I
SAM Vettori tenía los ojos rojos e hinchados y su rostro moreno parecía más grueso que de costumbre. Últimamente no dormía bien y bebía demasiado whisky. Puesto que el vino era su bebida favorita, el hecho de que ahora tomara whisky podía interpretarse como un indicio de que su estado de ánimo se hallaba bastante atormentado. Masticaba un cigarro y de vez en cuando tomaba un trago de la botella que tenía a su lado.
Rico hacía un solitario con el ala del sombrero bajada sobre los ojos, como siempre.
Big Boy se hallaba sentado frente a Vettori, con el sombrero hongo inclinado sobre una oreja y sus enormes manos, que en otros tiempos habían manejado el pico, reposando en la mesa.
Movió lentamente la cabeza.
—No hay nada que hacer, Sam —decía—. No puedo ayudarte. Yo creo que has perdido el juicio. Están detrás de mí noche y día, ya lo sabes. Ni siquiera llego a defenderme yo mismo. Tenías mucha suerte. Los asuntos te iban demasiado bien. Tú creías que yo era el Padre Eterno. Desgraciadamente, no puedo hacer milagros. Un robo más o menos, no tiene importancia. Pero cuando se trata del asesinato de alguien como Courtney, la cosa cambia. No, Sam. Lo mejor será que te arregles tú solo; durante algún tiempo, convendría que abandonarais la ciudad. Desde luego, lo esencial es que no pierdas la cabeza. Y, sobre todo, vigila que no se asusten los que están en el asunto.
—De eso me encargaré yo —comentó Rico sin alzar los ojos.
—Está bien, Rico —repuso Big Boy—; yo tengo confianza en ti. Pero procura no perder la calma y en lo sucesivo deja quieta la pistola, si no quieres que te pongan una cuerda al cuello. No lo olvides. Por ahora, no más robos. Quedaos tranquilos. Si tenéis necesidad de dinero, yo os lo proporcionaré. Y ahora es preciso que me vaya. No me telefoneéis más, porque ya os he dicho que no puedo solucionar el problema y la policía podría sospechar.
Se levantó y se inclinó hacia adelante, apoyando sobre la mesa sus dos manos ásperas y velludas.
—Aparte de eso, os felicito por saber actuar con brillantez —agregó—. El director de la Casa Alvarado estaba tan confuso que ha identificado a un agente de paisano como al individuo que estaba acechando en el vestíbulo. ¡Diablo, qué cosa más graciosa! Spike Rieger se puso verde de rabia. Le ha obligado a retractarse, pero ese monigote ha terminado por declarar que los atracadores eran polacos. Y el caso es que han detenido a Steve Gollancz. Éste y su banda acababan de asaltar un banco, y Steve ha creído que tenían pruebas contra él. ¡Cómo me he divertido!
Echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada que más bien parecía un rebuzno. Sam Vettori, irritado, tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Bueno, ríete.
—Naturalmente que me río —replicó Big Boy—. Si tú hubieras visto la cara de Steve cuando ha sabido de qué le acusaban, se te habrían caído los pantalones de tanto reír.
—Steve no es tonto —opinó Rico.
—Has dicho una gran verdad —asintió Big Boy—. Los engaña siempre que quiere. Bueno, yo me voy. Vosotros quedaos tranquilos y tal vez se arregle. Si se pone feo, informadme por medio de Scabby, y entonces será mejor que hagáis todos un viajecito de placer. Hasta la vista.
Cuando hubo salido, le oyeron bajar la escalera armando un gran estrépito.
Rico continuó haciendo su solitario.
—Bueno —dijo Vettori—, tengo la impresión de que no saldremos bien librados de ésta.
—Quisiera tener entre mis manos al que inventó este juego —dijo Rico.
Vettori blasfemó contra su indiferencia; después, sirviéndose otro trago, preguntó:
—¿Tú crees que podemos fiarnos de Joe?
—Sí —contestó Rico—, siempre que no le detengan y le obliguen a hablar. No creo que aguantara un interrogatorio. Es un tipo blando.
—¿Y el Greco?
Rico se rió.
—Ése es como una tumba. El único defecto que tiene es que se emborracha con frecuencia, y entonces comete muchas tonterías. Precisamente ayer tuve que despejarlo dándole un baño de agua fría. En cuanto tiene cuatro centavos, pierde la cabeza. Antes de que yo lo llevara a Toledo, no había visto nunca más de cinco dólares juntos. Pero, aparte de eso, uno se puede fiar de él.
