I
EN una mesa redonda y detrás de Sam Vettori, estaban jugando al póker Otero, apodado el Greco, Tony Passa y Rico, lugarteniente de Sam Vettori. Bajo el reflejo verde de la pantalla, el rostro de Otero naturalmente oscuro parecía cadavérico; por lo demás, tanto si ganaba como si perdía, no se movía ni pronunciaba palabra alguna. Tony, robusto y sonrosado, con veinte años apenas cumplidos, se mostraba muy interesado en la partida, manifestando su gozo cuando la suerte le era favorable y jurando si le era adversa, más por necesidad de excitarse que por ansia de ganar. En cuanto a Rico, tenía el ala del sombrero sobre los ojos, sus facciones estaban contraídas y repiqueteaba nerviosamente con los dedos sobre la mesa: él jugaba para ganar.
Vettori aspiró una bocanada de humo de su cigarrillo, la lanzó al espacio y, levantándose, se puso a pasear arriba y abajo de la estancia.
—¿Dónde estará? —preguntó para sí con los ojos puestos en el techo—. Le he dicho que volviera a las ocho, y ya son casi las ocho y media.
—Joe no suele acordarse de la hora —dijo Tony.
—Es un inútil —gruñó Rico sin levantar la vista de las cartas—; un tipo demasiado blando.
—Es posible —repuso Vettori, el cual se había acercado a la mesa para seguir el juego—; es posible. Sin embargo, la verdad es que le necesitamos. Como tú sabes, tiene una gran facilidad para introducirse en todas partes, sea donde sea. Los hoteles de lujo no le impresionan. Se acerca al gerente y con gran naturalidad le dice: «Un apartamento, por favor». ¡Un apartamento! Indiscutiblemente, no se puede prescindir de él.
Rico, con el rostro enrojecido, tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—No te fíes demasiado, Sam —murmuró—. Un día u otro dará un paso en falso. Ten presente lo que te digo: acabará traicionándonos. Cuando uno es un hombre de verdad no se hace pagar por bailar con las mujeres.
Sam se rió.
—Tú no le conoces.
Tony miró fijamente a Rico.
—Joe no se equivoca —aseguró—. Sé lo que me digo. Lo del baile no es más que una excusa. Además, es un tipo afortunado. ¿Acaso se ha dejado atrapar alguna vez?
Rico lanzó con rabia las cartas sobre la mesa. Odiaba a Joe y sabía que Tony y Vettori no lo ignoraban.
—Muy bien, muy bien. Pero no olvidéis lo que he dicho antes: un día u otro dará un traspiés. Cuando uno es un hombre no se hace pagar por bailar con las mujeres —repitió obstinadamente.
—He ganado —anunció Otero.
Rico empujó el dinero hacia él y se levantó.
—Bueno —decidió—, si no ha llegado dentro de diez minutos yo me iré.
—Tú te quedarás donde estás —pronunció Vettori, con una dura expresión en el rostro.
Tony les miraba fijamente. Otero continuaba contando sus ganancias. Tony se acordó de la expresión que habían tenido los ojos de Rico un día que Vettori había dicho: «Rico, tú te sientes demasiado importante para nosotros». En los últimos tiempos habían hablado todos del asunto; ciertamente, Rico se creía demasiado grande para ellos. En cierta ocasión, Scabby, el confidente de la banda, le había dicho: «Tony, recuerda lo que te digo. Hay que escoger entre Rico y Sam desde ahora».
—Esperaré diez minutos —reiteró Rico firmemente.
Vettori se acercó a la ventana y miró instintivamente hacia la calle.
—Doscientos cincuenta —pronunció Otero, recogiendo sus ganancias.
—Te los juego —propuso Tony.
—No.
En ese mismo instante se abrió la puerta y Joe Massara apareció en la estancia.
—Bien —dijo Vettori, encarándose con él—, ¿a esto le llamas tú puntualidad?
