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Los problemas, sin embargo, no habían quedado circunscritos al salón de conferencias.

Ya de noche, reunidos todos en su habitación para hacer la diaria valoración política, Chen hubo de escuchar pacientemente las quejas y frustraciones de su delegación.

—No tenemos termos con agua caliente en las habitaciones —se quejó amargamente Bao, secundado por los otros—. ¡No puedo tomar ni una taza de té!

—¡Y no se puede fumar en ningún sitio! —clamó Zhong—. ¿Esto es un país libre? ¡No, es un país de hipócritas! Eso sí, los americanos venden su basura de cigarrillos en China. Nos explotan de todas las maneras posibles. Y ya veis, no podemos ni fumar los cigarrillos que compramos aquí con dólares americanos.

—En este hotel nadie puede fumar, no es algo que nos afecte sólo a nosotros —dijo Chen, que también tenía ganas de echarse un cigarrillo.

—Esto es como las Guerras del Opio —dijo Zhong—. Los occidentales sabían que el opio es una droga, pero negociaban con eso en China apoyándose en los tratados de libre comercio que nos habían impuesto.

—Hoy he hablado con un estudiante americano —dijo Huang—. Aquí se creen que Hong Kong pertenece a la Gran Bretaña y que no tenemos el menor derecho sobre esa tierra… Y no saben nada de las Guerras del Opio. No hay nada sobre eso en sus libros de texto.

—¿Sabéis una cosa? —preguntó Shasha, que había cambiado su vestido por un pijama y estaba descalza, como en casa—. Pearl me ha contado que el Pizza Hut es un restaurante de comida basura, que aquí lo tienen por eso… ¡En Beijing es un restaurante de alto nivel, una pizza cuesta más que cualquiera de nuestros platos, los trabajadores chinos no se pueden permitir comprárselas! ¡Eso es el capitalismo!

Los escritores chinos, en fin, se sentían agraviados por la ignorancia de los americanos. Y sobre todo, por la ignorancia de los americanos a propósito de su obra… Habían comprobado a lo largo de la tarde, de nuevo, que sus anfitriones nada sabían sobre lo que tenían escrito. A los escritores chinos les dolía sobremanera que sus libros no estuviesen ni en las librerías ni en las bibliotecas.

—Considerad que somos sus huéspedes —trató de moderar Chen—. Han hecho un buen trabajo organizando la conferencia. Al final podremos salir beneficiados de este encuentro.

—Nosotros lo hicimos muchos mejor en China —dijo Bao, que, en efecto, había sido uno de los organizadores de la conferencia anterior, celebrada en Beijing en 1989. Eso le hacía hablar con un aire de autoridad incuestionable—. Alojamos a los americanos en el mejor hotel de Beijing. A su jefe de la delegación le dimos la suite presidencial…

Peng era quien menos hablaba, sentado en un rincón del cuarto. Chen olvidaba comentar lo que Peng había dicho en su intervención en el encuentro, lo que hacía que éste se sintiera molesto.

Aquello tomaba unos derroteros de discusión política que Chen no había previsto. No obstante, poco a poco pasaron a hablar de otras cosas, a charlar entre sí, aunque sin optar por irse en grupo de la habitación del jefe, si bien pareciera haber concluido ya la sesión diaria de análisis político. Lo fueron haciendo lentamente, al cabo, de uno en uno… Shasha fue la última en levantarse para salir, poco después de que lo hiciera Bao… Ya parecía dispuesta a regresar a su habitación, cuando inopinadamente se dio la vuelta para plantarse ante Chen.

—Me gustaría charlar contigo acerca de lo que he dicho en mi intervención de esta tarde…

—Ha sido una buena intervención —le concedió Chen.

Se preguntaba Chen cuál sería la razón de que no hubiera hablado de eso antes, cuando estaban todos reunidos en el cuarto. No le parecía buena idea quedarse a solas con ella en la habitación de un hotel. Shasha parecía muy segura de su poder de seducción. Chen no quería ni pensar en eso. Recelaba de la actitud de la novelista. Se preguntaba el porqué de su abordaje… Pero tampoco era su intención la de mostrarse descortés con los componentes de su delegación, así que intentó mantener el tipo concediéndole halagos.