—¿Y Tony?
Rico se quedó en silencio un minuto; luego recogió las cartas y comenzó a barajarlas.
—De Tony no sabría darte una opinión.
Sam Vettori se levantó y se puso a recorrer la sala, enjugándose de vez en cuando el sudor de la frente con su enorme pañuelo de seda blanca.
—¡Rico, no podemos correr riesgos por él!
Sin inmutarse, éste distribuyó las cartas para el póker y comenzó a jugar una partida imaginaria.
—Deja que me ocupe yo de eso —dijo.
Vettori le puso una mano sobre el hombro.
—Así se habla, Rico.
Se arrellanó en la silla y se sirvió otro whisky, pero Rico, alargando el brazo sobre la mesa, le dio un manotazo y lo derramó.
—No abuses Sam; no debes perder el control.
Vettori tuvo un impulso de furor, pero se contuvo y bajó los ojos.
—Tienes razón, Rico. Esto no hace bien a nadie.
Tomó la botella y la encerró bajo llave en un armario.
II
Hacia las nueve, Carillo entreabrió la puerta y asomó la cabeza. Abajo, la orquesta acababa de comenzar a tocar.
—¿Qué pasa? —preguntó Vettori levantándose.
—Blackie quiere verle —contestó Carillo.
—Muy bien.
Carillo desapareció.
—¿Qué querrá? —inquirió Vettori.
Rico, que estaba absorto leyendo una revista con el respaldo de la silla apoyado contra la pared, movió la cabeza sin levantar los ojos ni responder. Leía un reportaje que trataba sobre la aventura de una muchacha de clase alta enamorada de un contrabandista. Le fascinaban esas relaciones porque le parecían irreales. A sus ojos, los hombres de clase alta eran blandos y afeminados, pero en cambio envidiaba a sus mujeres. Las había visto descender de lujosos coches a la puerta de los principales hoteles de la Costa de Oro. Las había visto, magníficamente ataviadas, altivas, inaccesibles, avanzar por las alfombras colocadas bajo los toldos, ignorando las obsequiosas inclinaciones de los porteros. Las odiaba. Eran demasiado arrogantes e independientes, y además ignoraban que en el mundo había un personaje llamado Rico.
Blackie Avezzano entró y cerró la puerta tras de sí. Dirigía el garaje de Sam. Era un hombre de corta estatura, con las piernas arqueadas y la piel tan oscura que podía confundírsele con un mulato.
Vettori exclamó con impaciencia:
—Bien, ¿qué tienes que decirme, Blackie?
Rico continuó leyendo la revista. Blackie se sentó junto a la mesa y, por un momento, pareció como si tratara de coordinar sus ideas.
—Vamos, vamos, ¿qué es lo que tienes que decirme?
Blackie hablaba sólo italiano, pero como Rico no lo entendía y Vettori fingía despreciar su lengua natal, resultaba que cada vez que tenía que sostener una conversación con ellos, pasaba grandes apuros.
—Tony está enfermo —dijo al fin—. Pero no sabe lo que tiene. Se ha puesto malo. Yo he ido a verle y su madre me ha mandado llamar al médico. «Escucha», le ha dicho éste, «tú has bebido. Hazme caso a mí y no vuelvas a beber más». Pero Tony no bebe. ¡Qué diablo! No sería capaz de tomarse ni siquiera una botella de cerveza. Ha perdido el ánimo. Eso es todo.
Vettori miró a Rico, que continuaba leyendo.
—Rico —dijo.
—Lo he oído —contestó éste—; no soy sordo.
Blackie se levantó y se quedó de pie, dando vueltas al sombrero entre sus manos. Vettori sacó su cartera y le tendió un billete de diez dólares.
—Blackie —le advirtió—, ten los ojos abiertos, ¿comprendes?
—Desde luego —respondió él—. Le vigilaré y os mantendré informados. Tony no vale nada. Bien, estaré atento.
Cuando se hubo ido, Rico dijo:
—Ya empieza a asustarse.
—No podemos correr ningún riesgo —repuso Vettori.
—Le daré de tiempo hasta mañana —pronunció Rico—. No podrá hacer gran cosa si Blackie no descuida su vigilancia. Y… si no recobra el sentido común, ¡adiós, Tony!
