I

HACÍA tres o cuatro años que Carillo (en sus buenos tiempos campeón de tercera categoría de pesos semipesados) era el jefe de una de las bandas de máquinas tragaperras que dirigía Vettori. Los miembros de esta banda estaban especializados en acciones violentas de intimidación: lanzaban bombas y destruían los bares y los cabarets de las bandas rivales. Eran, en otras palabras, la tropa de asalto de Vettori. Carillo era un buen lugarteniente porque cumplía las órdenes al pie de la letra y porque tenía un carácter apocado que le impedía creerse capaz de dirigir las cosas por cuenta propia. Vettori confiaba en él y lo consideraba un subalterno bueno y honesto, sin ambiciones.

No obstante, desde la muerte de Courtney, Vettori veía en la actitud de Carillo la señal de su propia decadencia. Observó que se había inclinado hacia Rico y le llamaba «patrón». Desde luego, no usaba a la ligera el título de «patrón», ya que no era para él un término convencional. Cuando le decía a alguien «patrón», es que lo consideraba como tal.

Vettori, realmente preocupado, comenzó a observar idénticos indicios en torno suyo: en Blackie Avezzano, en Pepi el Asesino, y así en uno tras otro. Por su parte, nunca había podido ver a Rico, pero ahora lo odiaba. En otra época, si Carillo, o Pepi el Asesino, hubieran dejado de serle fieles, los habría liquidado sin preocuparse de las consecuencias. Pero ahora, eso ya no tenía sentido. Se sabía vencido y reconocía la necesidad de llegar a un acuerdo. El patíbulo se delineaba sobre el horizonte, pero la pistola de Rico prometía una muerte todavía más insoslayable. No había repartido jamás sus ganancias con nadie. Se había guardado el máximo y repartía lo menos posible. Sin embargo, en estos momentos se trataba de repartir o morir, y la verdad es que no encontraba ningún placer en la idea de que la muerte pudiera llegarle. Por consiguiente, mandó llamar a Rico.

Éste se presentó totalmente transformado, seguido de Otero, Carillo y Pepi el Asesino. Llevaba un grueso abrigo y un sombrero hongo similar al de Joe. Lucía polainas color tórtola sobre los zapatos de charol, y un alfiler de brillantes, en forma de herradura, lanzaba destellos sobre su corbata a rayas blancas, rojas y verdes.

Vettori lo contempló de pies a cabeza, y guiñó un ojo a Pepi el Asesino, pero el rostro de éste parecía de mármol. Carillo le acercó una silla a Rico.

—¿Qué quieres decirme, Sam? —preguntó sentándose, y desabrochándose el abrigo estiró sus pantalones para preservar la raya.

Vettori dudó.

—Me gustaría hablarte a solas, Rico.

—No —se opuso éste—. Te conozco bien, Sam, y quiero que estos muchachos lo oigan todo. Vamos, habla.

Vettori empezó a sudar. Pepi el Asesino dijo:

—Sabemos bien lo que te ocurre.

—Vosotros lo sabéis todo, ¿verdad? —replicó Vettori.

—Naturalmente que sí.

Nadie respiró. Rico se quitó el sombrero y empezó a peinarse. Vettori sacó las cartas y las dispuso para hacer un solitario.

Pepi añadió:

—Sabemos que te asustaste, Sam, cuando Tony perdió la cabeza y se fue a ver al reverendo Mac Conagha. ¡Oh, nos dimos cuenta!

Vettori levantó los ojos y le miró.

—Bueno, ¿y qué? ¿Qué debería haber hecho? Además, ¿quién es el que os paga?

Rico dejó de peinarse.

—No te vuelvas malo, Sam.

Pepi el Asesino cruzó la sala y apoyó la espalda contra la puerta. Otero se sentó junto a Vettori.

—Bueno —agregó Rico—, si quieres hablarme, empieza ya, pues no tengo la intención de perder toda la noche.

Vettori suspiró profundamente, después puso las cartas sobre la mesa y miró a los hombres que estaban a su alrededor, comprobando en todos los rostros una expresión hostil.

—Está bien —accedió—, hablaré. Pero, ¿por qué recurrir a la violencia? Sentaos, muchachos; haré que nos sirvan alguna bebida.

Los tres miraron a Rico.

—De acuerdo —decidió éste—. Ve y trae algo para beber, Carillo.

El aludido se levantó y abandonó la estancia. Nadie dijo una sola palabra. Fuera, iba extendiéndose el crepúsculo invernal, y el gran rótulo luminoso se veía al través de la ventana. Todos se fijaron en él:

CLUB PALERMO DANCING

Carillo trajo la bebida y entonces todos se sentaron en torno a la mesa, bajo la lámpara verde. Como era habitual, Otero, Carillo y Pepi el Asesino bebían whisky, Vettori vino y Rico gaseosa.

Vettori puso el vaso sobre la mesa.

—Ahora, Rico —dijo—, debo hacerte una proposición.

—Está bien —asintió éste—; habla.

—Siento que estoy envejeciendo. He cumplido cuarenta y cinco años, y a esas alturas de la vida ya no se pueden hacer grandes cosas.

—No es cierto que estés envejeciendo, Sam —le interrumpió Rico—. Lo que pasa es que no tienes valor.

Pepi el Asesino soltó una estrepitosa carcajada y dio un puñetazo sobre la mesa. Pero Vettori se tragó el insulto.

—Está bien, Rico —siguió pausadamente—; tú lo crees así. Sea como sea, el caso es que necesito un socio. Tú eres joven, y el valor no te falta. Todos los compañeros te queremos bien y cumpliremos tus órdenes. Yo estoy llegando al final de mi carrera, y a ti se te presenta ahora una buena ocasión de abrirte camino. Eso, ésta será una buena ocasión, ¿no te parece?…

Pareció meditar unos instantes y luego agregó:

—…En cuanto a las ganancias, iremos a medias.

Carillo y Pepi cruzaron una mirada. Otero empezó a canturrear para sí. Rico replicó:

—Me lo pensaré.

Vettori comenzó a sudar nuevamente. ¿Intentaría Rico desembarazarse de él?

—Bueno —repuso, con un ligero temblor en la voz—, no se trata de dejarlo o tomarlo. Te tengo simpatía, Rico, y quiero favorecerte. ¿Quién es el que tiene el capital? ¿Y las relaciones? ¿Qué diablos van a hacer tus muchachos si no cuentan con Big Boy para que los saque de los embrollos en que se metan?

