2

El inspector jefe Chen había previsto quedarse en casa toda la mariana del día siguiente, leyendo la documentación sobre el caso Xing que se le hiciera llegar, y así lo hizo. La noche anterior le habían enviado una primera parte del informe, en cinco carpetas. Había un documento especial, de sólo una página, una carta del Comité de Disciplina del Partido:

«Camarada inspector jefe Chen Cao, de la comisaría central de Policía en Shanghai, quedas plenamente autorizado por este Comité de Disciplina del Partido para llevar a término cualquier actuación que consideres necesaria para el desarrollo de las investigaciones que te han sido encomendadas. Cuentas con la cooperación de este Comité al mayor nivel, en interés del Partido».

La carta, además de llevar el sello rojo del Comité, iba firmada por el camarada Zhao. No era, evidentemente, un mero gesto; era la autorización para hacer uso de la espada imperial de la antigüedad: ejecuta y luego informa al Emperador.

Comenzó a estudiar detenidamente los informes sobre el caso Xing. Un dossier que venía elaborándose desde hacía mucho tiempo. Algunos informes eran muy detallados, resultado de un seguimiento exhaustivo de varios meses. Chen quería hacer un cuadro completo de la situación antes de comenzar a moverse.

Sólo se tomó un breve descanso. Hacía las nueve y media de la mariana salió a un puesto que había en una esquina de su calle, donde compro una bolsa de panecillos fritos, rellenos con carne de cerdo picada y langostinos. Los panecillos fritos tenían un sabor delicioso y los devoro uno a uno sin dejar de leer los informes recibidos. Iba a atacar el último panecillo relleno cuando recibió una llamada del detective Yu.

—¿Es que hoy no vienes a la comisaría, jefe?

—No. ¿Alguna novedad?

—Supongo que te han encargado un caso especial…

—Así es. ¿Li, el secretario del Partido, no te ha contado nada?

—No. ¿Qué tal si me paso por ahí hacía el mediodía?

—Muy bien. Ven y almorzamos juntos.

—No te preocupes por eso y sigue trabajando… Nos vemos luego.

Yu no pidió explicaciones durante su visita. El asunto y el tiempo que le dedicara eran cosas del inspector jefe Chen. No tenía por qué dar explicaciones a sus colegas. Tampoco tenía que hacer excepciones con Yu, por mucho que fuesen amigos y compañeros desde hacía mucho tiempo, ni por mucho que Yu hubiera participado con él en investigaciones de importancia.

Chen dejó intacto el último panecillo de la bolsa, que pronto quedó frío, blando, poco apetitoso. A tono con su humor, a medida que avanzaba en la lectura del dossier del caso Xing. A comienzos de los años 80, Xing había servido como secretario del Partido en Huayuan, provincia de Fujian, una zona agrícola constituida por cuatro o cinco comunas populares, más bien pobres. Los miembros de aquellas comunas apenas obtenían cien yuanes, tras un largo y duro año de trabajo. Xing aprovechó los vientos de la reforma económica para levantar varias fábricas, al margen del control estatal. Dichas iniciativas disfrutaban de exenciones fiscales, al igual que otras empresas nacidas para abrir nuevos mercados. Su éxito inicial hizo que pronto cambiase el paisaje económico de la región. Xing se convirtió en un cuadro del Partido, susceptible de ser mostrado como ejemplo pues había «ensenado al pueblo cómo avanzar por la senda de la prosperidad». Tras aceptar nuevos ascensos políticos, siguió trabajando en sus empresas hasta convertirse en todo un potentado de la región.

Como la reforma económica iba viento en popa, aquellas empresas, al margen del control del Gobierno pero propiedad de éste, pronto fueron privatizadas. Los negocios de Xing se dispararon exponencialmente, abriendo delegaciones en las grandes ciudades del país. Como tantos arribistas, Xing alardeaba de su poder. Si «es glorioso hacerse rico», como había dicho el camarada Deng Xiaoping, nadie podía exhibir tanta gloria como la del potentado Xing. Se desplazaba por Fuzhou en un coche blindado, marca Bandera Roja, del que se decía había sido especialmente hecho para el presidente Mao. Construyó para su familia mansiones dignas de los Grandes Jardines. En una visita que cursó a la escuela elemental donde había estudiado de niño, y como si fuera un moderno Robin Hood, dio al viejo conserje un billete de cien yuanes. Sus excesos no podían por menos que llamar la atención en Beijing.

