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Ahora, al recorrer las páginas que siguen, el lector deberá tener presente no sólo el circuito general esbozado más arriba, con sus muchos desvíos y guaridas para turistas, sino también el hecho de que lejos de ser una indolente partie de plaisir nuestra gira era un duro, retorcido desarrollo teológico, cuya única raison d’étre (esos clichés franceses son sintomáticos) era mantener a mi compañera en un humor aceptable, entre beso y beso.

Hojeando ese libro de viajes destrozado, evoco confusamente ese Jardín Magnolia, en un estado sureño, que me costó cuatro dólares y que, según el anuncio del libro, debe visitarse por tres razones: porque John Glasworthy (un escritor de mala muerte, pesado como una piedra) lo aclamó como el jardín más encantador del mundo; porque en 1900 la Guía Baedeker lo señaló con una estrella; y por fin, porque… oh, lector, mi lector, adivínalo… porque las niñas (y por Júpiter, ¿no era mi Lolita una niña?) «caminarán con ojos como estrellas, llenas de reverencia, por ese anticipo del cielo, absorbiendo una belleza que influirá sobre su vida toda».

—No sobre la mía —dijo acerbamente Lo, sentándose en un banco con los suplementos de dos diarios dominicales en su regazo encantador.

Pasamos y repasamos por toda la gama de restaurantes camineros de los Estados Unidos, desde el humilde oeste con la cabeza de ciervo (oscura huella de larga lágrima en el ángulo del ojo), tarjetas postales «humorísticas» del tipo «Kurort» posterior, fichas de huéspedes empaladas, visiones de helados celestiales, media torta de chocolate bajo una campana de vidrio y varias moscas horriblemente experimentadas, zigzagueando sobre la azucarera, en el innoble mostrador, hasta los lugares caros, con luces amortiguadas, manteles de absurda pobreza, mozos ineptos (expresidiarios o alumnos secundarios), la espalda ruana de una actriz de cine, las cejas como piel de marta de su galán del momento y una orquesta con trompetas.

Inspeccionamos la estalagmita más grande del mundo en una cueva donde tres estados sureños celebran una reunión de familia; admisión según la edad; adultos, un dólar; menores, dieciséis céntimos. Un obelisco de granito que conmemora la batalla de Blue Licks (huesos viejos y cerámica india en el museo inmediato): Lo, diez céntimos; muy razonable. La cabaña de troncos donde nació Lincoln. Un canto rodado, con una placa, en memoria del autor de Árboles (estamos ahora en Poplar Cove, N. C., a donde hemos llegado, por lo que mi amable, tolerante y, por lo común, contenido libro de viajes llama «un camino muy estrecho, en pésimo estado», cosa que suscribo). Desde una lancha manejada por un ruso blanco entrado en años, pero aún repulsivamente apuesto (un barón, según decían: las palmas de Lo estaban húmedas, ¡la muy tonta!), que había conocido en California al buen viejo Maximovich y a Valeria, pudimos distinguir la inaccesible «colonia de los millonarios» en una isla, un poco alejada de la costa de Georgia. Seguimos inspeccionando; una colección de tarjetas postales de hoteles europeos en un museo dedicado a curiosidades, en un lugar de Mississippi, donde reconocí con una cálida oleada de orgullo una fotografía en colores del Mirana paternal, sus toldos a rayas, su pabellón ondulado sobre las palmeras retocadas, «¿Y qué?», dijo Lo, mirando de reojo al dueño bronceado de un lujoso automóvil que nos había seguido hasta la Mansión de las Curiosidades. Reliquias de la era del algodón. Una selva en Arkansas y, sobre el hombro tostado de Lo, una hinchazón rosa-púrpura (obra de algún jején) cuyo veneno de hermosa transparencia extraje apretando con las largas uñas de mis pulgares, para succionar después hasta que manó su sabrosa sangre. La calle Bourbon (en una ciudad llamada Nueva Orleáns) en cuyas aceras, según el libro de viajes, «pueden encontrarse (me gustó ese “pueden”) chiquillas que consentirán (ese “consentirán” me gustó más) en zapatear por unos pocos céntimos» (qué divertido), mientras sus «abundantes y pequeños clubes nocturnos están atestados de visitantes» (malo…). Colecciones de tradiciones fronterizas. Casas de la preguerra con balcones de hierro y escaleras hechas a mano, por las cuales suelen bajar las damas del cinematógrafo (hombres tostados, lujoso technicolor) recogiéndose el frente de la falda de un modo peculiar, mientras la fiel negra mueve la cabeza en el descanso superior. La Menninger Foundation, una clínica psiquiátrica, sólo porque sí. Un pedazo de arcilla de hermosas erosiones; flores de yuca tan puras, tan sedosas, pero inmundas de moscas. Independence, Missouri, el punto inicial del Old Oregón Trail; y Abilene, Kansas, el hogar del Rodeo del Indómito Bill. Montañas distantes. Montañas cercanas. Más montañas, belleza azulada, nunca accesibles, o que se convierten cada vez en colinas desiertas; cadenas al sudeste, fracasos de altura como Alpes; grises colosos de piedra, veteados de nieve, que traspasan el cielo y el alma; picos inexorables que aparecen de improviso en un recodo de la carretera; enormidades arboladas, con un sistema de oscuros pinos netamente superpuestos, interrumpidos a veces por la pálida espuma de los álamos; formaciones rosadas y lilas, faraónicas, fálicas, «demasiado prehistóricas para las palabras». (Lo, hastiada) montes de lava negra; montañas de comienzos de primavera, con vello de elefante sobre sus crestas; montañas de fines de verano, gibosas, con sus pesados miembros egipcios plegados bajo pliegues de felpa pardusca comida por polillas; colinas de avena, manchadas por rotundos robles verdes; una última montaña bermeja con una rica alfombra de alfalfa a su pie.