—Yo me las entiendo muy bien con él —respondió Rico—. Precisamente esta mañana ha venido a buscarme.

—Sí —confirmó Pepi—; lo he acompañado yo.

Vettori preparó las cartas para otro solitario.

—Las cosas son como son, Sam —dijo Rico—. Tú estás buscando el modo de aprovecharte. ¿Crees que somos estúpidos? Tú pretendes que las fatigas me correspondan a mí y, mientras tanto, tú vivir cómodamente. ¿A eso le llamas ir a medias? ¿Sabes qué te digo? Yo por partes iguales entiendo algo muy diferente.

—En todo caso, no pretendo darte limosna —arguyó Vettori, que empezaba a impacientarse.

Rico se levantó, abrochándose el abrigo.

—Como quieras, Sam.

Éste lanzó las cartas violentamente sobre la mesa. .

—¿Qué pensáis vosotros, muchachos? —preguntó, dirigiéndose a Carillo, a Pepi y a Otero.

Los tres se limitaron a mirarle sin responder.

—¿No os parece justa mi proposición?

—No —contestó Rico—. Estoy seguro de que tú y yo no haremos negocios juntos.

Se caló el sombrero y se dirigió hacia la puerta; los otros tres se levantaron y le siguieron. Vettori también se puso en pie. Tenía el rostro palidísimo.

—Escucha, escucha —pidió con vehemencia—. No harás que me marche de aquí, ¿verdad?

Estaba dominado por el pánico. Rico, parado ante la puerta, le miraba fijamente.

—Simplemente, se me ha ocurrido abrir un local aquí al lado —dijo.

Vettori sabía que esto significaba su fin. Había participado en media docena de combates contra bandas rivales, pero de eso hacía bastante tiempo. Ahora había por lo menos cinco bandas distintas en la vecindad; sin embargo, desde hacía tres años reinaba una relativa tranquilidad. Pensando en ello, deploraba amargamente el pasado. Lamentaba haber conocido a Rico, en aquella época un desconocido italiano de Youngstown. Pero esto ya no tenía remedio.

—Bueno, Rico —dijo—, tú eres joven y no tienes mucha experiencia. ¡Qué diablo! Tal como van las cosas, no duraremos ni un mes si nos enfrentamos. Escucha, Rico, ¿qué entiendes tú por reparto equitativo?

Rico se quitó el sombrero y se rascó la cabeza, con delicadeza, para no despeinarse.

—Yo reconozco que tienes relaciones importantes, Sam, y por ese lado me conviene asociarme contigo. Pero debes tener el suficiente cerebro para comprender que no puede haber dos jefes. En cuanto a repartir los beneficios por partes iguales, estoy de acuerdo. Solamente debo advertirte una cosa: no debes olvidarte nunca de que yo soy el jefe.

Vettori miró a los otros.

—¿Qué decís, muchachos?

—Estamos de acuerdo con Rico —contestó Pepi.

Otero y Carillo asintieron con la cabeza. Vettori dejó caer la mano sobre la mesa.

—¡Perfecto!

II

La banda ofreció un banquete de homenaje a Rico en una de las grandes salas del Palermo. La mesa era muy larga y estaba cubierta con un hermoso mantel blanco. Banderolas blancas, rojas y verdes adornaban las lámparas, y en las paredes se entrecruzaban enseñas americanas e italianas.

A las once comenzaron a reunirse los personajes más importantes. Pepi el Asesino vestido con un elegante traje azul y cubierto con sombrero hongo, iba acompañado por su amiga Urraca Azul; Joe Sansone, pistolero profesional y antiguo boxeador de peso ligero, apareció vestido de smoking y seguido de Kid Bean, un siciliano de pelo oscuro y ensortijado como el de un negro, que parecía su sombra. Después, Octavio Vettori, primo de Sam, quien no contaba todavía veintiún años y ya era famoso como pistolero y estaba considerado como un futuro jefe de banda. A continuación Otero, Blackie Avezzano y Carillo entraron acompañados de sus respectivas amigas.

Se quedaron de pie, un poco envarados en sus trajes de etiqueta, y trataron de iniciar una conversación. Los hombres, como ocurre habitualmente, hablaban de sus asuntos. Octavio opinaba que los policías eran una cuadrilla de granujas. Joe Sansone creía que los policías federales tampoco valían gran cosa, y además estaban más corrompidos. Octavio Vettori no compartía este criterio. Manifestó que los policías federales eran unos estúpidos y que, por lo tanto, resultaba más difícil sobornarlos. De este modo se inició una discusión.

Cuando entró Sam Vettori, todos ellos estaban gritando como energúmenos.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó—. ¡Vaya modo más educado de comportarse en un banquete! Parecéis un grupo de irlandeses en un comicio. ¡Silencio!

Octavio baló como un cordero:

—Bé, bé.

Todos se echaron a reír. Otero sacó del bolsillo una botella de whisky, bebió un trago y se la pasó a la Foca; ésta no bebió pero se la entregó a Octavio para que corriera. Así, la botella dio la vuelta en torno a la sala y regresó a su punto de partida.

—Sí que habéis tomado precauciones, muchachos —dijo Vettori—. Alguno de vosotros, ¿no ha traído la merienda por casualidad?

—Bé, bé —volvió a balar Octavio.

—¡Qué gracioso! —se rió Urraca Azul.

—¡Bah! Eso no es nada —replicó éste—. Escucha.

Metiéndose tres dedos en la boca, lanzó un silbido capaz de romperle el tímpano a alguien.

—¡Dios mío!… —exclamó Octavio—. ¡La policía! Bé, bé.

Entraron tres camareros trayendo algunas botellas de whisky. Las dejaron sobre la mesa y después salieron.

—Esto es para abrir el apetito —dijo Sam.

—Es un aperitivo —le corrigió Joe Sansone.

Octavio le golpeó en la espalda.

—¿Qué demonios has dicho? ¿Qué clase de idioma hablas?

Joe le separó dándole un empujón.

—Vosotros, idiotas, no sabéis nada. La gente elegante dice un aperitivo.

—Claro que lo dicen así. Ya sé que tú estás al día. ¿No eres el mozo del Blackstone?

