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Recuerdo que cuando era niño me deleitaba con un mapa de Norteamérica donde los «Montes Apalaches» corrían libremente de Alabama a New Brunswick, de modo que la región toda que atravesaban —Tennessee, las Virginias, Pennsylvania, Nueva York, Vermont, New Hampshire y Maine— se mostraba a mi imaginación como una Suiza o hasta un Tibet gigantesco, toda montaña, pico tras pico gloriosamente diamantino, coníferas gigantes, le montagnard émigré con una magnífica piel de oro, y Felix tigris auratus y Pieles Rojas bajo catalpas. Que todo ello degenerara en míseras tierras suburbanas y un humeante incinerador de desperdicios era aterrador. ¡Adiós, Appalachia! Dejándola, cruzamos Ohio, los tres estados, que empiezan con «I» y Nebraska —ah, ese primer soplo del oeste—. Viajábamos holgadamente, con más de una semana para llegar a Wace, Continental Davile, donde Lo deseó apasionadamente ver las danzas ceremoniales que señalan la apertura de la estación de la Cueva Mágica, y por lo menos tres semanas para llegar a Elphinstone, perla de un estado del oeste, donde Lo anheló trepar la Roca Roja, desde la cual se había arrojado poco antes una madura estrella cinematográfica después de una riña de borrachos con su gigoló.

De nuevo nos dieron la bienvenida en discretos alojamientos, inscripciones que decían:

«Deseamos que se sienta usted como en su casa. Todos los enseres han sido cuidadosamente registrados antes de su llegada: El número de su automóvil quedará anotado aquí. Economice el agua caliente. Nos reservamos el derecho de rechazar sin explicaciones a cualquier persona objetable. No arroje ninguna clase de desperdicios en el inodoro. Gracias. Vuelva a visitarnos. La Administración. Consideramos a nuestros huéspedes como las personas mejores del mundo».

En esos lugares espantosos pagamos diez dólares por camas gemelas, las moscas revoloteaban más allá de la puerta sin tela metálica y al fin lograban meterse en el cuarto, las cenizas de nuestros predecesores aún permanecían en los ceniceros, un pelo de mujer serpeaba en la almohada, oíamos a nuestro vecino que colgaba su chaqueta en el armario, las perchas estaban ingeniosamente atadas a la barra por medio de alambres para evitar robos y, supremo insulto, los cuadros sobre las camas gemelas eran gemelos idénticos. También advertí que la moda comercial cambiaba. Los acoplados tendían a reunirse, a ir formando una caravansay[10] (Lo no parecía interesada por mi explicación, pero el lector quizá la encuentre curiosa), se agregaba un segundo piso, después un vestíbulo, los automóviles se llevaban a un garaje común y ese conjunto de cabinas se convertía en un buen hotel.

He de advertir al lector que no ría de mi ofuscación mental. Ahora es fácil para él y para mí descifrar un destino pasado; pero un destino en formación no es, créaseme, uno de esos honrados relatos policiales donde todo cuanto debe hacer uno es prestar atención a las claves. Una vez leí una novela policial francesa donde las claves estaban en bastardilla. Pero no es así como procede McFate, aunque llegue uno a reconocer ciertas oscuras indicaciones.

Por ejemplo: no podría jurar que no hubo por lo menos una ocasión, antes de cruzar el oeste medio o en los comienzos de esa travesía, en que Lo procuró obtener cierta información o ponerse en contacto con una persona o personas desconocidas. Habíamos parado en una estación de servicio, bajo el signo de Pegaso, y ella se deslizó del asiento y huyó a la parte posterior del edificio mientras la cubierta del motor levantada (bajo la cual me había inclinado para observar las manipulaciones del mecánico) me la ocultaron por un momento; inclinado a mostrarme indulgente, no hice más que sacudir mi benévola cabeza, aunque hablando con propiedad, esas visitas estaban prohibidas, ya que intuía que los baños —y también los teléfonos— eran por motivos indiscernibles los puntos donde mi destino podía precipitarse. Todos tenemos objetos fatales —un paisaje reiterado en unos casos, un número en otros—, cuidadosamente elegidos por los dioses para suscitar acontecimientos de especial significación: aquí debe tropezar John, allí debe sufrir Jane.

