16

Bao no conciliaba el sueño en su habitación del hotel. Eran sólo las ocho y media de la noche. No solía irse a la cama tan pronto, pero no había encontrado nada que hacer… Shasha y Zhong andaban por ahí, siguiendo el ejemplo de Chen. La reunión política había sido cancelada porque sí, sin que nadie se lo dijera a Bao. La verdad es que ningún miembro de la delegación le hacía mucho caso.

No encontraba postura en la cama. ¿Cómo podía reposar un cuerpo humano en esos colchones de muelles? En Beijing dormía sobre un zhongbeng, una especie de colchoneta rellena con fibras de hoja de palmera, dura, fresca, fiable… Allí caía profundamente dormido apenas ponía la cabeza en la almohada. Se preguntó por el tipo de cama que tendría la habitación doble que ocupaba Chen. Desde un punto de vista puramente orgánico, Bao ostentaba la categoría de secretario del Partido. Pero eso, en América, parecía no tener la menor importancia… Iba inmediatamente después de Chen, en la delegación, incluso a pesar del orden alfabético, y por muy secretario que fuese apenas tenía ascendiente sobre los demás, al menos en Los Ángeles. No le quedaba sino asumir que, por el momento, estaba a las órdenes de Chen, quien encima era mucho más joven que él.

Sacó de bajo la almohada el libro que allí tenía guardado desde que se hospedaron en el hotel, un libro de poemas que publicó en los años 70. Lo había llevado con la intención de regalárselo a algún escritor norteamericano que le mereciera confianza y que lo hubiese leído en inglés. Pero ninguno lo conocía. Era increíble. Volvió a guardar el libro bajo la almohada, se levantó del lecho, encendió la televisión y empezó a maldecir… Todos los canales transmitían en inglés. Intentó llenar con agua caliente la cafetera de la habitación, pero salía tibia, no hervía… Chen le había dicho que así podría hacerse un té, pero imposible para él si el agua no estaba hirviendo. La cafetera, para colmo, tenía las instrucciones en inglés, así que tampoco era capaz de prepararse un café. Le daba vergüenza salir a preguntar a alguien cómo hacerlo. Incluso la intérprete lo miraba como si fuese un viejo loco.

Todo le parecía insoportable, incluso aterrador. No podía abrir las ventanas. ¿Qué pasaba allí? La exótica alfombra, bajo sus pies desnudos y sudados, le parecía viscosa en la noche de calor bochornoso. Para colmo, no permitían fumar en las habitaciones, y eso que estaban en la que decía ser la patria de la libertad. Le parecían absurdas tantas limitaciones en un hotel donde el alojamiento costaba cien dólares por noche. Mucho más que su sueldo mensual, era cosa de pensarlo detenidamente… Decidió ignorar las normas. Encendió entonces un cigarrillo, tomó por cenicero una taza de plástico, y tomó asiento cerca de la ventana poniendo los pies en el poyete. La espiral del humo manso le llevó distintos fragmentos de su vida que amenazaban con constituir un todo.

La carrera literaria de Bao había empezado a comienzos de los 50 durante la campaña nacional de la Canción Roja, que convirtió a muchos campesinos y trabajadores en «escritores proletarios». Siguiendo las doctrinas del Gran Timonel Mao sobre literatura y arte al servicio de la política, era casi una necesidad que los escritores del proletariado brillasen en un muy importante primer plano. Así, un responsable de la edición de Literatura en Shanghai, se plantó en la primera factoría del metal en Beijing, donde el entonces joven Bao, un simple aprendiz, comía pipas de melón fritas… Apenas hubo explicado el editor los motivos de su visita, Bao rompió a reír.

—¿Que de qué me río? —había dicho Bao para responder a la pregunta del otro mientras le mostraba las palmas de sus manos con las pipas—. Mira, las pipas de melón sólo pueden crecer dentro de un melón, fuera del melón sólo puedes comértelas… No creo que puedas hacer mucho para evitarlo.

—Vaya, camarada Bao, eso que has dicho es fantástico, una metáfora extraordinaria… Te agradezco mucho tu intervención —le dijo entonces el editor mientras anotaba aquello en su libreta—. Me pondré en contacto contigo.

