peiqin, que había oído ese nombre alguna vez: la «secretaria temporal» que tuvo Chen durante un tiempo mientras se desempeñaba en una traducción urgente, algo así. Yu había bromeado mucho con eso, decía que Chen era un tipo con suerte, que en la comisaría nunca le hubieran puesto una secretaria como Nube Blanca. A Peiqin, en cualquier caso, no le cuadraba que Chen pudiera salir con una chica tan moderna—. Claro, será eso —dijo Peiqin—, será que Chen la ha contratado para que acompañe a su madre.
—Chen se puede permitir eso y más —dijo Taro y dio un largo sorbo a su taza de té—. Cuando sólo era un crío ya le predije yo un gran futuro. Viene mucho por aquí a visitar a su madre.
—¿Por qué no se la llevará a vivir consigo? —preguntó Peiqin sólo por hacer que los viejos siguieran hablando.
—Es que ella no quiere, prefiere vivir sola —dijo Crisantemo—. El aún sigue soltero y seguramente tendrá chicas llamando a su puerta todos los días… La madre no quiere causarle inconvenientes.
—Claro —dijo Peiqin, sorprendida de que la gente creyese que un simple cuadro del Partido pudiera tener tanto ascendiente y llevar una vida de lujo. Hasta donde ella sabía, que era mucho, Chen no tenía novias llamando a su puerta, pero prefería no comentar nada; mejor que siguieran creyendo eso.
—Sus amigos saben que quiere mucho a su madre, por eso vienen a cuidar de ella cuando él no está. Son muchos —siguió diciendo Crisantemo.
—¿De veras? —mostró extrañeza Peiqin—. ¿Cómo lo sabes?
—Por todos esos coches lujosos… Cuando aparcan cerca de la entrada al callejón, siempre ves salir de ellos a hombres muy bien vestidos con bolsas y cajas en las manos, que se dirigen a la casa de la madre de Chen, puedes estar segura —dijo entonces Taro y se puso a toser tapándose la boca con la mano—. En el callejón, que es donde nosotros vivimos, sólo hay un hombre que tenga esos contactos.
—Para un cuadro del Partido todo es posible en este tiempo de contactos y corruptelas —dijo Crisantemo dando unos golpecitos en la espalda de su marido—. ¿Estás bien, querido?
Tampoco en este punto quiso decir nada Peiqin. Los ancianos parecieron sumirse de nuevo en su mundo, diciéndose cosas en voz muy baja, casi arrullándose. El volvía a toser de vez en vez y ella de nuevo le daba suaves golpecitos en la espalda.
Peiqin vio entonces, al asomarse de nuevo, que el muchacho que pintaba botellas dejaba su tarea e iba tras la madre de Chen y Nube Blanca. Volvió a sospechar de él. De nuevo se preguntó qué podría hacer allí con eso, si nadie se acercaba a comprarle una botella. No pudo evitar alarmarse. Se dijo que el muchacho no era más que un tipo que seguía a la madre de Chen, alguien que quizá pretendía amenazar al inspector jefe mediante un asalto a la anciana, para que se cuidara de seguir investigando aquello en lo que se ocupaba. Algo así. Peiqin cada vez lo veía más claro. Quizá pretendieran secuestrar a la madre de Chen, no era descabellado pensarlo, para así maniatar al hijo. Podía ser que el falso vendedor de botellas llevara mucho tiempo siguiendo sus pasos.
Tenía que actuar con rapidez. Pensó en Ling, alguien con quien ponerse en contacto en caso de emergencia, como había dicho Chen. ¿Pero serviría de algo? El agua está lejos y los abetos muy cerca… Las cosas estaban difíciles y complicadas en Beijing, pero llevarse allí a la anciana, para mantenerla a salvo, era quizá cuanto pudiera hacer Ling.
Claro que también ella podría hacer lo mismo, y con mayor premura.
Pensó también que la casa del viejo Geng podría ser un buen lugar donde esconderla. Tanto lo ayudaba en el restaurante que no le negaría el favor de hospedar a la anciana por un tiempo que no sería muy largo. Así Nube Blanca y ella podrían cuidarla mejor.
En una de esas historias que oía contar a Yu, éste había tenido que salir a toda prisa por una puerta trasera para poner a salvo a alguien durante una investigación. No recordaba los detalles. O quizá lo había leído en Canción de juventud. No estaba segura, pero poco importaba eso ahora. Escribió algo en una hoja de papel.
—Tengo que hacer una llamada telefónica —dijo a los ancianos—. ¿Podéis cuidar de la tienda? No tardaré más de dos o tres minutos.
—A la hora del almuerzo vienen aquí esos trabajadores de la provincia —dijo Taro—. No pueden ir a comer a otros sitios, porque les sale muy caro, y aquí por un céntimo les dan agua caliente para que se preparen el arroz.
