Prólogo
A la 1,15 a.m. de aquella madrugada de comienzos de mayo se recibió en la comisaría central de Fujian una llamada telefónica anónima.
—Vayan rápidamente a El Dinero Borracho y el Oro Ebrio. Habitación 135. Acudan allí rápido, verán algo digno de la primera plana del Fujian Star.
El sargento Lou Xiangdong, el policía que descolgó el teléfono, había oído hablar de aquel lugar. Lo llamaban karaoke, pero en realidad era un sitio conocido por los servicios sexuales encubiertos que allí recibían tanto funcionarios públicos corruptos como hombres de negocios. El Fujian Star era un tabloide local, fundado a mediados de los años 90. La llamada telefónica anónima aludía a unos escándalos que se estaban produciendo en la habitación dicha, justo en aquel preciso instante.
Lou había despertado malhumorado al sonar el teléfono. Había elegido el último turno de guardia solo por el plus de nocturnidad. Solterón de treinta y tantos años, acababa de conocer a una chica encantadora con la que se vería en un restaurante barato al día siguiente; el plus de nocturnidad le serviría para pagar el dispendio. Sonaba con cestillos de bambú dorado llenos de crujientes bollos rellenos de langostino y cangrejo mientras repicaba su risa feliz en una caliente taza de té Buen Dragón, y su chica, con sus blancos dedos, le alargaba una verde hoja de loto llena de jugoso arroz con pollo.
La comisaría recibía llamadas anónimas con relativa frecuencia, falsas alarmas la mayor parte de las veces. La corrupción se expandía por todo el país como una plaga mientras crecían a pasos agigantados las diferencias entre pobres y ricos, todo lo cual no hacía sino que la gente diera cada vez mayores muestras de su frustración. En consecuencia, cuando los policías enfilaban hacía algún antro de entretenimiento bien conocido, en los que realmente pocos negocios y actividades honestas se daban, encontraban a las chicas K —las chicas karaoke, que oficialmente sólo se dedicaban a eso, a cantar a dúo con los clientes— vestidas recatadamente, incluso con el puritanismo impuesto por los códigos maoístas. La gente, sin embargo, sabía bien a qué se dedicaban tales chicas, lo que es decir a lucirse completamente desnudas en las habitaciones K, los reservados de aquellos antros.
Lou, no obstante, no estaba seguro de que esas llamadas anónimas fueran siempre falsas alarmas o simples bromas. Los infames locales como El Dinero Borracho y el Oro Ebrio, era bien sabido, reunían a una buena cantidad de funcionarios de alto rango del Gobierno de la ciudad, a los que allí se les brindaba todo cuanto querían. Acaso por eso las actuaciones policiales contra dicho local venían a ser como llenar de agua cestos de bambú, un completo fracaso.
A pesar de todo, algo dijo al sargento que quizá hubiera de ponerse en marcha. El informador anónimo le había urgido a hacerlo, por aludir a una habitación muy concreta. Lou, como tantos otros policías de bajo rango, era consciente de que la corrupción imperaba sin el menor control en aquella región de la vía China hacía el socialismo. No dijo una palabra a sus compañeros. Tomó el teléfono celular y se montó en un jeep.
Diez minutos después entraba en el club. Ya en el amplio vestíbulo de El Dinero Borracho y el Oro Ebrio echó un vistazo en derredor suyo. A un lado vio un salón por el que pululaban chicas en bikini, y a despecho de la tenue iluminación avistó a una muchacha esbelta, envuelta en gasas transparentes, como en una nube, que danzaba con los pies desnudos llevándose de la dulce música que se dejaba sentir, tan tenue como la luz. Ponía fondo a su danza una pared en la que se reproducían los murales de Dunhuang. A un lado del breve escenario en el que se desenvolvía la bailarina, se observaba una línea larga de chicas K, todas ellas en braguitas transparentes, a la espera de ser requeridas. Una de ellas se dirigió sonriente hacía Lou, agitando sus delgados y viscosos brazos como si fueran las alitas de un pollo. Aquello le hizo recordar escenas de burdel vistas en alguna película antigua. El salón daba a un pasillo en el que había distintos reservados. Acercándose, percibió Lou los aullidos y gemidos que salían de algunas de aquellas habitaciones. Dos o tres clientes se movían como peces en el agua, del vestíbulo al salón, yendo y viniendo entre las chicas K, sin dejar de negociar el precio con un proxeneta ataviado con un tang negro, a la usanza tradicional.