—Creo que tu escritura es tan grácil como lo era tu danza —dijo Chen más que nada por decir algo—. En mis años de estudiante en Beijing fui a verte actuar en varias ocasiones, en el Teatro Pagoda Roja.

—¿De veras? ¡Qué alegría, tenías que habérmelo dicho antes! ¿Por qué no fuiste a verme después de una de las representaciones?

—Bueno, en aquel tiempo yo era un pobre estudiante que tenía que sacar entrada para la última fila… Pero te adoraba desde esa distancia como una diosa lunar que iluminaba el escenario.

—Vamos, Chen, no me digas esas cosas… ¡Hace tanto tiempo! Nadie puede bailar por siempre… La belleza se marchita pronto, como las flores… Por eso pasé de la escena a los libros.

Fue una decisión acertada. Ahora hacía bailar sus palabras en los cuentos y novelas que escribía. Era muy famosa. Sus libros se vendían más que bien. Algunos habían pasado a las series de TV.

—Últimamente no vas mucho a Beijing… Ni siquiera para ver a tu amiga Ling —le soltó ella abruptamente.

Estaba claro que sus relaciones con Ling no habían pasado inadvertidas en el círculo de amistades capitalinas de Shasha, entre las que parecía contarse Ling. Sin embargo, nadie le había dicho antes algo parecido, soltándoselo así, a la cara. Volvió a preguntarse Chen por las intenciones que pudiera albergar la escritora.

—Últimamente estoy muy ocupado, mi trabajo se me lleva la mayor parte del tiempo —se limitó a decir él.

—No tienes que justificarte conmigo, Chen… Nadie puede saber qué pasa entre un hombre y una mujer, y además eso será por fuerza cosa de ambos… Lo que pueda decir la gente no importa, no tenemos que vivir a expensas de sus opiniones.

—Así es, Shasha, tienes toda la razón.

Siguieron charlando un rato. Shasha no volvió a mostrarse como la sirena que decían era. Consiguió captar la atención de Chen, sin embargo, con su conversación rica y divertida, ante la que él permanecía mudo y expectante la mayor parte del tiempo. Cuando la escritora optó por abandonar su cuarto eran ya las diez y media de la noche. No habían hablado ni una palabra sobre lo que dijo ella que deseaba hacerlo cuando optó por quedarse en la habitación. Chen no podía sino seguir preguntándose cuál sería la razón de que Shasha hubiera querido estar con él a solas. Quizá fuera que el jet—lag la tenía desvelada… O quizá porque deseaba hacerle saber que tenían a Ling por amiga común. O que, simplemente, la coquetería fuese una segunda naturaleza en ella, sin más, y necesitara exhibirla en todo momento. Pero, ¿y si fuera que, como mujer muy bien relacionada en Beijing, no hiciese otra cosa que llevar a cabo alguna oscura misión encargada, por ejemplo la de vigilarle estrechamente? Por una parte le parecía difícil que así fuera, pero tampoco podía desechar esa posibilidad.

El caso fue que Chen no había llamado por teléfono a Yu. No le pareció buena idea hacerlo desde la habitación del hotel. Los americanos se harían cargo de las facturas telefónicas, pero una llamada de larga distancia le podría salir cara. Tampoco le extrañaba la posibilidad de que hubiera micrófonos ocultos en las habitaciones, o que tuviesen intervenidos los teléfonos de las mismas… Su trabajo como policía habría de ser forzosamente conocido en América. Mejor, pues, llamar desde cualquier otro teléfono, desde cabinas públicas. Anotó varios números en una hoja de papel.

Se disponía a salir de su habitación cuando sintió unos golpecitos en la puerta. Resignado, aunque fastidiado, abrió la puerta. Era, para su sorpresa, Dai Huang, un viejo poeta de Shanghai.

—Perdóname por presentarme de esta manera, sin avisar —dijo Dai disculpándose.

—Pasa, por favor, señor Dai… No suponía que estuvieses aquí.