Inspeccionamos también: el lago Little Iceberg, en algún lugar de Colorado, y los bancos de nieve, y las almohadillas de minúsculas flores alpinas, y más nieve, por la cual Lo, con gorra de pompón rojo, intentaba deslizarse chillando y bombardeada con bolas de nieve por algunos mozalbetes (se desquitó del mismo modo, comme on dit). Esqueletos de álamos quemados, manchas de flores azules. Los diversos pormenores de una excursión pintoresca. Centenares de excursiones pintorescas, miles de Riachuelos del Oso, Manantiales de Soda, Cañones Pintados. Texas, una llanura agostada. La Cámara de Cristal en la cueva más larga del mundo (unos niños menores de doce años, libres; Lo, una joven cautiva). Una colección de esculturas caseras de una dama local al término de la mísera mañana de un lunes, entre el polvo, el viento, la aridez. El Concepción Park, en una ciudad de la frontera mexicana, que no me atreví a cruzar. Aquí y allá, centenares de picaflores grises entre el polvo, sorbiendo en la garganta de flores difusas. Shakespeare, una ciudad fantasma en Nuevo México, donde el perverso ruso Bill fue colgado hace setenta años. Criaderos de peces. Casas rupestres. La momia de un niño (contemporáneo indio de Florentine Bea). Nuestro vigésimo Cañón del Infierno. Nuestro quincuagésimo Portal hacia cualquier cosa, fide el libro de viajes, cuya cubierta había desaparecido por entonces. Siempre los mismos tres viejos, con sombreros y tirantes, disipando la tarde estival bajo los árboles, junto a la fuente pública. Un latido en mi ingle. Una visita a través del vaho azulino, más allá de la barandilla en un paso de montaña, y las espaldas de una familia que disfrutaba del espectáculo (y el cálido, feliz, vehemente, intenso, esperanzado, desesperado susurro de Lo: «¡Mira, los McCrystal, por favor, hablémosles, por favor!…». Hablémosles, por favor, lector). Danzas ceremoniales indias, estrictamente comerciales. ARTES: American Refrigerator Transit Company. Obvia Arizona, casas pueblerinas, pictografías aborígenes, huella de un dinosaurio en un cañón desierto, impresa hace treinta millones de años, cuando yo era un niño. Un muchacho flaco, pálido, de un metro con sesenta y con una nuez de Adán muy activa, que miraba de soslayo el diafragma dorado y desnudo de Lo (cinco minutos después fui yo quien la besó, Jack). Invierno en el desierto, primavera en la colina, almendro en flor. Reno, una melancólica ciudad de Nevada, de vida nocturna presuntamente «cosmopolita y refinada». Un viñedo en California, con una iglesia construida en forma de tonel. El Valle de la Muerte. El Castillo de Scotty. Obras de arte coleccionadas por un Rogers en un lapso de años. Villas horribles de hermosas actrices. La huella de R. L. Stevenson en un volcán extinguido. Misión Dolores: buen título para un libro. Festines de piedra arenisca trabajados por las mareas. Un hombre con un profuso ataque epiléptico en el Parque Nacional de Russian Gulch. El lago Crater, azul, azul. Un criadero de peces en Idaho y la Penitenciaría Nacional. El sombrío Yellowstone Park y sus coloridos manantiales calientes, sus géyseres niños, sus arco iris de fango burbujeantes. Una manada de antílopes en un refugio silvestre. Nuestra caverna número cien; adultos, un dólar; Lolita, cincuenta céntimos. Un castillo construido por una marquesa francesa en N. D. El Palacio del Maíz en S. D.; inmensas cabezas de presidentes labradas en montañas de granito. Un zoológico en Indiana, donde un montón de monos vivía en una réplica de cemento de la carabela de Cristóbal Colón. Billones de mariposas muertas, semimuertas, con olor a pescado, en cada vidriera de cada restaurante a lo largo de una melancólica playa de arena. Gordas gaviotas en grandes piedras, vistas desde el ferryboat Ciudad de Cheboygan, cuyo humo pardo y lanoso se arqueaba y se hundía en la verde sombra que arrojaba sobre las aguamarinas del lago. Un hotelucho cuyo tubo de ventilación pasaba bajo la cloaca de la ciudad. La casa de Lincoln, vastamente espuria, con libros íntimos y muebles antiguos que la mayoría de los visitantes aceptaban reverentes como objetos personales.

