> Cornisa cantábrica, España

A cientos de kilómetros, Casandra y Darío discutían las implicaciones de lo hablado con Teresa.

—Así que podemos monitorizar la maldita interfaz Cysex —resopló Casandra.

—Lo raro es que no lo supiéramos, tenemos acceso a bastante documentación de la interfaz neural y nunca supimos que tuvieran esa posibilidad —dijo Darío en tono ausente, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Está claro que no querían que nadie lo supiera, ni siquiera nosotros que cazamos los virus de la interfaz.

Casandra iba a contestar a Darío cuando lo miró a los ojos y lo vio totalmente absorto. Conocía esa expresión, cuando la mente de él se desconectaba momentáneamente de su cuerpo y buscaba frenéticamente relacionar pensamientos, ideas, conceptos. Por un instante dejó que su propia mente también vagara, como si intentase que se encontrara con la de él en el espacio cuántico, dos frentes de onda holísticos navegando cada uno por su red de neuronas, pero de alguna manera muy sutil interconectados por sentimientos tan profundos que conseguía que en algunas situaciones tuvieran la sensación de sentir uno los pensamientos del otro.

—¿Has tenido una iluminación? —le preguntó Casandra cuando la luz volvió a los ojos de Darío.

—No, pero he tenido una idea obvia que puede ayudar.

—Has pensado que podríamos monitorizar una unidad Cysex —dijo ella jugueteando con un mechón de pelo.

—Sí, la idea es obvia. En la mayoría de los casos no serviría de nada, pero nosotros tenemos las rutinas que rastrean pautas extrañas en busca de virus. Quizás podamos encontrar algo —comentó él, por su expresión seguía pensando en segundo plano en cómo hacerlo.

—No sé. Nosotros rastreamos los virus utilizando una simulación de software que hace que el virus piense que es una interfaz de control siendo usada por alguien, no tenemos nada que analice una interfaz de verdad —indicó ella.

—Podemos crear nosotros un virus de interfaz, que… —empezó a murmurar él.

—¡Sí, sí, sí! —gritó ella en una explosión de júbilo.

—Pero si no he terminado de hablar —balbuceó Darío confuso.

—No hace falta, eres genial, ibas a decir que el virus monitorice la interfaz y nos vaya diciendo lo que está pasando —dijo ella rápidamente.

—Tienes que parar de hacer eso, a veces me asusta.

—¿Hacer el qué? —preguntó ella parpadeando.

—Fingir que me lees el pensamiento —indicó él muy serio.

—¿Y quién te ha dicho que no sea real? Así que, ten cuidado con lo que piensas…

—Vale, ¿y en qué pienso ahora? —preguntó él poniendo cara de concentración.

—Uum… estás pensando en achucharme un poco —dijo ella ladeando ligeramente la cabeza y guiñándole un ojo.

—Bueno, no era eso, pero me parece una buena idea. ¿Adónde piensas que vas? Ni se te ocurra… vuelve aquí…

Algún tiempo después, Darío dormitaba en la cama, abrió los ojos y vio a Casandra recostada, por un momento se quedó admirando su desnudez, luego sus ojos se encontraron.

—¿Tramando algo? —le preguntó Darío.

—Solo pensaba —contestó ella mirando fijamente el techo.

—¿En…? —preguntó él acariciándole el hombro.

—Que aunque consigamos desarrollar un software monitor para la interfaz, no sabemos qué buscar —contestó ella volviéndose de lado.

—Supongo que parámetros fuera de lo normal —dijo él sin demasiada convicción.

—Y además, ¿cómo vamos a probarlo?

—Buf… eso es un problema. No podemos coger a cualquiera y decirle que vamos a usarlo de conejillo de indias.

—Bueno, afrontemos un problema cada vez, no nos precipitemos —indicó ella.

—He pensado que un monitor médico nos vendría bien. No quiero que nadie entre en coma o algo peor durante una prueba.

—Hablemos con Pedro, puede que en la universidad podamos hacer todo eso.

—Cariño, es una buena idea. Allí tienen la infraestructura y lo pueden camuflar con algún otro experimento. ¿Crees que nos ayudarán?

—Es probable que seamos nosotros quienes los ayudemos a ellos. Si los conozco bien, ya debe de haber alguien del grupo buscando soluciones.

Darío se levantó temprano y realizó una de sus visitas periódicas al invernadero. Ya tenía revisado el estado de los principales sensores y se disponía a reparar uno de los conductos de riego por goteo, que parecía que se encontraba obstruido. Rufo lo observaba desde la puerta, no le gustaba nada el invernadero, mucho calor y demasiada humedad, se tumbó fuera dejando claro que prefería el clima del exterior. De repente, levantó las orejas, se incorporó de un salto y salió corriendo hacia la casa. Unos instantes después, la PDA de Darío zumbó como si se fuera a desmontar. Darío dejó caer la herramienta que estaba usando y miró la pantalla que parpadeaba en rojo. Lo que vio no le gustó nada: «Alarma de intrusión física en el círculo exterior».

