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Cuando la novia es una viuda y el novio un viudo, cuando la primera ha vivido en esa ciudad pequeña unos dos años y el segundo apenas un mes; cuando monsieur quiere acabar con el maldito asunto lo antes posible y madame consiente con una sonrisa tolerante, la boda es por lo común un acontecimiento «tranquilo». La novia puede prescindir de la diadema de azahares para sujetarse el velo consabido, no lleva una orquídea blanca en el libro de misa. La hija de la novia podría agregar —en este caso— un toque de vivido bermellón al enlace de H. y H. Pero yo sabía que aún no me atrevería a mostrarme demasiado efusivo con Lolita, y así coincidí en que no valía la pena hacer venir a la niña de su querido campamento.
Para las cosas de la vida cotidiana, mi soi-disant apasionada y solitaria Charlotte, era materialista y trivial. Además, descubrí que si bien no podía dominar su corazón y sus gritos, era una mujer de principios. En seguida de ser más o menos mi amante (a pesar de los estimulantes, un nervioso, angustiado «chéri» —¡un heroico chéri!— tuvo ciertas dificultades iniciales, ampliamente compensadas por una exhibición fantástica de ternuras europeas), la buena Charlotte me interrogó acerca de mis relaciones con Dios. Pude responderle que en cuanto a eso, mi espíritu estaba en blanco; en cambio dije —rindiendo tributo a una piadosa trivialidad— que creía en un espíritu cósmico. Mirándose las uñas, Charlotte me preguntó además si no había en mi familia una ascendencia extraña. Le respondí preguntándole a mi vez si se hubiera casado conmigo de haber sido mi abuelo materno, por ejemplo, turco. Dijo que eso no importaba en absoluto, pero si alguna vez descubría que yo no creía en nuestro Dios cristiano, se suicidaría. Lo dijo con tal solemnidad que me hizo estremecer. Fue entonces cuando supe que era una mujer de principios.
Oh, Charlotte era muy amable: decía «perdón» si un leve hipo interrumpía el flujo de sus palabras, y cuando hablaba con sus amigas me llamaba «el señor Humbert». Pensé que le agradaría verme entrar en su comunidad aureolado por cierto encanto. El día de nuestras bodas apareció un articulillo en las Noticias Sociales de Ramsdale Journal, con una fotografía de Charlotte —una ceja alzada— y una errata en su nombre («Hazer»). A pesar de este contretemps, la publicidad caldeó el hornillo de porcelana de su corazón e hizo que los cascabeles de mi cola sonaran con un ruido temible. Sumándose a las actividades religiosas y trabando relación con las madres más en vista de los compañeros de Lo, en el curso de unos veinte meses Charlotte había llegado a ser una ciudadana aceptable, si no prominente, pero nunca se había visto asociada en situación tan prestigiosa. Y fui yo quien me hice llamar Edgar H. Humbert (agregué el «Edgar» sólo porque se me antojó «escritor y explorador»). El hermano de McCoo, cuando tomó nota del dato, me preguntó qué había escrito. Cuanto le dije fue: «Varios libros sobre Peacock y Rainbow, y otros poetas». Se dijo también que Charlotte y yo nos conocíamos desde hacía varios años, y que yo era un pariente lejano de su primer marido. Insinué que había tenido algo que ver con ella trece años antes, pero la prensa no mencionó ese dato. Dije a Charlotte que las columnas de los diarios deben contener un cúmulo de errores.
Sigamos con mi curioso relato. Cuando debí gozar de mi promoción de inquilino a amante, ¿experimenté sólo amargura y repulsión? No. El señor Humbert confiesa cierta titilación de su vanidad, una débil ternura, hasta una especie de remordimiento que corrió oscuramente por el acero de su daga confabulada. Nunca había pensado que la señora Haze, más bien ridícula, pero más bien «atractiva», con su ciega fe en la sabiduría religiosa y el club del libro, su lenguaje afectado, su actitud dura, fría y desdeñosa con una adorable niña de brazos aterciopelados, pudiera convertirse en una criatura tan conmovedora e indefensa cuando puse mis manos sobre ella, cosa que ocurrió en el umbral del cuarto de Lolita, mientras ella retrocedía temblorosa, repitiendo «No, no, no, por favor…».