III
Hasta el momento, Tony demostraba tener un carácter más bien dúctil y sabía tomar las cosas como venían. Sin embargo, era bastante inconstante; pasaba sin transición de la cólera a la alegría, y sólo estaba melancólico el tiempo justo que tardaba en darse cuenta de que había caído en este estado de ánimo. No, jamás había conocido la depresión que se deriva de una desesperación sin límites. Pero ahora la experimentaba y comprendía que no podría soportarla. Pensaba en el pasado como en una época mítica en que disfrutaba de tranquilidad de espíritu.
No era capaz de disfrutar con nada. El temor de ser arrestado le perseguía incluso en el cine, que en otro tiempo había sido su mayor diversión. Magde, su novia, le veía tan distinto que terminó por creerle enamorado de otra muchacha, y le trató en consecuencia. No se calmaba ni siquiera con la presencia de su madre, la cual había advertido que le pasaba algo. Bebía, jugaba al billar, daba vueltas en coche, pero el miedo le acosaba y no le daba reposo. Después empezó a sentir fuertes dolores de estómago, y el mal se intensificó de tal forma que la presencia de alimentos le producía náuseas. Así fue que adelgazó rápidamente.
No veía cómo salir de aquello; en realidad, no había salida. Pero, poco a poco, se fue abriendo camino a través de su espíritu la idea de acudir al reverendo Mac Conagha para pedirle consejo. No era bastante inteligente para comprender que necesitaba una persona a la que confiarse, pero, inconscientemente, llegó a esta conclusión.
Las atenciones que Blackie tenía para con él le reconfortaban algo. Venía a verle todas las tardes, y se encargó de avisar al médico un día que su dolor de estómago fue más agudo que de costumbre.
En otra ocasión, su madre le palmeó la espalda para animarle.
—Antonio —dijo—, voy a ver cómo está la señora Mangia. Está a punto de dar a luz un nuevo hijo. ¡Piensa un poco! Con éste serán doce.
Tony trató de sonreír.
—¡Doce! —añadió su madre, moviendo lentamente la cabeza—. Y pensar que con uno hay más que suficiente.
—Sobre todo si es tan malo como yo.
—Tú no eres malo, Antonio —replicó su madre—; solamente eres un poco perezoso.
Tony se calló.
—Escucha, Antonio —prosiguió su madre—. He dejado spaghetti en el hornillo. Si te apetecen, cómetelos. Tienes que recuperarte.
—De acuerdo.
Su madre se marchó. Cuando apenas había salido, Tony se fue a su cuarto. El miedo se apoderó de él nuevamente. Un simple ruido de pasos en el corredor le puso la piel de gallina y su frente se bañó de sudor. Se puso de pie y comenzó a recorrer agitadamente la estancia. Estaba iracundo y comenzó a maldecir en voz alta a Rico y a Vettori. Después su ira se apagó y el terror le invadió otra vez.
De pronto, Blackie entreabrió la puerta.
—¿Cómo te sientes, Tony? —preguntó.
—Hola, Blackie —contestó—. Entra y fuma un cigarrillo.
Blackie tomó uno del paquete que le ofrecía y se sentó. Mientras fumaba, no apartaba la vista de él.
—¿Qué te pasa, Tony? —inquirió—. No haces muy buena cara.
Tony le miró y después se puso a temblar como una hoja.
—¡Ya no puedo más! No hay duda de que nos atraparán. ¿No has leído los periódicos de la tarde?
Blackie se encogió de hombros.
—No sé leer.
—Nos ha llegado el final —se lamentó Tony—. Dios mío, no puedo comprender cómo puede aguantar Rico.
—No tiene miedo.
—Pues debiera tenerlo. Él es el responsable de todo.
Blackie volvió a encogerse de hombros.
—No podía hacer otra cosa. Courtney trató de sacar la pistola.
De repente, Tony se quedó lívido como un muerto. Había oído detenerse un automóvil a la puerta de la casa. Corrió a la ventana y miró a la calle; después dijo:
—Me parece que es la policía.
—Escucha —repuso Blackie—, harías mejor en calmarte. Lo que te pasa es que no tienes valor. Rico dice que hay que ser hombre. Eso está bien. Hay que ser hombre. Deberías tratar de calmarte.
—¡Que se vaya al diablo Rico! —replicó Tony.
Blackie se encogió de hombros nuevamente.
Tony permaneció unos momentos en pie en medio de la estancia, mirando el suelo; luego, decidiéndose de improviso, se dirigió a la percha y cogió el sombrero.
—¿Dónde vas? —interrogó Blackie.
Tony dudó.
—Yo voy contigo —añadió Blackie.