Tuvimos altercados importantes y triviales. Los más serios ocurrieron en Lacework Cabins, Virginia; en Park Avenue, Little Rock, cerca de una escuela; en el paso Milner, a tres mil metros de altura, en Colorado; en la esquina de la calle 7 y la Avenida Central de Phoenix, Arizona; en la calle 3 de Los Ángeles, porque ya habían vendido todas las entradas para cierto espectáculo; en un hotelillo llamado «Sombra de álamos», en Utah, donde seis árboles menores de edad eran apenas más altos que mi Lolita, y cuando ella preguntó, à propos de rien, cuánto tiempo seguiríamos viviendo en cabañas hediondas, sin conducirnos nunca como personas comunes. En N. Broadway, Burns, Oregón, esquina de W. Washington, frente a Safeway, una confitería. En una aldea del Valle del Sol, Idaho, frente a un hotel de ladrillos, ladrillos pálidos y ruborizados agradablemente mezclados, con un álamo al frente que arrojaba sus líquidas sombras sobre el Honour Roll local. En medio de los precarios matorrales de un páramo, entre Pinedale y Farson. En algún lugar de Nebraska, en la calle principal, cerca del First National Bank, fundado en 1889, con la vista de un ferrocarril que cruzaba la perspectiva de la calle, a lo lejos los blancos tubos de órgano de un silo múltiple. Y en la esquina de la calle McEmen y la calle Wheaton, en una ciudad de Michigan que llevaba su nombre.

Llegamos a conocer a los curiosos especímenes que se encuentran junto a los caminos, el hombre del levante, el Hommo pollex de la ciencia, con todas sus muchas subespecies y formas: el modesto soldado que espera tranquilamente; tranquilamente consciente de la atracción viática de su kaki; el escolar que desea viajar dos cuadras; el asesino que desea viajar dos mil millas; el caballero misterioso, inquieto, maduro, de maleta flameante y bigotito recortado; un trío de mexicanos optimistas; el estudiante secundario que ostenta la mugre de sus tareas campestres de vacaciones con el mismo orgullo que el nombre del famoso colegio dispuesto en arco en su camisa, la dama desesperada cuya batería acaba de descargarse; los jóvenes animales de rasgos nítidos, pelo brillante, ojos evasivos, caras blancas, chaquetas y camisas chillonas, que adelantan vigorosamente, casi priápicamente, sus pulgares rígidos para tentar a las mujeres solitarias, o a oscuros viajeros de gustos extraños.