Lo hizo. Y tres días después volvió a verse con Bao para mostrarle un ejemplar de El Diario de la Liberación con este poema:

Las pipas de melón crecen en los buenos melones. Las buenas viñas brotan entre las buenas flores. La buena gente puede hacer las mejores cosas. La buena clase obrera habla buenas lenguas.

El autor del poema no era otro que Bao, bajo cuyos versos se decía lo siguiente: «Con un lenguaje tan simple como vivido, el poeta—trabajador Bao habla de verdades: la lucha de clases se extiende por doquier. / En tanto los enemigos de la clase obrera no cambian realmente de color, no cambian realmente de naturaleza, / nosotros, la clase trabajadora, tampoco lo hacemos, / pero para permanecer fieles a nuestra naturaleza revolucionaria. Los dos primeros versos del poema son purísimas metáforas que explican bien el contenido social de los otros dos versos que les siguen».

El poema tuvo un gran éxito. Poco después salía publicado en El Diario del Pueblo y varios periódicos nacionales más. Las radios entrevistaron a Bao. Salió también en unas cuantas revistas. Ingresó en la Asociación de Escritores. Aunque seguía trabajando en aquella factoría del metal, ya era un poeta laureado cuyos versos corrían por todas las redacciones de los periódicos y las revistas, hasta llegar a sus páginas con caracteres relevantes. Incluso reunieron varias de sus creaciones para llevarlas a los libros de texto. Un martillazo de los trabajadores chinos del metal / hará temblar tres veces la tierra. Estos versos de Bao se hicieron muy célebres. Bao contraía matrimonio poco después con una joven estudiante que adoraba su poesía. Durante la Revolución Cultural, y dados sus orígenes proletarios, Bao pasó a formar parte del Comité de apoyo a la Revolución, una asociación de escritores afines a las tesis de Mao. Uno de sus poemas se hizo canción popular cantada de un extremo a otro del país. Con el fin de la Revolución Cultural, sin embargo, muchos de los perjudicados por las actuaciones censoras y represivas de dicho comité de apoyo le señalaron con el dedo. Poco después le resultaba imposible seguir publicando sus poemas. Decían que sus versos eran basura propagandística y que ya no cabía apelar a su origen proletario para que su obra quedara a salvo.

Se pudo dar por satisfecho con seguir en la Asociación de Escritores con el cargo de administrador y con alguna aparición esporádica en los periódicos. Las autoridades del Partido insistieron para que fuese así, por pensar que era preciso seguir manteniendo a un poeta proletario en la escena literaria. Ahora, en el ocaso de su carrera, se le había presentado a Bao la ocasión de viajar a los Estados Unidos. Podía haberse negado, pero como ya tocaban a su fin sus días como administrador de la Asociación de Escritores, pues pendía sobre él la jubilación, con lo que perdería buena parte de sus privilegios, no iba a dejar que se le escapase la ocasión de hacer un largo viaje por cuenta del Gobierno. Para un escritor como él, que se pretendía importante, hubiera sido todo un baldón en su currículo no visitar América. La oportunidad, pues, se le presentaba como un hueso de pollo: poca carne, pero bueno para chupar y morder un poco, no hay razón para desecharlo.

Entonces sonó el teléfono de su habitación. No tenía humor para hablar con nadie, pero, para su sorpresa, quien lo llamaba era Hong Guangxuan, alguien a quien había conocido a mediados de los sesenta en Beijing, en el Palacio de los Trabajadores de la Cultura. Hong asistió allí, en aquellos días, a una lectura poética de Bao y se convirtió en un devoto seguidor del poeta proletario, al que llamaba «maestro». Se hicieron pronto muy amigos. Habían perdido todo contacto tras la marcha de Hong a los Estados Unidos, a comienzos de los años 80.

Bao salió a zancadas para reunirse con el otro, que lo esperaba en la recepción, no sin antes tomar el libro que guardaba bajo la almohada para regalárselo. Por lo que había oído unos años atrás, Hong tenía un restaurante chino en Los Ángeles.

—Me alegro mucho de verte, maestro —le dijo Hong saludándole respetuosamente, como en los viejos tiempos.

