I

CON la espalda apoyada contra la pared, Otero tenía los ojos cerrados y fumaba sin decir palabra. Sam Vettori estaba de pie en medio de la estancia. Miró su reloj y dijo:

—Cálmate, Rico; estás muy nervioso.

—Es verdad —aprobó Otero.

Carillo entró sin llamar. Vettori se guardó el reloj en el bolsillo.

—¿Cómo va eso?

—Todo marcha bien, patrón. Tony está en la callejuela.

Vettori volvió a consultar el reloj.

—Rico, son las once y treinta y cinco. ¿Qué te parece?

—Será mejor que nos vayamos.

Otero se irguió con lentitud, aplastó su colilla, cogió la metralleta que estaba encima de la mesa y la escondió bajo su abrigo. Rico examinó cuidadosamente su revólver.

Carillo salió, cerrando la puerta silenciosamente tras de sí. Otero se aproximó a Rico y le puso la mano en la espalda.

—Ye está todo a punto, ¿verdad, Rico?

Éste sonrió. Vettori tenía el rostro empapado de sudor y se lo secó con un enorme pañuelo de seda blanca que sacó de su bolsillo.

—Rico —dijo—, desde este momento tú eres el director de la faena. Lo único que te pido es que no dispares. No tengo más que decirte, excepto que todavía no estoy dispuesto a que me pongan una cuerda alrededor del cuello.

Rico es un pistolero de Chicago, joven y con iniciativa, dispuesto a tener una banda propia y a disputar la explotación del vicio a otros gángsteres de la ciudad.

Rico no hizo comentario alguno.

Otero se encogió de hombros.

Vettori, que continuaba enjugándose el rostro, abrió una ventana y entró en la estancia una ráfaga de aire fresco.

Rico sacó su pequeño peine de marfil y se lo pasó maquinalmente por el cabello. Después se puso el sombrero y se bajó el ala sobre los ojos.

—Bueno —le dijo a Otero—, vámonos.

Éste fue tras él. Vettori le recomendaba encarecidamente:

—Trabaja limpio, Rico. Trabaja limpio.

Descendieron por la escalera de servicio. Carillo les esperaba abajo y tenía abierta la puerta que daba a la calleja. Como estaba oscura, Otero exclamó:

—¡Caramba!

—Ten cuidado con la metralleta —le aconsejó Rico.

Tony estaba sentado ante el volante de un gran Cadillac descapotable. Arrojó la colilla y preguntó:

—Bueno, ¿listos?

Rico se colocó a su lado sin responder. Otero se sentó detrás.

Carillo siguió mirándoles un instante y después cerró la puerta.

Tony apretó el acelerador.

—Está bien —dijo Rico—, vamos. Pero no corras demasiado; tenemos tiempo de sobra.

Avanzaron tranquilamente. Tony conducía con la misma despreocupación de que hubiera hecho uso en el caso de ir con unos amigos a una fiesta de fin de año. Rico estaba apoyado en el respaldo y fumaba, mirando todos los coches que pasaban. Otero tenía la metralleta en el asiento, a su lado, y estaba tieso como una estaca, con las manos sobre las rodillas. No se acostumbraba a viajar en coche.

Rico se dio vuelta y vio la metralleta.

—Pon eso en el suelo —ordenó.

Otero obedeció.

El tiempo continuaba siendo frío. Ya no nevaba, pero del lago Michigan soplaba un viento glacial. Las calles estaban casi desiertas. Hacia el oeste se oyó un silbido estridente. En seguida escucharon los acordes de una orquesta de jazz.

—Bueno, ya casi hemos llegado —comentó Tony, pero en el mismo momento Rico se inclinó sobre él y le dijo al oído:

—¡La policía!

Un Packard enorme, que llevaba una ametralladora encapuchada en el asiento trasero, les rebasó. Delante iban dos agentes de paisano y otros dos detrás.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Tony.

Uno de los agentes se inclinó por la portezuela y miró en su dirección.

—¡Jesús! —exclamó Tony—. Se vuelve.

—Cálmate —le dijo Rico, poniéndole la mano en el brazo.

Otero sacó un cigarrillo del paquete y lo hizo girar entre las palmas de las manos.

El coche de la policía aminoró su marcha. Rico oprimió el brazo de Tony.

—Aquí hay una travesía —le dijo—. Gira.

Tony maniobró tan precipitadamente que no chocó con los coches que allí había aparcados por puro milagro. Otero fue proyectado hacia el otro extremo y el cigarrillo se le cayó al suelo. El zumbido del Cadillac llenó la estrecha calle. Ante ellos sólo podían ver sombras.

—Esto es un callejón sin salida.

—No —replicó Rico—. Conozco esta parte tan bien como mi bolsillo. Cuando llegues al fondo, tuerce a la derecha.

Se inclinó para mirar hacia atrás, y luego se rió:

—¡Siempre serán los mismos imbéciles! No se ve nada.

