I
EN la Pequeña Italia había quien pensaba que la rápida ascensión de Rico era tan frágil como humo de paja. Se hablaba mucho sobre él y se le comparaba, sin que llegara a su altura, con Po el Negro y con algunos otros capitanes de banda de tiempos pasados. Incluso había quien lo consideraba por debajo de Pepi el Asesino, Octavio Vettori o Joe Sansone. Este error de juicio provenía de que no era bien comprendido. No ofrecía ningún signo exterior de grandeza. No tenía ni la fuerza física ni la dureza de Pepi; carecía de las maneras impetuosas y atrevidas de Octavio, y no poseía el carácter extravagante de Joe Sansone. Era pequeño, pálido, inquieto, y a pesar de su actual afán por vestir elegante, no conseguía ser atrayente. No fanfarroneaba, ni alzaba la voz. En otras palabras, los habitantes de la Pequeña Italia no veían en él nada de particular que se prestase a exaltarlo, nada por lo que pudieran hacer de él un mito, ya que sus cualidades reales les eran incomprensibles. La única cosa a favor suyo era su fama.
Rico era muy valiente, pero no se jactaba de ello, como Kid Bean, que siempre tenía necesidad de ir explicando su bravura a todo el mundo. Era astuto, pero la astucia no constituía en él una obsesión como en el caso de Sam Vettori. Por otra parte, era capaz de audacias improvisadas, pero aun así se producían con cierta precisión, lo que le distinguía de la impetuosidad de Octavio.
Aunque pequeño y pálido, tenía una gran resistencia física, si bien no se podía comparar ni por asomo a la tremenda vitalidad de Pepi el Asesino. Su gran fuerza radicaba en la unidad de propósito, en su energía, en la disciplina que se imponía a sí mismo. En la Pequeña Italia, pocos eran los que sabían apreciar este tipo de cualidades.
Entre los hombres que se consideraban sus rivales, ninguno llegaba a su altura. Pepi el Asesino era fuerte y valiente, pero muy inconstante y con una fuerte atracción por los estupefacientes. Octavio Vettori era intrépido y frío ante el peligro, buen tirador, y desde luego valiente; pero en cambio resultaba frívolo, desperdiciaba su energía en locuras de todo género. Joe Sansone, también muy valiente y con sangre fría cuando la ocasión lo requería, generalmente estaba borracho o se ponía nervioso, y tenía poca consistencia. Sam Vettori, que en algún tiempo había estado muy bien considerado, se había dejado dominar por la pereza, su pasión por los embrollos le había vuelto mezquino y había perdido por completo el espíritu de iniciativa que, en años anteriores, le había hecho merecedor de ser el capitán de la banda. Ahora, ninguno de los hombres sobre los que antes había mandado le respetaba, y sin la ayuda de Rico habría terminado por hundirse en la oscuridad.
Su caso, hasta cierto punto, era excepcional y no había precedentes en los anales de la banda. En la Pequeña Italia no existía la abdicación, a menos que no fuera seguida de la fuga. Los jefes que declinaban sólo tenían dos alternativas: la huida o la muerte. Sam había evitado ambas cosas. Su creciente incapacidad para tomar decisiones le había hecho perder el poder, pero de todos modos había conseguido salvar el pellejo. Rico no lo consideraba peligroso. Pero esto no era todo, ya que al mismo tiempo lo estimaba útil. Por eso no tenía necesidad de escapar. Bien dirigido, podía servir a cualquier banda. Era astuto y sabía dónde tiene el diablo la cola.
Se había vuelto obediente, aunque no por eso había disminuido su odio hacia Rico. Sin embargo, las cosas le iban bien y ganaba mucho dinero, lo que le complacía absolutamente dado que el dinero era lo que más apreciaba en este mundo. En realidad, la banda no había conocido jamás una prosperidad semejante. Y él estaba siempre dispuesto a comprender de qué parte estaban sus intereses. Tenía medios para conseguir que Rico muriera. Scabby mismo le aborrecía por alguna imaginaria ofensa, y por esta razón le era fiel a él e incluso se habría prestado a matarle. ¿Pero qué ventaja le reportaba eliminarlo? Por su parte, tenía muy claro que había dejado de ser jefe de banda para siempre. Muerto Rico, se produciría una lucha feroz para conseguir el mando. Por otra parte, Rico tenía una suerte diabólica y Scabby podría errar el golpe. Y si esto sucedía, la vida de Scabby y la suya propia no valdrían un centavo. Tras estos razonamientos, optó por aceptar su situación y gracias a ello logró prosperar.
II
La Bella Rubia se irguió en la silla y puso sus manos regordetas sobre la mesa. Rico estaba sentado frente a ella, con el ala del sombrero bajada sobre los ojos.
—Bien —dijo la Bella Rubia—, ¿no hay nada que hacer, Rico?
Éste movió la cabeza negativamente.
—Ya te dije que no te fiaras de él. Cree que eres un cobarde.
Rico sonrió e hizo girar en torno a su dedo el anillo con un brillante.
—Ha aumentado mi porcentaje al cincuenta por ciento y sus cuentas estaban en regla —respondió irónicamente.
—Bueno —repuso la Bella Rubia en el mismo tono—, en ese caso nos ha venido el bienestar. —Y añadió—: Escucha, lo tratarás como se merece, ¿no?
Odiaba al Pequeño Arnie y este odio le quitaba el sueño. No podía comprender por qué Rico era tan indulgente.
—No —contestó éste.
—¡Vete al diablo! —exclamó ella—. Te estás volviendo un cobarde.
—Cállate —le ordenó Rico—. ¿Acaso quieres que me pongan una cuerda al cuello por culpa de un asqueroso embrollón que no vale una bala? A la larga, a ese tipo lo expulsaré de la ciudad.
La Bella Rubia no lograba disimular su disgusto. Iba a levantarse, pero Rico, alargando el brazo al través de la mesa, la hizo caer en la silla.