Eso era muy malo, quería decir que el sistema experto de vigilancia del perímetro externo de la casa estaba convencido de que había alguien rondando cerca. El sistema ya tenía descartado que fueran animales o fallos en los sensores, estaba muy depurado y no solía cometer errores de interpretación. Darío introdujo un código en la PDA y confirmó el protocolo de emergencia. El sistema, en realidad, ya tenía activados los protocolos de seguridad y no necesitaba la interacción humana hasta cierto nivel, pero para desplegar las defensas se requería la confirmación de uno de los dos. Acto seguido, llamó a Casandra por la red interna de la casa.

—Casandra, ¿dónde estás?

—Estoy en el sótano. Tenemos visita —dijo ella, de fondo se escuchaba el sonido del teclado.

—¿Rufo está contigo? —preguntó él, aunque sabía la respuesta.

—Sí, al oír la alarma ultrasónica salió corriendo y vino hacia aquí. Lo entrenaste bien —dijo ella sin dejar de manipular el sistema de vigilancia.

—¿Ves algo en los monitores?

—Sí, por lo menos dos tipos, uno de ellos armado —contestó ella. Por el tono de voz, Darío supo que estaba profundamente concentrada.

—¿Profesionales? —preguntó él con la esperanza de que fueran vulgares ladrones.

—No creo, parecen saqueadores normales, el que va armado creo que lleva una vieja escopeta de caza —expuso ella con alivio.

—¿Dónde están?

—Entre los pinos, detrás de la casa. Parece que no se deciden.

—¿Has llamado a la policía?

—Sí, he llamado y me ha saltado un contestador diciendo que todas las líneas están ocupadas y que, por favor, llamemos primero a nuestra compañía de seguridad para que evalúen si es necesaria una acción policial directa —dijo ella con rabia.

—No sé por qué pregunto… —añadió él con resignación.

—He dejado un bot programado para que llame automáticamente y «hable» con el sistema de la policía. Cuando al final consiga contactar con un humano nos lo pasará a uno de nosotros.

—Bien hecho.

—Darío, no estás seguro donde estás, pero si sales del invernadero te verán —dijo ella muy preocupada por la indefensión de Darío.

—¿Cómo sabes que estoy aquí?

—Tonto, te estoy viendo por las cámaras.

—No hay manera de tener intimidad —bromeó él.

—No es momento para bromas, ¿qué hacemos? —le regañó ella.

—Pues por ahora…

—Espera, no me gusta nada esto: Conéctate a la cámara siete —le interrumpió ella.

—A ver, un segundo… Sí, ya lo veo. Vaya, se están colocando con algo —dijo Darío después de conectarse y ver las imágenes de la cámara.

—Eso me parece, creo que han decidido entrar y se están poniendo a tono. Maldita sea, esto se va a complicar.

—Despliega las defensas, que se concentren en el que va armado —concluyó Darío pensando que la situación requería acciones directas.

—Hecho —indicó ella fríamente.

Casandra arrancó las defensas activas de la casa. La red automáticamente suspendió todos los sistemas no necesarios, toda la potencia informática se concentró en los mecanismos directos de defensa. El helicóptero en miniatura y dos pequeños robots, que eran maquetas de coches muy modificadas, se desplegaron; todos tenían Tásers de defensa y podían dejar fuera de combate a una persona. Los dos vehículos terrestres salieron disparados al unísono y se dirigieron a los árboles. En pocos segundos se acercaron al tipo que llevaba la escopeta y le dispararon los Tásers. Resultó fácil, pues permanecían quietos.

Uno de los impactos le acertó y lo dejó inconsciente; el otro dio en un árbol. No eran infalibles. El compañero se percató de lo ocurrido, recogió la escopeta y, antes de que el sistema tuviese tiempo de recalcular el objetivo, destruyó uno de los vehículos. Cometió la torpeza de dispararle los dos cartuchos, y mientras intentaba frenéticamente recargar la escopeta, el otro vehículo lo dejó fuera de combate. Mientras tanto, el helicóptero sobrevoló el bosque buscando más intrusos, sonaron dos detonaciones y cayó como una piedra: existía alguien más armado en el bosque y parecía tener buena puntería. Darío sintió verdadera pena por el helicóptero, había destinado muchas horas a construirlo a partir de una maqueta de aeromodelismo normal y corriente y le tenía un especial cariño. Tuvo que contenerse para no buscar al desgraciado y romperle la cara.

—¿Qué nos queda? —preguntó Darío, que tenía menos información en su PDA que ella en la sala de control.

—Uno de los vehículos terrestres sigue operativo, pero, sea quien sea, está fuera del perímetro de defensa —sintetizó ella.

—Tiene que hallarse cerca, habrá visto lo que ha pasado y por eso ha destruido el helicóptero.

—Sí, tienes razón.

—Esconde el vehículo, pero déjalo cerca de donde están los dos, lo más seguro es que venga a ayudar a sus compañeros.

—Preferiría enviarlo adonde estás para que te proteja —dijo ella.