Comenzaron las sospechas sobre sus negocios, y sobre todo sobre sus prácticas. Algunos de sus competidores bajo el paraguas protector de la economía de mercado, sufrían grandes pérdidas en vez de allegarse los sustanciosos beneficios que Xing obtenía mientras desarrollaba un proyecto tras otro, a cada cual más grandioso, como si en vez de empresas dispusiera de grandes montanas de oro y minas de plata. Las autoridades se Beijing se mostraron cautas al principio. Xing era un cuadro modélico del Partido, un adelantado de las reformas, no uno de esos que «son capaces de hacer daño a cualquiera para obtener un plató de sopa de rata y estiércol». Ya entonces salió desde Beijing a Fujian un equipo de investigaciones especiales; las primeras averiguaciones obtenidas resultaran impactantes. Xing había hecho su inmensa fortuna con el contrabando. Se trataba, en realidad, de unas operaciones ilícitas de gran envergadura, sobre bienes de consumo habitual, automóviles, petróleo, productos químicos, licores, drogas y armas. Todo ello, ejecutado merced a una muy amplia red en la que, inevitablemente, habrían de estar involucrados miembros relevantes del Partido en relación directa con el Gobierno, así como autoridades policiales y de aduanas, por no hablar de los simples agentes locales de la Policía y de cientos de funcionarios de mayor o menor rango, igualmente cómplices. Según una fuente de la investigación, dichas operaciones de contrabando habían reportado a Xing ganancias por valor de un billón de dólares, un monto equivalente al producto interior bruto anual de la provincia de Fujian. Nadie hasta entonces se había beneficiado de tal manera del laberíntico sistema de economía de mercado recién puesto en marcha, ni siquiera a través de la especulación más implacable.

A fin de dar «luz verde en todos los sentidos» a las operaciones en marcha, Xing untó a modo con dinero contante y sonante a todo funcionario que le salía al paso. Un cuadro relevante del Partido, como lo era el corrupto Xing, sabía muy bien qué resortes tocar, a qué funcionarios acudir. No en vano conocía a fondo el sistema. Bastaba con poner discretamente en las maños de alguien un sobre rojo con yuanes chinos o con dólares americanos. Si le devolvían el sobre, aumentaba la suma hasta que el receptor optaba por quedárselo. Con sus buenos contactos a lo largo y ancho del país pudo poner en marcha en Fujian, además, un gran edificio de quince plantas destinado al ocio y la expansión, un auténtico palacio del placer, para disfrute de los cuadros del Partido llegados desde todas las provincias. El lugar recibió por nombre el de La Torre Roja, y allá que iban cuadros más o menos relevantes del Partido, y funcionarios gubernamentales de mayor o menor nivel, para relajarse en brazos de beldades muy sexys. Cuadros y funcionarios que se convertían de inmediato en los mayores aliados de Xing a la hora de hacer la defensa de las reformas económicas.

A medida que iban leyendo todo lo que concernía a pruebas así de irrefutables, las autoridades de Beijing enfurecían por momentos. Cursaron finalmente una orden de detención contra Xing, con la que se pretendía dar ejemplo y hacer una llamada de atención sobre la campana recién iniciada contra los corruptos. Pero alguien debió dar a Xing el oportuno chivatazo en el último minuto, pues consiguió escabullirse del país reptando como una anguila de arrozal.

Pronto comenzaron a informar del caso los periódicos, haciendo de tan señalado cuadro del Partido, en muy poco tiempo, el símbolo de la corrupción rampante, a la vez que informaban de asuntos tales como mujeres que retozaban con gatos en los reservados de La Torre Roja, y se producían en especulaciones sobre cuántos de la pirámide política podrían estar involucrados en actividades como las de Xing. Hubo algo, sin embargo, acerca de lo que no informaron los periódicos, y sobre lo que tampoco hicieron especulación alguna: Xing había pedido asilo político en Estados Unidos, diciendo ser víctima del poder en China; más en concreto, víctima de la lucha por el poder que se desarrollaba en los máximos estratos dirigentes de la nación. Había amenazado, además, con revelar los nombres de los más altos miembros del Partido, si era pedida desde Beijing su deportación. Las autoridades chinas temían que todas esas historias hicieran perder al pueblo la fe en el Partido.

¿Podría hacer algo el inspector Chen ante todo eso?