—No te has olvidado de mí, Hong —hacía mucho tiempo que nadie llamaba «maestro» a Bao, y ahora, a miles de millas de China, volvía a oír aquello que tanto le gustaba. Su emoción era más que perceptible.

—¡Cómo podría olvidarte! ¡Cómo podría olvidarme de aquellos días en el Palacio de los Trabajadores de la Cultura! Me enteré de la presencia de la delegación hace dos días y pensé en ti… Leí el nombre de uno del que nada sé, un tal Chen Cao, y no hice caso… Pero después supe que tú también estabas aquí, y bueno, que he venido a verte…

—Ya, es que yo soy el secretario del Partido en la delegación, pero, claro, eso no se menciona en los periódicos de aquí, ya sabes —dijo Bao.

—Así es —dijo Hong—. Hará unos diez años que no nos vemos, ¿no? En diez años cambian mucho las cosas, da tiempo a que el azul del mar se convierta en un campo de moras… ¿Qué te parece si charlamos tranquilos mientras nos damos una buena cena? En Los Ángeles hay muy buenos restaurantes chinos, tan buenos como los de Beijing.

Bao no tenía hambre, pero la idea de darse un banquete como los de Beijing era tentadora… Y mucho más en la compañía de alguien que aún recordaba aquellos tiempos del Palacio de los Trabajadores de la Cultura. Dijo que sí. Antes de salir estuvo a punto de llamar a Chen para comunicárselo, pero luego decidió que no. No quería que Hong viese que pedía permiso a un superior.

Ya en el BMW negro y descapotable de Hong, éste tomó su teléfono celular e hizo una llamada. Habló en inglés.

—No hace falta que vayamos lejos, Hong, no tengo interés en ver nada… Llévame a un sitio donde podamos sentarnos y conversar sin más —le dijo Bao.

—Claro, iremos a mi restaurante… No es la mayor de las maravillas pero está bien… Un lugar tranquilo, ideal para que hablemos… Eso sí, te aseguro que tengo un chef excelente.

—Un plan perfecto.

El restaurante de Hong resultó ser un local pequeño en la parte antigua de Chinatown. A despecho de los farolillos de papel rojo y de los leones de plástico dorado que había a la entrada, el restaurante no tenía reservados, sólo un comedor mediano. Hong llevó a su «distinguido invitado» a su despacho, un habitáculo de techo bajo que había junto a la escalera estrecha que llevaba a lo que parecía ser una segunda planta. El chef no era otro que el cuñado de Hong, que pronto les sirvió en el escritorio del despacho cuatro platos fríos: pepino en salsa de sésamo, trozos de oreja de cerdo, cabeza de carpa ahumada y repollo con pimienta roja. Hong abrió una botella de erguotou de Beijing.

—Mi esposa compró esta botella hace años —dijo Hong—. Esperaba un gran momento para abrirla. ¡El viejo vino de nuestro querido Beijing! ¡A tu salud, maestro!

—Gracias, Hong, es un honor para mí… ¡Como en los viejos tiempos! —exclamó Bao alzando su copa.

—Bah, es como si comiéramos en casa, unos platillos de nada con los que no puedo demostrarte suficientemente el respeto que tengo por ti. Mi restaurante no está preparado para rendir los honores debidos a una personalidad como tú —dijo Hong con un cierto tono libresco—. ¡Tu persona ilumina las estancias de mi humilde casa!

—Oh, no digas eso, Hong… Estos platos son deliciosos. Hace mucho tiempo que no pruebo el repollo en Beijing. ¿Por qué? Es un plato barato, los restaurante no le sacan beneficio al repollo.

—Pero estarán pensados para servir a la clase obrera, ¿no?

—Hong, en los periódicos de China ya apenas se habla de la clase obrera… Los que consumen son los que tienen una buena cartera. A los restaurantes les gusta servir banquetes de cincuenta o sesenta comensales. Pero no tenemos por qué imitar a esos monos pequeñoburgueses.

—Tienes razón… He leído sobre algo que denominan una nueva clase media, una clase de burgueses chinos… ¡El mundo se hunde, maestro! Pero hablemos de otras cosas… No sabes cómo me alegro de tenerte aquí.