Lou se dirigió al proxeneta, quien hizo un alto para atenderle mientras expulsaba por la boca anillos de humo de su cigarrillo.
—Me llamo Pang —dijo al policía—. Estaremos encantados de ofrecerle nuestros mejores servicios. Un pinchazo de reloj cuesta cien yuanes a la hora, pero un hombre importante como usted necesitara más, desde luego… Tres horas, por lo menos, que en este caso no salen a cien yuanes cada una. Por la noche entera hacemos un descuento aún mayor. Luego tendrá que discutir algunos detalles más con la chica que elija… Eche un vistazo a esa de ahí, se llama Meimei… Bellísima, ¿verdad? Y tiene un talento… Esa le va a tocar en su flauta de jade una melodía que le arrebatara el alma.
Pang, evidentemente, había tornado a Lou por un cliente más. Lou supuso que los pinchazos de reloj también podrían negociarse a razón de media hora, pero no quería ni oír hablar de esos pinchazos, como tampoco de que le tocaran la flauta de jade.
Lou fue directo al grano.
—Lléveme a la habitación 135 —dijo.
Sorprendido como un sonámbulo al que acabaran de despertar, Pang trató en vano de convencer al policía de que allí no había nadie. Cuando finalmente accedieron a la habitación de marras, estaba cerrada y a oscuras, no se veía luz por la rendija de la puerta. Insistió Lou, sin embargo, y el otro extrajo una llave, abrió la puerta y encendió la luz.
La luz mostro una escena muy sórdida. En un sofá—cama se veían dos cuerpos desnudos y con las piernas fuertemente entrelazadas y rígidas como las varillas con que se extraen del fuego las rosquillas recién fritas. Un hombre de mediana edad, con el cabello gris y las piernas velludas, yacía apretado a una muchacha delgada, de aspecto enfermizo, puede que de no más de diecisiete o dieciocho años. Tenía los pechos blandos y una gran mata de vello muy negro en el pubis. La habitación olía a sexo y a cosas aún más sospechosas. La súbita irrupción de la luz, sin embargo, no hizo que se despertaran.
Lou, con el ceno fruncido, se acercó rápidamente al hombre y le puso una mano en el hombro. Como el tipo no parecía reaccionar, Lou lo sacudió para percatarse, sin más, de que estaba muerto. La chica sí se despertó entonces, mostrando una sonrisa que pretendía seductora, acariciándose el vientre frío con una mano.
Pero Lou hizo otro descubrimiento aún más aterrador. El muerto era el detective Hua Ting, el responsable de las investigaciones de una brigada especial de la Policía de Fujian. Movido por el primer impulso que sintió, Lou arrojó una manta sobre el cadáver, no sin antes cerrar los ojos del muerto, uno de los cuales parecía clavarse en él como si quisiera darle un mensaje de ultratumba. El hombre no tenía las córneas precisamente opacas, lo que significaba que había muerto poco antes. Raudo, Lou comenzó a amontonar la ropa del detective Hua, tirada en el suelo. En un bolsillo de los pantalones notó algo. Un paquete de cigarrillos de la marca Caballo Volador.
La chica se levantó al fin, ya por completo despierta. Tenía los ojos aterrorizados. Se llevó las maños a la cara para mover la cabeza de un lado a otro como si no diera crédito a lo que veía. Su cuerpo aún desnudo temblaba como una anguila en el arrozal. Lou se dijo que lo primero sería tomar fotos del lugar del crimen.
—No os mováis —ordeno mientras sacaba su pequeña cámara de fotos y la muchacha comenzaba a soltar gemidos y grititos ahogados. Aquellas fotos bien podrían hacer las delicias del Fujian Star, en efecto. Pero nunca las daría al periódico, se dijo. Hua había sido uno de sus profesores en el curso de acceso a la Policía.