—Siéntate —dijo—, y olvídate de esa tontería. Las mujeres sois insoportables. Trata de razonar un poco; la cabeza se tiene para algo.
La Bella Rubia se enfurruñó. En el otro extremo de la sala, la orquesta comenzó a tocar los primeros compases de un fox y las parejas se reunieron en una pista circundada por un cordón, que recordaba un ring de boxeo.
—¿Es que no me vas a sacar a bailar? —preguntó la Bella Rubia con pésimo humor.
Rico se levantó.
—Escúchame —dijo—. Coge un taxi y lárgate. Vete a casa, tómate una aspirina y métete en la cama. Si dejaras de beber esas porquerías, no estarías siempre tan rabiosa.
La Bella Rubia le miró un momento, y después le dijo:
—Bueno, procuraré estar alegre.
—No —se opuso Rico—. Tengo que hacer algunas cosas y además estoy harto de oírte refunfuñar. Eso me produce náuseas, ¿comprendes? Si continúas así, terminaré por dejarte y me buscaré otra mujer. Mientras tanto me distraeré charlando con Flaherty.
La Bella Rubia se levantó sin discutir. Sabía que Rico no bromeaba nunca; hablaba siempre en serio. La verdad es que no estaba acostumbrada a tratar a hombres de su clase. Con frecuencia se maravillaba de no haber conseguido influenciarle.
Cruzó la sala en silencio. Rico llamó a uno de los camareros y le dijo que buscara un taxi. Después, mientras aguardaban, se puso a jugar con una máquina tragaperras. A la tercera moneda que echó en la ranura sonó la campanilla y Rico ganó un dólar. A la sexta moneda volvió a suceder lo mismo.
—Espera un poco —dijo.
Llamó al barman que estaba detrás de la barra.
—Escuche —le preguntó—, ¿ha visto a alguien tocar en esta máquina?
El hombre hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—Sí, señor —contestó—. Octavio ha estado manipulándola.
—¡Vaya tipo! No le creía capaz de dedicarse a estas cosas. Dentro de poco atracará a los ciegos. Dígale a Sam que se encargue de echar una ojeada a todas las máquinas. ¡Dios mío! Si las cosas siguen así, no faltará sino ponerse a distribuir el dinero en el mostrador.
La Bella Rubia rió, contenta por tener un pretexto para cambiar de humor.
—A ti no se te escapa ni una, ¿eh?
—¿Lo dices porque no me dejo enredar?
Ella le puso una mano sobre el brazo.
—Escucha —le dijo—, reconozco que has encontrado la solución para acabar con el Pequeño Arnie. Pero si vas a expulsarlo de la ciudad, hazlo antes de que sea demasiado tarde.
—Tú déjame a mí.
En ese momento, el camarero vino a anunciar que el taxi aguardaba en la calle.
—Vamos, entonces.
La hizo subir.
—¿Me telefonearás luego, Rico?
—No lo sé.
—Bueno, en todo caso procura que no encuentre sobre tu ropa cabellos negros.
—No digas estupideces.
La Bella Rubia cerró bruscamente la portezuela. Rico se quedó mirando al taxi hasta que desapareció. Entonces pensó que la Bella Rubia era como todas las mujeres. Tenía una marcada inclinación a montar escenas de gran efecto y solía refunfuñar por cualquier cosa.
Miró vacilante la calle. Hacía calor y la ciudad parecía un horno, pero de vez en cuando llegaba un soplo de aire del lago. Alzó los ojos al cielo y comprobó que estaba completamente estrellado.
—Hace una noche estupenda —murmuró.
Contrariamente a su costumbre, fue andando hasta el kiosco de la esquina para comprar un periódico. Desde que se había convertido en jefe de la banda era muy raro que saliera solo, y menos de noche. Otero, Pepi el Asesino, Carillo y Kid Bean se habían constituido en su guardia personal, y siempre se le veía acompañado de uno u otro. Estaban celosos de este privilegio, y a veces se peleaban por ello. Pero la noche tentó a Rico, ya que la atmósfera del Palermo estaba casi corrompida mientras que la brisa nocturna era pura y fresca.
Apenas había andado unos cincuenta pasos, cuando un turismo descapotado le rebasó. Observó el coche, y reparó particularmente en el detalle de que la capota estuviera bajada, así como en el hecho de que el conductor pasara demasiado cerca de él. Temiendo lo peor, buscó a su alrededor algún lugar donde poder resguardarse. Pero cuando el coche hubo pasado, continuó caminando y no pensó más en ello.
Se paró ante una farmacia de turno y consultó la hora en su reloj de pulsera. Era la una. Kid Bean y Pepi debían estar de vuelta de un momento a otro. De pronto, alzó la mirada. El coche había girado y se acercaba a toda velocidad con un zumbido impresionante. Inmediatamente, se maldijo a sí mismo por su imprudencia y elevó la mano para sacar su pistola que llevaba colgada en el costado izquierdo. Pero el automóvil ya estaba encima y tres pistolas hicieron fuego a la vez. En el mismo instante sintió un dolor lacerante en la espalda y cayó al suelo. Su arma se había enganchado en la funda y no llegó a sacarla. Uno de los agresores se inclinó y vació el cargador contra él, que, tumbado en el suelo sin poder moverse, oía silbar las balas a su alrededor.
—Sois unos excelentes tiradores —dijo irónicamente.
El coche dobló la esquina y desapareció. Entonces se levantó y entró en la farmacia. La puerta de muelles se cerró a sus espaldas, y el dependiente, que se había escondido bajo el mostrador, se alzó sobre sus piernas temblorosas.
—Dios mío —balbuceó—, ¿qué significan todos esos disparos?
Después se dio cuenta de que la chaqueta de Rico estaba desgarrada en la espalda.
—¿Han disparado contra usted, señor? —preguntó.
—Sí —contestó Rico—, y me han herido. Deme unas vendas enseguida.