Dieron un gran rodeo, y volvieron al Michigan Boulevard. El viento seguía soplando con fuerza, arrastrando pequeños copos de nieve. De todas partes de la ciudad llegaban rumores de fiesta. Rico miró su reloj.

—Son las doce menos cinco. Esto va bien, Tony. Espabílate.

—¿Qué hora es, Rico? —preguntó Otero.

Se la dijo.

—Bueno, bueno. Esto marcha, ¿no?

Pronto vieron el enorme rótulo luminoso de la Casa Alvarado. Aparte de los coches aparcados en los alrededores del cabaret, la calle estaba casi desierta. Tony redujo la velocidad. Rico se inclinó hacia él:

—¡Qué suerte! —dijo, señalando un lugar donde podían dejar el coche sin temor de que pudiera ser reconocido—. Escucha, Tony —añadió—; esto no es un juego, así que lo mejor será que nos eches una mano.

Fingiendo que estaba concentrado en la maniobra, Tony no contestó.

—¿Me has comprendido?

Estaba pálido y los labios le temblaban.

—Éste no es mi trabajo —observó.

Rico le miró con insistencia. Tony permaneció unos instantes silencioso, y después, bajándose el ala del sombrero, agregó:

—Pero tú eres el que manda.

—Está bien —sonrió Rico—. Y ahora escúchame, Otero. Yo iré delante. Tú me seguirás con la metralleta. Mientras yo inmovilizo al cajero, Tony llenará los sacos. ¿Entendido? —Se sacó del bolsillo tres saquitos cuidadosamente doblados y se los entregó a Tony—. Tú, Otero, quédate a vigilar en la puerta. Si ves que se acerca alguien, lo dejas entrar y después lo colocas contra la pared. Y si la cosa va bien, me cuidaré de la caja fuerte. ¿Entendido?

Miró el reloj, comprobando que pasaban ya tres minutos de las doce.

—Andando.

Otero descendió indolentemente, ocultando el arma bajo el abrigo. Rico se apeó también y Tony le siguió.

—¿Vas armado?

Hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—Perfectamente. Guarda el arma en el bolsillo. Seguramente no necesitarás usarla, pero si surge cualquier imbécil que se proponga estorbarnos, sácala.

—Muy bien —asintió Tony—. Pero, por amor de Dios, no dispares.

Otero replicó:

—Tú deja a Rico. Él ya sabe lo que debe hacer.

Por todas partes reinaba una gran algazara. Avanzaron por la alfombra que había desde la acera hasta la puerta. En el interior resplandecían las luces y sonaba la música. En el vestíbulo sólo se encontraban las dos muchachas del guardarropa, un camarero, el encargado del puesto del tabaco y la cajera, una mujer pálida con una visera verde que la protegía de la luz. Joe Massara, con su grueso abrigo de invierno y el sombrero hongo, se había colocado ante el mostrador del puesto del tabaco, y estaba bromeando con el encargado. Los vio con el rabillo del ojo y les hizo una seña con la cabeza.

Entonces entraron rápidamente. Rico primero, apuntándoles con su automática; un poco después de él, a su izquierda y con la metralleta a la altura de la cadera, Otero, y, por último, Tony, con la mano en el bolsillo del abrigo.

Antes de que Rico tuviera tiempo de decir una sola palabra, Joe se volvió, se apoyó contra el mostrador y puso las manos en alto.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Un atraco!

Una de las muchachas del guardarropa lanzó un grito agudo. Al camarero se le doblaron las piernas y estuvo a punto de caerse al suelo. Los demás se quedaron como petrificados.

—Tú lo has dicho: es un atraco —dijo Rico, tratando de intimidarles—. Desde luego no se trata de una fiesta. Meteos esto en la cabeza: esta pistola está cargada y yo tengo el dedo muy ligero. Si a alguno se le ocurre gritar o hacer algo por el estilo, acabaré con todos vosotros. ¡Adelante, Tony!

Este, con el rostro pálido como el de un cadáver, se sacó del bolsillo los saquitos y se aproximó a la cajera, que estaba junto a la caja registradora, con las manos en alto. Cuando lo vio a su lado, hizo una mueca y dijo:

—Lléveselo todo, pero no me toque.

—Está bien, vacíe la caja —ordenó Tony—. Y déjese de cuentos.

Sostuvo los saquitos y la cajera los fue llenando. A medida que iba viendo caer los fajos de billetes, uno tras otro, Tony se sentía mejor.

Rico los miró a ambos, sin perder de vista a los demás, y sus ojos, bajo el ala del sombrero, les intimidaban tanto como la enorme pistola que empuñaba en la mano. Otero estaba un poco impasible, con la metralleta a punto de entrar en acción.

De pronto, el director abrió la puerta de su despacho, contempló la escena estupefacto, vaciló un momento, y después, lanzando un gran suspiro, puso las manos en alto. Era un individuo de color oscuro que poco a poco fue adquiriendo un tono verdoso.