Xing, curiosamente, nunca abrió oficinas ni delegaciones de sus negocios en Shanghai, no obstante haberlos extendido ya por todas las ciudades importantes del país. Todo lo que tenía el inspector Chen en su poder era una lista de los posibles contactos de Xing en Shanghai. Podría pasar meses investigando los nombres que allí salían sin llegar a ninguna parte.

Chen sabía que el caso Xing podría tener derivaciones políticas aún más significativas. Las reformas económicas chinas habían prendido hasta poner en marcha un auténtico ingenio monstruoso, por sus dimensiones, destinado al desarrollo del país, pero a la vez el experimento había abierto la caja de Pandora de la corrupción y el pillaje sin medida. Viendo esa oportunidad, muchos funcionarios del Partido caían sobre los negocios como piratas, lo que ponía por fuerza en grave riesgo la reforma económica en sí misma.

Tamborileaba Chen con los dedos sobre una de las carpetas con informes, pensativo, cuando se dio cuenta de que pronto llegaría a su apartamento el inspector Yu. Se levantó para ordenar un poco aquello, todo revuelto, lleno de libros y periódicos. Yu se esforzaba entonces en dejar de fumar, así que Chen vació el cenicero, repleto de colillas. Su mesa de trabajo era pequeña, pero bien podía servir como mesa improvisada para tomar el té con una visita. La habitación era tan pequeña que con ambos, más la mesa, aquello parecería atestado.

 

Tal y como esperaba, Yu se hizo presente casi a las doce del mediodía. Era un hombre alto, con el rostro de facciones muy duras. Llevaba unas bolsas con comida, además de palillos y cucharas en otra bolsita de plástico, lo que sorprendió gratamente a Chen.

—Ha sido idea de Peiqin —se justifico Yu—; insistió en que antes de venir aquí pasara por el establecimiento del viejo Geng. Así que hoy almorzaremos gratis.

—Una idea deliciosa.

Peiqin, la esposa de Yu, trabajaba en un restaurante estatal, y también como contable en otro restaurante privado, el del viejo Geng, con lo que se sacaba un sueldo extra y la comida de balde. El restaurante de Geng resultaba ser un buen negocio, por lo que ese trabajo extra se había convertido para la mujer del policía en un empleo que cada vez le llevaba más tiempo. El viejo Geng incluso le había pedido que fuera su socia, pues la sabía una mujer muy capaz.

—La comida aún está caliente —dijo Yu abriendo los recipientes—. Cochinillo asado crujiente y cabeza de carpa ahumada, las especialidades del viejo Geng.

Chen abrió una botella de vino amarillo de arroz.

—Supongo que querrás preguntarme algo, Yu —dijo mientras comenzaba a masticar con deleite un trozo de cochinillo asado.

—Bueno, se trata de un caso de corrupción investigado por el Comité de Disciplina del Partido, ¿no? —se limito a decir Yu—. Alguien de mucha importancia te lo habrá encargado…

—No exactamente —dijo Chen—. La mayor parte de la investigación se lleva a cabo en Fujian, que es donde Xing construyó su imperio corrupto.

—¡Menudo bastardo! —exclamo Yu descargando un puñetazo sobre el escritorio—. ¿Sabes una cosa? Su Torre Roja se ha convertido en toda una atracción para los turistas, no les importa lo mucho que tienen que pagar para acceder a ese antro… A la gente le gusta entrar ahí y visitar las habitaciones donde esos funcionarios podridos se dan a la lujuria «descansando en los cuerpos desnudos de bellísimas chicas y nadando en piscinas de vino añejo», como dicen por ahí. El Gobierno local haría bien en cerrar de nuevo ese sitio.

—Este caso que me ocupa ahora es tan importante, que ya sabes que no hay día en que la prensa no hable de ello —dijo Chen—. Incluso El Diario del Pueblo lo hace.

—Con Xing en los Estados Unidos —comenzó a decir Yu tras tomar un trago de vino—, es fácil para las autoridades de Beijing echar la culpa de la corrupción al influjo occidental, como si al abrir la puerta todo se hubiera llenado de moscas.

—No, eso sería muy simplista —replico Chen.

—Cuéntame algo más sobre lo que te han pedido que hagas.

Chen recapitulo, refiriéndole su conversación con el camarada Zhao y parte de lo que había visto en los informes que examinaba. Como colofón le hizo ver la lista de los posibles contactos de Xing en Shanghai. Yu, en completo silencio, echó un detenido vistazo a los nombres.

—¿Por qué no han pedido la extradición de Xing? —pregunto Yu al cabo—. Con él aquí, sería más fácil investigar, irían cayendo todos estos tipos uno tras otro, no quedaría libre ni uno solo de sus contactos… No tendrías ni que esforzarte, Chen.

—China se ha embarcado en proyectos de cooperación internacional en materia legal, por lo que ha firmado tratados de extradición con varios países, es verdad… Algunos convictos han sido devueltos a China. Pero Xing ha solicitado asilo político, alegando una persecución del Partido contra él.

—Es un maldito embustero… ¿Los americanos se han creído esa patraña?

—Xing lo tenía todo bien planeado desde hacía tiempo, sin duda. Hizo que su familia viajara a Estados Unidos varios meses antes de fugarse, y fue su familia, precisamente, la que se llevó muchos secretos, documentos comprometedores. Eso, como comprenderás, dificulta grandemente las investigaciones. Las pruebas que podríamos presentar contra él no nos serían admitidas ante un tribunal extranjero, así que nuestras peticiones de extradición se perderían en el mar de los recursos legales que los abogados de Xing en el exterior pudieran presentar.

—Un trabajo realmente difícil, jefe… La gente que hay en esa lista detenta muy altas posiciones, o tiene contactos con gente de los más altos estratos… Esto no es un caso para cuya resolución pueda ir un policía llamando tranquilamente a las puertas, como si se tratase de pescar a rateros vulgares. Eso podría acarrearle graves consecuencias a ese policía… Estamos hablando de las puertas de las mansiones de los más poderosos, gente capaz de crearte problemas si les buscas las cosquillas, jefe… Seguro que no podrían manifestar su cólera contra el Comité de Disciplina del Partido, pero sí fundirte sin remedio si llamas a sus puertas.

—Lo sé, Yu… Beijing va a mandar a alguien a Shanghai, alguien que nunca antes ha trabajado aquí.

—No creo que eso mitigue tus problemas si te pones a llamar a esas puertas. Da igual si llegas a pillarles bien pillados por las tripas… Ninguno de esos funcionarios corruptos querrá hablar contigo, pues saben bien que careces de pruebas contundentes en su contra.

—La verdad es que todo esto suena como si me dejara llevar por lo que dice El Diario del Pueblo, pero lo cierto es que la corrupción es un cáncer que se extiende sin tregua por toda la sociedad. Creo que hay que hacer algo.

—Bueno, la reciente detención y posterior ejecución de unos cuantos funcionarios veteranos podría hacernos suponer que el Partido Comunista de China lidera en efecto la lucha contra ese cáncer de la corrupción… Con los periódicos bajo control gubernamental, sin embargo, es imposible extender las investigaciones más allá de los límites impuestos por el propio Partido. A mí no me gustaría trabajar en algo así, no me gustaría verme en tu pellejo —dijo Yu pensativo—. La gente dice que la lucha contra la corrupción, toda esa campaña puesta en marcha, no es más que una tormenta con truenos, que hace mucho ruido pero suelta poca lluvia, sólo una leve llovizna. Me temo que muy pronto lo comprobaras por ti mismo.

Chen estaba impresionado por la elocuencia de Yu, quien, desde luego, pensaba seriamente en el caso. En principio, aquellas campañas contra la corrupción habían dado razones más que sobradas a la gente para sospechar que una gran parte de los funcionarios, y en especial los situados en la cúspide, harían todo lo que estuviera a su alcance para escabullir el bulto y quedar limpios.

—Esto es como un proverbio, Yu —dijo Chen—. Apenas llevo dos días sin verte y hablas como si fueras otro hombre.

—Eres un inspector jefe de gran prestigio —dijo Yu como si no hubiese oído el comentario de Chen—. Puede que tu elección suponga un signo de determinación por parte del Partido.

—Yo no lo creo, realmente. Los altos responsables del Partido son los que parecen tener esa determinación, no el Partido en sí. Por eso han permitido que la prensa se haga eco de algunos informes relacionados con la corrupción. Como dice el camarada Zhao, si la corrupción sigue extendiéndose podría alcanzar al propio Gobierno.

—Claro, pero si el Comité de Disciplina funciona como un perro de presa… Está claro que su decisión última tiene que ver con el mayor interés del Partido, y por eso cualquier investigación que lleven a cabo no será otra cosa, en el fondo, que un mero espectáculo.

—Bien sabes que para mí todo esto no tiene nada que ver con un espectáculo.