El empleado se quedó inmóvil y boquiabierto. Al instante, el establecimiento empezó a llenarse de gente. Algunas personas conocían a Rico y le miraban.
—Una bala ha atravesado el escaparate —observó el dependiente.
—Escuche —dijo Rico—, deme las vendas cuanto antes.
El hombre al fin reaccionó y se fue a buscar las vendas. Se había formado un grupo en la puerta, y la farmacia estaba ya tan llena de gente que no cabía un alma. Rico esperaba, con la espalda apoyada en el mostrador. La sangre comenzaba a gotear por la manga de su chaqueta. Antes de que hubiera vuelto el dependiente con las vendas, Jastrow, el popular agente de policía de la Pequeña Italia, se abrió paso entre la gente, seguido casi inmediatamente de Joe Massara.
—Bueno —dijo el primero—, alguien se ha decidido finalmente a meterte una bala en el cuerpo, ¿eh, Rico?
—Sí —contestó éste escuetamente.
Joe se aproximó y le puso una mano sobre el brazo. Tenía el rostro muy pálido.
—¿Te han hecho mucho, patrón? —preguntó.
—No —respondió Rico—. Pero ¿qué diablos haces tú por aquí?
—Me han avisado —repuso Joe—, y luego, como tu teléfono no respondía, empezaba a preocuparme. Hubiera llegado a tiempo a no ser porque el conductor del taxi que me ha traído ha cometido una infracción de tráfico por exceso de velocidad.
—¿Quién te ha avisado? —inquirió Jastrow.
—Vete a hacer tu ronda —le contestó Rico—. Éste no es tu entierro.
Jastrow se rió.
—¿Aún no estás convencido de que el viejo se interesa mucho por ti?
—¿De verdad? Pues dile que como los policías no son capaces de cogerme con las manos en la masa han tenido que recurrir a un par de gángsters.
Joe se rió. También Jastrow se rió. Luego, sacando su libreta, se puso a tomar notas en ella. En el mismo momento apareció el dependiente con las vendas. Joe las cogió y le pagó. Antes de que abandonaran la farmacia, llegaron Pepi el Asesino y Otero, que habían logrado abrirse paso a través de la gente a codazos.
—Hola, muchachos —los saludó Jastrow, alzando su mirada de la libreta—. Vuestro jefe ha recibido una caricia de plomo.
—Eso me han dicho —repuso Pepi.
Rico se excitó:
—Vámonos de aquí de una vez.
Jastrow emprendió la marcha el primero, seguido de Pepi y Otero, con Rico en medio. Joe cerraba el grupo. La gente se había apiñado hasta los raíles del tranvía. Todas las ventanas de las casas estaban iluminadas. Cuando salieron de la farmacia, el gentío era tan espeso que no pudieron avanzar. Jastrow sacó su porra y la blandió; esto fue suficiente para que les abrieran paso.
Mientras caminaban, Joe se acercó a Rico y le murmuró al oído:
—¿Ha sido el Pequeño Arnie?
Rico asintió con la cabeza. Pero Pepi lo había oído.
—Cierto, él ha sido —dijo—. Pero yo le voy a ajustar las cuentas esta misma noche.
—Tú quédate tranquilo —dijo Rico.
—¡Al diablo! —refunfuñó Pepi.
Otero se hallaba fuera de sí.
—Sí, sí, Rico —gritaba—. Déjalo para nosotros.
—Callaos —ordenó Rico—. ¿Quién es aquí el patrón?
Ante la puerta del Palermo les esperaba un grupo. Carillo y Octavio Vettori prorrumpieron en grandes ovaciones cuando vieron que Rico había salido indemne.
Jastrow se volvió.
—Bien, yo creo que ya he cumplido con mi deber.
—Desde luego —dijo Rico—. ¿Quieres pasar a tomar un trago?
—Ni hablar —contestó. Después gritó hacia la gente—: ¿Cuándo diablo vais a acabar de vociferar vosotros? Vamos, dejadme paso.
Todos se rieron. En la Pequeña Italia se le estimaba, porque tenía fama de ser leal. Rico entró en el local escoltado por sus incondicionales.
Dentro, la gente le esperaba subida sobre las mesas y la orquesta comenzó a tocar estrepitosamente. Sam Vettori, en el centro de la pista desierta, agitaba furiosamente los brazos y se desgañitaba tratando de imponer orden.
Cuando apareció Rico, estalló una ovación.
—Rico, Rico, Rico.
Pepi el Asesino y Otero, embriagados por la emoción, se cogieron por el brazo y se pusieron a bailar. Joe agitó las vendas. Rico se quitó el sombrero y sonrió.
Cuando empezaban a subir la escalera, se volvió a Joe y le dijo:
—Ve a buscar al Ebreo.
Pepi el Asesino cogiéndole por el brazo, le informó:
—Está arriba con Kid Bean, que ha recibido un balazo.
—¿Cómo ha sido eso?
—Estábamos ocupándonos del tercer puesto de gasolina, cuando uno de los hombres ha disparado. Pero no tiene gran importancia. Un simple rasguño.
—¿Y qué tal os ha ido?
—Bien.
En las dos últimas semanas, Pepi el Asesino y Kid Bean habían asaltado veinticinco puestos distribuidores de gasolina.
—Perfecto —dijo Rico—. Habéis trabajado de firme. Repartíos las ganancias entre los dos.
—Así se habla, patrón.
Otero llamó a la puerta. El rostro de Joe Sansone asomó por la mirilla, e inmediatamente les dejó entrar.
El Ebreo estaba curando a Kid Bean, que, tumbado sobre una mesa de juego, fumaba un cigarrillo. Se había quitado la camisa y sobre su pecho velludo corría un hilillo de sangre. Al ver a Rico le dijo:
—Por poco recibo un balazo, patrón.
Y señaló un corazón atravesado por una flecha que tenía tatuado sobre el pecho y que le daba un aspecto tan fiero como un jefe maorí.