Rico lo miró clavándole los ojos.

—¡No te muevas! —le ordenó.

—Muy bien, muy bien —balbuceó él.

Joe Massara protestó:

—¿Nos va a tener toda la noche con los brazos en alto? Ya no puedo moverlos.

—¿De veras? —dijo Rico sarcásticamente—. Pues no se te ocurra bajarlos.

—¡Ya está todo! —anunció Tony.

Ante la puerta, Otero estaba entretenido con un hombre de sombrero de copa que acababa de llegar. No podía dar crédito a sus ojos y no cesaba de repetir:

—Dios mío, Dios mío.

Otero lo colocó contra la pared.

En el interior del club, al otro lado de las grandes puertas en arco, la orquesta alcanzaba un volumen estrepitoso, las trompetas trepidaban y la gente gritaba sin cesar.

—Muy bien —dijo Rico—, saca la pistola, Tony. Yo me encargaré de la caja fuerte.

—¡Santo Dios! —se asustó Tony—. ¡Eso nos llevará mucho tiempo!

Rico le miró fijamente. Entonces él, colocándose los saquitos bajo el brazo izquierdo, sacó su revólver. Rico, satisfecho, se dirigió hacia el director.

—Venga —le dijo—, muévete. Entra, ábreme la caja y entrégame el dinero. Y ten presente una cosa; si haces un movimiento falso, te volaré la tapa de los sesos.

—¡Oh! —gimió el director.

Ambos desaparecieron en el interior del despacho. En el vestíbulo reinaba un silencio de muerte. Una de las muchachas del guardarropa rompió a llorar.

—¡Hermosa fiesta! —trató de bromear Joe.

Nadie dijo ni una palabra.

—Sí —añadió negligentemente—, como fiesta ha sido un verdadero éxito.

Sonrió buscando la complicidad del camarero, quien apartó rápidamente sus ojos para fijarlos en Tony, como diciéndole: «Yo no tengo nada que ver con lo que dice este tipo».

Entraron otros dos clientes y Otero los fue colocando junto a la pared, al lado del que llevaba el sombrero de copa. Tony empezaba a impacientarse. Tenía la sensación de que el tiempo transcurría muy lentamente.

Apareció el director con la pistola apuntándole la espalda. Rico llevaba los bolsillos repletos de billetes.

—¡Dios mío! —murmuró Tony—, ¿a dónde iremos a parar?

En aquel momento se abrieron las puertas del salón y aparecieron tres hombres y dos mujeres; todos quedaron inmóviles, como petrificados.

La tensión nerviosa de Rico empezaba a traicionarle; tenía el rostro completamente lívido.

—¡Manos arriba! —gritó—. Y que nadie se mueva.

Dos de los hombres alzaron las manos, y las mujeres también, pero el tercer hombre, grande y grueso, vaciló un instante.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Joe—. ¡Es Courtney, el policía!

En el mismo instante desapareció en él su aire de indiferencia, bajó rápidamente las manos y se llevó una de ellas al bolsillo para sacar la pistola.

—¡Vámonos, pronto! —gritó Rico a Tony y a Otero.

Y se precipitaron hacia la puerta. Una de las dos mujeres que acompañaban a Courtney se desvaneció y, al desplomarse, su cabeza sonó fuertemente contra el suelo.

—No la toquen —dijo Rico amenazador—, o no respondo de mis actos.

Joe siguió a los otros hacia la salida, cubriendo su retirada con la pistola.

Courtney tenía el rostro morado. Miró a su mujer, que continuaba tendida en el suelo con la cara muy pálida e inmóvil, y la cólera se apoderó de él.

—¡Canallas! —gritó.

Sacó la pistola, pero Rico, mucho más rápido, disparó primero. Entonces Courtney dio dos pasos hacia él, mirándole fijamente, se tambaleó y cayó pesadamente con los brazos extendidos.

En la puerta, Rico se tropezó con un borracho que entraba en aquel momento. El hombre trató de abrazarlo con todas sus fuerzas, pero para librarse él, le dio un puñetazo y le hizo rodar por tierra.

Rico saltó al estribo del coche y gritó:

—¡Acelera, Tony! ¿A qué diablos esperas?

Tony estaba trastornado y las lágrimas corrían por sus mejillas, cayéndole en las manos. Joe y Otero permanecían silenciosos en el asiento trasero. Este último hacía girar un cigarrillo entre las palmas de sus manos.

Tony puso el coche a la máxima velocidad, hasta que se inclinó de un lado. El viento se había calmado y de nuevo estaba nevando, una nieve menuda y glacial. Los silbatos sonaban todavía, pero más débilmente, e iban apagándose uno a uno.

—Bueno —dijo Rico—, creo que le he tapado bien la boca.