Antes de contestar, se quitó el impermeable. Debajo llevaba traje de etiqueta. Una raya impecable dividía su cabeza en dos partes negras y brillantes; se sentía orgulloso de su parecido con el difunto Rodolfo Valentino.
—Lo siento —respondió—; el puente del Hudson estaba alzado. Pero bueno, ¿qué sucede?
—Acercaos todos —ordenó Vettori.
Se reunieron en torno a la mesa, bajo la luz verdosa que difundía la pantalla. Joe mostraba ostensiblemente sus manos a fin de que pudieran ver sus uñas cuidadas y el anillo que le había regalado la bailarina Olga Stasseff.
—Y ahora —comenzó Vettori—, voy a deciros cuáles son mis planes. Vosotros prestad atención y no digáis nada hasta que haya terminado…
—¿Y cuándo será eso? —le interrumpió Joe sonriendo.
—Calla y escucha —refunfuñó Rico.
—Bueno, bueno —terció Sam en tono conciliador—; no os peleéis. —Y volviéndose hacia Joe, le preguntó—: ¿Has oído hablar alguna vez de la Casa Alvarado?
—Sí, es un lugar importante —respondió Joe, añadiendo—: Uno de los locales de Francis Wood. En una ocasión por poco me atrapan allí.
Rico tendió las manos abiertas hacia adelante.
—¿Ves? Lo conocen. No podrá participar.
—No, no me han visto nunca. Se trataba de un agente.
—Bueno, pues es en ese local donde actuaremos —pronunció Vettori lacónicamente.
Joe había quedado estupefacto. Rico, quitándose el sombrero, sonrió y empezó a peinarse con un pequeño peine de marfil.
—Será un hueso duro de roer —opinó Joe—. ¿Y cuánto crees que lograremos reunir?
—Mucho. Sólo van al banco una vez o dos por semana. Son un poco negligentes porque jamás les han dado ningún susto, ¿comprendes? Precisamente por eso la cosa será fácil.
Joe sacó del bolsillo una pitillera de oro y la abrió con ostentación, ofreciéndole a Sam un cigarrillo.
—Adelante, te escucho.
Vettori rehusó el cigarrillo y echó mano de un grueso cigarro. En el mismo instante, abajo comenzó a sonar una orquesta de jazz y, dominando todos los demás sonidos, las vibraciones del saxófono llegaron hasta ellos.
—Son las nueve —anunció Otero.
Vettori encendió su cigarro y continuó:
—Tienen una caja fuerte que la podría abrir un recién nacido; ni siquiera merece la pena mencionarla. Eso es cosa secundaria. Lo importante es que hay mucho dinero, según me ha informado Scabby. Bueno, Joe, ¿qué te parece?
—Se trata de dejarlo o tomarlo. Nadie te suplica, ya lo sabes —dijo Rico entrometiéndose.
Vettori frunció el entrecejo pero no pronunció palabra.
—Si vosotros estáis de acuerdo, por mí no hay inconveniente —decidió Joe.
—Estupendo —Vettori se frotó las manos—. Y ahora te toca a ti, Tony. Necesitamos un coche potente. Consíguelo. Que sea grande y rápido. Cuando Steve tenga preparadas las matrículas podéis cogerlo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Sam.
Tony sacó un cigarrillo y trató de encenderlo con firmeza, pero la mano le temblaba ligeramente.
—Vosotros —continuó Vettori volviéndose a Rico y Otero— os encargaréis de manejar las armas, ¿qué os parece?
Rico no contestó, pero Otero sonrió, mostrando sus dientes sucios, y dijo:
—Eso es lo nuestro, ¿verdad, Rico?
—Bueno —añadió Vettori—, yo creo que el asunto está resuelto. Tú, Joe, nos cubrirás en el interior. Ve de etiqueta, como ahora, y procura estar allí a medianoche. A esa hora comenzarán a sonar las trompetas, y como todo el mundo estará borracho, nadie vendrá a interrumpirnos. ¿Comprendes?