—No creo que el otro tipo sepa que estoy aquí. Además, es preferible que lo cace el robot antes que enfrentarnos nosotros, que es lo que pasaría si llegase hasta aquí. ¿Estás armada?

—Sí, con el Táser que hay escondido en la sala de control, ¿y tú?

—Tengo un martillo, como Thor —dijo él intentando quitarle importancia al asunto.

—El de Thor era mágico, no creo que el tuyo sirva contra una escopeta —repuso ella, cada vez más preocupada por su pareja.

—Ni tampoco tu Táser, su alcance es limitado. Esperemos que se acerque lo suficiente al robot como para dejarlo fuera de combate —dijo él intentando no parecer demasiado preocupado.

—Se está moviendo, ya ha entrado en el perímetro.

—Espera a ver qué hace —aconsejó él.

—Está dando un rodeo, maldita sea, no se acerca a sus compañeros. Viene directo hacia nosotros, no parece que le importen mucho.

—¿Dónde se encuentra ahora? —preguntó él, era más rápido que le informase ella que navegar por el sistema de defensa con la pobre interfaz de la PDA.

—Rodeando la casa, va hacia la puerta de atrás.

—Despierta al robot y que lo ataque —indicó Darío, esperando que ese robot no cayese como el primero.

Casandra volvió a activar el robot, el sistema tomó el control y fue directamente a las coordenadas que le proporcionó. Eso era más efectivo que activar la función de búsqueda, le dio orden de ataque inmediato. La máquina salió disparada hacia la casa, donde el intruso intentaba forzar la cerradura de la puerta de atrás sin demasiado éxito, y al que le alertó el ruido del robot y, antes de que llegase a la distancia de alcance del Táser, le disparó con la escopeta, falló el primer disparo, pero lo inutilizó con el segundo cartucho.

El tipo empezó a maldecir mientras buscaba en los bolsillos más cartuchos, lo siguiente que sintió fue un fuerte impacto en el pecho que lo dejó sin respiración.

Darío siguió por las cámaras conectadas a su PDA los movimientos del intruso, cuando estuvo seguro de que no podía verle, salió del invernadero escondiéndose detrás del depósito de gas del biodigestor, donde esperó agachado. Encontró su oportunidad al ver al intruso con el arma descargada y buscando los cartuchos; salió corriendo de su escondite y le lanzó el martillo. Todo le pareció que ocurría como a cámara lenta.

El intruso se quedó unos instantes paralizado a causa del susto y del impacto. Su vista se nubló por el dolor y dejó caer la escopeta, llevándose las manos al pecho, al lugar donde el martillo lo golpeó. Darío no aminoró la marcha, todos sus sentidos se agudizaron por el tropel de adrenalina que recorría su organismo. Su visión pareció concentrase en un tubo, enfocaba la escopeta caída en el suelo, a los pies del intruso. Siguió corriendo, se agachó y cargó contra el invasor, que ya lo había visto, y dudó entre recoger la escopeta o prepararse para luchar. Se quedó parado justo el instante que Darío necesitaba, golpeándole duramente contra la puerta. Él mismo quedó un poco aturdido con el encontronazo. Se levantó y le sacudió una patada en la entrepierna. El intruso hizo un ruido raro y se desmayó. Darío sacó unas bridas de plástico del bolsillo y las usó para amarrarlo, se abrió la puerta y apareció Casandra, quien lo abrazó tan fuerte que casi le corta la respiración.

—¿Te encuentras bien? —murmuró Casandra sin soltarlo.

—Sí, sí, estoy entero.

—¿Seguro?, ¿no te ha pasado nada? —Casandra lo liberó del abrazo y lo inspeccionó con actitud maternal.

—Seguro, solo me duele un poco el hombro y tengo un susto de muerte, pero estoy bien.

—Yo vigilo a este. Ve a amarrar a los otros antes de que se espabilen —dijo ella, volviendo a ser práctica.

—Sí, tienes razón.

Darío corrió hacia el bosque donde estaban los otros dos tipos, se escondió detrás de un árbol, descolgó la PDA de la cintura y se conectó a las cámaras del bosque. Vio que todavía estaban tirados donde cayeron, guardó la PDA y corrió hacia ellos. Los amarró también con bridas plásticas. Vio la escopeta de caza tirada en el suelo y la bandolera con cartuchos (a pesar del estricto control de armas, existían miles de armas de caza diseminadas por todos lados, el negocio de la caza siempre conseguía dejarlas fuera de los mecanismos de control, aunque curiosamente existía ya muy poca caza en la vieja Europa, pues la fauna salvaje estaba al borde de la extinción). Recogió la escopeta y los cartuchos y los escondió entre los matorrales, no sabía si alguien más estaba rondando por allí, luego volvió a la casa.

—¿Va todo bien? —le preguntó a Casandra.

—Sí, he conseguido hablar con la policía, les he dicho que hemos capturado a unos saqueadores armados y que los tenemos atados fuera, y que no nos responsabilizamos si tardan mucho en llegar y los cuervos los picotean un poco.