—¡Claro que se la has tapado! —repuso Joe—. Yo le he visto caer como un saco de patatas.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? —intervino Otero—. ¡Qué imbécil! ¿A quién se le ocurre echar mano a la pistola?

Tony no dijo nada; permanecía inmóvil, con los ojos fijos en la calle por donde avanzaban.

—Esto será nuestra ruina —pronosticó Joe.

Otero encendió el cigarrillo y se encogió de hombros.

—¿Has perdido el ánimo, Joe? —preguntó.

—¿Yo?

Tony metió el coche en el callejón que había en la parte trasera del Palermo. Rico cogió los saquitos que llevaba debajo del abrigo y saltó a tierra. Otero y Joe le siguieron.

—Tony —dijo Rico—, guarda el coche en lugar seguro y después ven a recoger tu parte. ¿Has oído lo que te he dicho? Guárdalo pronto y ven. Te esperamos.

—Escucha —manifestó Joe—, yo quiero llevarme lo mío en seguida. Debo salir a escena a la una y veinte. No puedo faltar a mi número.

—Muy bien —asintió Rico.

Tony se alejó con el coche. Rico llamó a la puerta y Carillo les hizo entrar.

II

Cuando atravesaron la puerta, Vettori estaba de pie en medio de la estancia y se enjugaba la frente con su enorme pañuelo de seda blanca. Su rostro grasiento no había cesado de sudar.

Rico puso los saquitos sobre la mesa y empezó a vaciarse los bolsillos.

—¿Y bien? —preguntó Vettori.

—Este es el botín —anunció Rico—. Parece que ha sido un buen golpe.

Joe se acercó a la mesa y se quedó bajo la luz verde de la lámpara, sin quitarse el sombrero ni el abrigo. Otero sacó la metralleta de debajo de su abrigo.

—Nos atraparán a todos —dijo.

Vettori movió lentamente la cabeza de derecha a izquierda.

—Yo os garantizo que nos cogerán.

Rico comenzó a peinarse el cabello.

—Quizá haríais mejor en ir a entregaros —dijo, y después, abandonando su tono sarcástico, añadió—: Sois la más perfecta cuadrilla de cobardes que jamás he visto.

—No me incluyas en eso —repuso Otero.

Joe trató de sonreír.

—Espera a que aparezcan los periódicos mañana.

Rico se aproximó y se apoyó sobre la mesa.

—¿Acaso los diarios no han hablado siempre de estas cosas? Courtney era el único que hubiera podido reconocernos y ya es tarde. Será mejor que os calméis. Y repartamos el dinero de una vez.

Pero Vettori parecía inerte enjugándose el sudor. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Y Tony?

—Ha ido a guardar el coche —respondió Rico.

—¿Y si lo detienen?

Rico empezó a abrir los saquitos.

—Sería una verdadera lástima —opinó Joe.

Rico se rió.

—¡Qué hermosa banda de cobardes!

Vettori se puso en pie furioso.

—¡Cierra la boca, Rico! ¿Tú crees que me voy a dejar colgar porque hayas perdido la cabeza y hayas matado a un hombre sin ninguna razón?

Rico se metió la mano en el bolsillo y replicó:

—Sam, si te empeñas en hacer el tonto conmigo te prometo una bella corona para tu entierro.

—Vamos, vamos, Sam —intervino Joe—. Todos estamos mezclados en el asunto, ¿no? Será mejor que repartáis el dinero aprisa.

Vettori se sentó. Otero se situó a sus espaldas, observándolo de cerca.

—Ahora, Sam —dijo Rico con el rostro pálido y las arrugas tirantes—, tú te encargarás de dividir las partes. Pero hazlas todas iguales, ¿comprendes? La tuya también será igual que la de los demás.

Vettori no respondió. Joe estaba rígido, dispuesto a esconderse debajo de la mesa en cuanto la cosa se pusiera demasiado fea. Hacía meses que Scabby había pronosticado este enfrentamiento y ahora había llegado el momento. Vettori y Rico le inspiraban el mismo temor, pero algo le decía que este último sería el vencedor.

Vettori dejó caer la mano sobre la mesa.

—Está bien —consintió—; haremos las partes iguales. Siéntate y dividámoslas.

Pero Rico no se movió.

—¿Estás armado? —preguntó.

Vettori alzó los ojos hasta él.

—Naturalmente, tengo la pistola.

—Bueno, pues que no se te ocurra hacer uso de ella.

El rostro de Vettori se volvió inexpresivo. Se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

—Rico —dijo finalmente—, se harán las partes iguales, honestamente.

La victoria de Rico era completa. Joe le miró con admiración. Sam era un individuo duro, pero Rico era todavía más duro que él.

Vettori se levantó, atravesó la estancia y se quedó ante la ventana, mirando hacia la calle.

III

Joe mostró a Rico una hoja de papel llena de números. Éste leyó: 9.33175.

—Está bien —dijo—; divídelo entre cinco y después nosotros haremos la parte de Scabby.