—¡Esto es el decimoctavo nivel del infierno, el de las ratas y las serpientes! —gritó la chica entre sollozos, como si se debatiera en una pesadilla, con los ojos vacíos—. ¡Por el Tercer Anciano que destrozaré en mil pedazos el pájaro de la muerte! ¡Todo fue breve como una lagrima! ¡Nunca le había visto! ¡No le conocía!
Estaba claro que no podía esperarse de ella que dijese algo coherente. No tendría Lou más remedio que llamar a la comisaría. Se trataba de un caso escandaloso, ciertamente, por lo que la Policía trataría por todos los medios de evitar el menoscabo de su imagen pública, más ahora, cuando hasta había series de TV en las que los protagonistas principales eran policías corruptos. Nadie parecía incorruptible, inmune al vicio, en el imperio de El Dinero Borracho y el Oro Ebrio. Ni siquiera un policía veterano como Hua. Lou decidió llamar a su jefe, Ren Jiaye. Fue una larga conversación, casi al final de la cual, cuando estaba a punto de conducir su informe, Lou calló abruptamente.
—¿Te ocurre algo? —pregunto Ren.
Algo, en efecto, le había distraído. Lou recordó el caso en que trabajaba entonces Hua, un asunto que El Diario del Pueblo había calificado como «el caso número uno de corrupción en China». Se trataba de la investigación que se seguía sobre Xing Xing, un cuadro relevante del Partido en Fujian, magnate de los negocios y propietario de todo un imperio hecho a través de innumerables operaciones de contrabando; un hombre, además, muy bien relacionado en los altos niveles gubernamentales. Para ser exactos, Hua comandaba una investigación sobre mandos policiales y funcionarios del Partido relacionados con Xing, pesquisas que se iniciaron una vez el potentado hubo huido del país. Pero Lou prefirió no decir nada a su superior. Al fin y al cabo, sólo había sido una corazonada.
Terminado el informe, Lou cortó la conversación para hacer una nueva llamada, ahora a la casa de Hua. Estaba nervioso y dubitativo, sin embargo. Daba cortos paseos por la habitación, mientras la chica seguía sollozando como una flauta eléctrica rota y Pang continuaba impávido, como una figura de terracota de la tumba de la dinastía Tang.
Lou intentaba pensar en lo que diría a la viuda de Hua, una tarea complicada. Finalmente decidió que lo haría más tarde, ya de mariana. Para su sorpresa, apenas transcurridos veinte minutos llegó a la escena del crimen un grupo de la Seguridad Interior, capitaneado por el comandante Zhu Longhua. Las autoridades del Partido no hacían entrar en juego al Servicio secreto salvo en circunstancias de extrema sensibilidad política, cosa que no parecía corresponderse con la muerte de un policía, en un caso que no parecía ir más allá de un mero escándalo sexual, y la rapidez de su intervención no podía por menos que resultar sorprendente. La Seguridad Interior no daba rodeos ni actuaba en vano. Sin oír siquiera lo que Lou podría informareis, le ordenaran que saliera de inmediato del lugar del crimen mientras varios agentes secretos comenzaban a tomar fotografías.
Ya expulsados de allí por los agentes de la Seguridad Interior, Lou y Pang quedaran el uno frente al otro, inmóviles como figuras de arcilla. No sabían qué hacer, si largarse o seguir allí. Lou no se hallaba en condiciones de discutir nada con los de la Seguridad Interior, por mucho que hubiera sido el primera en llegar al lugar de lo que tenía toda la pinta de ser un crimen. Tampoco parecían mostrar mayor interés por interrogar a Pang.
Pang ofreció un cigarrillo a Lou. Un Camel, marca más cara, desde luego, que los cigarrillos Caballo Volador que había en el bolsillo del pantalón de Hua.
—¿Habías visto antes por aquí al inspector Hua? —pregunto Lou.
—No. Trabajo aquí desde hace tres años, pero nunca antes le había visto.
—¿Qué puedes decirme de la chica?
—Oh, Nini… Es una eventual, no tiene en regla la documentación para trabajar como chica K y nosotros seguimos estrictamente las normas gubernamentales.