—¿Qué han dicho?

—Se han puesto bastante nerviosos y han contestado que envían una patrulla inmediatamente —contestó ella con una mueca.

—Vaya, para proteger a estos sí se dan prisa.

Poco tiempo después, mientras los dos estaban en la cocina tomando una tila e intentando calmarse, el sistema de seguridad volvió a hablar.

—Vehículo con identificación oficial acercándose por el camino principal —dijo la máquina.

Casandra y Darío se levantaron y salieron hacia la entrada principal, esperaron unos minutos y un vehículo blindado estacionó frente a la puerta. Debajo del logotipo de la policía podía verse, más pequeño, el logotipo del contratista de seguridad. De la parte de atrás se abrió una compuerta y salió un robot de combate, se movía por orugas y portaba armas de fuego, no era listo, estaba manejado a distancia por un operador dentro del coche.

El robot giró y los encañonó.

—¡Quietos! ¡Las manos a la vista! Tenemos autorización para usar la fuerza —dijo la voz metálica del robot de combate.

—¡Estúpida máquina!, ¡nosotros somos las víctimas! —explotó Casandra.

—El malo es ese que está atado detrás de la casa.

La máquina se quedó quieta un instante, seguramente mientras el operador decidía qué hacer, luego empezó a moverse y rodeó la casa, al cabo de unos minutos volvió, se abrió la puerta del vehículo y salieron dos policías enfundados en trajes de combate. El más delgado miró alrededor, guardó el arma y se levantó la visera del casco, revelando una mujer de mediana edad con el pelo blanco. Tenía unos ojos grandes que parecían haber visto más cosas de las que le gustaría, el color de su piel reflejaba que era una persona que le gustaba pasar tiempo al aire libre. Se movió con gracia, a pesar del traje de combate, y se acercó a la pareja.

—Identifíquense, por favor —dijo con voz firme.

Casandra y Darío dieron sus nombres legales y sus números de identidad fiscal. La agente lo comprobó hablando con su antebrazo, después de un momento asintió con la cabeza. Su compañero, que estaba apartado y que no había bajado el arma en ningún momento, volvió a entrar en el vehículo.

—Hay dos más en el bosque —le gritó Darío, antes de que se fuera.

—Interesante trabajo han hecho aquí —dijo la agente después de observar la escena del delito con ojo crítico.

—Ya que vosotros no llegasteis a tiempo, no tuvimos más remedio que improvisar —le contestó Casandra con una mueca de disgusto.

—Según consta, ustedes no tienen contratada una póliza de seguridad. Eso les habría evitado muchos problemas —recitó la agente, como si fuera una frase hecha.

Se miraron un instante, los dos pensaban lo mismo: otra vez esa cantinela. Darío vio la rabia crecer en los ojos de Casandra y antes de que dijese algo, contestó él.

—Tenemos nuestro propio sistema de seguridad —dijo Darío en tono conciliador, intentado no llamar la atención sobre ciertas cosas.

—Eso es absolutamente ilegal —respondió la agente mecánicamente.

—No es verdad y usted lo sabe o debería de saberlo. Además, tenemos un permiso de desarrollo de sistemas, poseemos sistemas de seguridad experimentales y trabajamos como colaboradores para una universidad que tiene contratos de desarrollo aplicado con varias empresas de seguridad y hasta con agencias gubernamentales —dijo Darío usando su tono más profesional e intentando resultar impersonal.

—Eso cambia las cosas —admitió la agente suavizando su expresión.

—También estamos obligados a decirle que estos intrusos han destruido prototipos de robots autónomos de seguridad que están protegidos por los protocolos de privacidad industrial, así que ni usted ni su compañero pueden recoger parte de ellos como prueba —dijo Casandra uniéndose a la conversación y ya más calmada.

—Parece que están ustedes bien informados —apuntó la agente un poco impresionada por el despliegue.

Darío le narró una parte de la historia, si bien tenían la tapadera de la universidad para hacer sus juguetes, no existía ningún encargo de realizar sistemas de seguridad, pero si poseían todos los permisos, una vez que la confidencialidad en los protocolos de investigación y desarrollo era tan estricta que nunca se especificaba claramente qué se podía o no desarrollar para no dar pistas innecesarias a los espías industriales.

La agente volvió a hablarle a su antebrazo, luego puso cara de concentración y parpadeó varias veces, cuando se dirigió a ellos su voz era más suave y parecía considerablemente más relajada.

—Bien, según su historial, lo que me dicen es correcto. Tienen acreditaciones de colaboración con universidades nacionales, aunque, según consta, sus permisos principales vienen del extranjero, pero son válidos. Me cuesta creer que dos investigadores neutralicen a varios delincuentes armados con prototipos no comerciales, pero no quiero saber más no sea que me tope con algún secreto industrial y termine con una demanda.

—No tenemos intención de demandar a nadie, solo queremos que se lleven a esos delincuentes lo antes posible y que no vuelvan —dijo Casandra.

—No se preocupe, estos no van a salir de la cárcel por un buen tiempo, se les acusará de espionaje industrial.

—¿Espionaje industrial?, ¿y las armas, y el intento de robo? —preguntó con incredulidad Darío.

—Eso son delitos comunes y entrarían por la rama ordinaria de la justicia; el juicio tardaría mucho. Si les acuso de espionaje industrial irán a la cárcel hoy mismo, mientras van a juicio —contestó la agente con indiferencia.

Casandra se acercó a Darío y le susurró:

—Ahora vuelvo, voy a desactivar todos los sistemas críticos.

Darío asintió. Lo que Casandra quiso decirle es que iba a desactivar todos los sistemas expertos de la casa y a echar un vistazo por si tenían algo comprometido a la vista, no fuese que uno de los policías quisiera registrar la casa. Entró en el laboratorio y recogió todo lo que estaba expuesto, desactivó los sistemas y puso toda la red en estado de hibernación, grabó una unidad de memoria con los vídeos del intento de intrusión, eliminando la metainformación que contenían y dejando únicamente las imágenes, luego fue a la sala de control del sótano, liberó a Rufo y cerró la entrada que estaba disimulada detrás de una estantería de viejos libros de papel. Cuando Rufo salió de la casa se asustó al ver a la policía con el traje de combate, olía a humano pero tenía un aspecto extraño, además el traje refulgía en una longitud de onda fuera de la visión humana que él podía ver. Darío notó al perro inseguro, lo llamó y le dijo que se sentara a su lado. Rufo, al ver al extraño hablando cordialmente con Darío, se aventuró a acercarse un poco para investigarlo desde lejos, luego levantó las orejas, olisqueó el aire, se le erizó el pelo y empezó a gruñir. A continuación se desató el caos: la oficial de policía se giró en un movimiento antinatural, su traje de combate cambió de color y la visera del casco se cerró sola sobre su cabeza. Un instante después se escuchó una detonación, durante unos segundos que parecieron una eternidad no ocurrió nada, luego, el robot de orugas apareció de detrás de la casa y se dirigió al bosque, se perdió entre la maleza y se escuchó el tableteo de las armas automáticas que portaba al ser disparadas, después se hizo el silencio. Darío aferró a Rufo en volandas y se lanzó hacia el porche de la casa, derribó la antigua mesa de madera y se escondió detrás, sujetando al perro para que no se fuera por su cuenta. Cuando todo pareció haber pasado, llamó a Casandra por la red interna.

—Casandra, ¿qué ha sido todo eso?

—No lo sé. Tenía desactivada la red de vigilancia, pero por las cámaras puedo ver que parece que ha terminado todo.

Casandra abrió un poco la puerta y con unos prismáticos miró alrededor. Le hizo señas a Darío para que se quedase donde estaba. La agente de policía, mientras tanto, se había refugiado detrás del vehículo policial y hablaba en una especie de código de combate con su compañero, que era quien comandaba el robot. Acto seguido, se levantó y se dirigió hacia ellos.

—¿Están bien?

—Sí —contestó Casandra—. ¿Qué ha pasado, quién disparó?

—Alguien desde el bosque con un rifle de caza.

—¿Quién es tan idiota como para disparar a un policía? —preguntó Darío, todavía atónito por la situación.

—No lo sabemos, ha sido abatido por el robot de combate —dijo la agente en tono neutro, parecía querer obviar que no muy lejos de allí un homicida yacía muerto.

—Pero todo el mundo sabe que los trajes que vestís son a prueba de balas —insistió Darío.

—Sí, pero yo llevaba el casco abierto, seguramente pensó que podía abatirme y falló el disparo.

—Sigue siendo un disparate —apuntó Casandra.

—No crean, estos trajes valen una fortuna en el mercado negro, puede que le venciese la codicia —aventuró la policía. Daba la impresión que el incidente no le era del todo ajeno.

—¿Ha terminado todo? —preguntó Casandra, que no paraba de inspeccionar el bosque con los prismáticos.

—He pedido que un helicóptero rastree la zona. Ustedes quédense dentro de la casa hasta que estemos totalmente seguros.

Al rato, los tres estaban en la cocina todavía nerviosos. Casandra revisaba las cámaras de seguridad, maldiciendo por no poder activar los sistemas expertos de seguridad ahora que el helicóptero de la policía rastreaba toda la zona. Darío se aplicaba una crema en el hombro que le estaba empezando a molestar y Rufo se echó a dormir en una esquina. La agente de policía llamó a la puerta y la dejaron entrar.

—Hola agente, ¿quiere un café? —le preguntó Casandra.

—Pues creo que voy a hacer una excepción y aceptarlo, gracias —contestó la policía con una breve sonrisa.

—Siéntese, por favor. ¿Cómo le gusta?

—Solo, por favor, sin azúcar.

—¿Han descubierto algo? —le dijo Darío.