—También al patrón le han herido —le informó Pepi.
—¿Le han herido? —gritó irguiéndose para cederle el sitio—. Cúralo en seguida, Ebreo.
Le dio un empujón a éste. Pero Rico dijo:
—Termina primero con él. Yo puedo esperar.
—Sólo falta vendarle —contestó el Ebreo con una sonrisa servil.
Era un médico titulado, pero le habían prohibido ejercer la profesión a consecuencia de una operación ilegal que había practicado en cierta ocasión. Decía llamarse Lázaro, pero nadie le creía, y cuando hablaban de él, todo el mundo le conocía por el Ebreo.
Rico se quitó la chaqueta y la camisa y se esperó sentado. De la herida ya no salía más sangre.
Joe Massara acercó su silla y se quedó junto a Rico. Después de cobrar la parte que le había correspondido por su actuación en el último atraco, había vuelto al redil. Ya no hablaba de abandonar la mala vida. Al parecer, el asunto Courtney había caído en el olvido, y por ese motivo había recobrado su antigua seguridad.
—Joe —le preguntó Rico—, ¿quién te ha advertido?
—No lo sé —contestó él—, pero creo que ha sido alguien de fuera que no conocía a nadie más que a mí. Desde luego estaba bien informado. Me ha dicho que esos tipos empezarían a acechar a medianoche. No esperaban que salieras antes de las dos o las tres.
—¡Pues sí que se ha buscado buenos tiradores ese idiota de Arnie!
—Verdaderamente son malos —asintió Joe.
Kid Bean abandonó la mesa y se palpó el pecho.
—Muchachos, esta vez creía que me habían tocado de firme.
—Tú tienes la piel tan dura que las balas rebotan en ella —respondió Pepi.
El Ebreo empezó a lavar la herida de Rico.
—No es gran cosa —dijo—, pero habrá que tomar precauciones.
Cuando estuvo curado, Rico se puso la camisa y se quedó sentado fumando un cigarrillo.
Llegaron Carillo y Octavio Vettori, a los cuales había mandado llamar. Ambos se sentaron junto a él. Entonces el Ebreo se puso el sombrero y se expresó así:
—Bueno, de momento ya he terminado. Pero si nota alguna molestia en la herida, avíseme y vendré en seguida.
Rico sacó la cartera y le dio un billete de cincuenta dólares.
—Gracias, muchas gracias —dijo el Ebreo inclinándose.
Joe Sansone le acompañó hasta la puerta.
Rico habló así:
—Escuchadme bien, muchachos. Esta noche haremos una gran limpieza. Si esa gente tiene ganas de jaleo, vamos a darles ese gusto.
—¡Sí, sí! —exclamó Pepi.
—Yo me he puesto de acuerdo con Joe Peeper y haremos que Arnie salga huyendo. Quiero que vengan conmigo Pepi el Asesino, Otero y Octavio.
—¿Y yo por qué no? —protestó Joe Sansone.
—Ven tú también, Joe —consintió Rico—. Y tú, Carillo, reúne a todos los hombres y encárgate del local de Mike el judío. Haz salir a todos y destruye la sala. Si el Pequeño Arnie quiere lío lo tendrá. ¿Comprendido?
—Sí, patrón —contestó Carillo—. ¿Y con las armas qué hacemos?
—No las uséis. Mike es un cobarde y no creo que esté dispuesto a ofrecer resistencia.
—Sin embargo, a mis hombres les cuesta mucho tener las manos quietas —observó Carillo sonriendo.
—Pues tú deberás ocuparte de que se dominen —le advirtió Rico—. No es conveniente que nadie dispare, sobre todo teniendo a Flaherty detrás de nosotros.
III
Rico, seguido de Joe Sansone, Octavio Vettori y Otero, subió la escalera y entró en el vestíbulo. Dentro no había más que dos o tres parejas, pero más allá de una gran puerta se veían las mesas de juego concurridas por mucha gente. Rico alcanzó a Pepi y le preguntó al portero:
—¿Dónde está Joe Peeper?
El portero mostraba el terror pintado en el rostro. Estaba seguro de que le iban a matar, y por ese motivo permaneció inmóvil, incapaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Contesta —le ordenó Pepi—. ¿Acaso eres sordo?
El portero señaló una puerta.
—Está ahí dentro con el patrón, ¿eh?
El portero asintió con la cabeza.
—Sí —confirmó el vigilante, deseoso de congraciarse con ellos—, está ahí dentro con el patrón y dos más.
—Muy bien —dijo Rico—. Si la puerta está cerrada, ya sabes lo que tienes que hacer, Pepi.
Éste había derribado las puertas más resistentes a fuerza de darles empujones con la espalda.
Joe Sansone probó a abrirla, pero tal como imaginaban, estaba cerrada con llave.
—Pepi se encargará de abrirla —empezó a dar instrucciones Rico—. Tú, Joe, le protegerás la espalda con la pistola preparada por si acaso hay alguien que pierde la cabeza y se le ocurre disparar. Yo te seguiré. Tú, Otero, te quedarás aquí fuera impidiendo la entrada. Octavio, vigila a estos dos tipos —y señaló con el dedo al vigilante y al portero.
—No es necesario que nadie nos vigile —aseguró el portero.
Todos se rieron.
—Adelante, Pepi —ordenó Rico.
Descargó la espalda contra la puerta, y ésta se abrió con un fuerte crujido. En el mismo instante vieron cómo cuatro individuos se ponían de pie automáticamente. Joe Peeper gritó:
—¡Es Rico!
Pepi había caído de rodillas en medio de la sala, pero Joe Sansone entró apresuradamente apuntando hacia los cuatro hombres con su enorme pistola automática. Acto seguido apareció Rico, se quitó el sombrero e hizo una inclinación.
—Buenas noches, Arnie —dijo en son de burla—. ¿Cómo van tus asuntos?