—No —se opuso Tony—. Vete a casa. —Y mirándole con firmeza declaró—: Me voy a San Domenico a ver al reverendo Mac Conagha.
—¿Qué dices? —gritó Blackie alarmado—. No pretenderás contárselo todo, ¿verdad?
—Haré lo que me parezca —manifestó Tony con vehemencia.
Blackie le agarró por un brazo.
—Tony, muchacho, quédate aquí. Escucha, Tony. Tú estás enfermo. Pórtate como un hombre; atiende lo que te digo: sé hombre.
Tony le rechazó con violencia.
—Vete a casa, Blackie.
Acto seguido, salió. Blackie le oyó andar lentamente por el corredor. Cuando ya no se oían sus pasos, se levantó de un salto, abrió una ventana que daba al patio, bajó por la escalera de seguridad y tomó un atajo por las callejas que le condujo en pocos minutos al Palermo. Llamó en la puerta de servicio, y Carillo le hizo entrar.
IV
Vettori miró a Rico, que no decía nada.
—¡Loco, loco! —exclamó Blackie—. Yo le he dicho: «Debes ser hombre, ser hombre». Pero él ha respondido: «Haré lo que me parezca».
Rico se puso el abrigo rápidamente.
—Bueno, yo creo que es suficiente —dijo Sam Vettori.
—Sí —contestó Rico—; estamos de acuerdo. Ahora, procúrate un coche, Sam, y vámonos. No hay tiempo que perder.
Vettori se pasó la mano por el rostro.
—Yo no voy —declaró.
Rico le miró.
—Llévate a Blackie —añadió Vettori.
Éste le miró con ojos de súplica.
—Blackie no me sirve —replicó Rico.
—No —asintió él—; yo no sirvo.
En ese momento, Carillo asomó la cabeza por la puerta.
—Reilley está abajo, patrón.
—Toma a Carillo.
Éste les miró con aire suspicaz. Rico atravesó la estancia y le cogió por el brazo.
—Escucha, Carillo; ¿sabes conducir?
—Desde luego.
—¿Eres capaz de lanzarlo a toda marcha cuando yo te indique?
—Naturalmente que sí.
—Bueno, pues entonces vámonos.
—Coge el coche negro —le dijo Vettori—; pero procura no hacerlo pedazos.
Carillo salió apresuradamente, dejando la puerta abierta. Rico se encargó de cerrarla. Después, se expresó así:
—Sam, tienes menos sangre en las venas que Tony. Y ahora, escucha. Baja y habla de negocios con Reilley. Intenta aparentar calma. Dios mío, llegará el momento en que tendré que hacerlo todo yo.
Vettori le miró con odio pero se limitó a decir:
—Ahora, tú eres el jefe, Rico.
Éste salió. Blackie exclamó:
—¡Adiós, Tony!
Carillo esperaba en la callejuela al volante del coche negro. Rico saltó al interior y el vehículo salió disparado. Carillo dio la vuelta a la esquina a toda marcha.
—¿Estás seguro de haber tomado el camino más corto? —preguntó Rico.
—Por supuesto —contestó Carillo—; yo no hago nunca las cosas a ciegas.
—Está bien —repuso Rico—. ¡Adelante!
Empezaba a soplar fuerte el viento y a nevar en grandes copos que se veían a la luz de los faroles y de los escaparates iluminados. El suelo quedó blanco en pocos minutos.
Carillo había tomado el camino más corto, y Rico, que había colocado la pistola automática en el asiento, a su lado, aguzaba sus ojos en vano. No se veía ni el menor rastro de Tony.
—Si no lo encontramos, Blackie lo pagará caro —masculló.
—No se sulfure, jefe —dijo Carillo.
Las altas torres de la catedral de San Domenico se alzaban al final de la calle desierta. Ahora, Carillo conducía lentamente. De pronto, señaló con el dedo algo, al pie de la escalinata.
—Allí hay alguien.
Rico se inclinó para mirar.
—Acelera —ordenó—. Me parece que es Tony.
Carillo cumplió la orden. Bajo la nieve, una forma indistinta se fue precisando poco a poco. El hombre se detuvo y alzó los ojos. Cuando el coche estuvo a su altura, se volvió.
—¡Tony! —llamó Rico.
—Sí —respondió—. ¿Quién es?
Rico disparó. Una lengua de fuego iluminó la oscuridad. Rico vació todo el cargador. Tony se desplomó sin proferir ni siquiera un lamento.