Todos se echaron a reír nuevamente. Pepi el Asesino silbó otra vez metiéndose los dedos en la boca. Su amiga le miró admirada.

—¿Cómo has aprendido a hacerlo?

—¡Bah, esto no es nada!

Carillo preguntó:

—Oye, Sam, ¿cuándo empezaremos a cenar?

—Cuando llegue el patrón —contestó Pepi.

—Pues será mejor que se dé prisa porque yo tengo tanta hambre que sería capaz de comer dinamita —terció Octavio.

—No te agites —le aconsejó Pepi.

—¿No guardarás en el bolsillo algún trozo de pan duro untado de mantequilla? —volvió a decir Octavio.

Todos rieron. Octavio era el gracioso de la banda de Vettori. Con que abriera la boca, ya había más que suficiente para que todo el mundo se echara a reír en seguida.

Vettori tomó una de las botellas de la mesa y la hizo circular por la sala. Cuando volvió a sus manos ya estaba vacía.

—¿Por qué se retrasa tanto Rico? —inquirió Carillo.

—Tranquilízate —le recomendó Pepi.

—Me voy a ver qué pasa —anunció Otero.

En el mismo momento en que él salía, se cruzó con Big Boy. Llevaba una voluminosa pelliza con cuello de piel de castor y el sombrero hongo inclinado sobre la oreja. Sam Vettori corrió a su encuentro y le tendió la mano.

—¿A qué se debe tu visita? —preguntó.

—He venido a divertirme un poco. Las cosas van bien, Sam, muy bien. Me parece que ya no hay por qué preocuparse.

Vettori dejó escapar una sonrisa de alivio y luego le sirvió un vaso de whisky a Big Boy. Se sentía satisfecho. Si el asunto de Courtney se resolvía, no podía quejarse. Bien considerado, incluso tendría que alegrarse de estar en tan buena posición. Uno tras otro, había visto a los demás jefes de banda ceder el paso a gente más joven. Pero él todavía no había cedido y además tenía derecho al cincuenta por ciento de los beneficios sin correr riesgos. Rico era un tipo con suerte. Maldito él y todos los que se le pareciesen, pero de todos modos era un tipo con suerte.

—Sí —continuó Big Boy—. Os habéis ganado al viejo y ya está pensando en trasladar a Flaherty. Todo terminará en una pompa de jabón, ya lo verás. Te lo digo porque estoy seguro de ello. Y ahora quiero hablar con Rico.

—No ha llegado aún —contestó Sam.

—Desde luego es un muchacho con mucha suerte —opinó Big Boy.

—Cierto —asintió Vettori ofreciéndole el segundo vaso de whisky—. Pero todavía es joven y no haría mal en dejarse orientar por mí, que tengo más experiencia que él.

Big Boy no respondió nada. Simplemente se limitó a mirarle fijamente.

Otero entró en el comedor a toda prisa, seguido por dos camareros, uno de los cuales llevaba un grueso abrigo y un sombrero hongo, y el otro un abrigo de mujer, de piel.

—¡Ya ha llegado! —gritó Otero.

Kid Bean, que había reunido un corro en medio de la sala y que por divertir a los otros caminaba cabeza abajo, apoyándose en las manos (en otro tiempo había sido acróbata de circo), dio un salto y se puso en la posición correcta, apoyándose en la pared. El grupo que estaba en torno suyo le siguió. Pepi dijo:

—Atención. Cuando él entre, aclamadlo con todas vuestras fuerzas.

Rico apareció caminando lentamente, charlando con la Bella Rubia, la muchacha más bonita de toda la Pequeña Italia; una hermosa italiana de perfil clásico. Tenía la piel morena y los ojos negros, y su cabello naturalmente oscuro pero oxigenado, le daba un aspecto irreal y en cierto modo formidable.

Rico fue saludado con una gran ovación, en la que destacó el agudo silbido de Pepi el Asesino. Big Boy se fue a su encuentro y le estrechó la mano. Sam Vettori sonreía y le saludó con un amable gesto de cabeza; después salió para ordenar que fuera servida la cena. Big Boy le dijo a la Bella Rubia:

—Has cazado un verdadero hombre, ¿eh?

Ella apretó el brazo de Rico y contestó:

—Desde luego.

Big Boy prorrumpió en una carcajada.

—¿Y qué has hecho con el Pequeño Arnie?

Rico sacó un cigarro y le arrancó una de las puntas con los dientes.

—Lo he plantado —respondió la Bella Rubia.

Big Boy se puso a reflexionar. Durante mucho tiempo, la Bella Rubia había sido novia del Pequeño Arnie, propietario de la casa de juego más importante del North Side, pero durante los dos últimos años empezaba a decaer. Era un tipo desleal, del que nadie podía fiarse.

—¿Y cómo se lo ha tomado? —preguntó.

—Pues como un hombre —respondió ella.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? —repuso Rico.

Pepi el Asesino, Octavio Vettori y Joe Sansone, como los componentes más importantes de la banda después de Vettori, acudieron a estrechar la mano de Rico.

—Si hay alguien más elegante que tú, patrón, le regalo un millón de dólares —dijo Pepi, contemplándole verdaderamente admirado.

Llevaba un traje llamativo a grandes rayas y una corbata roja. Cubría sus manos con guantes de gamuza amarilla de los cuales se sentía muy orgulloso; el alfiler de corbata en forma de herradura lo había sustituido por un grueso rubí rodeado de diamantes. Octavio le envidiaba los guantes. En cambio, Joe Sansone no estaba impresionado, porque tenía mejor gusto vistiendo.

—Sí, señor —exclamó Octavio—. Tú eres el más elegante, patrón.

—¿No has visto al Medio Cartucho? —dijo Pepi colocando ante él a Joe Sansone.

Éste estrechó la mano de Rico.

—El Medio Cartucho —intervino Octavio— es un tipo valiente, pero él y el señorito Joe son demasiado presumidos.

Rico miró alrededor de la sala.

—¿Dónde está Joe Massara?

—No ha venido —respondió Pepi.

—No sé si podrá venir —terció Joe Sansone—; está muy ocupado.

Rico no hizo comentario alguno. La Bella Rubia le cogió por el brazo.

—Quiero beber.

Rico miró a Pepi.

—Tráele de beber —le ordenó.

Big Boy le llevó aparte y le dijo:

—Desearía hablar un momento contigo, Rico.