El Pequeño Arnie se mordió el labio y se quedó inmóvil. En general, solía mostrarse impasible. Era sumamente tímido a la vez que astuto, y ambos sentimientos se ocultaban tras un rostro pálido e impenetrable. Pero esta inesperada irrupción le había impresionado de un modo excepcional, hasta el punto de que la máscara se le había caído del rostro, mostrando una expresión aterrorizada.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Joe Peeper, que estaba de acuerdo con Rico y era pagado por él, les invitó:
—Sentaos, muchachos.
Pepi cogió dos sillas y se las ofreció a Joe Sansone y a Rico, quedándose él de pie junto a éste.
El Pequeño Arnie se volvió hacia los dos hombres con los que estaba reunido. Eran dos forasteros y tenían un aspecto poco tranquilizador.
—No sé de qué querrás tratar conmigo —dijo Arnie—, pero como supongo que serán asuntos privados, lo mejor será que estos dos señores se vayan.
Rico contestó con la máxima tranquilidad:
—Nadie abandonará esta sala.
Uno de los dos hombres gritó:
—Quisiera saber quién es el que me va a impedir que me vaya ahora mismo.
Antes de que Rico pudiera responder, Joe Sansone se expresó así:
—Yo seré quien te lo impida, muchacho. Tú no me conoces bien. Te advierto que me estoy aguantando para no acribillaros a tiros a los dos.
—Ya lo habéis oído —sonrió Rico—. Quedáis invitados a esta reunión familiar.
Los dos miraron a Arnie, que tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Tus amigos son muy simpáticos, Arnie —dijo uno de ellos.
—Sí, demasiado —respondió éste.
Pepi se rió y dijo:
—Desde luego que somos simpáticos. —Y añadió—: Arnie, nosotros creíamos que tenías la suficiente clase como para no encargar a un par de inútiles forasteros que mataran a Rico.
Reinó el silencio. Arnie sacó un cigarro y lo encendió. Los dos visitantes continuaron mirando a Rico. Por su parte, Pepi los observaba fijamente. Finalmente preguntó:
—¿De dónde venís?
Los dos miraron inquietamente a Arnie. Empezaban a perder la calma.
—Vamos, hablad de una vez —insistió Pepi—. ¿De dónde sois?
—De Detroit —respondió uno.
—¿Dónde diablos está Detroit? —preguntó Joe Sansone—. No he oído hablar en mi vida de ese lugar.
—Escuchad —continuó Pepi—, deberíais saber que dos delincuentes como vosotros no deben atreverse a deambular solos por las calles. No, señor. Podrían deteneros por llevar encima armas prohibidas.
—¿Qué es lo que tenéis contra nosotros? —preguntó uno de ellos—. No hemos hecho nada. Precisamente acabamos de llegar.
Estaban completamente atemorizados.
Arnie, que había recobrado la compostura, dijo:
—Bien, Rico, ¿qué es lo que venías a decirme?
Pepi y Joe Sansone se pusieron a hablar los dos a la vez, pero Rico les hizo una seña para que se callasen.
—Arnie —dijo—, tu juego ha quedado descubierto. Escúchame bien. Si mañana no has dejado la ciudad, saldrás de ella, pero con los pies por delante.
Arnie contempló silenciosamente el humo de su cigarro.
—En primer lugar —prosiguió Rico—, hace por lo menos dos meses que me estás engañando. Y en segundo lugar, has pagado a este par de cretinos para que me quitaran de en medio. ¿No te parece que hay más que suficiente?
Arnie se rió.
—Rico, no sé quién se ha entretenido en contarte tonterías. Debes estar seguro de que no he tenido jamás intención de engañarte. ¿De qué me hubiera servido?
—Cállate —le ordenó Rico—. Tu suerte está echada, judío. Acéptala como un hombre.
Arnie enrojeció.
—Atiende, Rico; si crees que te quedarás con mi negocio así como así es que estás loco.
—Vamos a ver, Joe —dijo Rico haciendo un signo con la cabeza a Peeper—. Ahora te toca a ti.
Éste miró de través a Arnie, y declaró:
—Los libros, Rico, están falsificados. Te ha estado estafando durante todas las semanas la mitad de tu parte.
Los dos tipos de Detroit empezaron a mostrarse muy inquietos.
—¡Canalla! ¡Traidor! —barbotó Arnie.
Rico se rió.
—Eso es todo, Arnie —dijo—. Y ahora acepta el consejo que te doy. Ponte el sombrero y lárgate. Abandona la ciudad. Si mañana estás aquí todavía, encargaré a Pepi el Asesino que te agujeree la piel.
—Y yo lo haré encantado —afirmó Pepi—. Los judíos no han sido nunca de mi agrado.
—Yo tampoco los estimo mucho —terció Joe Sansone.
Arnie meditaba. Rico dijo:
—Todos nosotros nos hemos portado bien contigo, Arnie. Pero tú no has sabido corresponder. Ahora tendrás que adaptarte a las circunstancias y actuar como un hombre.
—¿Y qué otra cosa podrá hacer? —dijo Pepi.
—Yo os diré lo que puedo hacer —replicó Arnie—. Le diré cuatro palabras a Flaherty.
Observó atentamente a Rico para ver qué efecto le producían estas palabras, pero se limitó a dedicarle una sonrisa.
—Si recurres a la policía, será señal de que has caído muy bajo, Arnie. —Hizo una pausa, y luego, inclinándose hacia él, añadió—: De cualquier modo, si vas a hacer una visita a Flaherty, será mejor que te prepares la coartada por si te pregunta sobre John el Cojo.
Arnie dejó caer el cigarro y se quedó con los ojos fijos en el vacío y las manos abiertas sobre la mesa.
—Ya no te queda más que la presunción —comentó Joe Sansone—. Lo mejor que puedes hacer es arrojar la toalla sobre el ring. Pero tengo la impresión de que estos dos vagabundos de Detroit no han oído hablar nunca de toallas.