Chen había conocido a Dai en la Asociación de Escritores. Dai había estudiado en el extranjero en los años 30; a su regreso había trabajado en un banco, y contaba con varios libros de poemas escritos y publicados antes de 1949. A despecho de los muchos esfuerzos que hizo para sumarse a la revolución socialista, o al menos contemporizar con ella, Dai fue arrojado al mayor de los ostracismos desde finales de los años 50. Sólo a mediados de los 80 volvieron a reimprimirse sus trabajos literarios. No había sido seleccionado para formar parte de la delegación de escritores chinos.

—El galgo ha sufrido un accidente en su carrera, así que aquí estoy —dijo Dai limpiando la suela de sus zapatos en el felpudo de la puerta.

Luego contó a Chen que había viajado hasta San Francisco para pasar una temporada con unos parientes allí radicados, y al enterarse del encuentro entre las delegaciones de escritores decidió llegarse hasta Los Ángeles con un amigo, quien, no obstante, hubo de suspender el viaje a última hora por asuntos de negocios, dejándole solo… Era tarde y Dai no había encontrado alojamiento ni en el hotel de la delegación, ni en otro cercano. Se había puesto en contacto con Bao, y éste le sugirió que fuera a ver a Chen pues su habitación era la más grande.

Chen, naturalmente, decidió prestarle cobijo. Le gustaban los poemas de Dai. Pensaba incluso que tenía que haber sido elegido jefe de la delegación, por la importancia de su obra, no sólo miembro. Lo habían dejado fuera, evidentemente, por razones políticas. Como la cama de la habitación de Chen era doble podrían descansar ambos perfectamente.

A pesar de la hora ninguno de los dos parecía querer irse a dormir. Chen usó la cafetera de la habitación para llenarla de agua caliente. Dai llevaba consigo té Buen Dragón. El agua no salía hirviendo del grifo, pero el té estaba bueno.

—¿Verdad que la vida está llena de ironías? —dijo Dai—. En los años 50 hube de entregar mis propiedades al Gobierno, incluida una casa que había heredado aquí, en los Estados Unidos. Lo hice porque quería convertirme en un proletario más… Pero, ¿para qué?

Chen había oído contar esa vieja, historia. El lavado de cerebros funcionaba muy bien en aquellos años, y Dai fue uno de los que se convirtió fervorosamente al comunismo a través de la propaganda. Durante la Revolución Cultural, sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano: le condenaron por suponer que su conversión no había sido sincera; le acusaron de haber ingresado en el Partido mediante el soborno a otro camarada.

—Piensa en esto —dijo Dai con tono de amargura—. Sólo con los intereses devengados por la venta de mi casa en los Estados Unidos, entregada al Partido, podría pagarme la suite de uno de estos hoteles durante todo un mes. Ahora me hospedo en San Francisco con mi sobrina, que me da habitación y me mantiene. Una buena chica, me da cien dólares al mes para que pueda valerme. No puedo pedirle más, se me caería la cara de vergüenza con todo lo que hace por mí.

¿Qué podría decirle Chen? Su propio padre, un neoconfuciano, un estudioso, había donado a la universidad donde cursó estudios una valiosa colección de libros raros, que al final sólo sirvieron para incriminarlo al comienzo de la Revolución Cultural, yendo todos aquellos libros a la hoguera.

—No te preocupes, señor Dai —trató de darle consuelo Chen—. Mañana mismo haré lo posible para que la Universidad se ocupe de ti. Es un honor compartir contigo esta habitación. Empecé a leer tus poemas cuando aún estaba en la escuela secundaria… Pero ahora, señor Dai, acuéstate, tienes aspecto de cansado. Yo aún tengo que repasar algunas cosas.

Después de echar un vistazo al programa de actividades, Chen sacó su libreta de notas para escribir unas líneas. Estaba fuera de lugar salir a la calle ahora para telefonear a Yu.

Al cabo, optó Chen por acostarse. Lo hizo de manera incómoda, al borde de un lado de la cama. Quedó mirando al techo, incapaz de conciliar el sueño. El anciano Dai, exhausto tras el viaje a Los Ángeles en autobús, comenzó a roncar. Chen optó al cabo por dejar la cama y recostarse en una butaca, poniendo las piernas en una silla. Intentó repasar los acontecimientos del día.