«Llevémoslo», solía suplicar Lo, restregando sus rodillas de un modo peculiar, cuando algún pollex particularmente repulsivo, algún hombre de mi edad y espaldas anchas, con la face à claques de un actor sin empleo, caminaba hacia atrás, casi bajo las ruedas de nuestro automóvil.

Oh, tenía que vigilar con ojos atentos a Lo, a la voluble Lolita… Quizá a causa del constante ejercicio amoroso, a pesar de su aspecto infantil, irradiaba cierto lánguido fulgor que provocaba en los tipos de las estaciones de servicio, en los mozos de hotel, en los dueños de automóviles lujosos, en los jovenzuelos tostados junto a piletas azulinas estallidos de concupiscencia que habrían acicateado mi orgullo de no haber lacerado mis celos. Pues Lolita tenía conciencia de ese fulgor suyo, y solía pescarla coulant un regard hacia algún macho atractivo, algún mono grasiento de musculosos brazos dorados y con reloj pulsera en el puño, y no bien volvía mi espalda para comprar a Lo un caramelo, oía que ella y el rubio mecánico estallaban en una perfecta canción de risas amorosas.

Durante nuestras paradas más prolongadas, cuando descansaba después de una mañana particularmente violenta y la bondad de mi corazón apaciguado me había inducido a permitirle —¡indulgente Hum!— una visita al jardín o la biblioteca infantil, en la acera opuesta, en compañía de la fea Mary y el hermano de Mary (ocho años), ambos hijos de nuestro vecino de acoplado, Lo volvía una hora después, mientras Mary, descalza, arrastrándose bastante más lejos, y el chiquillo aparecían metamorfoseados en dos rubios horrores de la escuela secundaria, todo músculo y gonorrea. Mi lector podrá imaginar muy bien cuál era mi respuesta cuando —con bastante timidez, lo admito— Lo me preguntaba si podía ir con Carl y Al a la pista de patinaje.

Recuerdo la primera vez, una tarde polvorienta y ventosa, que la dejé ir a la pista. Cruelmente, dijo que no sería divertido si yo la acompañaba, ya que esa parte del día se reservaba a los menores de edad. Concertamos un pacto: me quedé en el automóvil, entre otros automóviles (vacíos) con sus hocicos vueltos hacia la pista al aire libre con techo de lona, donde unos cincuenta jóvenes, casi todos en parejas, daban vuelta tras vuelta al compás de una música mecánica. El viento plateaba los árboles. Dolly usaba blue jeans y botines blancos, como casi todas las niñas. Yo contaba las revoluciones de la multitud sobre patines, cuando de pronto la perdí de vista. Cuando volvió a pasar, estaba con tres muchachones, los cuales un momento antes —yo los había escuchado desde fuera— habían analizado a las niñas patinadoras, se habían burlado de una encantadora jovencita de piernas desnudas que había aparecido con faldas rojas, y no con esos pantalones o blue jeans.

En las estaciones de la policía caminera al entrar en Arizona o California, el primo de un policía solía mirarnos con tal intensidad que mi pobre corazón desfallecía. «¿Solitos?», preguntaba, y cada vez mi dulce tontuela reía. Aún conservo, vibrando en mi nervio óptico, visiones de Lo a caballo, un eslabón en la cadena de una excursión guiada a través de un sendero para jinetes: Lo se mecía al tronco de su cabalgadura, una vieja cabalgadura al frente y un ranchero atildado y obsceno, de pescuezo rojo, iba detrás; y yo tras él, odiando su gorda espalda de camisa floreada con más violencia con que un conductor odia a un camión lento en un camino de montaña. O bien, en un refugio para esquiadores, la veía alejarse flotando, celestial y solitaria, en un etéreo telesilla, cada vez más alto, hasta una cumbre centelleante donde alegres atletas tomados del talle la esperaban a ella, a ella…