Éste se expresó así:

—Escucha, si mañana ves a Joe Massara, dile que venga a verme. Tengo que decirle un par de cosas a ese jovencito.

—Quizá lo vea —repuso Big Boy—. Mañana por la mañana estoy citado con su patrón. Precisamente, De Voss es lo que se dice un buen tipo. No hace falta ir dos veces a visitarle para sacarle el dinero.

—¿De verdad? Bien, será preciso que yo me moleste en ir a verle para decirle lo que se merece.

—Mejor será que no te acerques por aquella parte de la ciudad, Rico —le aconsejó Big Boy.

—No tengo miedo; no me pasará nada.

Sam Vettori entró seguido de tres camareros que llevaban las soperas.

—Bueno, bueno —dijo—; ya está todo listo.

Rico se sentó a la cabecera de la mesa. Big Boy a su derecha y la Bella Rubia a la izquierda. Los demás se fueron colocando con arreglo a la categoría de cada uno. A Blackie Avezzano le correspondía el último lugar.

III

Cuando terminaron de cenar, Big Boy le pidió a Rico que pronunciara un discurso. Estalló una prolongada ovación. Rico se levantó y se expresó así:

—Está bien, si queréis un discurso, aquí lo tenéis: os estoy agradecido por el banquete. Ha sido magnífico. Me han dicho que el vino ha sido bueno; yo no lo sé porque no bebo. Y en cuanto a la comida, no se le podía exigir más. Creo que todos lo hemos pasado bien, y ciertamente es estupendo que nos hayamos reunido todos aquí. Y ahora no tengo más que deciros, sólo recomendaros que no os emborrachéis, porque es como acaban siempre mal las cosas.

Se sentó. Los aplausos duraron más de un minuto. Después, Octavio se puso en pie con una botella en la mano y propuso:

—¡Un brindis por Rico, la Bella Rubia y Big Boy!

Todos se descontrolaron y cogieron botellas y vasos. Blackie Avezzano se cayó bajo la mesa y se quedó con el rostro pegado al suelo. Al instante, Pepi el Asesino y Kid Bean iniciaron una pelea. Éste cogió un plato y se lo tiró; Pepi le arrojó una botella y no le golpeó con ella de milagro.

Rico dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Sentaos, estúpidos! —gritó—. Y aprended a comportaros de una vez.

Pepi y Kid se estrecharon la mano y brindaron haciendo chocar sus vasos.

Entró un camarero y se acercó a Rico.

—Abajo hay dos periodistas, patrón. Quieren hacerle una fotografía.

—¿Qué significa eso? —preguntó Big Boy.

—¡Van a retratarnos! —gritó la Bella Rubia.

—¿Qué significa eso? —repitió Big Boy.

—No te preocupes, hombre —repuso Rico—. No tenemos nada que esconder. —Y volviéndose al camarero, le ordenó—: Que suban.

El camarero apareció de nuevo, seguido esta vez por los dos periodistas, uno de los cuales llevaba una gran cámara fotográfica. Rico les hizo una seña para que se acercaran.

—¿Quién os ha mandado? —inquirió.

Entró Vettori y se inclinó sobre él.

—Son de confianza —le dijo—. Ya han estado aquí en otras ocasiones.

—Desde luego que somos de confianza —aseguró el fotógrafo, un poco incómodo por la brusquedad de Rico.

—Muy bien, hablad —les ordenó éste—. ¿Por qué queréis hacer esa fotografía?

—Verá —le explicó el fotógrafo—. Cada domingo aparece en nuestro periódico una página ilustrada con reportajes que tratan sobre las personas que viven en los distintos ambientes de Chicago. ¿Comprende? La semana pasada el artículo versó sobre Lake Forest, con fotografías de personajes de la alta sociedad y las casas en que residen. El próximo domingo le corresponde el turno a la Pequeña Italia. Como habíamos oído hablar de este banquete dado en su honor, nosotros hemos pensado…

—Está bien —le interrumpió Rico—. Apresuraos, porque no nos gusta perder el tiempo.

—Yo no saldré en esa fotografía —dijo Big Boy levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.

Sam Vettori ocupó su puesto.

Después de haber preparado la máquina, el fotógrafo buscó el ángulo más adecuado. Finalmente, alzó la lámpara de magnesio.

—¡Atención! —advirtió.

Rico puso los pulgares en las sisas del chaleco y tomó un aire rudo. Se produjo un resplandor súbito y casi simultáneamente, Octavio dio un salto, gritando:

—¡Dios mío, me han matado! —y dejo caer el rostro sobre la mesa.

Todos rieron.

Cuando los periodistas se hubieron marchado, Big Boy entró y puso la mano en el brazo de Rico comentándole:

—Con esto pueden llegar a atraparte.

—¿Por qué?

—Tú no sabes en qué manos puede caer. —Movió la cabeza—. No ha sido una idea acertada.

Rico se rió.

—Si me cogen, tengo tantas coartadas que no lo podrán resistir.

Una vez terminado el banquete, Rico le encargó a Otero que le buscara un taxi. La Bella Rubia había bebido más de la cuenta y tenía que sostenerla por el brazo al bajar la escalera. Como pesaba diez kilos más que él, no era tarea fácil aguantarla. Cuando salían a la calle por una de las dos puertas laterales, Flaherty, que se hallaba sentado en una de las salas de abajo, se levantó y se acercó a ellos, poniendo su mano sobre la espalda de Rico.

—Estás haciendo carrera, ¿eh, Rico?

Éste le miró sorprendido.

—¿No reconoces a tu viejo amigo Jim Flaherty?

—Claro que le conozco. ¿Qué es lo que quiere ahora?

—Quizá quiere rascarte la sarna —intervino la Bella Rubia—. De estos policías se puede esperar todo. A mí se me revuelve el estómago cuando veo a uno de ellos.

—Hola —le sonrió Flaherty, volviéndose hacia ella—. Tú y Rico os habéis hecho amigos, ¿eh? No está mal. Lo celebro. Rico es un buen muchacho, aunque joven. Si no lo meten tras los barrotes terminará por hacer carrera.

—¿Qué pretende dar a entender? —preguntó Rico.

—Nada. Solamente que no quiero que te olvides que soy tu amigo. Tengo los ojos puestos sobre ti, Rico. Me complace que subas de categoría.

—¿De verdad? —se burló Rico.

—De verdad.