—Y yo de verte, Hong…

—Cuéntame, maestro… ¿Quién es ese Chen Cao? Nunca había oído hablar de él… ¿Qué escribe?

—Bueno, es un poeta moderno…

—¿Uno de esos poetas crípticos a los que nadie entiende?

—No, no se puede decir que sea precisamente un poeta críptico —señaló Bao tras tomar un sorbo del vino chino—. Pero, si te soy honesto, apenas puedo entender algún verso suelto de su libro de poemas…

—En la foto parece muy joven…

—Tendrá treinta y tantos…

—¿Y cómo siendo tan joven es el jefe de la delegación?

—Yang enfermó y llamaron a Chen para sustituirlo en el último minuto… Una decisión de alguien de arriba, ya sabes. Chen sólo ha publicado un poemario.

—Será que tiene buenos contactos en las altas esferas, claro.

—No lo sé, la verdad —dijo Bao con cautela—. Es de Shanghai. No estoy muy familiarizado con su trabajo, ya te digo.

—Como dijo el presidente Mao, la literatura y el arte han de servir a las masas de trabajadores, campesinos y soldados… Y esos oscuros poemas, como lo serán sin duda los de ese tal Chen, sólo los entienden un puñado de intelectuales, no las masas —satisfecho, Hong vació de un trago su copa—. Yo sigo prefiriendo tus trabajos, como aquel que titulaste Los trabajadores son la auténtica columna vertebral de la patria… Aún recuerdo cuando sonaba esta canción tuya en la radio: Nosotros, la clase trabajadora, somos la columna vertebral más fuerte. / Seguimos al Gran Timonel para llegar muy lejos / con la patria y el mundo en nuestros corazones. / No nos detendremos, nuestra senda es la Revolución. / Enarbolando la bandera roja nos henchimos de fuerza. / Somos la locomotora de una nueva era… Eso sí es poesía clara y poderosa… Ya ves que me lo sé de memoria, querido Bao. También recuerdo uno que decía…

—Bah, no hablemos más de eso —dijo Bao—. Ya sabes lo que dice un viejo proverbio chino: Al héroe de edad provecta no le gusta hablar de sus glorias pasadas.

—Pero ten en cuenta una cosa… Ese Chen seguro que se sabe tus poemas, que los estudió antes de salir de la escuela secundaria…

—Bueno, con la nueva nomenclatura política, con la política de los nuevos cuadros del Partido, prefieren a jóvenes como él que han cursado otros estudios, estudios superiores… Estos jóvenes son los que ahora ascienden como un cohete.

—¿Trabaja en la Asociación de Escritores?

—No, es policía en Shanghai… Pero sí es miembro de la Asociación.

—Ya comprendo… Así que es policía… Seguro que está aquí en misión secreta.

—No, hasta donde yo sé —dijo vagamente Bao—. Pero con él todo es posible…

Volvió el chef al despacho para poner en la mesa un cazo humeante de sopa de pescado. La sopa estaba especiada con pimienta roja y un montón de hierbas diferentes. Sabrosa y fuerte, con la primera cucharada tuvo Bao la sensación de que le mordían en la lengua miles de hormigas. Hubo de beberse un gran vaso de agua fría.

—Este mundo nuestro cambia más allá de nuestra capacidad de comprensión —dijo Hong tras relamerse los labios—. No te creas que la vida me resulta fácil aquí, como podría parecer… Los chinos que tienen restaurantes luchan entre sí como no te lo puedes imaginar, es un negocio de lo más competitivo… Cualquiera te cortaría el cuello por llevarse uno de tus clientes. Aquí trabajamos como perros, los siete días de la semana. Mucha gente que viene de China se asombra de mis coches, se maravilla ante la casa que tengo y elogia mi restaurante, pero no tienen ni idea de lo que he de luchar y lucho para conservar todo esto. Soy como una bestia de carga, cualquier día me derrumbo.

—Lo sé —dijo Bao, alegrándose de que Hong hubiera cambiado de conversación. Muchos de aquello chinos que iban a verle lo hacían para pedirle dinero, pero a Bao eso nunca se le hubiera pasado por la cabeza—. Sé que te ganas cada centavo a base de mucho esfuerzo.