En cada ciudad donde nos deteníamos yo preguntaba, con mi cortés estilo europeo, por las piscinas, museos, escuelas locales, el número de niños en la escuela más próxima, etc. Y a la hora en que pasaba el ómnibus escolar, sonriendo y guiñando un poco (descubrí ese tic nerveux porque la cruel Lo fue la primera en ridiculizarlo) estacionaba en un punto estratégico, con mi errante colegiala junto a mí en el automóvil, para observar a las niñas que salían de la escuela… una vista siempre agradable. Eso pronto empezó a hastiar a mi fácilmente hastiable Lolita, y como tenía una infantil aversión hacia los caprichos de los demás, nos insultaba a mí y a mi deseo de acariciarla mientras pequeñas morenas de ojos azules en pantalones cortos azules, o pelirrojas con boleros verdes, o rubias difusas parecidas a muchachos en pantalones descoloridos pasaban bajo el sol.

Como resultado de una especie de pacto, yo propugnaba libremente, siempre que era posible, el uso de piscinas con otras niñas. Lo adoraba el agua brillante y era una excelente nadadora. Cómodamente envuelto en mi bata, me sentaba en la abundante sombra postmeridiana, después de mi propia y recatada zambullida, y allí me quedaba, con un libro en blanco o una caja de bombones, o con ambas cosas, o sólo con un escozor en mis glándulas, y la miraba chapucear, con una gorra de goma, perlada, suavemente bronceada, alegre como un anuncio en su ajustado pantaloncillo y su corpiño fruncido. ¡Encanto púber! Con qué presunción me maravillaba de que fuera mía, mía, mía, y repasaba el reciente desmayo matutino y anticipaba el del atardecer, y entrecerrando mis ojos heridos por el sol comparaba a Lolita con las demás nínfulas que el parsimonioso azar reunía para mi deleite y juicio antológicos! Y hoy, poniéndome la mano en el anheloso corazón, no creo en verdad que ninguna de ellas la superaran en su deseabilidad, o sólo la superaron en dos o tres ocasiones, a lo sumo, bajo determinada luz, con ciertos perfumes flotando en el aire… Una vez, en el caso desahuciado de una pálida niña española, hija de un noble de fuertes mandíbulas, y otra vez… mais je divague.

Desde luego, tenía que andarme con tiento, plenamente consciente, en mis lúcidos celos, del peligro de esos juegos deslumbrantes. No tenía más que volverme un instante —digamos para dar unos pasos y comprobar si nuestra cabaña ya estaba lista después del cambio matutino de sábanas—, y dejar sola a Lo: al volver la encontraba, les yeux perdus, hundiendo y moviendo en el agua sus pies de largas uñas, sentada en el borde de piedra, mientras a cada lado de ella había un brun adolescent en cuclillas que habría de ser tordre (¡oh Baudelaire!) durante los meses venideros en sueños recurrentes, provocados por su belleza rojiza y los pliegues argénteos de su estómago. Traté de enseñarle a jugar al tenis para que tuviéramos más diversiones en común; pero aunque yo había sido un buen jugador en mis años mozos, me revelé pésimo como maestro. Hube, pues, de proporcionarle en California cierto número de lecciones carísimas, dadas por un famoso entrenador, un excampeón arrugado, con un harén de discípulas. Parecía una ruina lastimosa fuera de la cancha; pero a veces, durante una lección, cuando devolvía la pelota con un golpe exquisitamente primaveral, por así decirlo, y la pelota zumbaba en el aire hacia su alumna, esa delicadeza de poder absoluto me hacía recordar que treinta años antes lo había visto en Cannes abrir al gran Gobert. Hasta que Lo empezó a tomar esas lecciones, pensé que nunca aprendería el juego. Adiestraba a Lo en la cancha de tal o cual hotel, tratando de recordar los días en que, bajo un viento caliente, entre un remolino de polvo y con una extraña lasitud, enviaba pelota tras pelota a la alegre, inocente y elegante Annabel (fulgor del brazalete, falda blanca y plegada, banda de terciopelo negro en el pelo). Cada palabra mía, cada consejo persistente no hacía más que aumentar la sombría irritación de Lo. Prefería a nuestros juegos —cosa harto curiosa—, al menos antes de que llegáramos a California, pasarse la pelota (más que un juego de verdad, esa era una mera caza de la pelota) con una contemporánea pequeña, delgada, maravillosamente bonita en un estilo ange gauche. Servicial espectador, yo me aproximaba a la otra niña e inhalaba su débil fragancia a almizcle mientras tocaba su brazo y sostenía un puño nudoso o movía a uno u otro lado su frío muslo para enseñarle la actitud precisa. Mientras tanto Lo, inclinada hacia adelante, dejaba caer sus rizos bronceados y golpeaba en el suelo con la raqueta como con la muleta de un inválido y lanzaba tremendos «uf» de disgusto por mi intromisión. Yo las dejaba con su juego y seguía mirándolas, comparando sus cuerpos en movimiento, con un pañuelo de seda anudado al cuello; eso era al sur de Arizona, creo… y los días eran perezosos receptáculos de calor, y la torpe Lo se lanzaba contra la pelota y la erraba, y maldecía, y enviaba un simulacro de apertura a la red, y su compañera, aún más ineficaz, corría concienzudamente tras cada pelota, y no alcanzaba ninguna. Pero las dos se divertían hermosamente, y llevaban con claras notas argentinas el cómputo exacto de sus equivocaciones.