Otero apoyaba el respaldo de su silla contra la pared y fumaba un cigarrillo; sus ojos miraban hacia el suelo. Vettori hacía un solitario maldiciendo en voz baja para sí.

Joe miró la hora.

—Es la una y cuarto. Debo irme. Sam, llama a Carillo y dile que vaya a buscarme un taxi, por favor.

Vettori se alzó y llamó a Carillo. Un momento después, el portero entreabrió la puerta y asomó su rostro.

—Ahí afuera hay tres policías de paisano, patrón —anunció.

—¿Quiénes son? —preguntó Vettori.

—Flaherty y otros dos que no conozco. Quieren hablar con usted.

Vettori se quedó indeciso mirando al suelo. Carillo se precipitó en el interior de la estancia y cerró la puerta.

—¡Vienen hacia aquí!

Rico se levantó de un salto, atravesó la sala apresuradamente y se escondió tras una puerta disimulada en la pared.

—Vamos, Joe —dijo—; tú sal por la puerta de servicio. Tú, Otero, quédate donde estás y continúa fumando como si no pasara nada. Carillo, manda el taxi de Joe a la puerta de servicio.

Vettori le preguntó:

—¿Crees que saben algo, Rico?

—No, a menos que hayan atrapado a Tony. En cualquier caso tú no sabes nada, ¿comprendes? Hazte el tonto. Yo estaré escuchando detrás de la puerta, y si la cosa no va bien, entraré en acción.

Vettori recogió el dinero, lo envolvió en su abrigo y se lo tendió a Rico. Joe atravesó la puerta secreta y Rico lo siguió. En el mismo instante llamaron a la otra puerta.

Vettori hizo un signo de asentimiento con la cabeza y Carillo abrió. Entraron dos policías de paisano e inspeccionaron la estancia con una rápida ojeada. Uno era alto y macizo e iba cubierto con un abrigo muy pesado; el otro era bajo y bastante joven. Los dos tenían la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo.

—Está bien, Carillo —dijo Vettori—; eso era todo cuanto tenía que decirte. Ya puedes irte.

—Espera un momento —intervino el policía grueso—. Dile a Flaherty de nuestra parte que dentro de diez minutos estaremos listos y que nos espere.

—De acuerdo —contestó Carillo.

Salió y cerró silenciosamente la puerta.

—¿Desean hablar conmigo? —preguntó Vettori.

—Sí —respondió el grueso, que al parecer era el que llevaba la voz cantante—, sólo dos palabras.

—Bueno, pues adelante.

Otero entreabrió los párpados para examinarlos; luego los volvió a cerrar y continuó fumando.

—Vettori —comenzó el agente—, necesitamos que nos des una información.

—¿De qué se trata?

Volvió a sentarse ante la mesa y comenzó a mezclar las cartas.

—Hace un rato, un Cadillac ha chocado contra un poste en esta misma calle, a dos manzanas de aquí, y hemos pensado que tal vez tú sepas algo.

Vettori dispuso las cartas para hacer un solitario.

—¿Yo? ¿Y qué es lo que puedo saber? ¿No lleva matrícula?

—Sí, pero es falsa.

—¿De verdad?

—De verdad. El coche ha sido robado a eso de las ocho de la tarde, en la orilla derecha. El individuo que se lo ha llevado ha sido descrito minuciosamente.

—Bueno, ¿y qué? —replicó Vettori—. Mi negocio marcha estupendamente. ¿Por qué diablos había de mezclarme yo en algo tan absurdo?

Se rió y movió la cabeza.

—No me has comprendido —repuso el agente con falsa ingenuidad—. Verás, como el accidente ha ocurrido en la esquina de esta misma calle, yo he pensado que el conductor podía ser algún cliente, quiero decir alguno de esos muchachos que vienen a bailar aquí.

—¿Y cómo puedo saberlo?

El agente buscó un cigarro en su bolsillo y empezó a triturarlo con los dientes.

—¿No había nadie dentro del coche? —preguntó Otero.

—Sí —respondió el policía—. Había un individuo, pero ha huido.

—Yo no sé nada —insistió Vettori.

—Bien, no es pecado el preguntar —manifestó el policía—. Andando, Mike, vámonos. Está claro que Vettori no sabe nada sobre al asunto.

Los dos se dirigieron hacia la puerta lentamente. Pero, de repente, el grueso se volvió.

—Oye, Vettori, ¿conoces la noticia?

Vettori le miró.

—¿Qué noticia?

—¿No sabes que un canalla ha matado al capitán Courtney en la Casa Alvarado?

—¿Es cierto? —dijo Vettori—. Hay tipos que usan el plomo sin control. ¡Qué error!

—Celebro que opines así.

El policía joven abrió la puerta.

—Bueno, hasta la vista.

Apenas se cerró la puerta tras ellos, Vettori se levantó y echó el pestillo. Después espió por la mirilla.

Rico salió de su escondite.