—Ya hemos terminado, Carillo. ¡Acelera!
V
Joe y Olga estaban sentados en una tranquila esquina del comedor de un hotel de la Costa de Oro. Estaban esperando el postre. Joe, lleno de satisfacción, se sentía inclinado a la amabilidad y miraba a Olga en silencio. Era la mujer que más amaba. Naturalmente, cuando ella estaba ocupada salía con otras muchachas, pero esto carecía de importancia. Olga era la mujer que más quería, su novia. Los demás hombres tampoco contaban para ella; estaban muy unidos. Ahora, la examinaba en silencio. Estaba allí enfrente, con el rostro redondo y aceitunado, pómulos ligeramente salientes y grandes ojos negros sombreados por un sabio maquillaje. Sus largos dedos cubiertos de joyas le fascinaban. Su elegancia y su fragilidad le despertaban sentimientos de protección y virilidad.
—Bien —dijo ella—, ¿me has mirado bastante?
—Escucha, criatura —contestó—; eres una perla. No es broma. Tienes muchas cualidades. Te aseguro que en todo Chicago no hay una mujer capaz de rivalizar contigo. A tu lado, todas las demás no existen.
Olga alargó la mano a través de la mesa y le acarició.
—No creo una palabra, pero repítelo. Me agrada oírtelo decir.
—No es broma.
—¡Qué hombre!
El camarero llegó con los postres.
—Escucha —dijo Olga mirando su reloj de pulsera—, vámonos al cine. Tengo tiempo.
A Joe no le atraía el cine, con todos sus melindres sentimentales. Pero quería contentar a Olga, y accedió:
—Está bien. ¿A cuál vamos?
Olga se dirigió al camarero.
—¿Quiere traer un periódico, por favor?
El camarero se lo entregó a Joe. Éste lo desplegó con intención de mirar la cartelera de espectáculos, pero su mirada se detuvo en la primera página y se puso a leer con gran atención la noticia que venía en ella.
Olga se dio cuenta de que la volvía a leer. Cuando por fin alzó la mirada, tenía una expresión de estupor en los ojos y su rostro se había quedado pálido.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella.
Contestó:
—Han quitado a Tony de en medio.
—¿Quién?
—No lo sé. Supongo que Rico. Al parecer, ha debido intentar traicionarnos.
Se pasó una mano por la frente; después sacó su pitillera de oro, pero sin ninguna ostentación esta vez, tomó un cigarrillo y lo encendió. Olga le cogió el periódico y leyó:
LA LUCHA ENTRE LAS BANDAS RIVALES
CONTINÚA
UNA NUEVA VÍCTIMA
«Antonio Passalacqua, conocido con el nombre de Tony Passa, y que al parecer formaba parte de la banda de Sam Vettori, ha sido encontrado muerto cerca de la escalinata de la catedral de San Domenico… Según las informaciones de la policía, hasta el momento no se han encontrado testigos… Interrogado Sam Vettori sobre el asesinato, ha declarado no saber nada del asunto, pero ha sugerido que la muerte podría ser obra de una banda rival. La policía considera la hipótesis como probable».
—¡Caramba! —exclamó Joe.
Olga pasó rápidamente a la página teatral.
—Joe, tesoro —dijo—, en el Oriental hay una buena película cómica. ¿Qué te parece?
Joe dejó su cigarrillo a medio consumir, aplastado en el cenicero.
—Rico no ha perdido el tiempo.
—Joe, ¿quieres ir a ver esa película cómica? —insistió Olga.
—Claro que sí —contestó—. Vámonos.
En el taxi, durante todo el recorrido que hicieron hasta el cine, no dijeron una sola palabra. Solamente al descender, comentó:
—¡Diablo, ese Rico maneja la pistola con demasiada desenvoltura!
—No pienses más en ello, amor mío —le aconsejó Olga.
VI
Cuando entró Rico, la Foca estaba sentada en el alféizar de la ventana y Otero se hallaba tendido en el lecho y cantaba a voz en cuello. Rico atravesó la sala y puso la mano en la espalda de la mujer.
—Si no recuerdo mal, tú habías prometido vigilar a Otero, ¿no? —dijo.
—No puedo con él —contestó la Foca.
Rico se aproximó al lecho y miró a Otero.
—Señor Rico —gritó—, escucha lo que te voy a cantar.
Rico se volvió.
—Foca —dijo—, este tipo terminará por cantar más de la cuenta si tú no consigues quitarle la borrachera.