El cambio mejoró su aspecto. Su forzada sonrisa se transformó desde entonces en el resplandor de una adoración profunda: un resplandor que tenía algo suave y húmedo y en el cual reconocí, asombrado, cierto parecido con la mitad encantadora, vacía, perdida de Lo cuando saboreaba una nueva clase de helado o cuando admiraba en silencio mis trajes caros e impecables. Hondamente fascinado, observaba a Charlotte cuando intercambiaba preocupaciones maternas con otras damas y hacía esa mueca nacional de resignación femenina (ojos en blanco, boca torcida), cuya versión infantil también había visto en la propia Lo. Bebimos unos tragos antes de volver a casa y con su ayuda pude evocar a la hija mientras acariciaba a la madre. Ese era el blanco vientre dentro del cual mi nínfula había sido un pececillo curvado en 1934. Ese pelo cuidadosamente teñido, tan estéril para mi olfato y mi tacto, adquiría en ciertos momentos, bajo la luz junto a la cama, el matiz si no la contextura de los rizos de Lo. Mientras manejaba a mi flamante esposa me repetía que biológicamente eso era lo más parecido a Lolita que podía conseguir; que a la edad de Lolita, Lotte había sido una colegiala tan deseable como su hija y como algún día lo sería la hija de Lolita. Mi mujer había desenterrado debajo de una colección de zapatos (el señor Haze parecía tener pasión por ellos) un álbum de más de treinta años para que pudiera ver a Lotte cuando era una niña. Y a pesar de la mala iluminación y los vestidos sin gracia, pude esbozar una primera versión de las piernas, las mejillas, la nariz respingada de Lolita. Lottelita, Lolitchen.
Así atisbé, a través de la barrera de los años, en oscuros ventanucos. Y cuando por medio de caricias lamentablemente ardientes, puerilmente lascivas, ella, la de nobles pezones y muslos macizos, me preparaba para el cumplimiento de mis deberes nocturnos, lo que yo procuraba recoger con desesperación era el aroma de una nínfula mientras ladraba entre el sotobosque de oscuras selvas marchitas.
No puedo decir qué amable, qué conmovedora era mi pobre mujer. Durante el desayuno en la cocina de luminosidad deprimente, con su brillo niquelado y su almanaque y su coqueto rincón para el desayuno (que simulaba la confitería donde se arrullaban Charlotte y Humbert en sus días de colegio), se sentaba envuelta en su bata roja, el codo sobre la mesa cubierta de plástico, la mejilla en el puño, y me observaba con ternura intolerable mientras yo consumía mi jamón con huevos. La cara de Humbert podía crisparse de neuralgia, pero a los ojos de Charlotte rivalizaba en belleza y animación con el sol y las sombras de las hojas que temblaban sobre el blanco de la heladera. Mi exasperación solemne era para ella el silencio del amor. Mis módicos ingresos sumados a los suyos, aún más modestos, le parecían toda una fortuna, no porque la suma resultante alcanzara ahora para casi cubrir todas las necesidades hogareñas, sino porque hasta mi dinero brillaba ante sus ojos con la magia de mi virilidad, y veía nuestra cuenta común como una de esas avenidas sureñas que al mediodía tienen una sombra intensa a un lado y una luz suave al otro, hasta que se pierden en la lejanía, donde asoman montañas rosadas.