Para Lou resultaba absurdo que las chicas K tuvieran que superar una especie de curso, antes de recibir la documentación acreditativa, pero aquello no era cosa suya, al menos por el momento.
—¿A qué hora viniste a trabajar hoy? —volvió a preguntar a Pang.
—Sobre las ocho. No sabía que esa habitación estuviese ocupada. No vi nada en el registro. Todo esto no tiene sentido, salvo que Nini metiera allí a Hua a escondidas, sin que yo me diese cuenta.
A Lou le pareció que Pang decía la verdad. Cuando acababan su segundo cigarrillo, vieron salir de la habitación al comandante Zhu, que con gesto preocupado sacudía la cabeza. Encendió un cigarrillo, al que dio una calada honda, para llenarse bien los pulmones, y se dirigió a Lou.
—Dice la chica —comenzó a relatar— que Hua era un cliente habitual de esta casa. Al parecer, y como ya había cumplido los cincuenta, tenía algunos problemas para conseguir la erección, por lo que solía tomar polvos de tigre y dragón, una droga que viene del sudeste asiático, muy cara en el mercado negro. Y muy efectiva… Además, a primeras horas de la noche se había metido media botella de licor con una dosis doble de los polvos. La chica dice que no le notó nada extraño, salvo que esta noche se corrió dos veces, haciéndoselo por detrás la segunda vez. Exhaustos, ambos se quedaron dormidos después. La chica no se percató de que a Hua le pasara algo malo mientras yacía junto a ella.
Lou escuchaba atónito. A través de la puerta entreabierta vio que la chica seguía igual de histérica que antes, de pie al lado del sofá—cama. ¿Cómo había obtenido de ella tan rápidamente aquellos datos la Seguridad Interior? Zhu volvió a la habitación y cerró de un portazo tras de sí. Lou pensó en lo que le había referido Pang, que parecía aún más confuso. Lou le aceptó otro cigarrillo. El humo parecía enracimar las dudas que le brotaban. Como jefe de aquella brigada de investigación especial, Hua había venido demostrando en todo momento que era un buen policía y un buen hombre. Nunca había oído a nadie ni sugerir siquiera que el inspector pudiera estar involucrado en cualquier tipo de actividad ilegal. Pensaba también Lou en la expresión de la muchacha, la propia de alguien fuertemente drogado. Si las cosas habían sucedido tal y como dijo Zhu, seguro que habría reaccionado de manera muy distinta cuando el sargento Lou entró en la habitación.
—Cien ataúdes… Quizá estemos ya ante el primero —musitó Lou tirando la colilla del pitillo.
—¿Ataúdes? —pregunto Pang aún más confuso.
Lou no le dio explicación alguna. Mil suposiciones le bullían en la mente. Los colegas de Hua, recordaba ahora, habían lamentado que asignaran aquel caso al inspector. Xing tenía fama de poseer un brazo muy largo con el que prácticamente podía alcanzar el cielo. Investigar las conexiones de Xing con altos funcionarios era como pegar una oreja para escuchar en un avispero.
Poco tiempo atrás, el primer ministro chino había dicho en una conferencia de prensa que la corrupción se extendía como el cáncer.
—Para combatir a los oficiales corruptos del Partido —añadió solemnemente— he preparado ya cien ataúdes… Noventa y nueve para ellos y uno para mí.
No fue sólo una declaración pomposa para impresionar a la audiencia. Con tantos altos funcionarios del Partido involucrados «en esta gigantesca red que cubre el cielo y la tierra», según sus propias palabras, no era de extrañar que el primer ministro pudiera convertirse en una víctima más.
—¿Has visto en la televisión el último episodio de El juez Bao, ese tan moreno que siempre va con un ataúd a cuestas? —pregunto Lou.
—¿Juez Bao? —dijo Pang—. ¿Se refiere al incorruptible juez Bao de la dinastía Song?