—Yo no soy enfermera —replicó ella—. Un hombre debe saber lo que se hace. Además, ¿qué quieres que haga? No me es posible despejarlo.
—Lo que ocurre es que tú no tienes el más mínimo sentido común —dijo Rico.
—Muy bien, sabelotodo. Ya veremos qué eres capaz de hacer tú.
—¿Tienes hielo?
—Sí —contestó la Foca sin moverse.
—Entonces, ¿por qué demonios no vas a por él?
La Foca le temía, pero no quería darlo a entender. Se levantó con toda calma, y cogió uno de los gruesos cigarros de Otero, lo encendió y expulsó una bocanada de humo. Después, habiéndole demostrado de este modo que no la asustaba, se fue a la cocina a buscar el hielo.
Rico se sentó en la cama.
—Otero —preguntó—, ¿tienes a mano algo para beber?
—Yo no quiero beber —balbuceó Otero—. Quiero cantar para ti.
Rico le dio un bofetón.
—¡Con qué gentuza tengo que tratar yo!
Otero le miró asombrado.
—¿Qué tienes contra mí?
—Eres un puerco y vil cobarde.
—Yo no soy cobarde —gritó Otero tratando de levantarse.
Rico le golpeó de nuevo, esta vez mucho más fuerte, haciéndole caer en la cama. Otero se llevó la mano a la cara y fijó los ojos en él.
—Si todavía te queda algo de bebida, será mejor que me digas dónde la tienes.
Otero sacó una botella medio llena de debajo de la almohada. Rico se la guardó en el bolsillo.
—Devuélveme esa botella —dijo Otero, rojo de ira.
Intentó nuevamente ponerse en pie, pero Rico le pegó en el mentón y se desplomó. En ese mismo instante apareció la Foca con unos cubitos de hielo envueltos en una toalla.
—¿Por qué diablos le pegas? —protestó.
—Quiero quitarle la borrachera y que no le queden ganas de coger otra.
—Bien, aquí tienes esto.
Rico tomó un pedazo de hielo en cada mano y comenzó a frotar el rostro y el pecho de Otero. Frotaba con fuerza y le hacía daño, obligándole a debatirse.
—Rico, ¿qué te he hecho yo? —se lamentó—. Tú eres mi amigo. ¿Por qué me tratas de este modo?
—Dentro de poco se pondrá a llorar —dijo la Foca.
De pronto, Otero se enfureció y se puso a forcejear con tal ímpetu que rechazó a Rico y saltó del lecho. El hielo quedó machacado por el suelo. Rico se aproximó y se preparaba para descargarle un puñetazo cuando la Foca lo cogió por un brazo.
—¡Por favor, déjalo tranquilo! —gritó—. ¿No tiene ya bastante con su mal estado?
Rico montó en cólera y la golpeó con la mano que le quedaba libre.
—¡Maldita sea! —barbotó—. ¡Vaya cuadrilla de cobardes y llorones que me ha caído en suerte! Escucha, estúpida, ¿acaso no es él quien te mantiene? ¿Y qué quieres? ¿Que venga a prenderlo el coche celular?
Otero atravesó la sala tambaleándose. De un salto, Rico le alcanzó y le golpeó, haciéndole caer al suelo. Otero alzó la cabeza y le miró débilmente.
—Rico —gimió—, ¿qué te he hecho yo?
Éste recogió el hielo, e inclinándose sobre él, empezó a frotarle con más fuerza que al principio. Otero se quedó sin aliento.
—Escucha —le dijo Rico—, debo despejarte la borrachera. Yo soy tu amigo, Otero, y no quiero que por tu culpa nos ahorquen a todos. ¿Me oyes? ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Debes despejarte y no beber más.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Otero.
—Está bien, Rico —asintió.
Tardó aproximadamente media hora en hacerle desaparecer los efectos del alcohol. La Foca estaba sentada con los pies colgando y fumaba uno de los gruesos cigarros de Otero, que, pálido y agitado, miraba a Rico.
—Bueno, gran hombre —dijo la Foca—, debo rendirte homenaje. Lo has conseguido.
Rico sonrió. Y sacó un billete de diez dólares de la cartera.
—Esto es un regalito para ti. ¿No te habrás ofendido porque te haya pegado? Cuando lo he hecho, estaba ofuscado.
—No me has pegado fuerte —repuso la Foca—; pero, desde luego, estos diez dólares me los he ganado.
Otero no tenía gran cosa que decir y, avergonzado, se limitaba a mirar el suelo.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Rico.