Joe asintió con la cabeza y Vettori prosiguió:
—Deberás estar allí a medianoche. Te acercas al puesto de tabaco y te entretienes allí con cualquier excusa. A las doce y cinco comenzará la fiesta. Regularemos los relojes por teléfono, porque esa noche no quiero que vengas aquí. Rico y Otero entrarán rápidamente, y puede que Tony les acompañe si le es posible encontrar un sitio seguro para aparcar. De esto se preocupará Rico, puesto que él es quien dirige el asunto.
Este miró a Joe.
—A ti te harán poner las manos en alto —siguió explicando Vettori—, si la cosa va bien. De lo contrario, haz un signo con la cabeza y ellos se largarán. No queremos correr riesgos, porque si no damos el golpe ahora lo daremos más adelante. Desde luego, la noche del Año Nuevo es de las más indicadas. Pero bien. Tú haces como que no los conoces; sin embargo, mientras ellos trabajen deberás tener los ojos bien abiertos. Y si sucede cualquier imprevisto sacad las pistolas pero no las uséis. Esto es muy importante.
Vettori se quitó el cigarro de la boca y lo agitó ante Rico.
—Porque ése es tu gran defecto, Rico —le reprochó—. El jefe no podrá ayudarte en el caso de que se produzca un homicidio. Él lo puede arreglar todo, excepto una cosa como esa. Métete bien esto en la cabeza. Eres demasiado rápido apretando el gatillo. Si alguien de la sala muriese, ninguno de nosotros sabría nada, pero…
En aquel momento, todos quedaron sorprendidos a causa de la violenta intervención de Otero:
—No es necesario charlar tanto sobre el tema. Las cosas se harán como se deban hacer. Rico siempre sabe cómo tiene que proceder.
—Está bien, pero cálmate —dijo Vettori, y volviéndose hacia Joe, añadió—: Tú te quedarás con los brazos en alto, pero con los ojos bien abiertos. Si todo va bien, nadie se dará cuenta. Pero si surgiera alguna dificultad, sacas la pistola, y ayudas a escapar a los otros. ¿De acuerdo? Y ahora escuchad lo que tenéis que hacer. Antes que nada, cogeréis el dinero de la caja registradora. Eso lo primero porque es lo más fácil. Si no se os presenta ninguna complicación, os encargáis de la caja fuerte, que probablemente estará abierta. ¡Ah, otra cosa! No perdáis tiempo desvalijando a los que estén en el vestíbulo. Eso es peligroso y entretenido.
Dicho esto sacó del bolsillo un plano y lo extendió sobre la mesa. Todos se acercaron.
—Entraréis por aquí —dijo, haciendo una señal con un lápiz—. A la derecha está el guardarropa; tú, Joe, vigila a las muchachas de detrás del mostrador. A la izquierda está el puesto de tabaco y la caja registradora. Al fondo del vestíbulo hay una gran puerta que conduce al salón. Si todo se hace correctamente, nadie debe darse cuenta de que el local está siendo asaltado. En último extremo puede ser que haya algún imbécil en el vestíbulo. Con el ruido de la orquesta, casi todo el mundo estará distraído. Pero centrémonos en el caso. A la derecha hay también una puerta que da al despacho del director. Es ahí donde está la caja fuerte. El director es un pobre diablo que no tiene sangre en las venas. Scabby me ha informado detalladamente de todo.
Enrolló el plano, se lo metió en el bolsillo y consultó la hora en su reloj.
—Bien —concluyó—, ¿me habéis comprendido?
Joe hizo girar maquinalmente él anillo en su dedo y miró pensativamente la mesa.
—¿Qué decides, Joe? —preguntó Rico.
—Es un asunto bastante arriesgado. ¿Qué voy a sacar?
—¡Vete al diablo! —gritó Rico—. No bromees. Incluso un ciego sería capaz de hacer lo que tú tendrás que hacer.
—Quizá sí —replicó Joe—. Pero de todos modos lo que yo te digo es que si me comprometo será por más de cincuenta dólares.
Vettori sonrió:
—Te ofrezco doscientos.