Recuerdo que un día me ofrecí para llevarles bebidas frías desde el hotel y fui hasta él por el sendero de granza y regresé con dos altos vasos de jugo de ananás, soda y hielo. Y entonces un súbito vacío en mi pecho me hizo detenerme, y vi que la cancha de tenis estaba desierta. Me detuve para posar los vasos en un banco, y por algún motivo, con una especie de gélida nitidez, vi el rostro de Charlotte muerta, y dirigí una mirada a mi alrededor, y descubrí a Lo que se alejaba en la sombra jaspeada de un sendero del jardín, acompañada por un hombre alto que llevaba dos raquetas de tenis. Corrí tras ellos, pero mientras me abría paso entre los arbustos distinguí, en visión alternada, como si el curso de la vida se ramificara constantemente, a Lo en pantalones y a su compañero en shorts que escudriñaban una pequeña superficie cubierta de malezas y azotaban los arbustos con sus raquetas en busca de su última pelota perdida.

Cito estas soleadas fruslerías sólo para demostrar a mis jueces que hacía todo lo posible para que Lolita lo pasara realmente bien. Qué encantadora era verla —una niña ella misma— enseñar a otra niña alguna de sus habilidades, como por ejemplo, un modo especial de saltar a la cuerda. Con la mano derecha asida del brazo izquierdo, tras la blanca espalda, la niña menor, diáfana y adorable, era toda ojos, mientras el sol iridiscente era todo ojos sobre la granza, bajo los árboles en flor. En medio de ese paraíso lleno de ojos, mi chiquilla pecosa brincaba, repitiendo los movimientos de tantas otras que me habían deleitado en la antigua Europa, en caminitos y terraplenes soleados, mojados, con olor a humedad. Al fin Lo tendía la cuerda a su amiguita española y supervisaba la lección repetida, y se apartaba el pelo de las sienes, y cruzaba los brazos, y se pisaba un pie con el otro, o abandonaba sus manos sobre las caderas aún no florecientes, y yo me cercioraba de que la maldita criada había terminado de limpiar nuestra cabaña. Después de lo cual, enviando una sonrisa a la tímida y morena favorita de mi princesa y hundiendo desde atrás mis dedos paternales en el pelo de Lo para deslizarlos en una caricia por su nuca, suave pero firme, llevaba a mi recia niña a nuestro pequeño hogar.

«¿Qué gato lo ha arañado, mi pobre amigo?». Una mujer «vistosa», esponjada y metida en carnes, de ese tipo repulsivo sobre el cual ejercía yo una particular atracción, solía dirigirme esa pregunta en el «alojamiento», durante la comida de mesa redonda seguida de baile prometido a Lo. Ese era uno de los motivos por los cuales procuraba mantenerme lo más lejos posible de la gente, mientras Lo, por su lado, ponía todo su empeño en incluir en su órbita a la mayor cantidad imaginable de testigos presenciales.