—¿Yo? Un poco mejor —contestó.
—¿Quieres un traguito?
Le miró, sin decidirse a creerle. Después asintió con la cabeza. Rico le entregó la botella.
—He dicho un traguito —le recordó.
Otero bebió un sorbo y luego dejó la botella.
—Ahora —dijo Rico—, arréglate. Tenemos que ir a ver a Tony.
VII
En la Pequeña Italia se especulaba sobre la decadencia de Sam Vettori. Naturalmente, nadie sabía la verdad completa, pero los hechos principales se conocían en general. Se decía que su estrella empezaba a declinar y que, en cambio, la de Rico empezaba a cobrar brillo. Éste siempre había tenido suerte, y nadie lo dudaba. Por lo demás, en todo momento había inspirado miedo. Y ahora, como probable jefe de una de las bandas más importantes, cuyas actividades eran muy diversas y las ganancias enormes, había conseguido un considerable prestigio y todo el mundo procuraba tratarle con respeto.
Cuando entró en casa de Tony, algunos miembros de la banda de Vettori que estaban sentados cerca de la puerta se levantaron y le ofrecieron sus sillas. Él declinó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza y se acercó a Sam. Otero, que había entrado también, se detuvo a hablar con Blackie Avezzano.
Carillo le acercó una silla a Rico, y éste se sentó al lado de Vettori, el cual murmuró:
—Le haremos un buen entierro al muchacho. Eso causará impresión.
Rico miró hacia el otro extremo de la estancia, donde había una gran corona en forma de herradura, en cuya cinta se podía leer una sola palabra: Tony. Era él quien la había enviado.
—Cierto —dijo.
Estaba un poco inquieto. Y no porque sintiera ningún remordimiento. Lo que había hecho lo consideraba simplemente como un acto defensivo. Según su opinión, el que se comprometía debía mostrarse valiente. Si alguien se desmoralizaba, no tenía remedio. Rico jamás se mostraba dispuesto a dejarse ganar por el arrepentimiento. Eran todas aquellas flores con su perfume intenso las que le producían un ligero malestar.
—Desde luego lo han arreglado muy bien —comentó Vettori, indicando el ataúd con un movimiento de cabeza—. Nadie diría que está muerto. Parece que duerma.
—¿Sí? —dijo Rico.
—No consigo comprender cómo lo hacen… —añadió Vettori.
Carillo atravesó la sala y bisbiseó algo en los oídos de Rico.
—En el vestíbulo hay dos policías.
—¿Entrarán? —preguntó Rico.
—No lo creo.
—Muy bien.
Hubo un cierto movimiento en la puerta. La señora Passalacqua apareció con dos amigas. Venía de rezar por Tony en San Domenico. Rico se levantó y le ofreció su silla. Ella se sentó. Una de las mujeres la ayudó a quitarse el sombrero. Tenía el cabello gris dividido en dos bandas lisas por una raya central y en la cara mostraba una palidez de muerte. Llevaba un sencillo vestido negro, y permanecía con las manos en el regazo, con los ojos fijos en el féretro.
Rico se acercó para mirar a Tony. A la cabecera del ataúd habían colocado dos gruesos cirios, uno de los cuales estaba un poco inclinado y lagrimeaba. Tony se hallaba postrado y con las manos unidas sobre el pecho. Rico apartó su mirada. Tal vez esperaba que Tony hubiera cambiado, pero no era así. Tenía la misma expresión de cuando jugaba al póker con tanto ardor. Sí, el mismo… sólo que ahora estaba muerto. Observó la rigidez de su cara, la piel apergaminada, y se quedó fascinado mirándolo.
Carillo le puso una mano sobre la espalda.
—Patrón, los policías quieren hablar con usted.
Rico asintió con la cabeza.
—Dicen que salga al vestíbulo —añadió Carillo.
—Está bien —dijo Rico, volviéndose de espaldas al féretro—. Llama a Otero.
Éste se acercó y se puso a mirar a Tony.
—Escucha —le habló Rico—, puede ser que vengan a arrestarme. No lo sé. Si es así, me dejaré coger. No tienen pruebas contra mí. Pero si las cosas se pusieran mal, Scabby te informaría. Mi dinero lo tiene «mamá» Magdalena. ¿Comprendes?
—Sí.
Rico atravesó la sala y Otero le siguió. Antes que aquél hubiera alcanzando la puerta, la madre de Tony se llevó de improviso las manos a la cara y se puso a sollozar sin reprimirse.