Tenía la mente embotada, sin embargo. Era incapaz de fijar su atención en cualquiera de las cosas que acontecieran. El inglés parecía discordar en su subconsciente chino. Trató de pensar en Xing, de quien sabían que se encontraba en Los Ángeles. Pero no estaba allí en su condición de policía y eso le imposibilitaba igualmente ver cómo manejarse con la situación. En aquel punto ya no sabía realmente quién era. El viejo poeta no paraba de roncar. Le vino entonces a la cabeza un poema escrito por Su Dongpo, poeta muy conocido de la dinastía Song, que había sufrido exilio. Chen se complació especialmente en los versos finales:

Mucho, mucho lamento no tener un yo que clame por mí. ¿Cuándo podré olvidarme de lo que piense el mundo? La noche profunda, el viento suspendido, no se rizan las aguas del río.

En su poema, Su alude a una noche en vela porque su criado duerme profundamente, roncando más sonoro que el trueno. Sólo puede salir a solazarse con el rumor del río, mientras piensa en la pérdida de su yo más profundo, arrasado por la marea de las preocupaciones. El inspector jefe Chen se encontraba, no obstante, en una situación diferente: en la habitación de un hotel, con una carrera en ascenso… En esa situación, el ronquido del otro podría resultar un arrullo, no importaba que a veces hiciera mucho ruido.

Tras un rato de imposible descanso, se levantó para tomar un par de píldoras para dormir. Luego se puso a tomar algunas notas, preparando así la intervención que haría al día siguiente, a la espera de que le llegara el sueño. Cuando acabó de tomar notas, en cualquier caso, aún no sentía ganas de dormir.

Siguió volando su mente un rato más, hasta posarse en el recuerdo de An… Recordó cómo le flotaban las negras trenzas en el aire, al caminar, en aquellos sus días de estudiante, cuando formaban parte del grupo literario. Recordó después su corrección, su seriedad y convencionalismo político cuando leía las noticias en la TV. Y no pudo evitar que los recuerdos lo llevaran a su cuerpo desnudo y muerto, yaciente An en el suelo de su dormitorio. Una confusión nocturna de imágenes superpuestas. Y entre ellas, retazos del encuentro en el restaurante del Bund… Sentía Chen, en medio de la confusión de las imágenes, que se le escapaba algo. Trató, pues, de reconstruir la conversación que habían mantenido en aquella velada, palabra por palabra. Pero, como suele pasar en situaciones de confusión mental, no obtuvo provecho alguno de sus esfuerzos.

Sobre las tres y media de la madrugada empezaron a filtrarse por las ventanas de la habitación las primeras luces, si bien muy débiles, del nuevo día. Fue entonces cuando comenzó a notar que lo vencía el sueño. Quizá el viejo Dai se levantara pronto. Puso el despertador. Las instrucciones estaban en inglés y le llevó unos minutos comprenderlas, a él que era un experimentado traductor de esa lengua. El cansancio le había vuelto torpe. Entonces algo le golpeó en la memoria.

No fue nada que dijera, sino algo que pasó aquella noche en el restaurante La Isla Dorada.

Aquella noche, recordó, tuvo cierto problema con su teléfono celular. Quizá presionó involuntariamente alguna tecla y no fue capaz de hacer que sonara el timbre otra vez. An se lo quitó de las manos para activarle las funciones de llamada. Lo hizo rápidamente mientras él le miraba aquellos sus dedos exquisitos, casi extasiado en la contemplación de las manos de ella.

Pero olvidó preguntarle cómo había activado la función de llamada de su teléfono. Es muy sencillo, le había dicho ella al devolvérselo. No lo era tanto para el inspector jefe, que ahora comprendía la relevancia de aquel hecho aparentemente banal. Ella, por supuesto, también tendría un teléfono celular. De lo contrario no hubiera sabido cómo solucionar aquello tan prestamente. Tenía que hacerse con las llamadas registradas en el teléfono celular de An.