—No mucho. Parecen delincuentes comunes, menos el que me disparó, que portaba un arma de calidad y llevaba ropa y equipos caros. Tendremos que esperar a que los interroguen. Nosotros ya hemos terminado por aquí y nos vamos. Pueden estar tranquilos, se ha rastreado toda la zona y no han encontrado a nadie más.

Casandra le puso la taza de café encima de la mesa, y le tendió la unidad de memoria donde tenía almacenados todos los vídeos de las cámaras de seguridad.

—Son los vídeos de nuestras cámaras de seguridad, puede que les sirvan de algo —señaló.

—Gracias, se los pasaré al departamento de análisis. Vaya, este café es muy bueno —dijo cuando lo probó—. Algo bueno en este día infame.

Terminó el café, se levantó y durante un instante miró a Casandra y luego a Darío, como si sopesase algo o calculase algún tipo de probabilidad, luego le volvió a hablar a su antebrazo con vocablos que no tenían mucho sentido.

—Acabo de enviarles mi dirección de correo privada y mi clave pública, si tienen algún otro problema o alguna información sobre este lío, no dejen de comunicármelo.

Antes de que pudieran contestarle nada, les dirigió una sonrisa cansada que le iluminó el rostro por un momento, se dio media vuelta y desapareció.

Durante un par de días se volcaron en sus actividades. Casandra todavía se recuperaba de la operación, aunque se sentía estupendamente; Darío insistía en que no hiciera esfuerzos. Entonces recibieron una llamada de vídeo autentificada de la policía. Puesto que se encontraban en la cocina, activaron el vídeo en la pantalla principal.

El monitor se iluminó y vieron a la misma agente del otro día, vestía sin uniforme y los saludó amablemente.

—Quería informarles personalmente de que, al parecer, los tipos que les atacaron lo que pretendían era hacerse con sus prototipos.

—¿Cómo dice? —atinó a decir Casandra.

—Uno de los que inmovilizaron, accedió a confesar a cambio de ciertas facilidades en el juicio. Según dice, el que me disparó trabajaba para una compañía de seguridad y estuvo un día en su casa, donde fue acorralado por un artilugio volador.

—¿El bruto que casi patea a mi perro es el responsable de todo eso? —bufó Casandra con incredulidad.

—Sí, por lo visto pensó en vengarse, por eso intentó robarles y vender el prototipo al mejor postor. La buena noticia es que contrató a los otros y no hay nadie más detrás del asunto, así que, fin de la historia.

—Gracias, supongo… —atinó a decir Darío.

La agente los miró con una expresión divertida que no supieron identificar, luego se despidió y cortó la comunicación sin añadir nada más.

—¿Qué opinas de este disparate? —preguntó Casandra.

—Pues que es mejor que haya sido un lunático por libre que alguna empresa.

—¿Cómo será que nos metemos en estos líos? —dijo Casandra en tono cansado.

—A mí no me mires, fue Rufo quien le gruñó primero —bromeó Darío, intentando suavizar la tensión.

—Hablo en serio —le regañó ella.

—Y yo prefiero no pensar en esto ahora. Nos han perseguido, golpeado, disparado con Tásers, acuchillado, pero es la primera vez que casi nos matan.

—¿Y en qué quieres pensar entonces? —preguntó ella todavía enfadada.

—No quiero pensar en nada, solo quiero que me abraces.

Darío trasteaba en la cocina. Había descubierto un viejo libro de cocina del siglo pasado en una tienda que tenía de todo en el pueblo y decidió preparar un poco de cocina tradicional. En el salón escuchaba a Casandra hablar por teleconferencia con Teresa. Seguía intentando obtener la mayor información posible sobre el funcionamiento de las pruebas que realizaba el equipo de Cysex. En el gran monitor de la cocina se veían gráficas del estado de los sistemas de la casa, en una ventana se exhibía el estado de los bots que continuaban buscando pistas relacionadas con Cysex.

Sin previo aviso, la PDA que llevaba siempre al cinturón empezó a vibrar y a emitir un sonido desagradable. En ese mismo instante en el monitor se apagaron todas las ventanas y fueron sustituidos por una alarma en rojo parpadeante: «Detectado intento de intrusión».

Darío casi se quema al retirar la salsa de verduras que estaba preparando y, todavía limpiándose las manos, se dirigió a la sala de máquinas, cruzó el salón y se encontró con Casandra.

—Yo me ocupo, termina de hablar tranquilamente —le dijo al pasar.

Antes de llegar, utilizó la PDA para activar los sistemas de monitorización, se sentó frente a una consola y empezó a ver qué intentaba hacer el intruso. No necesitó hacer nada más, los sistemas de prevención eran automáticos y desviaron las conexiones del intruso a un viejo ordenador perfectamente legal. Era una reliquia, pero tenía todas las licencias en regla y además simulaba ser el sistema domótico de la casa, el sistema que tendría una vieja casa situada en mitad de la nada, como la de ellos. Por lo visto no era un intento de intrusión, parecía ser un bot de control de los muchos que rastreaban la red buscando contenidos digitales sin licencia, de hecho el bot tenía la firma digital de una sociedad de derechos de autor. Darío decidió que no valía la pena perder el tiempo y volvió a la cocina, tenía la esperanza de que no se le hubiera estropeado la salsa. A medio camino se encontró con Casandra.