El taxi esperaba junto a la puerta. Uno de los camareros salió y abrió la portezuela. Rico ayudó a subir a la Bella Rubia. Flaherty les vio partir.

—¡Menudo sinvergüenza es ese irlandés! —exclamó la Bella Rubia.

Pero Rico se había olvidado de Flaherty. Estaba pensando en Joe Massara. ¿Por qué no se había dignado venir el señorito Joe al banquete? Lo más probable es que empezara a acobardarse, y eso no le agradaba.

—Bien, puede que no —murmuró.

IV

La música de la pianola despertó a Rico. Se sentó en la cama y miró su reloj. Eran las dos de la tarde. Lo cual significaba que había dormido doce horas seguidas.

Vivía en una tensión continua. Sus nervios estaban tan a flor de piel que no tenía nunca sueño ni sentía jamás el deseo de reposar; estaba siempre totalmente despejado. Habitualmente, no dormía más de cinco horas, y apenas abría los ojos ya estaba dispuesto a entrar en actividad. Cuando se levantaba, no distendía nunca las piernas ni se desperezaba; no tenía necesidad de ello. Comía, caminaba, se divertía siempre en el máximo grado de lucidez. Lo que le distinguía de sus compañeros era la incapacidad que tenía para vivir solamente en el momento presente. Parecía un individuo que estuviera haciendo un largo viaje en tren hacia la tierra prometida. El presente era una simple e insignificante estación ferroviaria del trayecto; su mirada estaba fija en el término del viaje. Tal es la mentalidad de los hombres que desean triunfar. Pero el resultado de tal carácter tenía sus inconvenientes; estaba sujeto a depresiones periódicas.

La Bella Rubia manipuló en la pianola.

—Es un fragmento de ópera —dijo.

—¿De verdad? ¿Te falta algún sentido acaso?

La Bella Rubia le miró. Tenía ciertas pretensiones intelectuales. Hacía diez años había servido en casa de una familia distinguida, y por eso se creía en posesión de una determinada cultura. Una vez, incluso le pidió al Pequeño Arnie que la llevara al teatro de Ravinia Park a escuchar ópera. En aquella ocasión había quedado impresionada por el canto potente de la soprano y las piernas del tenor.

—Oyéndote, cualquiera creería que yo soy un verdadero italiano —añadió Rico—. Acuérdate, por favor, que nací en Youngstown y que no sé ni una palabra de italiano.

—Bien, ¿y acaso crees que yo vine al mundo en Europa? —replicó ella.

Puso otro rollo en la pianola y Rico empezó a fumar mientras ella tocaba. Rico tenía tan mal oído para la música, que no era capaz de distinguir un aria de otra. En cambio, en el jazz hallaba algo primitivo y directo capaz de suscitar en su interior una impresión semejante a una sacudida.

—Esto es bonito —dijo, cuando el rollo llegó al final.

—¿Quieres escuchar otro? —inquirió la Bella Rubia.

—No, debo irme.

Se levantó y se dirigió hacia el armario para coger el abrigo, pero ella le hizo detenerse diciéndole:

—Escucha, antes de que te vayas quiero decirte algo.

—¿Qué es?

—Se trata del Pequeño Arnie.

Rico la miró.

—¡Vaya idea! ¡Qué me importa a mí el Pequeño Arnie! Desde el momento en que te deja tranquila, lo demás ya no me interesa.

—Él no deja tranquilo a nadie.

Volvió a mirarla sin decir nada.

El Pequeño Arnie había calculado mal su juego. Al principio no le importó la pérdida de la Bella Rubia, ya que le costaba muy cara, le aburría y además le sacaba de quicio. Pero después todo el mundo se burlaba de él sin consideración a causa de esa historia, y como no tenía demasiado sentido del humor y era extremadamente puntilloso en todo lo que se refería a su vida, las mofas habían terminado por enfurecerle. Para vengarse, había hablado mal de su exnovia. Explicó a todos los que quisieron oírle que la Bella Rubia era embustera y embrollona. Pepi el Asesino formaba parte del auditorio, y se apresuró a contarle a su amiga todo cuanto le había oído decir. La Urraca Azul inmediatamente fue a informar a la Bella Rubia. Sí, el Pequeño Arnie, que era más que medio idiota, se había equivocado.

La Bella Rubia encendió un cigarrillo y se tumbó en un gran diván.

—Ven, siéntate aquí a mi lado. Tengo que contarte algunas cosas.

—No dispongo de tiempo —contestó Rico.

La Bella Rubia exhaló una nube de humo.

—Arnie se está burlando de ti; te está engañando.

Rico arrugó el ceño.

—¿Qué quieres decir? ¡Habla de una vez!

—De acuerdo —asintió ella—. Arnie te da una parte de las ganancias del garito, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Y qué parte te da?

—El treinta por ciento.

—¿Cómo sabes tú que no te engaña?

—Mirando los libros.

La Bella Rubia se rió.

—Esos libros son falsos.

—¿Estás segura de ello? —preguntó Rico con una expresión dura en el rostro.

—Naturalmente —afirmó ella—. Yo no quería decírtelo porque, después de todo, no es asunto mío. Pero Arnie ha estado diciendo por ahí una serie de tonterías sobre mí y no estoy dispuesta a tolerárselo.

—Muy bien —dijo Rico—. Ya que sabes tantas cosas, ¿cómo puedes probar que son ciertas?

—Es fácil —respondió la Bella Rubia—. Ofrécele algo a Joe Peeper, el oficinista de Arnie, y ése te dirá todo lo que sabe. Odia a Arnie, ¿comprendes?

—De acuerdo —pronunció Rico, dando un puñetazo sobre la mesa—, expulsaré a Arnie de la ciudad y a ti te haré participar en las ganancias. Tienes la cabeza bien asentada sobre los hombros.

Ella le miró.

—Quédate conmigo, muchacho, y la ciudad será nuestra.

—¡No te entusiasmes! —replicó Rico—. Procura que la suerte de saber algo no se te vaya a subir a la cabeza.

A la Bella Rubia era precisamente esto lo que le agradaba de él: no se dejaba impresionar fácilmente.

—¿Así es como me lo agradeces? —protestó.

—No esperes agradecimiento —repuso Rico, con la mente llena de proyectos—. Te prometo algo mucho más interesante que todo eso.

Se acercó al armario y cogió el abrigo.

—Espera un momento, Rico. Todavía no te lo he dicho todo. Como su local vale mucho dinero, no creo que te lo vaya a dejar fácilmente. Luchará.

—¡Bah! Es un cobarde.

—Desde luego, pero también es un traidor. Atiende. Si no te pones de acuerdo con Joe Peeper, yo sé de otro a quien podrás recurrir. ¿Te acuerdas de John el Cojo?

—Sí —contestó Rico—. Lo mataron.

—¿Quién?

—Los policías.

La Bella Rubia se rió.

—Eso es lo que ellos creen, seguramente. Pero yo sé que lo mató Arnie.

Rico sonrió.

—Comprendo.

Se puso el abrigo.

—¿Vendrás esta noche? —preguntó ella.

—No. Voy a estar ocupado.

—¡Un cuerno estarás ocupado!

—He de ir al otro lado de la ciudad. Te llamaré mañana.

La Bella Rubia volvió a tumbarse en el diván.

—No quiero pasarme la vida esperándote.

—Recobraremos el tiempo perdido —prometió Rico.

Cuando éste se hubo ido, ella hizo sonar un poco la pianola; después se bebió un vaso de whisky y volvió al diván.

V

Rico encontró la puerta de su piso abierta. Antes de entrar, se abrochó el abrigo y sacó la pistola. Aparte de él mismo, no había más que una persona que tuviera llave del piso: Otero. Si el que estaba dentro no era él, pasaría un mal rato. Empujó la puerta silenciosamente. Otero, sentado en una silla cuyo respaldo se apoyaba en la pared, fumaba soñolientamente.

—¡Otero!

Al sentirse llamado, abrió los ojos.

—¿Eres tú, patrón?

Rico cerró la puerta.

—Escucha, te he dicho que quiero la puerta cerrada cada vez que vengas a verme.

—Se me ha olvidado, Rico.

Éste se quitó el sombrero y el abrigo.

—Será mejor que hagas funcionar un poco el cerebro, hijo mío, si no quieres que te rompan el cuello —le aconsejó—. Por otra parte, ¿puedes decirme qué haces aquí?

Otero se levantó de la silla e hizo girar el sombrero entre sus manos, con un aire embarazado.

—Necesito dinero —contestó.

Rico le miró.

—Estoy sin blanca, patrón. No tengo ni un centavo.

Rico se rió al ver la expresión desesperada de su rostro.

—¿Quieres decir que ya no te queda nada de tu parte del golpe a la Casa Alvarado?

Otero se encogió de hombros.

—¿En qué diablos te lo has gastado?

—Verás, la Foca gasta y gasta sin parar, y yo voy sacando dinero de mi bolsillo hasta que ya no queda nada.

Volvió a encogerse de hombros y luego hizo girar un cigarrillo entre las palmas de sus manos.

Rico sacó su cartera y le tendió un billete de cincuenta dólares.

—Toma. Pero ten presente que te lo descontaré de la parte que te corresponda en el próximo golpe.

Otero sonrió.

—A mí me da lo mismo, patrón.

Decía la verdad. No tenía la más mínima idea del valor del dinero. Se lo iba gastando hasta que se terminaba, y después venía a pedírselo a Rico.

Éste movió la cabeza.

—Escucha, Otero, ¿cuándo vas a tener juicio? En el golpe a la Casa Alvarado ganaste más de mil quinientos dólares, y ya no tienes ni uno. ¿No has pensado que mucha gente tiene que trabajar todo un año para ganar mucho menos que eso?

Otero se encogió de hombros nuevamente.

—Yo he trabajado por dos pesos a la semana.

Rico sacó del bolsillo algunas monedas y se las entregó.

—Baja a la esquina y cómprame dos números de la Tribuna. Espera. Mejor será que compres tres.

—¿Tres números del mismo periódico? —se asombró Otero.

—Eso es lo que he dicho, ¿no?

Otero salió. Rico abrió un poco la ventana y se sentó junto a ella. En el aire había un soplo de primavera que le ponía al borde de la inquietud. Necesitaba entrar en actividad. Dentro de una semana, o quizá antes, el negocio de Arnie pasaría a ser suyo. Esto significaba dinero, mucho dinero. A Vettori le pondría al frente de la casa de juego, y de este modo le mantendría ocupado. Después, trataría de abrirse camino en el North Side, aunque esto ya era más difícil, porque allí mandaba Pete Montana, un tipo astuto que sabía lo que se traía entre manos. Aunque tal vez Big Boy podría ayudarle. Trataría el asunto con él.

Se levantó y comenzó a pasearse por la estancia.

Otero entró con los periódicos. Se los arrebató al instante y se puso a buscar la Magazine Section, donde pudo leer un gran titular:

BANQUETE EN HONOR
DE UN JEFE DE BANDA

Otero, que miraba por encima del hombro de Rico, vio la fotografía. Excitado, le apartó de un empujón y, poniendo el dedo en un punto del retrato, gritó:

—¡Aquí estoy yo!

Rico tomó los otros dos ejemplares y separó las páginas ilustradas. Luego comparó las fotografías.

—Todas están muy oscuras —dijo.

Sin embargo, después de haber escogido la que le pareció más clara, la recortó.

—Yo quiero una también —dijo Otero.

—Está bien —consintió Rico—. Cógela.

VI

De Voss estaba en el vestíbulo cuando llegó Rico. Le echó una ojeada y comprendió que se encontraba como un pez fuera del agua, en un ambiente tan refinado como el del Bronze Peacock. Y no era problema de que Rico fuera mal vestido. Por el contrario, iba mejor ataviado que de costumbre, con el sombrero hongo de último modelo y las polainas color tórtola. El abrigo cubría el vistoso traje a rayas, y una bufanda oscura ocultaba la llamativa corbata. Así pues, por su atuendo podía ser admitido tranquilamente en el Bronze Peacock. Pero había en él algo vulgar e inquietante que no pasó desapercibido a De Voss.

—Es un tipejo —se dijo.

Rico echó una ojeada al vestíbulo, observando escrupulosamente todos los detalles. La disposición del local no era muy favorable para dar un golpe, pero, en un momento dado, se podría intentar. No es que tuviera ni la menor intención de hacerlo, pero pensó que nunca se sabe lo que puede llegar a suceder.

Se acercó a De Voss y le preguntó:

—Perdón, ¿sabe dónde podría encontrar al director del local?