La metáfora del ataúd usada por el primer ministro era, ciertamente, un eco de la tradición legendaria. En sus afanes por castigar a los funcionarios corruptos, el juez Bao recorría las regiones del imperio arrastrando un ataúd como muestra de su determinación de luchar contra tal estado de cosas, por muy amargo que fuese su final. Ahora, unos mil años después, Hua acababa de sufrir un infamante final de sus días, tras recibir un encargo muy parecido.
Zhu salió de nuevo.
—Lou —se dirigió al sargento—, no hace falta que sigas aquí, sabemos que has tenido una noche muy larga. Vamos a llevar a Hua y a Nini al hospital, para que se les hagan las pruebas pertinentes. A él lo llevaremos después a la morgue. Puedes dar cuenta del suceso a la familia del muerto, si así lo deseas.
Aquello era lo último que Lou hubiera querido oír. Hua dejaba tras de sí una esposa enferma y mayor. El único hijo del matrimonio, un joven muy educado y estudioso, había fallecido en el campo, en un accidente de tractor, durante la Revolución Cultural. Lou se preguntaba si la viuda lograría sobrevivir ahora a la muerte del esposo.
—Yo también iré al hospital —dijo Lou con determinación—. Al fin y al cabo, conocía a Hua desde hace muchos años y creo mi deber acompañarlo en este último trecho de su viaje.
Lou fue en su vehículo a la cola de la caravana que conducía el cadáver de Hua a un hospital militar. Como antes, Lou fue obligado a esperar en un pasillo mientras el cuerpo del veterano policía, cubierto con una sábana blanca, era conducido a algún lugar, seguido por la Seguridad Interior. De nuevo se veía el sargento sin poder hacer otra cosa que fumar. Iba encendiendo cada cigarrillo con la colilla del anterior. Durante todos aquellos años, recordaba Lou con un amargo sabor de boca, Hua había fumado cigarrillos Caballo Volador, la más barata de todas las marcas. Esos cigarrillos le hacían poner un gesto de asco a menudo, pero Hua no tenía elección.
El coste del tratamiento médico de su mujer no quedaba cubierto por la compañía estatal de seguros, al borde de la bancarrota. Así, ¿de dónde habría sacado Hua el dinero para ir regularmente, como un cliente más, al club de karaoke, si llevaba en el bolsillo un paquete de Caballo Volador?
Lou encendió su tercer cigarrillo con la colilla del segundo. En el pasillo, parecía una antena temblorosa, en sus patéticos esfuerzos por captar cualquier información, por muy imperceptible que fuera, que pudiese llegarle a través de las paredes desnudas.
Pronto dispusieron de los primeros análisis médicos. Las pruebas demostraron, según los del servicio secreto, que la chica había tenido sexo desde primeras horas de la noche, y que el semen hallado en su vagina correspondía a Hua. Para los resultados definitivos de la autopsia habría que esperar más. El médico encargado de la misma, sin embargo, adelantó que la causa más probable de la muerte de Hua era la de un ataque al corazón provocado por una sobredosis de polvos de tigre y dragón. La Seguridad Interior había encontrado un paquetito con la droga en otro bolsillo de Hua.
Aquello fue el último clavo en el ataúd. Lou estaba estupefacto. Su teléfono celular comenzó a llamar con su sonido de campanillas. Era gente tanto de la comisaría como de fuera. Se sorprendió de lo muy rápido que corrían las noticias. Total, no había transcurrido tanto tiempo… Todos los que le llamaban estaban consternados, ninguno creía que Hua se hubiera visto metido en cosas como aquellas.
Incluso recibió Lou una llamada de larga distancia, desde Yu Keji, hecha por alguien apodado Viejo Cazador, un policía de Shanghai, ya retirado, que evidentemente disponía de toda una red de informadores a lo largo del país. Seguramente, nadie consideraba que había que ser cauto ante un policía ya fuera de servicio. Viejo Cazador parecía saber mucho acerca del caso Xing, asignado al detective Hua.
—No me creo una sola palabra de todo eso, sargento Lou —dijo— porque traté a Hua durante veinte años. Todo eso parece una cortina de humo… ¿has encontrado algo sospechoso?
Lou le habló, en efecto, de sus sospechas, de todo aquello a lo que había dado vueltas durante la noche.