—Bueno —dijo Vettori, mirándole—, las cosas no están demasiado tranquilas.

Rico se encogió de hombros.

—No saben nada —afirmó—. Van tanteando el terreno, simplemente. ¿Tienes miedo? Te advierto que debemos estar muy unidos en este asunto.

—Lo sé —contestó Vettori dejándose caer en la silla—. De todos modos, nunca había visto ponerse las cosas tan mal.

Rico le tendió un rollo de billetes.

—Ésta es tu parte, Sam.

Vettori los cogió y se los metió en el bolsillo. Rico le entregó a Otero lo que le correspondía, y éste, después de haberse metido también el dinero en el bolsillo, se levantó y se puso su abrigo.

—Será mejor que vaya a ver a mi novia.

Cuando se hubo ido, Rico atravesó la sala y se sentó junto a Vettori.

—Escucha, Sam —le dijo—; hace demasiado tiempo que recibo órdenes de los demás. Ya no las volveré a recibir, ¿comprendes? Pero, de todos modos, a ti y a mí nos corresponde solucionar este asunto. Si hay algún modo de salir adelante, se saldrá. Pero debes comportarte bien. ¿Comprendes lo que quiero decir? Yo tengo ya una cuerda al cuello, y uno no puede ser ahorcado más que una vez. Así que si alguien tiene la idea de traicionarme, mi pistola hablará por mí.

—En este sentido no tienes nada que temer —repuso Vettori.

Se quedaron en silencio. A través del muro, llegaron los acordes de la orquesta. Vettori comentó:

—Es extraño que Tony haya chocado.

—Habrá perdido la cabeza —supuso Rico.

—¿Crees que se dejará ver?

—No antes de mañana, si le queda un poco de sentido común. Guarda su parte.

IV

Rico se fue a casa de «mamá» Magdalena, la encubridora. Su negocio de fruta estaba todavía abierto y su hijo Arrigo se hallaba recostado contra un montón de naranjas.

—Hola —dijo.

—¿Dónde está «mamá»? —preguntó Rico.

Arrigo tiró de un cordón que hizo sonar una campanilla en la trastienda. Al instante apareció «mamá» Magdalena apoyándose en su bastón. Cuando vio a Rico dijo:

—Ah, ¿eres tú? Bien, bien. Pasa, pasa.

—¿Puedo ir yo también, mamá? —inquirió Arrigo.

—Tú quédate aquí y cuida de la tienda, holgazán —replicó la vieja, amenazándole con el bastón.

Arrigo volvió a recostarse sobre el montón de naranjas.

Rico entró detrás de la mujer hacia el interior. Allí le ofreció una silla, y cuando se hubo sentado, ella puso una botella sobre la mesa.

—Tú hablas y yo bebo —dijo sentándose a su lado y sirviéndose un vaso.

Rico sacó del bolsillo su parte del robo, se quedó algunos billetes y le tendió el resto.

—Tenga, guárdeme esto.

Ella tomó el dinero, lo contó y luego se lo metió en el pecho.

—Veo que te ha ido bien la noche de San Silvestre, ¿eh?

—Sí —contestó Rico—, no ha sido mala. Mañana procuraré divertirme un poco.

—Vaya, vaya —dijo la vieja—; así va el mundo. La gente no piensa más que en divertirse.

Se sirvió otro vaso de vino; luego se inclinó hacia Rico y tocándole con la punta del bastón le dijo:

—Escucha, ¿no has pensado nunca en regalar a una muchacha un anillo con un gran brillante?

—¿Yo? ¿Desprenderme del dinero para comprar un brillante a unas faldas? ¿Por quién me ha tomado?

«Mamá» Magdalena se rió con una risa que recordaba un cloqueo y movió la cabeza.

—Eres frío, Rico; no te gusta el alcohol ni te agradan las mujeres. No vales nada.

Rico sonrió.

—Las mujeres me gustan de vez en cuando, pero no hasta el punto de regalarles brillantes.

Al dejar a «mamá» Magdalena, se dirigió hacia el establecimiento de Pete el Siciliano. El viento soplaba con fuerza y, con el cuello del abrigo levantado, se dejó arrastrar por su ímpetu. Eran más de las tres y la calle estaba completamente desierta. Hacia el centro de la ciudad, las luces pintaban el cielo con reflejos rojos.

El organillo sonaba en el local de Pete el Siciliano. Tres italianos y dos muchachas americanas estaban borrachos, sentados ante una mesa en la sala principal lanzándose pedacitos de pan a la cabeza, derramando el café y golpeando los platos con los cuchillos. Pete tenía un aspecto torvo detrás del mostrador.

Cuando entró Rico, le saludó:

—Hola, amigo. ¿Dónde has estado metido durante todo este tiempo?

—Últimamente, no he salido mucho a divertirme —contestó Rico, y después añadió—: Por lo que veo, tus clientes son muy alborotadores.

Pete se encogió de hombros.

—Son estúpidos. Han bebido ginebra, y ésa no es bebida para los italianos.

Rico sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno. Ambos empezaron a fumar.

—Pete, ¿puedes echar una ojeada?

—Sí, sí —contestó éste—; echaré una ojeada. Es lo único que puedo hacer. He tenido que estar encerrado aquí toda la noche mientras los demás se divertían por ahí.

Una muchacha miró a Rico, y éste le guiñó el ojo. Entonces ella se volvió y le dijo a uno de sus compañeros:

—Fíjate en ese tipo; seguramente se cree que es un conquistador.

El hombre le lanzó en una mirada hosca. Pete, dándose cuenta, frenó el brazo de Rico.

—Por favor, no armes líos, amigo. Aquí abundan demasiado. Pensándolo bien, creo que me volveré a Italia.

Rico le dio la espalda a la muchacha.

—Está bien.

Mientras Pete le servía una taza de café, entró un vendedor de periódicos voceando:

—¡Edición extra! ¡Edición extra! ¡Con todos los detalles del último atraco!

Rico compró un ejemplar y echó una rápida ojeada a los titulares, que decían así:

ATRACO A LA CASA ALVARADO
EL DETECTIVE COURTNEY
ASESINADO POR LOS BANDIDOS.

Rico tendió el diario a Pete y le dijo:

—Otro muerto.

—Sí —respondió Pete—. Matar, matar, eso es todo lo que saben hacer aquí. Quiera Dios que pronto pueda volver a Sicilia. Después de todo, y si la comparas con esto, la mafia no es más que un juego de niños.

Uno de los italianos había comprado también un periódico, y se puso a leer en voz alta los detalles sobre el atraco. Todos pararon de comer para escucharle. Rico les observaba tomándose lentamente el café.

V

Tony, echado en la cama, y envuelto por las frías sombras de la habitación, no había podido pegar ojo en toda la noche. Estaba bañado en sudor. Apartaba las ropas porque le pesaban en el cuerpo como si fueran de plomo, pero el viento glacial que soplaba del lago y se filtraba por las rendijas de la ventana, le obligaba a taparse de nuevo. En los momentos en que lograba adormecerse un poco, soñaba que era arrastrado a toda velocidad por un coche que daba patinazos; luego se producía el choque doloroso y se despertaba sobresaltado y jadeante.

—Esta vez nos cogerán —murmuraba—, estoy seguro de que nos cogerán.

Incapaz de poner freno a su fantasía, se imaginaba los muros infranqueables de la prisión del Estado, las pequeñas celdas de los condenados a muerte guarnecidas de enormes barrotes y el patíbulo en el patio de la cárcel. Recordaba el comentario de Rico sobre Red Gus la noche de su ejecución: «Esta vez le pondrán una corbata que no podrá quitarse de encima». Y, desde luego, así fue.

Agitado por estos recuerdos, no cesaba de fumar un cigarrillo tras otro. En su desesperación, se debatía buscando el modo de cargar a alguien toda la responsabilidad de lo sucedido. Y llegó a la conclusión de que la culpa de todo la tenía Magde, su novia. ¿Acaso no había estado presionándole continuamente para que le diera más dinero y para que la colmara de lujo? ¿Y no era verdad que él había tratado de vivir honestamente haciendo de taxista? Desde luego. Pero Sam Vettori y Rico le habían ofrecido mucho más dinero para que abandonara su puesto y se uniera a ellos con el fin de guiar el coche cuando tenían que dar algún golpe. Y el caso es que cuando uno se mete en una banda, ya no hay modo de salirse de ella.

Se sentó en la cama y dejó vagar la mirada por los tejados que se distinguían desde la ventana. El sol iba saliendo en una fría y ventosa mañana de invierno. De repente, sintió un agudo dolor en el estómago y se acostó otra vez, revolviéndose entre las ropas de la cama; pero el dolor persistía.

Oyó a su madre en el cuarto contiguo. Se estaba vistiendo para ir al trabajo. De pronto, en una sala del otro lado del patio sonó estrepitosamente el despertador de algún vecino seguido de algunas blasfemias y del ruido que hizo una ventana al ser cerrada violentamente.

Empezó a sentir náuseas. Se levantó de la cama y se dirigió apresuradamente al cuarto de baño. Cuando salió, su madre se hallaba encendiendo el fuego y fingió no darse cuenta de su presencia. Él se fue hacia su habitación, pero al llegar a la puerta se volvió hacia ella.

—Buenos días, mamá.

Su madre no respondió.

—Di algo. ¿Qué te pasa? —insistió él.

Entonces su madre se giró y le miró fijamente, con las manos en jarras.

—Vuélvete a la cama, holgazán —le dijo—. Estoy harta de ti. No sirves para nada. Eres como tu padre.

—Escucha, mamá… —empezó Tony.