De Voss cambió inmediatamente de actitud.

—Yo soy el director —contestó.

Rico sonrió.

—En ese caso, creo que tenemos un amigo común. Big Boy me ha dicho que tienen ustedes algunos negocios juntos.

De Voss mostró una actitud más abierta.

—Sí, es verdad —asintió—. Y usted, ¿es uno de sus amigos?

—Sí.

—¿En qué puedo servirle?

—Deseo hablar con Joe Massara.

—Eso es fácil. Está en su camarín. Yo le acompañaré.

Rico le siguió a través del vestíbulo y ambos descendieron una gran escalera que les llevó a la gran sala del club. En aquellos momentos sólo había algunos electricistas que trabajaban en los proyectores de la pista.

—Así, ¿es usted amigo de Big Boy? —preguntó De Voss con marcada curiosidad.

—Yo soy Rico.

De Voss le miró sorprendido.

—¡Ah! —exclamó—. Usted es Rico.

Mientras avanzaban por el corredor le observó de reojo. Uno de los hombres del Pequeño Arnie le había hablado del nuevo capitán de la banda de Vettori. ¡Era peligroso como la dinamita! Se congratuló de haberlo olfateado tan pronto como había pisado el local. «Dios mío», se repetía para sí, «no me ha costado nada darme cuenta de que era un tipo peligroso».

Llamó a la puerta del camarín. Una voz respondió:

—Adelante.

De Voss abrió y Rico entró detrás de él. Joe estaba sentado en una butaca, en mangas de camisa y sin chaleco, exhibiendo unos tirantes de fantasía (Rico se fijó en los tirantes. Personalmente, prefería los elásticos, porque podía meter las manos al través de ellos, pero puesto que un tipo como Joe llevaba tirantes de fantasía, también él se compraría unos). Olga Stasseff, con un quimono japonés negro, rojo y dorado, estaba reclinada en un diván con un diminuto perro pequinés que le lamía la cara entre sus brazos. Un hombre alto, vestido de frac, se encontraba de espaldas a la puerta, obstruyendo el paso.

Cuando Joe vio a Rico se levantó y se quedó de pie en medio de la estancia, sonriendo un poco azorado. El hombre alto se volvió hacia ellos.

—El señor Rico desea verte, Joe —dijo De Voss. Después puso una mano en el brazo de Rico y añadió—: Cuando haya terminado, pase a mi oficina y tomaremos algo.

—Se lo agradezco —respondió Rico—, pero no bebo.

De Voss arqueó las cejas.

—¿De verdad no bebe? —se asombró.

—Solamente leche —dijo Joe tratando de hacerse el gracioso.

Rico ni siquiera sonrió.

—Sí —reconoció—, a veces tomo leche.

—Bien, en cualquier caso pase a verme —repuso De Voss, y cerró la puerta tras de sí.

Rico se dio cuenta de que la muchacha con el quimono japonés le miraba fijamente. No le pareció gran cosa: no era más que un saco de huesos y piel. Pero de todos modos la miró con insolencia.

El hombre alto dijo:

—Supongo que no tiene sentido ofrecerle una copa, ¿verdad?

—Sí.

Joe tomó por el brazo a Rico.

—Olga, te presento a Rico. Rico, ésta es Olga Stasseff.

—Mucho gusto en conocerla —dijo Rico.

Olga se levantó e intentó sonreír, pero sólo llegó a hacer una mueca. Rico le repugnaba, sobre todo porque estaba segura de que había matado a Tony, el amigo de Joe. Y también porque la miraba con demasiada insolencia con sus ojos pequeños y claros.

—Éste —añadió Joe, tomando familiarmente por el brazo al hombre alto— es el señor Willoughby, el millonario.

—¿Por qué hablar de eso? —replicó modestamente el aludido.

Rico tenía un respeto instintivo por la riqueza. Para él, el dinero era sinónimo de poder. Y por eso sonrió amablemente al señor Willoughby.

—Encantado —le dijo, tendiéndole la mano.

Willoughby se la estrechó con fuerza.

—¿Desea hablar a solas con Joe? —preguntó.

—Sí, pero no tengo ninguna prisa —contestó Rico.

—No, no. Nosotros no queremos molestarle —repuso el millonario—. Olga y yo nos iremos a la estancia contigua.

Joe le miró asombrado.

—Te estás volviendo elegante, ¿eh, Rico?

Éste asintió con la cabeza.

—Sí, he pensado que de ahora en adelante debo ocuparme un poco más de mi aspecto externo.

—Me han dicho que has suplantado a Sam.

Rico le miró.

—¿Y no te ha llegado a oídos que mis amigos han dado un banquete en mi honor?

—Sí, me lo dijeron —respondió Joe apresuradamente—, pero fue en un momento en que yo no podía ir.

Rico sacó un cigarro y le quitó la punta con los dientes.

—Después de lo de la Casa Alvarado no te he vuelto a ver más —observó.

—No —contestó Joe, mirando al suelo—. He estado un poco retirado. Me siento inquieto.

Rico dio un puñetazo contra el brazo del sillón.

—¡Joe! —gritó—. ¿Qué quieres decir con eso?

Joe parecía anonadado. Permanecía silencioso y, de vez en cuando, levantaba los ojos para mirar a Rico, que le examinaba atentamente.

—Vamos, dilo.

Por fin empezó a hablar.

—Verás, Rico, yo he pensado que el baile puede ser mi porvenir. Olga y yo hacemos un número que ha alcanzado gran éxito. Nos han propuesto que bailemos en una revista. Escucha, yo quiero abandonar la vida que llevaba. El último golpe estuvo a punto de ser nuestra perdición, pero afortunadamente no ha sucedido nada.

—Aún no estamos fuera del asunto —precisó Rico—; y no queremos cobardes que puedan complicar las cosas.

Ambos se miraron a los ojos por unos momentos. Joe se quedó pálido.

—Tú no eres tonto, ¡qué diablo! —volvió a decir Rico—. No creo que digas en serio que tienes la intención de cambiar de vida. Pero, ¿es que acaso crees que existe alguna otra que merezca la pena? No la hay, te lo aseguro yo. Además, debes saber que dentro de quince días el local de Arnie me pertenecerá. Incluso Big Boy quiere ser mi socio. Escucha, Joe; tú eres un muchacho inteligente y me puedes ser útil. ¡Al diablo el baile! Esto está bien para distraerse, pero ningún hombre que se precie de tal se mostrará dispuesto a vivir de este modo.