Metafóricamente hablando, Lo andaba meneando su pequeño rabo, la parte trasera de su humanidad, mientras algún extraño de sonrisa sardónica se nos acercaba e iniciaba una brillante conversación, con un estudio comparativo de las chapas del automóvil correspondientes a los diversos estados. «¡Pues no han viajado poco!». Padres preguntones, con la sana intención de arrebatarme a Lo, sugerían que fuera al cinematógrafo con sus hijos. Nos afeitábamos separados por un pellejo. La incomodidad de los tabiques como caídas de aguas me perseguía, desde luego, en todos nuestros alojamientos. Pero nunca llegué a comprender qué tenue era la sustancia de que estaban hechos hasta una noche en que, después de amar con demasiado bullicio, la tos masculina de un vecino llenó la pausa tan claramente como la habría llenado la mía. A la mañana siguiente, mientras me desayunaba en el bar lácteo (Lo dormía hasta tarde y me gustaba llevarle a la cama una taza de café caliente), mi vecino de la víspera, un hombre maduro que llevaba unos anteojos poco tentadores sobre su larga y virtuosa nariz y la insignia de su convención en la solapa, se las arregló para trabar conmigo una conversación durante la cual me preguntó si mi mujer se mostraba como la de él, bastante reacia cuando no estaba en la granja. Y si el horrible peligro a cuyo borde vacilaba no me hubiera sofocado, me habría divertido la extraña expresión de sorpresa en su cara curtida de labios finos, cuando le contesté secamente que, gracias a Dios, era viudo.

Qué encantador era llevarle el café a Lo para rehusárselo hasta que hubiera cumplido con sus deberes matinales. ¡Qué concienzudo amigo, qué padre apasionado, qué excelente pediatra era yo, siempre cuidadoso de todas las necesidades del cuerpo bronceado de mi pequeña! Mi único reparo contra la naturaleza era que no podía volver del revés a Lolita y aplicar mis labios voraces a su corazón desconocido, a su hígado nacarado, a las esponjas de sus pulmones, a sus graciosos riñones gemelos. Durante algunas tardes especialmente tropicales, en la pegajosa proximidad de la siesta, me gustaba sentir la frescura del sillón de cuero contra mi maciza desnudez, mientras la observaba sentada en mi regazo: no era sino una típica chiquilla que se hurgaba la nariz, concentrada en el suplemento de historietas de un diario, tan indiferente a mi éxtasis como si hubiera sido algo sobre lo cual se había sentado sin querer —un zapato, una muñeca— y demasiado indolente para quitarlo de su asiento. Sus ojos seguían las aventuras de sus héroes favoritos; había una niña bien dibujada, sucia, de pómulos salientes y gestos angulares, que no dejaba de complacerme también a mí; Lo estudiaba las muestras fotográficas de golpes en la cabeza, no ponía nunca en duda la realidad de su lugar, tiempo y circunstancia creados para enmarcar los retratos publicitarios de bellezas con muslos desnudos, y se mostraba curiosamente fascinada ante las imágenes de novias locales, algunas con todos los arreos nupciales, ramilletes en las manos y anteojos.

Una mosca se posaba y caminaba en la vecindad de su ombligo o exploraba sus tiernas y pálidas areolas. Al principio trataba de atraparla en su puño (método de Charlotte) y después se enfrascaba en la columna: Consejos útiles.

«¿Se reducirían los crímenes si los niños tuvieran presentes estas pocas advertencias? No juegues en la proximidad de los baños públicos. No aceptes dulces ni paseos en automóviles con extraños. Anota el número de la chapa del automóvil cuando subas a uno».

—… y la marca del dulce —completé.

Ella siguió, su mejilla (esquiva) contra la mía (insistente); y qué buen día fue ese lector…

«Si no tienes lápiz, pero ya sabes leer…».

—Nosotros, marineros medievales —cité jocosamente—, hemos puesto en esa botella…

—«Si no tienes lápiz —repitió ella—, pero ya sabes leer y escribir…», esto es lo que ha querido decir el tipo, pedazo de tonto, «… deja marcado el número en algún lugar del camino».

—Con tus pequeñas garras, Lolita.