—Seguro que la maldita Seguridad Interior ha tenido algo que ver —soltó abruptamente Viejo Cazador—. China es hoy un arrozal arrasado por esas ratas rojas… Un buen hombre como Hua seguro que intento hacer algo al respecto, pero cómo iba a poder…
—Esos funcionarios del Partido son como ratas avarientas, pero, ¿por qué los llamas ratas rojas? —pregunto Lou.
—Pues porque esos funcionarios del Partido son políticamente rojos. Son los considerados guías del proletariado que marcha por la senda de la construcción del socialismo. Pero en realidad no son más que ratas de las que anidan en los graneros y están por todas partes. Digamos que el sistema de Partido único es el granero en el que imperan. ¿Por qué? Porque el granero es suyo. Nada al margen del sistema puede cambiar el estado de cosas, ni siquiera ponerlo en cuestión. Piensa en el caso Xing… Para hacer contrabando a tan gran escala hubo de contar, sin duda, con una cadena de aliados bien asentados en ministerios, aduanas, Policía, fronteras, transporte, distribución y demás… Una cadena de conexiones corruptas, que todo lo cubre…
—Tienes razón, Viejo Cazador —dijo Lou, mientras le venía a la mente otro de los apodos con que era conocido aquel policía retirado, Suzhou el cantante de ópera, en alusión a un dialecto popular del sur del país, utilizado en muchas óperas de la región, y a una práctica de los intérpretes consistente en abundar en la trama mediante digresiones y el relato de anécdotas de la antigüedad. Pero ya era tarde para evitar que el viejo policía siguiera su relato.
—En tiempos de la dinastía Qing —continuo diciendo Viejo Cazador—, los funcionarios manchurianos de alto rango se tocaban con sombreros rojos. Si uno de aquellos funcionarios tenía negocios al margen de sus funciones, la gente lo llamaba negociante del sombrero rojo. Sólo unos pocos recibían ese nombre, que indicaba notoriedad y grandeza. No todos los funcionarios podían acceder a esa categoría, sin embargo; la mayor parte de ellos se dedicaba al contrabando, como Xing, a expoliar como las ratas en los graneros… ¿Qué iban a hacer esas ratas con un policía honesto como Hua investigando en sus graneros?
—Así es —aceptó Lou—. Es muy peligroso, para un policía honesto, investigar ciertos asuntos.
Lou intentaba cortar ya la llamada de larga distancia.
—Otro policía honesto que desaparece —siguió diciendo, sin embargo, Viejo Cazador—. La nuestra es una profesión maldita. Creo que he cometido un gran error al hacer que mi hijo siga mis pasos.
—Pero el detective Yu es un gran profesional, como su jefe, el inspector jefe Chen —dijo Lou con gran sinceridad—. Los dos son una leyenda en la Policía, ya lo sabes.
—La gente dispara a las aves en cuanto asoman la cabeza —replico Viejo Cazador—. Lao Zi lo expresó muy bien hace cientos de años. No es fácil ser un buen policía en nuestro tiempo, un buen policía como Chen a menudo se ve solo… Estoy destrozado… No podré seguir haciendo honor a mi alias de Viejo Cazador a menos que consiga dar muerte a algunas de esas malditas ratas que acabaron con Hua. Hazme saber si puedo colaborar en algo. Cómprale una corona de flores en mi nombre y dime cuanto es, que te haré llegar el dinero.
—Así lo haré. Descuida, que te llamaré —prometió Lou—. Yo también deseo hacer algo por el inspector Hua.
Echó un vistazo a su reloj y se dio cuenta de que había pasado la hora de la cita con su nueva novia en aquel restaurante barato. Se preguntó si no se habría olvidado de él. Trataría de explicárselo todo, aunque por fuerza habría de ahorrarle los detalles más escabrosos del caso. Después de todo, ser policía no era tan malo como decía Viejo Cazador. No obstante, se dijo que un policía tiene que ser inteligente por encima de todo. Hua no lo fue. Ni él, Lou, quizá tampoco lo fuera. Si ella se daba cuenta de eso, su relación acabaría como una de esas sucias servilletas de papel del restaurante barato en el que habían quedado, arrojada a la basura.