Joe inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—De acuerdo, contad conmigo. Y no es necesario ningún anticipo.
Se levantaron todos.
Abajo, la orquesta continuaba con su estrépito, y el sonido del saxófono seguía ahogando a los demás.
—¿Queréis que nos suban algo para beber? —ofreció Vettori.
—Yo no —respondió Joe—. Me voy a buscar a mi novia.
Otero hizo chasquear los dedos:
—¡Vaya, te ha atrapado una mujer! —exclamó.
Rico le dio una palmada en la espalda, diciéndole:
—No te burles, que también tú has caído.
Y con la mano trazó en el aire una serie de curvas imaginarias. Joe le observaba con aire de superioridad; la bailarina Olga Stasseff era su novia.
—Es una belleza, ¿verdad, Otero?
—Sí señor.
—Entonces —insistió Vettori—, ¿de verdad no queréis tomar nada?
—Bueno, está bien —consintió Joe—. Para mí ginebra. Rico querrá leche, supongo.
Éste no bebía.
—Hace bien en tomar leche —opinó Vettori, dando pruebas de buen humor—. La verdad es que es un muchacho con suerte.
Tony salió de la estancia seguido de Vettori.
—Me voy en busca de mi novia —se despidió Otero.
Joe se rió.
—Hasta la vista —dijo Rico—. Saluda de mi parte a la Foca.
Cuando Otero se hubo ido, Joe preguntó:
—¿Ha sido capaz la Foca de enganchar a Otero?
—Por supuesto. Claro que no es una belleza, y además tiene un montón de años encima, ¿pero eso qué importa? Se gastan mucho dinero juntos.
Joe no acababa de comprenderle; al parecer no le gustaba soportar a las mujeres.
Rico se acercó a la ventana y permaneció pensativo con los ojos clavados en el rótulo luminoso:
CLUB PALERMO DANCING
Rico y Joe se sentían incómodos cuando se quedaban a solas. Joe sacó su pitillera de oro y encendió un cigarrillo. En el mismo instante, empezaban a caer blancos copos de nieve al otro lado de la ventana.
—¿Ya te vas? —preguntó Rico—. Está nevando.
—Sí —contestó Joe, levantando los ojos maquinalmente—. Y nieva fuerte.
II
Vettori tenía su pequeña oficina en el piso principal. A través de la pared se oía la orquesta, pero no le prestaba atención porque estaba muy acostumbrado a escucharla. El sonido del jazz era para él como el tictac de un reloj. Estaba contento y se sentía bien con una botella de vino y un plato de spaghetti en la mesa. Por otra parte, los asuntos le marchaban perfectamente.
Le agradaba contar con buenos colaboradores. Cada uno era un especialista, y por eso se podía confiar en ellos a la hora de actuar.
Rico era el mejor tirador de la Pequeña Italia, y aunque pronto se le subía la sangre a la cabeza, no resultaba difícil dominarlo. Otero sentía por él tal admiración que le seguía por todas partes y cumplía todas sus órdenes. Además, sabía manejar bien la pistola, tan bien como se podía esperar de un mejicano.
Bat Carillo, el portero, le avisó de que dos desconocidos buscaban pelea.
Salieron juntos a la sala del Club.
—Son ésos.
Vettori se rió.
—¿Otra vez esos idiotas irlandeses? —dijo—. Déjalos tranquilos, pero si arman demasiado ruido, échalos.
—Muy bien, patrón.
En el corredor, Vettori se cruzó con los camareros que iban hacia la sala con el rostro bañado en sudor, llevando las bandejas tan cargadas de platos que llegaban a inclinarse. Se frotó las manos con satisfacción, exclamando para sí mismo:
—¡Los asuntos marchan! ¡Vaya, vaya! No tendremos que ir al hospicio.
Una vez en el despacho, encontró a Scabby, el confidente, que le estaba esperando. Era moreno y de corta estatura, y con la cabeza desproporcionada. Pasaba por ser confidente de la policía, pero en realidad formaba parte de la banda de Vettori. Se dedicaba a un juego peligroso, puesto que espiaba a las bandas rivales. Su vida no valía un céntimo, y por este motivo era nervioso y hábil en el manejo del revólver.