En los cincuenta días de nuestra cohabitación, Charlotte concentró las actividades de otros tantos años. La pobre mujer se ajetreó con un montón de cosas que había olvidado mucho antes o que no le habían interesado mucho, como si (para prolongar estas entonaciones proustianas) mi casamiento con la madre de la niña que amaba hubiera permitido a mi mujer readquirir por poder una abundancia de juventud. Con el celo de una joven desposada, empezó a «embellecer el hogar». Yo me había aprendido de memoria cada grieta de ese hogar —desde los días en que seguía mentalmente, desde mi silla, cada paso de Lolita por la casa—, y me sentía unido a él, a su fealdad y suciedad mismas, por una relación emocional. Y ahora sentía casi que el desdichado habitáculo se estremecía en su temor al baño de masilla y pintura que Charlotte pensaba darle. Nunca fue tan lejos, gracias a Dios, pero gastó energías tremendas lavando visillos, encerando persianas venecianas, comprando nuevos visillos y nuevas persianas, devolviéndolas a la tienda, reemplazándolas por otras, etcétera, en un constante claroscuro de sonrisas y ceños fruncidos, dudas y malhumores. Chapaleaba en cretonas y chinzes, cambiaba los colores del sofá (el sagrado sofá donde una burbuja paradisíaca había estallado en mí). Cambió de lugar los muebles y se mostró encantada al descubrir en un tratado doméstico que «es posible separar un par de sofás y sus lámparas respectivas». Juntamente con los autores de Tu casa eres tú, desarrolló un odio tremendo contra cierto tipo de sillas y mesas pequeñas. Creía que un cuarto con una profusión generosa de vidrio y recios paneles de madera era un ejemplo del tipo de cuarto masculino, mientras que el femenino se caracterizaba por las ventanas y el maderamen más leves. Las novelas que la veía leer en la época de mi llegada fueron reemplazadas por catálogos ilustrados y guías domésticas. Encargó en una tienda situada en la calle Roosevelt, 4640, Filadelfia, un «colchón con forro de damasco» para nuestro lecho matrimonial (aunque el colchón viejo me parecía bastante resistente y duradero para el peso que debía soportar).
Su medio natural era el oeste —como el de su difunto marido— y todavía no había visto bastante en la recatada Ramsdale, la perla de un estado del este, para conocer a todas las personas inobjetables. Conocía superficialmente al jovial dentista que vivía en una especie de castillo desvencijado de madera, detrás de nuestro jardín. Durante un té en la iglesia había conocido a la mujer del dueño del horror «colonial» situado en la esquina de la avenida. De cuando en cuando, se visitaba con la señorita Vecina; pero la mayoría de las matronas patricias que Charlotte visitaba o encontraba en las funciones al aire libre o a quienes telefoneaba —damas tan exquisitas como la señora Glave, la señora Sheridan, la señora MacCrystal, la señora Knight y otras—, muy pocas veces visitaban a mi olvidada esposa. En verdad, la única pareja con la cual tenía relaciones de verdadera cordialidad, desprovista de toda arrière-pensée o intenciones prácticas, eran los Farlow, que acababan de volver de un viaje de negocios a Chile justo a tiempo para asistir a nuestra boda, con los Chatfield, los McCoo y unos pocos más (pero no la señora Jork o la Talbot, más orgullosa todavía). John Farlow era un hombre de edad media, apacible, apaciblemente atlético, apaciblemente afortunado en su corretaje de artículos deportivos, que tenía una oficina en Parkington, a cuarenta millas de Ramsdale: fue él quien me dio los cartuchos para el Colt y me enseñó a usarlo, durante una excursión dominical por el bosque. Además, era lo que él mismo llamaba un abogado ocasional y había manejado algunos negocios de Charlotte. Jean, su joven mujer (y prima hermana), era una muchacha de miembros largos y anteojos de arlequín, con dos perros boxer, dos pechos puntiagudos y una gran boca roja. Pintaba —paisajes y retratos— y recuerdo nítidamente que alabé, mientras bebíamos unos cocktails, el retrato que había hecho de una sobrina suya, la pequeña Rosaline Honeck, un encanto de uniforme de girl-scout, con birrete verde, cinturón verde, encantadores rizos hasta los hombros. Y John dijo que era una lástima que Dolly (mi Lolita) y Rosaline se llevaran tan mal en la escuela pero que esperaba regresaran del campamento. Hablamos de la escuela. Tenía sus defectos, tenía sus virtudes.
—Desde luego, casi todos los comerciantes son aquí italianos —dijo John—, pero por otro lado…
—Desearía que Dolly y Rosaline pasaran juntas todo el verano —lo interrumpió Jean, riendo.
Súbitamente imaginé a Lo volviendo del campamento —tostada, tibia, somnolienta, drogada—, y casi lloré de pasión e impaciencia.