—¿Algo de qué preocuparse? —le preguntó Casandra.

—No, era un bot buscando música ilegal o algo así, el sistema lo desvió al ordenador legal, para que se conozcan mejor y charlen un rato.

—¿Qué estás cocinando? Eso huele estupendamente —preguntó ella fingiendo olfatear el aire como Rufo.

—Es una sorpresa, algo que encontré en un antiguo libro. Estará listo en media hora más o menos.

Casandra pensó que tenía tiempo de revisar las diversas cuentas de correo que tenían con las empresas que los contrataban y se dirigió a la sala de máquinas. Se sentó frente a su estación de trabajo y revisó rápidamente el correo sin encontrar nada urgente. Se disponía a irse cuando miró la consola de al lado, que todavía exhibía el informe del intento de intrusión, y le llamó la atención que el bot, además de buscar por contenidos digitales, buscase por interfaces de control neural. Sabía de sobra que los bots normales no hacían eso, solo los virus de la interfaz realizaban ese tipo de búsquedas. Decidió volver a revisar las trazas del sistema. Darío seguía en la cocina, totalmente absorto en su labor culinaria, cuando Casandra entró.

—No era un bot de búsqueda de contenidos digitales —dijo ella.

—Pero el sistema… —empezó a decir Darío, pero Casandra no lo dejó terminar.

—Sí, el bot hizo todo lo que se supone que hacen los bots de las entidades de gestión, pero antes de irse buscó por interfaces neurales utilizando las mismas técnicas que los virus de la interfaz.

—¿Estás segura? —preguntó él mientas se limpiaba las manos.

—Completamente. Sea lo que sea, está camuflado.

—Bien, ya tenemos algo con qué trabajar, pero vamos a comer antes, esto estará listo en diez minutos. Siéntate un momento mientras lo termino.

Casandra se sentó y empezó a recordar cómo empezaron a trabajar en la caza de los virus de la interfaz. Siempre supieron que los virus acabarían apareciendo, pues Alba y José publicaron un artículo alertando de las vulnerabilidades de las primeras interfaces neurales. Ellos afirmaban que solo la transparencia en las especificaciones y en el software de control proporcionaría las herramientas para que los propios usuarios depurasen la interfaz. Por supuesto, las empresas negaron la vulnerabilidad y prefirieron gastar el dinero para mejorar la interfaz en feroces campañas de propaganda. Todo se desencadenó cuando trabajando en el centro de desarrollo de la universidad recibieron un encargo de una empresa para que desarrollasen el software de control de un robot manipulador de sustancias peligrosas. Al principio parecía un trabajo rutinario, pero durante la fase de pruebas empezaron a encontrar problemas que parecían interferencias.

—Casandra, ¿en qué estás pensando? —preguntó Darío, posando suavemente su mano en el hombro de Casandra.

—Eh, ¿qué ocurre? —contestó ella automáticamente, parpadeó un par de veces y miró a Darío con expresión soñadora.

—Te he preguntado dos veces qué quieres para beber con la comida.

—¡Anda! Lo siento, estaba recordando cómo empezamos a trabajar con los virus —murmuró Casandra volviendo a la realidad.

—¿El robot manipulador de sustancias tóxicas, el RMST? —preguntó él animadamente.

—Sí, eso es.

—Me acuerdo como si fuera ayer. Fue aquella noche de madrugada en la que me impediste darle martillazos al robot —señaló Darío entre risas.

—¿Y te acuerdas de la cara que puso Pedro? —comentó ella, haciendo memoria y recordando con más claridad.

—No, de eso no me acuerdo —dijo Darío, un poco confundido al no recordar de qué hablaba ella.

—No me extraña que no te acuerdes de eso. Cuando se te pasó el ataque histérico te sentaste frente al ordenador y estuviste escribiendo código como un poseso durante horas y escribiste el simulador de interfaz.

—Fue un ataque de inspiración, era primitivo pero no estaba mal —indicó Darío, que solo se acordaba del código escrito y tenía una especie de lapsus sobre lo que había ocurrido a su alrededor durante esa larga noche.

—Con eso cazamos el primer virus, que era lo que estaba interfiriendo en el robot. Al final no se trataba de un fallo en nuestros algoritmos. Estuviste genial —concluyó ella, recordando cómo aquella noche ella se dedicó a probar cada función que Darío escribía, buscando errores.

—No digas bobadas, yo solo lo detecté. La que escribió el código para cazarlo fuiste tú —dijo Darío, rememorando cómo después ella reaprovechó el código de detección para escribir los algoritmos capaces de contrarrestar los virus.

—Bueno, yo tuve la idea, pero la mayor parte de la implementación fue de Pedro —señaló con un ademán, quitándole importancia.

