17
¡Señores del jurado! No puedo asegurar que ciertas nociones relativas al asunto en mano —si puedo acuñar tal expresión— no hayan pasado antes por mi mente. Mi mente no las retuvo en ninguna forma lógica o en cualquier relación determinada con ocasiones definitivamente recogidas; pero no puedo asegurar —permítaseme repetirlo— que no haya jugado con ellas (para crear otra expresión) en la bruma de mis pensamientos, en la negrura de mi pasión. Pudo haber momentos —debió haberlos, si es que conozco a mi Humbert— en que consideré la idea de casarme con una viuda madura (o sea Charlotte Haze) sin ningún pariente en el vasto mundo gris, sólo para seguir junto a su hija (Lo, Lola, Lolita). Y aun estoy dispuesto a decir a mis atormentadores que quizá una o dos veces eché una fría mirada apreciativa a los labios coralinos, al pelo bronceado, al cuello (peligrosamente flojo) de Charlotte, y procuré vagamente incluirla en un sueño plausible. Lo confieso bajo tortura. Tortura imaginaria, pero tanto más horrible. Quisiera poder divagar y contar más acerca del pavor nocturnus que me perseguía horriblemente cuando un término cualquiera me impresionaba en el curso de las desordenadas lecturas de mi adolescencia, términos tales como peine forte et dure (¡qué genio del dolor debió inventar eso!) o el terrible, misterioso, insidioso «trauma», «hecho traumático». Pero mi narración ya es bastante caótica.
Un rato después, rompí la carta y me marché a mi cuarto, y reflexioné, y me revolví el pelo, y me puse la bata púrpura, y me quejé con los dientes apretados, y súbitamente… súbitamente, señores del jurado, esbocé una sonrisa dostoievskiana que alboreó (a través de la mueca que torcía mis labios) como un sol distante y terrible. Imaginé (bajo condiciones de nueva y perfecta visibilidad) todas las caricias fortuitas que el marido de su madre podría derrochar en Lolita. La apretaría contra mí tres veces por día… todos los días. Todas mis perturbaciones acabarían, sería un hombre sano. «Sostenerte levemente sobre una suave rodilla y depositar en tu blanda mejilla el beso de un padre…». ¡Cuánto ha leído Humbert!
Después, con toda la cautela posible, en puntas de pie mentales, por así decirlo, conjuré la imagen de Charlotte como compañera posible. Por Dios, quizá fuera capaz de brindarle ese pomelo económicamente dividido, ese desayuno sin azúcar.
Humbert Humbert, sudando bajo la violenta luz blanca, sacudido, aturdido por los gritos de los policías sudorosos, está dispuesto ahora a hacer una nueva declaración (quel mot) volviendo del revés su conciencia y rasgando su forro más íntimo. No planeaba casarme con la pobre Charlotte para eliminarla de algún modo vulgar, feroz y peligroso; por ejemplo, echando cinco tabletas de bicloruro de mercurio en su aperitivo. Pero en mi cerebro resonante y nublado se insinuó un pensamiento farmacopeico, delicadamente relacionado con esa idea. ¿Por qué limitarme a la modesta caricia enmascarada que ya había intentado? Otras imágenes de deseo se presentaron ante mí, sonrientes, fluctuantes. Me vi administrando una poderosa pócima soporífera a madre e hija para acariciar a la última durante toda la noche, con perfecta impunidad. La casa estaba llena de los ronquidos de Charlotte, mientras Lolita apenas respiraba al dormir, tan quieta como una niña pintada. «Mamá, juro que Kenny no me tocó siquiera». «O tú mientes, Dolores Haze, o fue un íncubo». No, no iría tan lejos.
Así urdía y soñaba Humbert el íncubo, y el rojo sol del deseo y la decisión (las dos cosas que crean un mundo viviente) estaba cada vez más alto, mientras en una sucesión de balcones una sucesión de libertinos con vasos centelleantes en las manos brindaban por la maravilla del pasado y las noches futuras. Después, metafóricamente, arrojé el vaso e imaginé, lleno de osadía (pues esas visiones me habían embriagado, sacudiendo la quietud de mi naturaleza), cómo podía extorsionar —no, esta es una palabra demasiado fuerte—, cómo podía persuadir a Haze, amenazando a esa pobre paloma enamorada con abandonarla si trataba de impedirme que jugara con mi hijastra legal. En una palabra, ante una oferta tan sorprendente, ante semejante variedad y vastedad de alternativas, me sentía tan indefenso como Adán en la preexhibición de historia oriental primitiva, reflejada en su huerto de manzanos…
Y ahora, tomemos en cuenta esta importante observación: el artista que hay en mí ha cedido paso al caballero. Sólo con gran esfuerzo de voluntad, he conseguido ajustar el estilo de estas memorias al tono del diario que llevaba cuando la señora Haze no era sino un obstáculo para mí. Ese diario mío ya no existe; pero he considerado que mi deber es preservar su entonación, por falsa y brutal que ahora me parezca. Por fortuna, mi historia ha llegado a un punto en que puedo dejar de insultar a la pobre Charlotte en consideración a la verosimilitud retrospectiva.