—Hola, Giovanni —le saludó Vettori—. ¿Qué noticias me traes?
—Estoy hambriento —contestó, quitándose el sombrero y poniendo al descubierto su brillante calva.
Vettori llamó al camarero, y le ordenó:
—Trae spaghetti y vino para el señor.
—Eso es hablar —dijo Scabby con aire serio.
No se reía nunca. Su rostro siempre melancólico y sus mejillas arrugadas y blandas le hacían parecer un viejo perro de caza.
—¿Están listos los muchachos? —preguntó.
—Todos en su puesto —contestó Vettori—. No parece un golpe difícil.
Scabby asintió con la cabeza.
—No debe serlo. Pero atención, Sam; métete bien en la cabeza la idea de que no hay que disparar. De todos modos, el patrón se pondrá como una fiera en cuanto sepa lo que estamos tramando.
El rostro de Vettori enrojeció.
—Me lo has dicho más de una vez, Scabby, y ya es suficiente —replicó—. Es una ocasión demasiado buena para dejarla perder.
—Está bien —repuso Scabby—. Yo he dicho lo que tenía que decir. Pero las cosas han cambiado, Sam. El juego va siendo peligroso. Incluso el éxito puede espantar al patrón. Y todo por culpa de aquel maldito periódico que atacó al gangsterismo con grandes titulares en primera plana. Eso es malo.
Permanecieron un instante en silencio. Vettori, absorto, fumaba su cigarro. Finalmente dijo:
—Escucha, Scabby, tú no sabes nada, ¿comprendes? A mí me corresponde tener a los muchachos preparados para la acción. Sobre todo a Joe. Que no se te escape nada cuando estés ante el patrón.
Scabby sacudió vigorosamente la cabeza, negando. Vettori sacó la cartera y le tendió un billete de cincuenta dólares.
—Esto es a cuenta de tu parte. Lo único que te pido es que tengas los ojos bien abiertos.
Scabby guardó el dinero. En el mismo instante entró el camarero con los spaghetti y el vino. Carillo asomó la cabeza por la puerta.
—Reilly, el policía, está aquí —anunció.
Vettori sacudió la cabeza.
—Ése no falla —comentó Vettori—. Dile que se espere, y dentro de media hora hazle pasar.
—Eso es —dijo Scabby irónicamente—; para entonces ya me habré ido de aquí.
III
Recostado en la ventana, Otero estaba absorto en la contemplación del letrero luminoso que brillaba al otro lado de la calle:
CLUB PALERMO DANCING
Más allá de los cristales, el viento arremolinaba los copos de nieve. Estaba fumando un grueso cigarro de veinticinco centavos y canturreaba en voz baja. Siempre lo hacía cuando estaba con la Foca.
—¡Cuánta nieve! —exclamó de pronto.
—Sí, cuánta nieve —repitió la Foca, que estaba sentada sobre el alféizar de la ventana, con las piernas colgando y fumando un cigarrillo de Otero.
—Parece algodón.
—Sí.
—En mi país nunca nevaba.
—¿No?
—No, nunca.
La Foca lanzó una nube de humo a través de la estancia.
—¿Y por qué dejaste Méjico, Ramón?
—No lo sé exactamente. —Se rascó la cabeza—. Creo que lo hice sin ninguna razón.
—¿Te querían encarcelar?
—No, no había ningún motivo.
Se alzó y la cogió por el talle.
—Había de por medio una muchacha —bromeó.
La Foca le empujó cariñosamente.
—No te diviertas a mi costa.
—Desde luego que no —sonrió Otero acariciándole la espalda.
De pronto, la Foca se puso seria y le dijo:
—Escúchame, Ramón. Tú eres valiente, pero eres también un bruto. ¿Por qué estás siempre pegado a ese Rico?
—Porque es un gran hombre.
—Grande, pero imprudente. Estoy segura de que no morirá en cama.