Lo cierto es que mi automóvil estaba listo y lo retiré de los surtidores para que atendieran a un camión de auxilio, cuando el volumen cada vez más grande de su ausencia empezó a pesar sobre mí en esa ventosa opacidad. No era esa la primera vez ni sería la última que miraba con tal desasosiego todas las trivialidades de las paradas que parecen casi sorprendidas, como campesinos boquiabiertos, de encontrarse en el campo de visión de un viejo detenido; ese techo de basura verde, esas llantas en venta, muy negras sobre la pared muy blanca, esas fulgurantes latas de aceite para motor, esa heladera roja con bebidas variadas, las cuatro, cinco, siete botellas vacías en el diagrama incompleto para palabras cruzadas de sus celdas de madera, esa cucaracha que caminaba pacientemente por el lado interior del vidrio de la oficina. Desde la puerta abierta llegaba la música de una radio y como su ritmo no armonizaba con la ondulación y el estremecimiento de las plantas animadas por el viento, tenía uno la impresión de presenciar una escena cinematográfica que vivía su propia vida, mientras el piano o el violín seguían una línea musical completamente ajena a la flor estremecida, la rama oscilante. El último sollozo de Charlotte vibraba en mí de manera incongruente, mientras Lolita vibraba desde una dirección totalmente inesperada con su vestido flameando contra el ritmo. Dijo que había encontrado ocupado el baño para damas y se había dirigido a la señal de la Concha, en la cuadra siguiente. Decían allí que estaban orgullosos de sus acogedoras instalaciones. Esas postales con franqueo pagado, decían, estaban a la espera de sus comentarios. Pero no hubo postales. No hubo comentarios.

Ese mismo día o el siguiente, después de una marcha tediosa a través de tierras cultivadas, llegamos a un pueblo agradable y nos detuvimos en el alojamiento. «Los Castaños» —cabañas agradables, praderas verdes y húmedas, manzanos, un viejo columpio y un crepúsculo tremendo que mi niña agotada ignoró—. Había querido atravesar Kasbeam porque estaba sólo treinta millas al norte de su ciudad natal, pero a la mañana siguiente la encontré apática, sin deseos de volver a ver la acera donde había jugado cinco años antes. Por motivos obvios yo había puesto reparos a ese desvío, aunque ambos estábamos de acuerdo en no atraer la atención de ninguna manera, permaneciendo en el automóvil y sin hablar con antiguos amigos. Mi alivio ante el abandono del proyecto se vio enturbiado por la idea de que si Lo hubiera intuido mi total oposición a las posibilidades nostálgicas de Pisky, no habría cedido tan fácilmente. Cuando se lo dije con un suspiro, suspiró a su vez y se declaró indispuesta. Quería quedarse en la cama por lo menos hasta la hora del té, con un montón de revistas; si para entonces se sentía mejor, seguiríamos viaje hacia el oeste. Debo decir que estaba muy lánguida ella. Nuestra cabaña estaba en la cima arbolada de una colina, y desde nuestra ventana podía verse el camino que serpeaba hacia abajo y después corría entre dos filas de castaños derecho como la raya del pelo, hacia la bonita ciudad, singularmente nítida y como de juguete a la distancia en esa mañana pura. Podía distinguir a una niña-elfo sobre una bicicleta-insecto, y un perro, quizá demasiado grande en proporción, tan preciosos como peregrinos con sus mulas que ascienden por pálidos caminos de cera en los cuadros antiguos, con personajes minúsculos rojos y colinas azules. Tengo el gusto europeo de valerme de mis propios pies cuando es posible prescindir del automóvil, y caminé despaciosamente, topándome durante mi marcha con la ciclista —una niña fea y rechoncha con trenzas, seguida de un inmenso San Bernardo con órbitas como pensamientos—. En Kasbeam, un peluquero decrépito me cortó el pelo de manera harto mediocre. Parloteaba acerca de un hijo suyo jugador de béisbol, y a cada estallido me escupía en el cuello; de cuando en cuando se limpiaba los anteojos en mi delantal o interrumpía sus trémulos tijeretazos para exhibir recortes doblados de diarios amarillentos. Yo estaba tan distraído que me sobresalté al comprender, mientras él me enseñaba una fotografía sobre un caballete, en medio de las viejas lociones grisáceas, que el joven jugador de béisbol había muerto treinta años antes.