Joe se dejó caer en el sillón, hundiéndose en él.

—Yo sé lo que te pasa —continuó Rico—. Todas estas ideas se deben a esas malditas faldas. Te estás volviendo blando, Joe.

—¡Dios mío! —exclamó éste—. ¿Es que no tengo derecho a retirarme? Te prometo que no diré nada. ¿Crees que quiero aparecer un buen día con el cuello roto?

Rico movió la cabeza.

—Escucha, escucha. Fíjate en Tony. Se dejó apoderar por el miedo, ¿y qué le pasó? Recibió unos cuantos balazos. Un cobarde es un inútil en este mundo. Piensa en el caso de Humy. Éste traicionó a Red Gus y declaró como testigo contra él. ¿Y a quién ahorcaron? A Red Gus, por supuesto. A él le condenaron a quince años de prisión, pero desde luego no llegará a cumplir ni la mitad.

Joe se hundió todavía más en el sillón.

—Rico, tú sabes bien que yo no soy un traidor.

—Muy bien —dijo éste—, si es así puedes ayudarme. Octavio y yo tenemos idea de montar una pequeña empresa, que creo tendrá muy buenos resultados, pero te necesito. Por mal que nos vaya, yo te garantizo que cada uno de nosotros podremos ganar por lo menos dos mil dólares.

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Joe.

Era De Voss. Se aproximó a Rico y le habló así:

—Señor Rico, en el vestíbulo hay dos policías. Les he preguntado qué deseaban y me han contestado que venían solamente a echar una ojeada rutinaria.

—Me parece que es Flaherty —comentó Rico—. Está bien, señor De Voss. Gracias.

Este se fue. Entonces Joe se levantó y dirigió a Rico una mirada cargada de angustia.

—¿Por qué has tenido que venir? —se lamentó—. ¿Es que no puedes olvidarme?

Pero Rico no le escuchó.

—Conozco a un irlandés que no morirá de viejo —pronosticó ferozmente.

—Rico, por Dios, no vuelvas más por aquí —le rogó Joe—. No quiero tener a los policías tras mis talones.

—Escúchame —replicó Rico con los ojos fulgurantes de ira—, si te vuelvo a oír hablar de ese modo, te aseguro que no volveré aquí más que una vez, y ya te puedes figurar para qué. Ya lo sabes: no me gustan los cobardes.

Willoughby y Olga entraron en ese momento.

—¿No nos han llamado? —preguntó aquél.

—No, es que ha venido De Voss —contestó Rico—. Pero es lo mismo; ya hemos terminado. Escúcheme, señor Willoughby, le agradezco mucho la invitación que me ha hecho antes, pero no me es posible aceptarla. Hay dos señores esperándome para hablar de cosas muy importantes.

—Lo sentimos —repuso Willoughby.

—Sí, lo sentimos —repitió Olga, tratando de hacerse la amable para ayudar a Joe.

Rico estrechó la mano de éste.

—Ya nos veremos.

—Está bien, Rico.

Al salir del camarín, vio a De Voss que se acercaba por el corredor. Parecía muy agitado.

—Creo que vienen a buscarle a usted, señor Rico. Pero, por favor, no organice un escándalo en mi local.

Rico se rió.

—No se preocupe; todo seguirá tranquilo a menos que ese par de cretinos armen jaleo.

Atravesó el club caminando delante de De Voss. Los músicos afinaban sus instrumentos, y los primeros clientes estaban empezando a ocupar las mesas. Cuando llegaron al vestíbulo, vieron a Flaherty y a otro policía. Aquél se acercó.

—Hola, Rico —dijo—. Estás un poco alejado de tu zona, ¿no te parece?

—¿Y a usted qué le importa?

Se abotonó el abrigo y se ajustó cuidadosamente la bufanda.

—No te pongas a la defensiva, hombre. No te quiero decir nada. Pero ya te advertí que no te perdería la pista. Me intereso mucho por los jóvenes que quieren hacer carrera.

—¡Oh, qué charlatán!

Observó que empezaba a venir más gente. La orquesta comenzó a sonar. De pronto, se acordó de lo que Big Boy le había dicho sobre De Voss, y se expresó así:

—Vámonos de aquí; no es necesario que le causemos molestias a De Voss. Ustedes los policías son poco considerados con los demás.

—Tú, a veces, eres muy cortés, ¿eh, Rico? —se rió Flaherty.

Al salir, Rico saludó a De Voss con un movimiento de cabeza. Flaherty y el otro agente le siguieron. Rico les esperó en la acera, bajo la marquesina. Cuando ambos se acercaron, le dijo a Flaherty:

—¿No ha pensado nunca que estaría hermoso con un lirio en la mano?

—No —contestó Flaherty haciendo un guiño—. Llevo veinticinco años en el oficio y he hecho ahorcar a tipos con más suerte que tú, y eso sin recibir ni un arañazo.

Rico encendió un cigarro. Un taxi se detuvo junto a la acera.

—Bueno, yo me voy: ¿Quiere venir de paseo en coche?

—No, gracias —respondió Flaherty—. Daremos ese paseo cuando te hayamos puesto las esposas.

—Ningún irlandés le pondrá las esposas a Rico —replicó éste.

Flaherty enrojeció, pero se volvió y ya se iba a marchar cuando Rico volvió a decir:

—Se me olvidaba, Flaherty. Hasta ahora usted había estado correcto conmigo, pero las cosas han cambiado. No hay ninguna razón para que me siga a todas partes. Así pues, acepte un consejo de amigo: Sam y yo estamos hartos de oírle subir la escalera. El primer piso está abierto para todo el mundo; en él pueden entrar incluso los policías; pero el piso de arriba está reservado.

—¿De verdad? —dijo Flaherty, que finalmente había conseguido controlar su ira.

—De verdad —repuso Rico—. Yo le aseguro que un día u otro alguno de ustedes bajará la escalera rodando.

—Estás creándote una posición, ¿eh, Rico? ¿Por qué no te presentas a las elecciones para alcalde?

Rico, sin responder, cerró la portezuela del taxi, y éste arrancó. Entonces Flaherty se volvió al agente que le acompañaba y le dijo:

—Atraparé a este presumido italiano, aunque sea lo último que haga.