Esto era demasiado complicado para él; la miró fijamente, y le preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Que antes le meterán una bala en el cuerpo. Hace demasiado el gallito.
Otero sacudió la cabeza.
—No, a Rico no lo agarrarán nunca.
—Ya lo veras —insistió la Foca.
—No —se obstinó Otero—. Una vez le aconsejé: «Debes ser prudente». Y él me contestó: «No me pillarán nunca».
La Foca abrió la ventana para tirar la colilla a la calle. Una corriente de aire frío renovó la atmósfera demasiado caldeada de la estancia.
—Escúchame —dijo—. Eso son tonterías. Rico no es diferente a los demás. Si tú continúas mucho tiempo con él, te prometo un entierro de primera clase. ¿Por qué no empiezas a hacer contrabando de cerveza? Es un negocio seguro.
—Seguiré con Rico. ¿Qué importa lo que me pueda pasar? No tengo familia. Tenía un hermano, pero lo mataron.
—¿La policía?
—No. Los rurales. Estaba con Pancho Villa.
—¿Quién diablos es Pancho Villa?
—Un gran hombre, como Rico.
La Foca se levantó y, cogiendo una botella que había sobre una mesita, se sirvió un vaso. Después dijo:
—Será cuestión de ir a dormir, Ramón.
—Sí.
IV
Eran casi las dos cuando Tony salió de casa de su amiga. El viento seco soplaba de la parte del lago y la nieve caía en copos que brillaban a la luz de los faroles. Se arropó en el abrigo y bajó el ala de su sombrero. Se sentía cansado y asqueado. En la esquina próxima a su casa, entró en el restaurante de Pete el Siciliano. Tres italianos estaban jugando a las cartas en la salita del fondo del local. En la sala principal, el organillo estaba sonando machaconamente.
—Hola, Tony. ¿Cómo estás, muchacho? —le saludó amigablemente Pete.
—Así, así —contestó.
—Realmente, haces mala cara.
Tony se pasó la mano por el rostro y contempló un instante su imagen en el espejo que adornaba el fondo del mostrador. Se vio pálido y con los ojos hundidos.
—Bien, no creo que vaya a morir.
Pete golpeó con ambas manos el mostrador.
—¡Pues claro que no te morirás! Mañana estarás fresco como una rosa, Tony, hijo mío, cuídate. Yo sé de qué va eso. No ves que también he sido joven en otro tiempo. Sé bien cómo son esas cosas. ¡Vaya si lo sé!
—Estoy seguro de que lo sabes —dijo Tony sarcástico.
—Naturalmente. ¿Supones que no sé lo que pasa con la pequeña rubia? Es famosa, hijo. Pero no seas imbécil, muchacho, resérvate para mañana por la noche.
Y lanzando una gran carcajada que le sacudió todo el cuerpo, volvió a golpear el mostrador con ambas manos.
—Pete, ¿se te ha roto el cuello? —preguntó uno de los jugadores que había al fondo de la sala.
—Tú métete en tus cosas. Bueno, bueno, Tony, ¿qué quieres que te sirva?
Tony no sabía qué tomar. Mientras se decidía, Pete fue a servir a uno de los jugadores. El organillo terminó su algazara con una nota falsa. Tony atravesó la estancia y echó una moneda por la ranura.
—Unas salchichas y dos cafés —gritó Pete.
El piano dejó sentir las primeras notas de O sole mio.
—Yo también tomaré unas salchichas y una taza de café —dijo Tony.
—Muy bien. Así son tres cafés y dos platos de salchichas.
—¿Cómo te van los asuntos, Pete? —inquirió Tony.
—Así, así, como se suele decir. Ni bien, ni mal. Desde luego, aquí nunca me haré rico.
—¿Por qué no te dedicas al contrabando de licores? —sugirió Tony, sonriendo.
Pete alzó de nuevo la mano y la dejó caer con fuerza sobre el mostrador.
—No es mercancía para Pete el Siciliano. ¡Oh, no! Pete es demasiado astuto para dejarse enredar. En este asunto si no caes con la policía, caes con los gángsters. Uno te dice «Debes comprarme a mí», y el otro: «No, a mí». Pero todos son iguales.
Le sirvió las salchichas y el café y limpió el mostrador.
—Tony —dijo, inclinando la cabeza hacia él—, ¿sabes que te pareces a tu viejo como una gota de agua? El otro día, cuando estuviste aquí, le dije a mi mujer: «Fíjate en él, ¿no es igual que su padre?» Bien, bien. Así debe ser. Un hijo debe parecerse a su padre. Esa es buena señal.
—Tú conociste bien a mi padre, ¿verdad, Pete? —preguntó Tony mientras se tomaba el café.
—Desde luego que sí. De joven era como tú. Lleno de energía, siempre, detrás de las muchachas. Pero, en cuanto tu madre lo agarró ya no volvió a ser el mismo. Parecía otro. Y poco después murió.
Tony se rió:
—No tienes muy buena opinión de la vieja, ¿eh?
—No —replicó Pete con expresión profundamente inocente en su rostro—. No me comprendes bien, Tony. Lo que quiero decir es que se convirtió en una persona trabajadora, como yo. Trabajo, trabajo y nada más que trabajo. El trabajo es una gran cosa; te impide que te metas en líos, pero no sé…
Se puso una mano en la frente quedándose absorto. Tony echó una moneda sobre el mostrador. El organillo se detuvo lanzando una serie de notas falsas.
—Bueno, me voy a casa —dijo Tony—. Hasta la vista, Pete.
—Buenas noches —contestó con una de sus mejores sonrisas—. A ver si vuelves pronto.
El viento golpeó las mejillas de Tony cuando salió del local. La calle estaba cubierta de nieve y silenciosa. Se dirigió lentamente hacia su casa cansado y disgustado.
Al entrar en el piso vio una débil luz en la sala principal, y trató de colarse furtivamente en su cuarto, pero su madre le oyó. Se levantó del sillón, como una monstruosa silueta danzando sobre el tenue resplandor que la luz difundía en la sala.
—¡Bonita hora de volver a casa, Antonio! —le regañó—. ¿Has vuelto a estar con esa pandilla de holgazanes?
—Sí —respondió Tony, nervioso.
—¡Ah, sí! Ni siquiera te molestas en mentir. Muy bien. Si sigues así, dentro de poco ni te molestarás en venir a casa, vagabundo.
—Tú lo has dicho.
—Ahora no quieres escucharme, pero un día u otro te acordarás de lo que te digo. Si dedicas tu tiempo a vagos y delincuentes, ya verás lo que te ocurrirá al final.
—Ya has hablado bastante —replicó Tony entrando en su habitación y cerrando la puerta bruscamente tras de sí.
Su madre se quedó un momento en medio de la sala; después apagó la luz y se puso a llorar en la oscuridad.
V
La muchacha rubia del guardarropa ayudó a Joe a quitarse su pesado abrigo, y luego retuvo un momento la mano sobre su brazo. Él le dio un cuarto de dólar de propina y bromeó:
—Con estos veinticinco centavos, podrás divertirte poco.
—Así es, señor —respondió la muchacha.
Le siguió con la mirada mientras atravesaba la pista de baile, avanzando entre las mesas atestadas de gente, excusándose de vez en cuando con alguien que se había tropezado, y desapareció por la puerta de servicio que se hallaba en la pared del fondo. Entonces colocó el número en el abrigo y el sombrero y los colgó.
—¡Dios mío, qué hombre más apasionado debe ser! —murmuró—. No logro comprender cómo lo ha podido acaparar esa muchacha.
Olga Stasseff estaba terminando de maquillarse. Joe entró en el camarín sigilosamente y se quedó observándola. Ella comenzó a cantar.
—Si cantas por mí —dijo Joe—, puedes callarte.
Olga se volvió.
—¡Ah! ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí?
—¿Yo? ¡Vete al diablo!