Bebí una taza de café insípido y caliente, compré unas bananas para mi monita y pasé diez minutos en una rosticería. Debió pasar por lo menos una hora y media antes de que este peregrino de regreso a su hogar apareciera en el camino sinuoso que subía hasta el castillo de los castaños.

La niña que había visto en mi trayecto hacia la ciudad, estaba ahora cargada de ropa lavada y ayudaba a un hombre deforme de cabeza grave y rasgos groseros que me recordó el personaje de «Bertoldo» en la comedia italiana. Cuando llegué estaban limpiando las cabañas, agradablemente espaciadas entre la profusa vegetación. Era mediodía, y casi todas, con un último estallido de sus puertas persianas, se habían librado de sus ocupantes. Una pareja de ancianos momificados en un último modelo salía de uno de los garajes contiguos. En otro asomaba, como por una vaina, una carrocería roja; y cerca de nuestra cabaña, un joven fuerte y apuesto, de pelo negro y ojos azules, subía una heladera fuerte y portátil a su camioneta rural. Por algún motivo me dirigió una tímida sonrisa cuando pasé. Al frente, sobre la hierba, en la sombra ramificada de los árboles profusos, el San Bernardo vigilaba la bicicleta de su ama y no muy lejos una mujer joven, entregada a la vida de familia, había sentado a una criatura extasiada en el columpio y la mecía suavemente, mientras un celoso niño de dos o tres años incomodaba cuanto podía, procurando empujar o atraer la tabla del columpio hasta que al fin consiguió que lo golpeara y empezó a aullar, tendido de espaldas en la hierba, mientras su madre seguía sonriendo amablemente a ninguno de sus dos hijos. Recuerdo esas minucias con tanta claridad quizá porque había de revisar mis impresiones de cabo a rabo unos minutos después. Además, algo en mí permanecía alerta desde aquella terrible noche en Beardsley. De pronto quise sustraerme a la sensación de bienestar producida por mi caminata, por la joven brisa estival que envolvía mi cuello, el suave crujido de la granza húmeda, el jugoso depósito que al fin había conseguido succionar de un diente cariado y hasta el agradable peso de mis provisiones, que la condición de mi corazón no debía permitirme llevar. Pero aun esa mísera bomba mía parecía trabajar apaciblemente, y me sentí adolori d’amoureuse largueur, para citar al viejo Ronsard, cuando llegué a la cabaña donde había dejado a mi Dolores.

Con gran sorpresa, la encontré vestida. Estaba sentada al borde de la cama, con pantalones y blusa, y me miró como sin reconocerme. La brevedad de su blusa parecía destacar, más que disimular, la línea suave y audaz de sus pechos pequeños, y esa audacia me irritó. No se había lavado, pero tenía los labios recién pintados, aunque muy al descuido, y sus dientes anchos brillaban como marfil manchado de vino. Parecía encendido por una llama diabólica que nada tenía que ver conmigo.

Dejé mi pesado envoltorio y miré los tobillos desnudos de sus pies con sandalias, después su cara inocente, después otra vez sus pies pecaminosos.

—Has salido —dije.

Había granos de granza en sus sandalias.

—Acabo de levantarme —contestó—. He salido un segundo —agregó, interceptando mi mirada a sus pies—. Quería verte regresar.

Advirtió las bananas y se dirigió hacia la mesa.

¿Qué sospecha especial se insinuaba en mí? Ninguna, en verdad… Pero esos ojos melancólicos, cándidos, esa tibieza singular que manaba de ella… No dije nada. Miré los meandros del camino, tan distintos en el marco de la ventana. Quien deseara traicionar mi buena fe habría encontrado espléndida esa vista. Con apetito creciente, Lo se dedicó a las frutas. Súbitamente, recordé la sonrisa propiciatoria de Johnny, el vecino de la camioneta. Salí precipitadamente. Todos los automóviles habían desaparecido, salvo su camioneta. Su mujer encinta subía en ella con su criatura y el otro niño, más o menos inválido.

—¿Qué pasa, a dónde vas? —gritó Lo desde la entrada.

No dije nada. Empujé su blandura dentro del cuarto y la seguí. Le arranqué la blusa. Desnudé el resto de su persona. Le quité las sandalias. Pero el olor que busqué en toda ella era tan leve que no podía discernirse del antojo de un maniático.