—¡Oh, Tony, Tony! —gritó.
Sus amigas trataron de calmarla, pero las rechazó y, levantándose, se acercó al ataúd y miró el cadáver. Después, sin cesar de llorar, se dejó conducir por las dos mujeres al cuarto vecino.
—¡Ah, las mujeres, las mujeres! —dijo Rico.
Otero se encogió de hombros.
—Después de todo era su hijo —observó.
Algunos italianos de aspecto miserable ocupaban el vestíbulo. No conocían a la Passalacqua, pero habían venido a curiosear. Estaban en silencio, esforzándose en echar una ojeada en el interior a través de la puerta entreabierta. Había mujeres con vestidos sencillos medio rotos, con niños en brazos y agarrados al cuello, mujeres encinta; viejos con cabellos blancos y rostros morenos y arrugados; muchachas que trataban de imitar la moda americana. Cuando Rico salió, todos fijaron los ojos en él.
Flaherty lo cogió por el brazo.
—Rico —le dijo—, ven conmigo al otro lado del vestíbulo. Tengo que hablar un momento contigo.
—¿Han venido para arrestarme? —preguntó.
Flaherty sonrió.
—¿Es qué acaso tienes la conciencia sucia? Desde luego, no me sorprendería.
Rico se dio cuenta de que el otro agente, a quien veía por primera vez, le examinaba detenidamente. Se plantó ante él, y lo miró con insolencia.
—¿Qué significa esto, Flaherty? —inquirió.
—Escucha —respondió éste—, tranquilízate, que no hemos venido a arrestarte. Ya lo sabes. Debieras estar detenido, pero no es así. Bueno, ¿vienes conmigo o no?
—Con mucho gusto.
Otero salió al vestíbulo y se detuvo a mirarlo. Rico se dirigió al rincón con los dos agentes. Algunos italianos los siguieron impulsados por la curiosidad, y se pararon ante ellos con la boca abierta, pero Flaherty los hizo alejarse agitando los brazos, como si fueran gallinas a las que estuviera espantando.
—Fuera, fuera —dijo—, ocupaos de vuestros asuntos.
Se retiraron lentamente, mirando hacia el rincón.
—Muy bien —pronunció Rico—, vamos al grano.
Flaherty sacó un grueso cigarro y comenzó a mordisquear una de sus puntas. El otro policía continuaba examinando a Rico, que se preguntaba el significado de aquello. De pronto, se dio cuenta de que aquel rincón de vestíbulo estaba más iluminado que los otros. ¿Acaso trataban de identificarle? Bueno, ¡pues que lo vieran bien!
—Oye, Rico —dijo Flaherty—, tú me caes bien y quiero darte un consejo. De ahora en adelante, las cosas se pondrán difíciles para ti y tus amigos. El viejo nos lo ha impuesto como un deber. Piensa en ello. De modo que si tienes algo sobre tu conciencia, será mejor que lo sueltes. —Se interrumpió para encender el cigarro. El otro agente no cesaba de observarle. Flaherty añadió—: El que confiese, no se arrepentirá. En cambio, los otros tendrán que contar con la ayuda de Dios.
En los labios de Rico se insinuó una ligera sonrisa.
—Deje de hacer comedia.
Flaherty echó una ojeada a su acompañante, pero éste movió negativamente la cabeza. Entonces Flaherty se expresó así:
—Bien, yo sólo te doy un consejo de amigo.
—Sí, claro —repuso Rico irónicamente—. Ustedes, los de la policía, resultan unos amigos muy raros. Una vez estuve dos años pensando en esa clase de amistad. Encerrado, ¿sabe? Desde luego, no tengo nada que decirle. Supongo que no se enfadará por eso. ¿Acaso cree que soy tonto? ¿Cuándo me ha visto ir con cuentos a la policía?
Flaherty se rió:
—Alguna vez tendrás que empezar. Está bien, Rico; puedes marcharte.
Los dos policías se abrieron paso a través de la gente y desaparecieron. Rico volvió al lugar donde estaba el cadáver de Tony. Otero y Sam Vettori le esperaban. Este último se enjugaba el rostro con su gran pañuelo de seda blanca.
—¿Y bien? —preguntó.
Rico se encogió de hombros.
—Están tanteando el terreno.
—¿Qué querían?
—Creo que Flaherty pretendía que el otro individuo que le acompañaba me reconociera.
—Tengo la impresión de que las cosas se están complicando.