Deseoso de evitar a la pobre Charlotte dos o tres horas de expectativa en un camino sinuoso (y quizás, un golpe en la cabeza que esfumaría nuestros diferentes sueños), hice un concienzudo pero inútil intento de comunicarme telefónicamente con ella, en el campamento. Había salido media hora antes; como me comunicaron con Lo, le dije —temblando y exaltado por mi dominio sobre el destino— que iba a casarme con su madre. Tuve que repetirlo dos veces, porque algo le impedía prestarme atención. «Fenómeno —dijo riendo—. ¿Cuándo es la cosa? Un momento… el cachorro… un perrito se lleva mi calcetín. Oye…». Y agregó que pensaba divertirse mucho. Al colgar comprendí que un par de horas en ese campamento habían bastado para borrar con nuevas impresiones de la mente de Lolita la imagen del apuesto Humbert Humbert. Pero ¿qué importaba, ahora? La haría volver no bien pasara un lapso decente después de la boda. «La flor de azahar apenas se había marchitado sobre la tumba…», como podría decir un poeta. Pero no soy poeta. No soy más que un registrador muy consciente.
Cuando Louise se marchó, revisé la heladera y habiéndola encontrado demasiado puritana, fui a la ciudad y compré la mejor comida que encontré. También compré una buena bebida y dos o tres clases de vitaminas. Estaba casi seguro de que con la ayuda de esos estimulantes y mis recursos naturales compensaría cualquier dificultad con que podía tropezar mi indiferencia, urgida a demostrar un ardor poderoso e impaciente. Una vez más, el ingenioso Humbert evocó a Charlotte vista en el caleidoscopio de una imaginación viril. Estaba bien formada y se cuidaba mucho, eso no podía negarse, y era la hermana mayor de mi Lolita —me aferraba a esa idea, pero visualizaba con demasiada realidad sus ancas pesadas, sus rodillas redondas, el busto maduro, la áspera piel rosada del cuello («áspera» en comparación con la miel y la seda) y todo el resto de esa cosa lamentable y chata que es «una mujer atractiva».
El sol giró como siempre en torno a la casa, mientras la tarde maduró en ocaso. Tomé un trago. Y otro. Y otro más. Gin con jugo de ananás, mi mezcla favorita, siempre redobla mis energías. Resolví ocuparme de nuestro descuidado terreno. Une petite attention. Estaba lleno de maleza y un maldito perro —odio a los perros— había ensuciado las piedras chatas donde en algún tiempo hubo un reloj de sol. El gin y Lolita bailaban en mí, y estuve a punto de caer sobre las sillas plegadizas que intenté abrir. ¡Cebras encarnadas! Hay algunos eructos que suenan como salvas… por lo menos los míos. Una vieja cerca, al fin del jardín, nos separaba de las lilas y los depósitos de basuras del vecino; pero no había nada entre el frente de nuestro jardín (que formaba un declive a un lado de la casa) y la calle. Por lo tanto, podía atisbar (con la actitud de quien lleva a cabo una buena acción) el regreso de Charlotte: había que arrancar en seguida esa muela. Mientras impulsaba la guadaña —pedazos de hierba remolineando en el sol bajo—, no perdía de vista esa parte de la calle suburbana. Aparecía bajo una bóveda de árboles inmensos, bajaba hacia nosotros, abruptamente, más allá de la casa de ladrillos y enredaderas de la anciana señorita Vecina y su empinado jardín (mucho más cuidado que el nuestro), para desaparecer tras nuestra entrada, que yo no podía ver desde donde trabajaba, entre dichos eructos. Acabé con la maleza. Dos niñas, Marión y Mabel, cuyas idas y venidas había seguido mecánicamente (pero ¿quién podía reemplazar a mi Lolita?), se dirigieron hacia la avenida (desde la cual fluía nuestra calle), una empujando su bicicleta, ambas hablando a gritos con sus voces soleadas. Leslie, el jardinero y chófer de la anciana Vecina, un negro muy amable y atlético, me sonrió desde lejos y gritó y volvió a gritar y comentó con ademanes que esa tarde estaba yo muy activo. El cuzco de nuestro vecino, el ropavejero, corrió tras un automóvil azul…, pero no era el de Charlotte. La más bonita de ambas niñas, Mabel, creo —pantalones cortos, corpiño con poco que sostener, pelo brillante, una verdadera nínfula—, volvió corriendo por la calle e hizo un bollo con su bolsa de papel; el frente de la residencia de los Humbert la ocultó de ese viejo verde… De la penumbra de la avenida arbolada irrumpió una camioneta arrastrando sobre el techo algunas hojas antes de que las sombras se cerraran, y se bamboleó con ritmo absurdo; su conductor tenía la mano izquierda apoyada sobre el techo, y el perro ropavejero corría al vehículo. Hubo una pausa sonriente y de pronto el corazón me saltó en el pecho cuando presencié el regreso del sedán azul. Lo vi deslizarse por la pendiente y desaparecer tras la esquina de la casa. Vislumbré su pálido perfil sereno. Se me ocurrió que Charlotte no podía saber si me había marchado antes de subir las escaleras. Un minuto después, con expresión de gran angustia, se asomó para descubrirme desde la ventana del cuarto de Lo. Subí corriendo las escaleras y pude llegar al cuarto antes de que saliera.