—A nosotros déjanos en paz —replicó uno de ellos.
Joe Sansone lo miró fijamente.
—Oye, quizá en tu ciudad pases por un matón, pero ten cuidado, esto no es Detroit.
Arnie se volvió hacia Joe Peeper.
—Bueno, Joe —dijo—, has conseguido arruinarme.
—Cierto —contestó Peeper—, ¿esperabas que con tu manera de tratarme iba a ser siempre fiel?
Pepi se rió.
—Arnie, lo mejor será que te vayas a Detroit con estos amiguitos tuyos —le aconsejó.
Cuando Rico y sus hombres abandonaron el despacho de Arnie, Joe Peeper los siguió. Apenas estuvieron en la calle, se acercó a Rico.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó.
Todos se detuvieron y le miraron, preguntándose qué sería lo que se traía entre manos.
—Vosotros montad en el coche, muchachos —ordenó Rico.
Todos obedecieron, excepto Pepi, que se apoyó contra el automóvil, con la mano en el bolsillo. No le inspiraban ninguna confianza las gentes que habían tenido relaciones con Arnie.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Rico.
—Tengo la impresión de que estás enojado conmigo —contestó Peeper—. Pero te juro que no sabía a qué habían venido esos tipos de Detroit. No tenía ni la menor idea de lo que se proponía Arnie. ¡Dios mío! No pensarás que quería traicionarte, después de todo lo que he hecho por ti, ¿verdad?
—¿Y quién te ha dicho nada?
—Nadie —repuso Peeper—. Sin embargo, creo que lo sospechas. Hubiera sido estúpido hacerte una cosa semejante.
Rico se rió.
—No te preocupes.
Hizo un movimiento para subir al coche, pero Joe lo cogió por el brazo.
—¿Me vas a dejar aquí, Rico? Si no me llevas contigo, estoy seguro de que no llegaré muy lejos.
—No creo que por ahora esa gente tenga ganas de ocuparse de ti. Pero sube tú también. Espero que podrás ser útil, Joe.
Éste se sentó al lado de Octavio Vettori y Otero. Durante todo el trayecto hacia el Palermo, trató de entablar conversación y de ganárselos, pero todos ellos permanecieron encerrados en sí mismos.
IV
Al día siguiente, en las notas de sociedad de un importante diario de Chicago apareció esta noticia:
El señor Arnold Worch, del North Side, ha salido para Detroit con la intención de pasar una temporada. Le acompañan dos amigos de aquella ciudad que habían venido a Chicago para una corta estancia.
Esto era obra de Octavio Vettori, y revolucionó hasta tal punto a los bajos fondos de la ciudad, que los periódicos tuvieron que imprimir una tirada especial. El artículo fue fijado en todos los bares, cabarets y salas de baile. De la noche a la mañana, Rico y Octavio Vettori se habían hecho célebres.
No sólo fue el Pequeño Arnie el que abandonó la ciudad; se fueron tras él todos aquellos que estaban complicados en la tentativa de asesinar a Rico. Joseph Pavlovsky, el portero, que había conducido el coche desde el que intentaron asesinarle, se fue a Hammond, donde, con el dinero que había recibido de Arnie, abrió un negocio.
Pippy Coke, que había disparado contra Rico junto con los dos gángsters de Detroit, acompañó a Pavlovsky con dos croupiers que habían estado vigilando a Rico en el Palermo.
La banda de Arnie se dispersó y los de la Pequeña Italia se hicieron dueños de la zona que en otro tiempo había perdido Angelo, un famoso jefe de banda.
Arnie hacía sólo cinco años que había venido a Chicago desde Nueva York. Allí se había creado tan mala reputación que nadie quería hacer negocios con él. Llegó con un pequeño capital, y se sintió feliz de haber llegado en el momento oportuno. Kips Berger, también procedente de Nueva York y amigo suyo, había fracasado y se dispuso a cederle su casa de juego por una cantidad insignificante. Arnie la compró e hizo buenos negocios. El garito se hallaba en una zona neutral, limitada al sur por la Pequeña Italia y al norte por el vasto territorio en que imperaba Pete Montana.
Arnie hasta el momento había sido lo suficiente astuto para saber aprovecharse de las ventajas de esta posición. Empezó a trabajar con tesón y en poco tiempo logró consolidar su dominio. Pero no era un buen jefe de banda: primero porque era cobarde; segundo porque ni sus socios más íntimos podían fiarse de él, y tercero porque en las situaciones difíciles, siempre perdía la cabeza. Su lugarteniente, el judío Mike, se le parecía en todo, aunque era más violento y más valiente que él. Entre los dos gobernaban la zona, pero la banda no había prosperado nunca, y su poder apenas se percibía. Si resistieron fue porque la oposición era poca y también porque los componentes de la banda eran unos pobres diablos que se conformaban con muy poco. Al sur, Sam Vettori estaba en decadencia y su apatía le impedía intervenir en aquella parte, y en el norte, el gran Pete Montana daba pruebas de una magnífica indiferencia.
Hacía ya un año que los asuntos le empezaban a fallar a Arnie, y la súbita ascensión de Rico precipitó su decadencia. Viendo próximo su fin, cometió un error tras otro. En primer lugar trató de conquistarse a Rico, y cuando obtuvo su protección a cambio de un interés del treinta por ciento, empezó a engañarlo. Después, sin el más elemental sentido común, incurrió en la torpeza de intentar matarlo. De haberlo conseguido, no habría ganado nada, sino que incluso habría empeorado su posición, puesto que la banda de Vettori se habría vengado.
Su caída no fue sentida por nadie. Jamás había sido sincero con los que trataba, todos desconfiaban de sus métodos y además le faltaban todas las cualidades necesarias para ser un buen jefe de banda. Casi era incomprensible que hubiera logrado mantenerse tanto tiempo en la ciudad.
Su caída fue seguida de otras caídas secundarias. Mike, cuyo local había sido destruido por Carillo y sus hombres, se instaló en la parte sur de la ciudad, donde abrió un par de tabernas. Kid Burgh se instaló en Cicero, y Mashke el Bizco, después de un breve exilio, ofreció sus servicios a Rico, quien le dio un plazo de veinticuatro horas para desaparecer definitivamente. Con la caída de los tres lugartenientes de Arnie, se esfumó su poder.
V
Otero ayudó a Rico a quitarse la chaqueta; después, mientras éste se aseaba, se sentó con el respaldo de la silla apoyado contra la pared y encendió un cigarrillo.
—Deberías echar un sueñecito —dijo—. No haces muy buena cara.
—Me siento bien —contestó Rico.
Pero esto era mentira. En el espacio de dos días no había dormido más de cuatro horas; estaba pálido, tenía la expresión del rostro rígida y además sufría fiebre intermitente. Su herida, aunque leve, no cicatrizaba, y el Ebreo le había recomendado reposo. Sin embargo, él odiaba la inactividad, e incluso en su situación actual no podría tolerarla. Sabía que había llegado el momento de imponerse, y sólo un disparo podía detenerle.
No muy firme sobre sus piernas, se volvió y miró a Otero.
—Hazte la cuenta de que estás en tu casa —dijo irónicamente.
—Me quedaré aquí —contestó Otero.
Rico se rió.
—Escucha, no necesito ningún enfermero. Vete.
—No —replicó Otero, arrojando la colilla y encendiendo otro cigarrillo—; me quedaré aquí a pasar la noche.
Rico se acercó a la cama y se puso a mirarla en silencio. Si hubiera estado solo, se habría dormido inmediatamente.
—Voy a descansar un poco —dijo—. Tú, Otero, lárgate.
Éste se calló. Lanzó al espacio una bocanada de humo y se bajó el ala del sombrero sobre los ojos.
—¡Vete al diablo! —gritó Rico—. ¡Márchate de una vez! Estoy harto de verte pegado a mí. Pareces un policía de la Chicago Avenue. No tengas miedo que no me voy a morir todavía.
—Está bien —repuso Otero—, tú descansa. Mientras tanto, yo terminaré de fumar el cigarrillo.
Rico se echó en la cama sin desnudarse; sólo se había quitado la chaqueta. Puso la mano bajo su cabeza y trató de seguir despierto con los ojos fijos en el techo, pero finalmente acabó por dormirse.
Otero le observó desde su silla. Siempre había pensado que era un gran hombre, como Pancho Villa. En Toledo, cuando ambos asaltaron un puesto distribuidor de gasolina, ya lo presintió. Los demás sólo veían en él a un muchacho delgado y pequeño, con un ligero bigote, pero es que no le miraban con buenos ojos.
Arrojó al suelo la colilla y encendió un tercer cigarrillo. Mientras dormía, Rico se volvía de un costado al otro y mascullaba algunas palabras. Tenía el rostro extremadamente pálido. Otero se levantó y se acercó a mirarle. No, no estaba bien. Le puso la mano sobre la frente y comprobó la alta temperatura. Se quedó observándolo, sacudiendo lentamente la cabeza.
—¡Que el diablo le lleve! —gritó Rico—. ¡Déjese de tonterías! Ningún bastardo irlandés le pondrá nunca las esposas a Rico.
Otero volvió a su silla y se adormeció bajo el ala de su sombrero, mientras Rico se revolvía en el lecho y hablaba agitadamente en sueños.
De pronto, llamaron a la puerta. Apenas había tenido tiempo de abrir los ojos cuando Rico ya estaba en pie. Cogió la pistola y le ordenó:
—Ve a ver quién llama. Pero no abras la puerta; primero pregunta quién es.
Otero se acercó a la puerta y gritó:
—¿Quién es?
Hubo un silencio; poco después, una voz con fuerte acento italiano contestó:
—Somos gente de confianza. Queremos hablar con Rico.
Otero miró a éste, quien se aproximó a la puerta y dijo:
—Escuchadme bien. Si cuando haya terminado de contar tres, no habéis salido corriendo, comenzaré a disparar. ¿Comprendido?
Hubo una pausa.
—Rico —dijo otra voz, más baja y sin ningún acento—, tú no me conoces, pero yo soy Pete Montana y quisiera hablar contigo de negocios.
Otero y Rico se miraron estupefactos.
—Pete —preguntó Rico—, ¿conoces a Big Boy?
—Por supuesto.
—¿Cómo se llama en realidad?
—James Michael O’Dool.
—Está bien, Otero; déjalos entrar.
Otero quitó el pestillo y abrió la puerta. Rico, siempre con la pistola en la mano, se mantenía un poco apartado dispuesto a disparar si llegaba el momento.
Pete Montana entró, seguido de Ritz Colonna, su lugarteniente. El primero, Pietro Fontano era su verdadero nombre, era un italiano alto e imponente, con un aire que infundía respeto. Iba vestido muy discreto, no lucía joyas y llevaba un bastón de paseo. Colonna, en su tiempo luchador de poca categoría, era un hombre bajo, de cuello grueso y rostro cetrino y vulgar. Iba vestido desastrosamente y llevaba una vieja boina caída sobre una oreja.
Montana y Rico se observaron recíprocamente. Éste, al lado del corpulento Montana, parecía pequeño y frágil, pero no se acomplejó porque sabía que Montana era grueso y estaba hinchado como Sam Vettori.
Otero cerró la puerta.
—Trae dos sillas —le ordenó Rico.
Trajo las dos únicas sillas que había en toda la habitación, y se las ofreció a Montana y Colonna. Él se puso en cuclillas con la espalda apoyada en la pared y Rico se sentó en el lecho.
Montana sacó un estuche con buenos cigarros, ofreció a todos, y después cortó la punta al suyo con un cortacigarros de oro que colgaba de la cadena del reloj.
—Estás haciendo limpieza, ¿eh, Rico? —comentó sin alzar los ojos.