Posteriormente fueron mejorando las funcionalidades de sus sistemas detectores y empezaron a usarlos cada vez que tenían un proyecto con interfaces neurales; además, eso les permitía probar directamente sin necesitar un operador con la interfaz implantada. Años más tarde, ya de vuelta en Europa, los proyectos con las universidades no eran tan frecuentes y fue cuando un día, leyendo ofertas de trabajo en un foro especializado, encontraron una en la que requerían expertos en detectar «anomalías en sistemas al utilizar la interfaz». La empresa estuvo encantada en contratarlos, pues ellos mismos propusieron solo cobrar si resolvían el problema. Fue el comienzo.

Casandra siempre recordaba a Darío con un ordenador cerca desde que llegaron a la estación en el archipiélago. El joven había absorbido como una esponja la genialidad que rezumaba Alba, pero una vez en la base Darío conectó con José y se transformó en su aprendiz. Alba a su vez decidió utilizar a Casandra como ayudante y empezó a enseñarle su mundo. A ella al principio no le hizo mucha gracia, pero le encandiló la magia de las simulaciones, el recrear el mundo dentro de un ordenador y poder acelerar el tiempo, prever consecuencias, ajustar el conocimiento al mundo real. Antes de que pudiera darse cuenta estaba metida en el proyecto de Alba, hasta tal punto que descuidó sus estudios a distancia y empezó a estudiar solamente física y matemáticas.

Una tarde estaban en el gimnasio, pues nadie conseguía escapar al programa físico de Tanaka, y Casandra al llegar se sentó al lado de Darío, que observaba atónito a Wangari y Tanaka luchar.

—Fíjate en esto, Casandra, es un espectáculo —murmuró Darío sin desviar la mirada del combate.

—¿Dónde habrá aprendido Wangari? —dijo ella mirando hipnotizada el peligroso baile que ejecutaban los luchadores.

Wangari, enfundada en una malla, luchaba como una pantera contra Tanaka, que parecía llevar una especie de pijama. El pequeño japonés esquivaba los precisos ataques de Wangari hasta que algo muy rápido ocurrió y ella cayó pesadamente sobre la estera. Wangari se levantó maldiciendo y se fue a sentar exhausta con los chicos. Tanaka llamó a Darío y empezó a enseñarle katas, corrigiendo sus movimientos.

—¿Dónde aprendiste a luchar? —preguntó Casandra a Wangari.

—Me enseñó mi padre —contestó Wangari entre dos sorbos de una botella de bebida isotónica.

—Eres muy buena, ¿me enseñas?

—No tanto… no hay manera ni de rozar a Tanaka. Quizá yo te podría enseñar a pelear y Tanaka a defenderte; es mejor que lo haga él, pero podemos entrenar juntas —objetó Wangari mientras se levantaba camino del vestuario—. Mañana a la misma hora —le dijo sin volverse.

—Eso sería estupendo. Gracias.

Después de un entrenamiento agotador con Tanaka, Casandra se acercó a Darío.

—¿Vamos a la sauna? —dijo ella todavía sin aliento.

—¿Tenemos sauna? —contestó Darío.

—Oficialmente estamos en Noruega, ¿cómo no vamos a tener sauna? —bromeó Casandra—. Está allí, medio escondida detrás de las duchas.

—Bueno —aceptó Darío no muy convencido.

—Vamos, primero una ducha rápida.

Darío estaba en la puerta de la minúscula sauna con una toalla enrollada en la cintura, sintiéndose un poco raro, cuando llegó Casandra con un albornoz y una toalla en la mano. Ella se quitó el albornoz y entró en la sauna.

—Venga, no te quedes ahí. Pasa, vamos —dijo Casandra. Darío entró un poco cohibido y lo abofeteó el calor. Se sentó mirando al suelo.

—Vamos, Darío, no seas tímido. Ya me has visto en biquini antes —comentó ella al ver que Darío se mostraba inseguro.

—Antes éramos niños —balbuceó Darío.

—No seas tonto —Casandra se acercó y le sujetó de la mano. Él levantó la mirada y se sonrojó tanto que su sonrojo fue visible a pesar del sudor que le caía por el rostro.

—Casandra, yo… —empezó a decir Darío apretándole suavemente la mano.

—No digas nada… —Casandra se aproximó más y le besó dulcemente. El suave toque de sus labios generó una onda expansiva que reconfiguró su mente a su paso y cambió su modo de ver el mundo pasando del «yo» al «nosotros».

Y fue así como en una minúscula sauna, cerca del Círculo Polar, dos jóvenes unieron sus vidas sin ser demasiado conscientes de ello todavía. Pero el Ártico los cambió mucho más. Una pareja de adolescentes curiosos estaban rodeados de adultos brillantes y un poco excéntricos. Tanaka los enseñó a defenderse y sobre todo filosofía; Wangari confianza, disciplina y a estar siempre alertas; Lexter consiguió que amasen más todavía la naturaleza. Cada miembro de la base fue dejando su huella en sus jóvenes personalidades y sin querer los forzaron a madurar muy rápidamente.