—¡Ah, qué tiempos aquellos del Palacio de los Trabajadores de la Cultura! —volvió a evocar Hong—. ¡Éramos la columna vertebral del socialismo chino! ¡Cantábamos fuerte y claro! Si puedo viajar a China el año que viene, visitaré el Palacio…

—Ni lo pienses… Lo han convertido en un centro de entretenimiento… Karaoke, bailarinas que hacen la danza del vientre, masajes… ¡Todo eso! Luché con toda mi fuerza, pero no pude evitarlo.

Volvió a entrar el chef, que llevaba una fuente con carne de cerdo humeante, repollo y salsa de ajos tiernos con pimienta roja.

—Así que han echado a los perros la China socialista —dijo Hong con rabia—. Todavía recuerdo aquella canción de Beijing que decía: Lo más delicioso es una buena sopa de ajos / y lo más confortable es tumbarse en la cama con un buen libro… Bueno, al menos tenemos esta noche salsa de ajos tiernos y después, cuando me vaya a la cama, leeré tu libro.

El erguotou estaba bueno, aunque era muy fuerte. Bao sentía que el licor le entraba como una flecha. No estaba acostumbrado ya a que nadie lo escuchara con tamaña devoción, lo que, aun agradándole, le llenaba de frustración. Casi sin que él lo quisiera la conversación fue derivando de nuevo hacia los avatares de la delegación.

—Creo que ese Chen se disfraza de escritor para llevar a cabo una misión secreta, seguro —volvió a la carga Hong jugueteando con su copa entre los dedos.

—No, no creo que esté aquí para espiarnos… Para ser sincero, creo que lo han elegido porque habla inglés y se manifiesta con mucha corrección, sabe qué hay que decir en cada momento. Supongo que en Beijing querían causar una buena impresión, dar una imagen diferente.

—¿Una imagen diferente? ¡No me lo creo! Como tú has dicho tantas veces, nosotros, la clase trabajadora, constituimos el único modelo válido de la sociedad socialista.

—Tienes razón… Desde ese punto de vista, Chen no puede ser un buen modelo para nuestra delegación. Además, según las normas, nadie puede salir del hotel sin que el jefe de la delegación lo apruebe, pero el mismo Chen se ha largado por ahí esta tarde con un viejo amigo suyo… ¿Qué hace realmente aquí? Nadie podría decirlo, me temo…

—Yo sí puedo decírtelo —dijo Hong—. Estará por ahí en algún espectáculo de mujeres en topless, o incluso completamente desnudas… Muchos que vienen de China revolotean por esos locales como las moscas sobre un charco de sangre. Un amigo mío tiene aquí un negocio para turistas. Es todo un experto en organizar actividades para los chinos, y los espectáculos a los que los lleva son los que te he dicho… Y no tienen que preocuparse con los gastos a justificar, si se trata de delegaciones oficiales, porque les dan recibos de negocios legales y honestos.

—¿De veras? —se extrañó Bao—. Pues quizá tengas razón con Chen…

—Mira, trataré de ayudarte… Dime lo que sepas acerca de Chen, sobre sus actividades en Los Ángeles… Seguro que con lo que tú averigües podré investigar yo… Verás cómo le hacemos un queue, seguro que ha estado en sitios como los que te digo. Es una desgracia que alguien como él esté por encima de ti, tenemos que hacer algo.

En tiempos de la dinastía Qing, ganar un queue —una trenza— suponía cortarle esa trenza a un oponente, una vez vencido. En tiempos de la Revolución Cultural, Deng Xiaoping se definió como «una muchacha con muchas trenzas». Adelantaba así los problemas que tendría no mucho después, cuando Mao le cortó las trenzas, cuando Mao le hizo un queue

—No tienes que hacer nada por mí, Hong.

—No, no es sólo por ti, Bao, querido maestro… Con gente como ese Chen, que ocupa el poder ahora mismo, el futuro de la literatura china está en entredicho, por no decir que en un claro peligro… Créeme, mi corazón sigue siendo rojo y leal… Un corazón chino leal.

