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COMO en el caso de Roger Zelazny, también John Varley aparece por segunda vez en estos volúmenes. John también tuvo una novela corta en el séptimo volumen.

Este relato, además del dilema en el que coloca a su astronauta, ilustra también un dilema al cual siempre se enfrentan los escritores de ciencia ficción.

En el universo real parece que el viaje interestelar deberá realizarse a velocidades inferiores a la de la luz. Esto quiere decir que los viajes, incluso los que tengan por destino estrellas relativamente próximas, durarán generaciones. También quiere decir que deberemos enfrentarnos a la dilatación temporal que tiene lugar a velocidad luz y con ello, aunque para un astronauta sólo hayan pasado meses, puede que en la Tierra hayan pasado décadas enteras. En cualquiera de los dos casos, las complicaciones son tales que no hay tiempo en historias de tipo tan realista, como ésta, para cualquier argumento que no gaste sus recursos tratando directamente con las consecuencias de esa disparidad temporal.

Los que deseamos ocuparnos de otros asuntos debemos, por lo tanto, dar por sentada la existencia del viaje a velocidades superiores a la de la luz y, en cuanto a los viajes respecta, debemos considerar la galaxia meramente como una Tierra más grande. Yo, por ejemplo, hago esto de modo rutinario y siempre he descrito el “salto”, o el paso por un ·hiperespacio· imaginario que te hace cruzar distancias de años luz en un tiempo cero. Lo hago en cada relato y luego me olvido de ello y me limito a saltar en mi nave espacial para ir hacia Arturo, tal y como saltaría a mi (ficticio) aeroplano y me iría a Minneapolis.

Resulta muy conveniente, cierto, pero de vez en cuando me parece magnífico que alguien se enfrente a los problemas del—universo real y se preocupe por lo que podría ocurrir y las dificultades que surgirían si los astronautas se encontraran sujetos a los efectos de la dilatación temporal.

Dicho sea de paso y por pura honestidad, debo mencionar la aguda incomodidad que sentí al leer el relato de John. Naturalmente, quedé fascinado ante la delicadeza con la cual manejaba todo el asunto. Ustedes mismos podrán ver cómo John se las arregla con una situación que le habría resultado desagradable e imposible de solventar a un escritor menos hábil y consigue convertirla en algo casi idílico.

Sin embargo, cuando llegué al final de la historia, descubrí que no había entendido del todo lo que era principal en ella. ¿Qué perseguía el protagonista?

Uno de mis problemas es que empecé a leerla con una idea preconcebida (pero errónea) de lo que andaba buscando y no logré quitármela de la cabeza durante toda la lectura. Cuando el final de la historia no encajó con lo que yo había previsto, me encontré metido en un serio problema.

Tras meditar durante un rato llamé a la bellísima Shawna McCarthy, que entonces se encargaba de editar Asimov's con incomparable laboriosidad y diligencia.

—Shawna —dije—, has leído la historia de Varley, ¿verdad?

—Claro —respondió ella.

—Bueno, pues se me debe estar escapando algo. ¿Qué anda buscando el protagonista?

Y ella me lo explicó y yo me puse muy, muy colorado..., como me ocurre siempre que me las arreglo para exponer esa vasta área de estupidez que normalmente logro esconder de modo tan eficiente. Me sentí todavía más incómodo ante la desagradable claridad que ello proyectaba sobre mi carácter, pues con ello quedaba al descubierto que tengo una personalidad esencialmente puritana. Pese a lo mucho que he practicado el arte del galanteo, el entrenamiento talmúdico impartido por mi viejo y patriarcal progenitor del viejo mundo ha calado muy hondo.