—Seguro, y por eso puede ser peligroso para ti —replico Yu—. ¿Has oído eso que dijo el primer ministro, lo de los cien ataúdes?

—Por supuesto, lo ha oído todo el mundo.

El primer ministro había dicho aquello para dar muestras de su determinación. No obstante saber que es una tarea imposible, trataras de llevaría a término porque sabes que eso es lo que tienes que hacer. Eso es lo que el confuciano Chen había aprendido de su difunto padre. Por lo demás, el primer ministro, según lo que había oído contar Chen a fuentes dignas de crédito, había jugado un papel capital alentando las investigaciones.

—Hasta los más altos cargos saben que se trata de una tarea imposible —insistió Yu.

Chen supuso que Yu habría de tener buenas razones para mostrarse tan pesimista. La piel crujiente del cochinillo poco a poco iba perdiendo su gusto, pero la cabeza de carpa ahumada entraba muy bien con el vino. Chen sirvió a Yu un buen trozo de pescado en su recipiente con arroz.

—Hemos resuelto juntos casos difíciles y peligrosos, detective Yu, y nunca te noté tan pesimista… ¿Acaso sabes algo?

—Tengo que contarte una cosa —dijo Yu—. Hua Ting, un veterano policía de Fuzhou, murió en extrañas circunstancias hace dos días, apenas una semana después de que le fuera encargado investigar el caso Xing, una misión similar a la tuya.

—¿He de suponer que se trató de una trampa?

—Tanto como puedas imaginártelo… Lo encontraron desnudo y muerto en la habitación de una prostituta. Por culpa de una dosis de la viagra china, ya sabes, según dijeron en el estado mayor de las putas del local… Pero no es la única historia así de sórdida de la que han dado cuenta los periódicos de allí. Mi padre, Viejo Cazador, no cree que las cosas sucedieran como las han contado. Conocía a Hua desde hacía muchos años. Era un hombre familiar, un policía honesto. Hua era incapaz de hacer algo así.

—El peor final posible para un policía… Su nombre queda ensuciado y nunca podrá descansar en paz.

—Viejo Cazador me pidió que te lo contara. ¿Sabes una cosa? Llama a esos funcionarios corruptos ratas rojas que controlan los graneros de la sociedad china.

—Es una metáfora esplendida —dijo Chen, pero no quiso seguir abundando en ello. Se negaba a ver el sistema como un granero del que se servían unas ratas rojas—. Eso me recuerda una fabula escrita por Liu Zhongyuan, un poeta de la dinastía Tang, sobre un granero arrasado por las ratas… Por un tiempo, los hombres se despreocuparan del granero, con lo que las ratas lo consideraran su propio mundo. Pero un hombre acabó con aquel estado de cosas entrando en el granero, y todas las ratas que allí se enseñoreaban no tuvieron tiempo de huir, porque el hombre fue rápido en su exterminio.

—Es sólo una fabula, jefe.

—Supongo que Viejo Cazador y tú queréis que piense detenidamente si acepto o no la misión encomendada —dijo el inspector Chen— pero no tengo elección.

—¿Seguro que no, inspector jefe Chen?

—Puedes decir que soy un romántico empedernido, un hombre que todo lo fía a los libros, pero cuando alguien como el camarada Zhao me dice que soy uno de los pocos en los que Beijing puede confiar, y me compara con una suerte de enviado especial del Emperador, ¿qué puedo hacer? Como dijo Confucio, si la gente me trata como un hombre de estado, he de vivir únicamente para satisfacer sus expectativas.

—No he leído ese libro —dijo Yu.

—Pero estate tranquilo, que iré con cuidado… Puede que tengas razón al señalar que todo esto no es más que un espectáculo para desviar la atención de la gente, una trampa que podría llevarme al fondo de un río de barro.

—Bueno, en ningún momento creí que pudiera hacerte cambiar de opinión —dijo Yu sombríamente—. Pero tenía que intentarlo, tenía que contarte lo que te he contado. Una vez hecho, sigo siendo tu amigo, tu compañero. Puedes contar conmigo para trabajar en el caso, si lo consideras oportuno.

—Gracias. Siempre he sabido que puedo contar contigo —dijo Chen—, pero por el momento prefiero que estés en la reserva.

—¿Por dónde empezaras?

—Aún no lo he decidido. Supongo que lo primero será hablar con la gente que aparece en esa lista…

—Sera como tirarle a un tigre de la cola —dijo Yu vaciando de un trago su vaso.

El tigre podría morder.