—Bueno —comenzó a decir Bao, que en realidad no quería expresarse desfavorablemente sobre Chen. Pero Hong insistía. Quizá era verdad que con gente como Chen, se decía Bao, la literatura china estuviese en peligro. Y si conseguían pruebas de una conducta de Chen al menos dudosa… Habría que considerarlo—. Creo que… Bueno le he visto hacer llamadas desde una cabina de teléfonos, un par de veces… No llama desde la habitación del hotel.

—Eso es muy sospechoso.

—Puede que sí, porque los americanos corren con la cuenta del teléfono, me parece… Aunque no lo sé, la verdad. Así que en ese no tendría que gastarse ni un centavo. Seguro que estaba llamando a alguien para que lo llevara a uno de esos espectáculos.

—Ese detalle de las llamadas es muy importante, trataré de averiguar algo —dijo Hong tratando de ocultar su excitación con otro trago—. Para que alguien como tú reciba la honra que merece —dijo después—, hay que desenmascarar a los tipos como Chen.

Fue a servirse Hong un poco más del vino chino, pero la botella estaba vacía. Miró a Bao como pidiéndole perdón. Se dejaba sentir el ruido de los primeros clientes que entraban en el restaurante. Sólo había una camarera en el comedor, que llevaba a las mesas los platos sobre sus brazos desnudos. El chef estaría muy ocupado, por eso no habría entrado de nuevo para preguntarles si querían algo más. Los restos de la comida que había en los platos estaban ya fríos. Lo comprobó Bao cuando quiso tomar un poco más de cabeza ahumada de parca.

Hong parecía contemplar con tristeza la botella vacía.

—¿Crees que tuve otras opciones que no fueran la de irme de China? —dijo Hong preso de un ataque de melancolía, roja su cara de boyero—. La empresa estatal en la que trabajaba perdía dinero, no había ni para pagar a los trabajadores… Como no te será difícil de suponer, con la poesía me resultaba imposible ganarme la vida. Así que decidí emigrar. No creas que me resultó fácil hacerlo. En todos estos años no he sido capaz de escribir más que dos versos: La fregona con que limpio el suelo grasiento / es el cucharón que arroja lejos de mí las fantasías.

—Pues no son malos esos versos, Hong.

—Los recuerdo bien porque arribé a América sin nada más que el cuadro de mi vida, día tras día —dijo intentando lamer una última gota de la botella, para sacar luego un sobre—. No me rechaces esto, maestro, por favor… Aquí tienes quinientos dólares. No soy rico, pero acéptalos como prenda de amistad por ti.

—No puedo aceptarlos.

—No es nada… Como dice uno de nuestros proverbios, puede que seas pobre en casa, pero no cuando estés fuera… Deja que te pague respetuosamente por haber sido mi gran maestro, un gran maestro de la clase trabajadora.

—No sé qué decir, Hong…

—Mira, aquí tienes también un teléfono celular con tarjeta de pre pago… Llámame cuando quieras, o si consigues averiguar algo sobre Chen.

—Pero todo esto supone mucho dinero, un teléfono celular… Fíjate que Chen es el único de la delegación que tiene uno.

—Tú eres el secretario del Partido en la delegación, así que también tienes que tener uno… Si los trabajadores no nos ayudamos los unos a los otros, ¿quién lo hará? —dijo Hong—. Oye, por cierto… ¿Sabes cómo se llama ese amigo de Chen con el que se fue por ahí?

—No, no lo sé… Pero creo que tiene una empresa muy importante, como esas que hay ahora en China.

—Es del todo improcedente tener esas amistades.

—Sí… Ya Chen le han dado una habitación doble en el hotel. La usa él solo.

—Leí en el periódico que la compartía con alguien, sin embargo… Vaya, dos hombres en una misma cama… Seguro que los americanos han hecho bromas con eso.

—Ah, sí, era Dai, ese poeta capitalista… No es miembro de la delegación, pidió a Chen que le dejara dormir en su cuarto, pero bueno, se lo sugerí yo…

Hong, realmente, sabía mucho de Chen. ¿Estaría allí el inspector jefe para investigar algo? Bao parecía incómodo. No podía seguir bebiendo. No quería que lo vieran llegar borracho. Eso iría en detrimento de todo un poeta de la clase obrera, lo que quería ser desde hacía años.