—Sí —contestó éste—. Arnie me engañaba.
—No valía nada —terció Colonna—. Precisamente yo estaba deseando ajustarle las cuentas.
Montana le hizo una seña para que se callara.
—Me han dicho que intentó matarte, ¿no?
—Sí, pero fracasó.
—Si lo hubiera conseguido, se habría firmado su sentencia de muerte —repuso Montana—. Quiero que sepas que no te he perdido de vista desde que ocupaste el puesto de Sam Vettori.
—¿De verdad?
—Sí. Tú nos interesas mucho, ¿no es cierto, Ritz?
—Desde luego.
—Eres nuestro favorito —afirmó Montana.
—Bueno, eso me complace —respondió Rico.
Montana levantó la cabeza de repente y, mirándole fijamente, se expresó así:
—Todo el que sepa imponerse a Sam Vettori y a Arnie, es bueno para mí. Big Boy es de la misma opinión.
Rico fumaba sin decir palabra. Se preguntaba qué era lo que podían significar aquellas alabanzas. ¿Sería posible que el gran Pete Montana se sintiera débil? ¿Se estaba volviendo un cobarde como Sam Vettori? Esto era difícil de creer, pero, en todo caso, ¿qué perseguía con aquella visita? Notó que la cabeza empezaba a darle vueltas.
—En otro tiempo, yo controlaba la zona de Arnie —continuó Montana—, pero el negocio bajó bastante. Ya no valía gran cosa cuando lo tenía Kips Berger, y al tomarlo Arnie dejé de ocuparme totalmente. Tengo cosas más importantes en que perder el tiempo, ¿verdad, Ritz?
—Exactamente —asintió éste.
—Sí —prosiguió Montana—, en realidad, aquella zona me pertenece, ¿entiendes? Podría encontrar todo el apoyo necesario para hacer valer mis derechos, pero cuando un individuo se porta bien, lo dejo tranquilo. ¿Entiendes lo que quiero decir? El negocio es tuyo, Rico.
—Muchas gracias —contestó—. Pero no quiero tener líos contigo, Pete.
—Bien dicho —aprobó Montana. Después se volvió a Colonna y le dijo—: Ya puedes comprobar, Ritz, que te habían informado mal.
—Efectivamente —asintió.
Montana miró nuevamente a Rico.
—Algunos de esos entremetidos que circulan por ahí le han ido a Ritz con el cuento de que tú tenías la intención de intervenir en mi terreno.
Rico creía estar soñando. ¿Ése era el gran Pete Montana? Por fin se daba cuenta de que todos aquellos discursos no eran más que un pretexto: lo que de verdad le sucedía es que tenía miedo.
—No —dijo—, esa gente no sabe lo que se dice. Yo nunca he tenido el propósito de mezclarme en tus asuntos.
Montana sonrió ligeramente.
—Acaso podamos compartir algún negocio, Rico —apuntó—. Me gusta tu manera de trabajar. Big Boy no se equivoca, y opina que tú serás el hombre del futuro. Sí, es posible que nos asociemos, pero no quiero prometerte nada. Es decir, solamente una cosa. No pienso reclamar nada del negocio de Arnie. Te pertenece a ti.
—No te olvides del escondrijo, patrón —terció Colonna.
Montana sonrió de nuevo.
—Pues sí que me olvidaba de ello. Escucha, Rico; algunos de los muchachos de Ritz tienen un escondrijo a pocos metros del local de Arnie. Esto no te disgustará, ¿verdad?
Rico cambió inmediatamente de actitud. Todo rastro de afabilidad desapareció de su rostro.
—No me disgustará, siempre que no se mezclen en mis asuntos. No toleraré las injerencias.
Montana miró a Ritz. Este dijo:
—Por mi parte, no las habrá.
—¿Y tú qué dices, Pete? —preguntó Rico.
Montana reflexionó un instante, mordiéndose el labio inferior. Otero observaba a Rico con admiración. ¡Caramba! Cómo sabía tratar a Pete Montana. Fascinado, no le quitaba los ojos de encima ni un solo instante.
—Bien —decidió al fin Pete—, todos los del escondrijo son hombres míos. Si hay algún problema, seré yo quien te rinda cuentas. Pero, ¡qué diablo!, no creo que rocemos por esas pequeñeces. En todo caso, si nos entendemos, te haré entrar en el negocio de los licores.
—Está bien Pete, los dos podemos trabajar juntos —asintió Rico.
Montana se levantó y le tendió su mano. Ambos se las estrecharon. Después, Pete dijo:
—Bueno, creo que ya podemos irnos. Pero antes déjame darte un consejo, Rico. En estos momentos se habla mucho de ti, ¿comprendes? Hay policías que te están siguiendo muy de cerca. Ya sé que cuando uno es nuevo en el oficio está inquieto, pero, durante algún tiempo, no actúes. Al final, terminarán por olvidarse de ti; siempre sucede lo mismo.
Rico admiraba su astucia, pero no se dejó embaucar. Comprendió que Pete trataba de comprometerle, de quitarle libertad de acción, de darle inseguridad y hacerlo sospechoso.
—Muy agradecido —dijo—. Un novato ha de aprender siempre.
Montana sonrió amablemente, convencido de haber obtenido éxito en su intento.
—Bueno —dijo—, hasta la vista. Tal vez pronto haré una visita a tu nuevo local. Una noche u otra iré a echar una ojeada.
—De acuerdo —contestó Rico—, pero házmelo saber antes para poder recibirte como te mereces.
Otero descorrió el pestillo de la puerta. Montana fue el primero en salir. Ritz estrechó la mano de Rico, y después siguió a su jefe. Otero cerró de nuevo con el pestillo.
Rico estaba en medio de la habitación con los ojos perdidos en el vacío. Otero comentó:
—No es una gran cosa.
Rico se rió estrepitosamente.
—Es la mayor verdad que has dicho en tu vida.