—No trates de engatusarme —le interrumpió ella—. Acuéstate hasta que se te haya pasado la borrachera. ¿Crees que yo no entiendo nada, verdad? Haces lo mismo que tu padre.

—No estoy borracho, sino enfermo, mamá.

Su madre le volvió la espalda y continuó con su tarea. Entonces él entró en su dormitorio, cerró la puerta y se echó en la cama. Se sentía terriblemente deprimido. Lo veía todo negro.

Cuando oyó que su madre se había marchado, se levantó, se vistió y se preparó café y tostadas. De todos modos, pensó mientras desayunaba, tenía que ir a buscar su parte.

Al dirigirse a casa de Vettori, se cruzó con el reverendo Mac Conagha. Era un individuo grande y grueso, de pálidas facciones, que caminaba bamboleándose y tenía un aire un poco arrogante. Tony se quitó el sombrero.

—Buenos días, reverendo.

—Buenos días, Antonio —contestó éste—. ¿Dónde has estado, hijo mío? Hace meses que no te veo.

—Trabajo.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó el reverendo, poniéndole una mano en la espalda.

—Soy taxista.

El reverendo aprobó con la cabeza.

—Ese es un trabajo honesto, Antonio.

Éste, tratando de evitar su mirada, tenía los ojos fijos en el sombrero que daba vueltas entre sus manos. El reverendo Mac Conagha le hizo un sermón de unos dos minutos sobre las ventajas de la honradez y los beneficios morales que produce el trabajo decente. Finalmente, se expresó así:

—Tony, tu padre me encargó un día que me ocupara un poco de ti. Tu padre era un hombre bueno, pero débil de carácter. Antonio, acuérdate de venir a verme si alguna vez te encuentras en un apuro.

Tony se ruborizó y dijo:

—Gracias, reverendo.

Cuando éste se alejó, él comenzó a meditar, inquieto. ¿Es que acaso sabía algo? ¿Por qué, precisamente aquella mañana, le había hablado de apuros? Era demasiada casualidad. Desde luego, respetaba y admiraba el reverendo Mac Conagha y sabía que en cualquier momento podía recurrir a él.

A su lado, se había sentido fuerte; pero ahora, cuando ya se había ido, toda la desesperación de la noche anterior volvió a atormentarle. Sacó un cigarrillo y lo encendió con mano temblorosa.

—Estoy seguro de que nos atraparán —murmuró.

Y de nuevo recordó lo que Rico había dicho a propósito de Red Gus.

VI

La Foca no sabía cómo quitarle la borrachera a Otero. Le había dado a comer tomates frescos e incluso le había obligado a tomar un baño de agua fría, pero nada había surtido efecto. Él se paseaba por la sala cantando, en un español picaresco, canciones en las que ensalzaba su valentía. En todo el mundo no había más que un hombre que tuviera mayor bravura que la suya: Rico.

A pesar del sueño, La Foca no se atrevía a cerrar los ojos, temerosa de que cometiera algún desatino, como, por ejemplo, disparar desde la ventana contra las farolas de la calle (esto ya lo había hecho una noche), o bien salir a la calle sin abrigarse.

Se sentó, colocó la pistola sobre la mesa, a su lado, y siguió cantando.

—Escuchad todos —gritaba—, soy Ramón Otero, un hombre valiente. No tengo miedo a nada ni a nadie. Si bebo, todos caen al suelo antes que yo, y no hay quien me gane a disparar. Solamente Rico, y él es mi amigo. Es un gran hombre, como Pancho Villa, y yo soy un buen compañero suyo. Yo nunca dispararía contra él, aunque él lo hiciera contra mí. Rico es mi amigo y yo le quiero mucho.

Luego se levantó, elevó los brazos al aire, hizo unas cuantas castañetas, taconeó y agitó las caderas de tal forma que la Foca estuvo a punto de caerse de la silla de tanto como se reía.

Hacia el amanecer Otero terminó por dormirse con la cabeza apoyada sobre la mesa. Entonces ella lo llevó al lecho (sólo pesaba unos cincuenta kilos), y, demasiado fatigada, se quedó sentada a su lado.

VII

Rico compró todos los diarios que hablaban del asunto y se encerró en su habitación para leerlos. Sentado ante la mesa con el ala del sombrero bajada sobre los ojos, fue recortando todos los artículos que mencionaban el atraco y la muerte del detective Courtney. Amontonó los recortes y luego los volvió a leer.

Uno decía: «El bandido que mató al capitán Courtney es un hombre pequeño y pálido, probablemente italiano. Llevaba un abrigo de buena calidad y un sombrero de fieltro claro».

Otro: «El asesino de Courtney, según un testigo ocular, es un extranjero de baja estatura y aspecto enfermizo».

Arrojó con rabia este artículo.

—¿De dónde diablos han sacado esta historia sobre mi aspecto enfermizo? —murmuró—. No he estado enfermo ni un sólo día en toda mi vida.