Dio media vuelta y abandonó el camarín. Olga corrió tras él y le alcanzó cuando ya estaba en la puerta de servicio; él la rechazó bruscamente.
—¡Bonita manera de recibir a uno! —rezongó—. Por lo visto, crees que soy tu perro.
—Estaba bromeando, Joe —se excusó ella—. Te juro que no lo he dicho en serio. Ha sido una broma.
—¿Una broma? ¿Quién crees que soy? Estoy cansado de esa manera tuya de obrar. Te lo puedes permitir con tus amigos aristócratas que tienen una mujer fea y buen carácter, pero no conmigo. No tolero que nadie me hable así.
Olga intentó acercarse, pero él volvió a rechazarla.
—Escucha, Joe —le dijo entonces—, tengo una buena noticia que darte; pero primero abandona esos aires de grandeza. Si no voy a poder bromear contigo…
Joe, sin contestar, sacó su pitillera de oro y escogió un cigarrillo. Cuando Olga tenía bastante dinero, él fumaba de la mejor calidad y tenía siempre cigarrillos de varias marcas. Con un gesto estudiado, guardó la pitillera en el bolsillo, y después, adoptando cierto aire de preocupación, colocó el cigarrillo en el dorso de su mano izquierda y, dando un ligero golpe con la derecha, lo hizo saltar hasta su boca. Olga se rió.
—Y ahora —dijo Joe—, venga la buena noticia.
En ese mismo momento, De Voss, el director, abrió la puerta.
—¿Se lo has dicho, Olga? —preguntó.
Joe le dirigió su más amable sonrisa.
—¿De qué se trata, señor De Voss? ¿Es alguna cosa que yo no sé?
—Exacto —contestó el director—. Los Stransky han roto y yo quiero que vosotros ocupéis su puesto.
Joe hizo una pirueta y dio un traspiés. Olga se rió abiertamente.
—Bueno —dijo Joe acto seguido—. ¿Y cuánto ganaré yo?
—Cien dólares para empezar; después ya veremos.
—De acuerdo. Con eso no podré comprarme un coche de lujo, pero no lo desprecio.
Ambos se estrecharon las manos.
—Ahora —dijo el director— debes saber que ahí afuera hay una muchacha que está deseando bailar contigo.
Joe movió la cabeza.
—No, no me interesa. Esas mujeres se consideran siempre obligadas a pagarte. ¡Y qué diablo, yo no quiero que ninguna mujer pague por bailar conmigo!
Olga hizo un esfuerzo para contener la risa.
—No te preocupes —repuso De Voss—. Le he dicho que eso te ofende, y me ha dado un billete de diez dólares para que te lo entregara de su parte.
Sacó un billete muy arrugado y se lo tendió.
—Ahora, presta atención a lo que voy a decirte —añadió—. Esa muchacha es de la alta sociedad y representa un buen negocio para la casa. Su padre tiene muchos millones de dólares y ella sabe gastárselos, de manera que ya sabes cómo tienes que proceder. ¿Comprendes?
—Sí, claro —respondió Joe—. Yo estoy siempre dispuesto a hacer favores.
De Voss abrió la puerta y le esperó fuera. Olga, cogiéndole por el brazo le advirtió:
—Oye, ten cuidado de no hacer una de las tuyas, ¿eh? Haz tu trabajo y basta. Yo conozco bien a esas muchachas de la alta sociedad.
Joe hizo una nueva pirueta.
—¡Caramba! —exclamó—. ¿Es que no te fías de mí, pequeña?
Olga se puso las manos en los costados y comenzó a reír. ¿Cómo podía estar seria con un tipo semejante?
VI
Ante el espejo, Rico se peinaba cuidadosamente con su pequeño peine de marfil. Estaba orgulloso de su cabello negro y brillante, que formaba tres ondas simétricas.
Era un hombre simple; sólo existían tres cosas en el mundo que merecieran su atención: él mismo, sus cabellos y su revólver… y a las tres les dedicaba un esmerado cuidado.