—Ve tranquila —le dijo Crisantemo echando un vistazo al reloj de pared— pero no tardes, que nosotros nos iremos pronto para almorzar en casa.
Peiqin llamó por teléfono a Yu desde la cabina.
—Toma un taxi y ven rápido; espera a la salida del callejón, el que hace esquina con la calle donde vive la madre de Chen, ya sabes —Peiqin había inspeccionado el callejón varias veces, y sabía que desde la entrada no se veía la salida, y a la inversa.
—¿Qué ocurre, Peiqin?
—Te lo contaré luego, ahora no puedo.
—Bien, llegaré en un cuarto de hora.
—Espérame en el taxi.
Cuando entraba en la tienda, los ancianos ya se habían levantado y aguardaban impacientes en la puerta.
—Volveremos a tomar un té después de almorzar. Estaremos aquí sobre las dos.
—Gracias, hasta luego…
Tenía que darse prisa. Echó más carbón en la cocina y salió de la tienda. Vio a las dos mujeres, la anciana y la jovencita, dirigirse hacia allí, con el vendedor de botellas pintadas siguiéndolas a corta distancia. Peiqin se quitó la larga pinza con que se sujetaba el cabello, y la empuñó con fuerza. Quedó a la espera, como de guardia en la puerta. Ambas parecían dirigirse al callejón, quizá para prolongar un poco más el paseo, cosa que ya les habría visto hacer más días el muchacho que las seguía. Al pasar ante la puerta de la tienda, la anciana la saludó con una leve inclinación de cabeza, aunque sin reconocerla.
—¡Eh, muchacha! —dijo entonces Peiqin a Nube Blanca—. Me parece que se te ha caído algo.
—¿Cómo?
—Una pinza para el pelo —dijo mostrándosela a la chica.
—Pero… —la muchacha se mostraba sorprendida, no obstante lo cual tomó la pinza que le ofrecía Peiqin.
—Eres Nube Blanca, ¿verdad? —le dijo entonces en voz baja—. Yo soy Peiqin, una amiga del inspector jefe Chen, mi esposo es el detective Yu Guangming, su ayudante… La anciana también me conoce… Ven con ella a la tienda luego, por favor.
—¡Ah, sí, es la pinza para el pelo que me regaló mi hermana! —dijo Nube Blanca alzando la voz, segura de que pasaba algo—. Muchas gracias.
Nube Blanca era una chica lista. Y cuidaba bien de la anciana. La llevaba del brazo, conduciéndola con seguridad. Paseaba con ella, muy cariñosa. Lo había comprobado Peiqin viéndolas dirigirse al callejón, como ahora.
El supuesto vendedor de botellas pintadas pasó de largo ante la puerta de la tienda, con la cabeza gacha, sin mirar a Peiqin.
Peiqin corrió entonces hasta la puerta trasera de la tienda, que daba al callejón. Vio aparcado allí un taxi rojo. Volvió sobre sus pasos. Se sentía mal por desatender la tienda. Unos quince minutos después vio llegar a las dos mujeres. Entraron en la tienda.
—Una taza de té verde —pidió Nube Blanca.
—El mejor té y el mejor sitio donde estar —le dijo Peiqin aliviada, señalándole la mesa que había tras el biombo. Se dirigió entonces a la anciana—: ¿Es que no me conoces, querida tía? Soy Peiqin, la mujer del detective Yu.
—¡Ah, sí, te conocí en el restaurante Xinya, ahora lo recuerdo! Mi hijo siempre me dice que el detective Yu tiene una gran esposa.
—Estamos ante una emergencia. Hemos de llevarte a otro lugar por un tiempo. Se trata de protegerte, querida tía.
—¿Cómo? —se extrañó la anciana, perdiendo un tanto la compostura—. Pero podré recoger algunas cosas…
—No te preocupes por eso, no hay tiempo.
—De acuerdo, Peiqin, haremos lo que creas necesario —dijo la anciana más tranquila—. He sentido cosas muy raras desde que mi hijo salió de viaje con la delegación.
—Dale esta nota a Yu, está esperando en un taxi ahí detrás, él sabe dónde ir —dijo Peiqin a Nube Blanca—. Tendrás que pasar todo el día de hoy con ella, hasta que pueda hacerme cargo… No le digas nada a nadie. Yo iré a veros esta noche.
—Supongo que será por el inspector jefe Chen —dijo la chica—. No te preocupes, que lo haré lo mejor posible.
Peiqin las condujo hasta la puerta trasera de la tienda.
Ahí no terminaba la cosa, bien lo sabía. Ahí empezaba, en realidad, su aventura.
El vendedor de botellas pintadas había vuelto a su banco. Miraba la calle silbando.