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Repaso una y otra vez esos míseros recuerdos y me pregunto si fue entonces, en el resplandor de aquel verano remoto, cuando empezó a hendirse mi vida. ¿O mi desmedido deseo por esa niña no fue sino la primera muestra de una singularidad inherente? Cuando procuro analizar mis propios anhelos, motivaciones y actos, me rindo ante una especie de imaginación retrospectiva que atiborra la facultad analítica que con infinitas alternativas bifurca incesantemente cada rumbo visualizado en la perspectiva enloquecedoramente compleja de mi pasado. Estoy persuadido, sin embargo, de que en cierto modo fatal y mágico, Lolita empezó con Annabel.

Sé también que la conmoción producida por la muerte de Annabel consolidó la frustración de ese verano de pesadilla y la convirtió en un obstáculo permanente para cualquier romance ulterior, a través de los fríos años de mi juventud. Lo espiritual y lo físico se habían fundido en nosotros con perfección tal que no puede sino resultar incomprensible para los jovenzuelos materialistas, rudos y de mentes uniformes, típicos de nuestro tiempo. Mucho después de su muerte sentía que sus pensamientos flotaban en torno a los míos. Antes de conocernos ya habíamos tenido los mismos sueños. Comparamos anotaciones. Encontramos extrañas afinidades. En el mismo mes de junio del mismo año (1919), un canario perdido había revoloteado en su casa y la mía, en dos países vastamente alejados. ¡Ah, Lolita, si tú me hubieras querido así!

He reservado para el desenlace de mi fase «Annabel» el relato de nuestra cita infructuosa. Una noche, Annabel se las compuso para burlar la viciosa vigilancia de su familia. Bajo un macizo de mimosas nerviosas y esbeltas, al fondo de su villa, encontramos amparo en las ruinas de un muro bajo, de piedra. A través de la oscuridad y los árboles tiernos, veíamos arabescos de ventanas iluminadas que, retocadas por las tintas de colores del recuerdo sensible, se me aparecen hoy como naipes —acaso porque una partida de bridge mantenía ocupado al enemigo—. Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro contra el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables piernas vivientes, no estaban muy juntas y cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada. Estaba sentada algo más arriba que yo, y cada vez que en su solitario éxtasis se abandonaba al impulso de besarme, inclinaba la cabeza con un movimiento muelle, letárgico, como de vertiente, que era casi lúgubre, y sus rodillas desnudas apretaban mi mano para soltarla de nuevo; y su boca temblorosa, crispada por la actitud de alguna misteriosa pócima, se acercaba a mi rostro con intensa aspiración. Procuraba aliviar el dolor del anhelo restregando ásperamente sus labios secos contra los míos; después mi amada se echaba atrás con una sacudida nerviosa de la cabeza, para volver a acercarse oscuramente, alimentándome con su boca abierta; mientras, con una generosidad pronta a ofrecérselo todo, yo le hacía tomar el cetro de mi pasión.

Recuerdo el perfume de ciertos polvos de tocador —creo que se los había robado a la doncella española de su madre—: un olor a almizcle dulzón. Se mezcló con su propio olor a bizcocho y súbitamente mis sentidos se enturbiaron. La repentina agitación de un arbusto cercano impidió que desbordaran, y mientras ambos nos apartábamos, esperando con un dolor en las venas lo que quizá no fuera sino un gato vagabundo, llegó de la casa la voz de su madre que la llamaba —con frenesí que iba en aumento— y el doctor Cooper apareció cojeando gravemente en el jardín. Pero ese macizo de mimosas, el racimo de estrellas, la comezón, la llama, el néctar y el dolor quedaron en mí, y a partir de entonces ella me hechizó, hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra.