12
La música de la espineta
Pocos días después hice un descubrimiento alarmante.
Durante las últimas semanas, la casa me había resultado opresiva. Tenía la angustiosa sensación de que en ella hubiera algo de lo cual yo debía escapar. Pensaba muchísimo en Ben, porque su personalidad impregnaba todo Peacocks. Últimamente, supongo que debido a mi estado de nerviosismo, me parecía percibir su presencia. Yo creía que si un vínculo ha sido realmente estrecho entre dos personas, no se acaba necesariamente con la muerte. Después de todo, Ben era la única persona que me había amado de verdad. Durante un corto tiempo me había yo sentido feliz con ese amor, y cuando él murió comprendí lo sola y desolada que me había quedado. Supongo que todo el mundo anhela que lo amen, y que los que más lo ansían son aquellos que no han tenido la ventura de disfrutar de lo que —tal es mi creencia— es lo más deseable de la vida. Mi niñez había transcurrido sin amor. Desde el primer momento, yo fui un estorbo. Mi propia madre había considerado que la vida era intolerable y me había abandonado. No podía decir que de niña hubiera sido desdichada porque no está en mi naturaleza ser desdichada, y en aquellos días no había echado de menos lo que jamás había conocido; en realidad, lo que me había hecho ver lo que me faltaba era el hecho de haber sido amada y mimada por Ben.
Tal vez por eso sentía que había entre nosotros ese vínculo tan especial, y me imaginaba que su espíritu estaba presente en la casa, advirtiéndome de alguna manera que me encontraba en peligro. Por cierto que no todo había resultado como él lo planeara. Ben nos había unido, a Joss y a mí, pero esa interferencia en las vidas ajenas puede ser peligrosa. ¿Habría sabido realmente hasta dónde podía llegar Joss para conseguir lo que quería? ¿Habría pensado alguna vez que yo pudiera llegar a ser la esposa que se interpone en el camino de un hombre despiadado y que por esa circunstancia pudiera hallarme en una situación de grave peligro?
¿Quién era el que por las noches se acercaba furtivamente a mi habitación, el que la última vez que eso sucedió habría entrado, de no haber tenido yo la puerta cerrada con llave? ¿Por qué? ¿Con qué propósito? ¿Era Joss? Yo creía que sí. ¿Habría venido para rogarme que empezáramos juntos una vida nueva? No, era demasiado orgulloso para eso. Siempre había dicho que jamás se me impondría. Entonces, ¿por qué? ¿Qué significaba todo eso?
¿Tenía yo razón al pensar que en la casa había algún elemento que estaba intentando prevenirme?
Cuando regresaba a la casa y la encontraba en silencio, sentía con frecuencia el deseo de salir nuevamente de ella. A veces me sentaba en el jardín, junto al estanque, pero lo más frecuente era que optara por la paz del huerto. Allí, entre los naranjos y los limoneros, podía relajarme, pensar en el día que había pasado en las oficinas y en lo que había aprendido. Me reprendía entonces a mí misma por mis tontas fantasías, y entre los naranjos, limoneros y guayabos sentía que recuperaba el sentido común.
Había traído varios libros de la Compañía, y en ellos estaba aprendiendo muchísimo sobre los ópalos. Me gustaba irme con uno de los libros al huerto, buscar un lugar sombreado y sentarme a leer, cosa que hacía memorizando hechos y datos con los cuales me encantaba sorprender a la gente, y especialmente a Joss. Me daba cuenta de que estaba impresionado, ya que aunque jamás me dijera nada le advertía yo cierto gesto en las comisuras de la boca, cierto brillo en los ojos. Eso me resultaba muy gratificante, pues me daba cuenta de que estaba despertando su reticente admiración.
Allí, en el huerto, fue donde hice el descubrimiento.
La hierba era áspera, y en los lugares donde dejaba ver la tierra, ésta asomaba seca y resquebrajada. Me imagino que por eso se notaba tanto un lugar que había sido recientemente excavado.
Al levantar la vista del libro, mis ojos se fijaron directamente en él, y en seguida advertí que la tierra había sido removida y ofrecía la impresión de algo que asomara. Inmóvil, me quedé observándolo durante varios segundos. El sol daba sobre algo que relucía como oro.
Me acerqué. Era oro. Al recoger el objeto me sentí desmayar de horror, porque lo que había encontrado era una bolsa roja, de piel, con una banda de oro. Inmediatamente supe que había pertenecido a Ezra Bannock, que era la que él llevaba consigo cuando lo mataron de un tiro, en Brover’s Gully.
¿Quién la había enterrado en el huerto de Peacocks?
Ya no pude quedarme más en el huerto. Busqué el refugio de mi cuarto, abrumada por el horror y la indecisión.
No podía decidir qué era lo que tenía que hacer. La teoría de que a Ezra lo había matado un merodeador era falsa. ¿Qué merodeador vendría a Peacocks y se deslizaría furtivamente en el huerto para enterrar allí la bolsa?
No parecía haber más que una respuesta para el misterio. En Peacocks había alguien que había matado a Ezra Bannock, le había quitado la bolsa para hacer pensar en un robo, y después la había enterrado en el huerto.
Y yo conocía solamente a uno que tuviera un motivo.
Una vez sacado Ezra del paso, Isa estaba en libertad. Pero Joss no lo estaba. Joss estaba casado conmigo, y mientras yo viviera, él no era libre. Mientras yo viviera…
Esa era la idea que no se me iba de la cabeza, la que empezaba a convertirse en una pesadilla.
Saqué la bolsa para examinarla. «Tenía una bolsa roja de piel, llena de libras de oro. Solía llenarla todas las mañanas…». Algo así había dicho Isa.
¿Qué era lo que Joss había despertado en mí? ¿Era amor? Yo quería protegerlo, sin que me importara lo que hubiera hecho. Quería ir a decirle: «Encontré la bolsa de Ezra. No estuviste muy acertado al enterrarla en el huerto. La tierra está tan reseca que era evidente… Bueno, tenemos que deshacernos de ella…».
Pero, ¿por qué tenía que enterrar la bolsa en el huerto? ¿Por qué no la había ocultado en cualquier parte del desierto? Parecía una actitud impulsada por el pánico y, cosa rara, yo podía creer que Joss fuera un asesino, pero no que se dejara dominar por el pánico.
«¿Conque crees eso de mí? —me diría entonces—. ¿Por qué no me traicionas? ¿Por qué te comprometes tú?».
«Porque soy una tonta —sería mi respuesta—. Porque siento por ti lo mismo que tú sientes por Isa Bannock. Tal vez ahora me entiendas».
Pero claro que no le diría nada de eso. No sabía qué hacer y, en la duda, guardé la bolsa en un cajón. Después tuve miedo de que la descubrieran. Era la clave perfecta, la que conduciría al asesino.
Debo decírselo. Pero él mentirá. Dirá que no fue él quien la puso allí. Pero, ¿quién si no, Joss? ¿Quién?
Pasé una noche de insomnio y en dos ocasiones me levanté para mirar la bolsa guardada en el cajón, para asegurarme de que seguía allí y de que todo no había sido un sueño.
Al día siguiente, Joss ya había salido cuando bajé, y fui hasta el pueblo con Jimson. Conversamos mientras cabalgábamos, pero no recuerdo de qué hablamos. Yo no podía pensar en otra cosa que no fuese aquella bolsa de cuero rojo, manchada por la tierra del huerto.
Tan pronto como regresé a Peacocks me fui directamente a mi habitación y, al entrar, advertí que había habido cambios. Uno de los cajones no estaba del todo cerrado, y el instinto me dijo que alguien había estado allí, buscando algo. Inmediatamente me dirigí al cajón donde había guardado la bolsa roja de Ezra. Ya no estaba allí.
Me senté en una silla a pensar en lo que eso significaba. Fuera quien fuese el que había matado a Ezra, ahora sabía que yo había descubierto la bolsa y que la había sacado de su escondite.
Se me hacía difícil actuar con normalidad. Intenté pensar cuál sería la mejor línea de acción. Me dije que tan pronto como viera a Joss se me aclararían las cosas, ya que incluso él tenía que estar alterado por lo que había pasado.
Fui hacia la ventana y me quedé allí, mirando a lo lejos, hacia la aridez del desierto. Apenas si alcanzaba a distinguir las tiendas de lona en los alrededores del pueblo. Mientras estaba ahí mirando, la señora Laud regresó a casa con el carruaje, que a menudo se llevaba al pueblo para traerlo cargado de provisiones que después los sirvientes entraban en la casa. Al pasar, levantó la vista y me vio. Me hizo un saludo con la mano.
Bajé al vestíbulo, impulsada por una acuciante necesidad de volver a la normalidad.
—Hace mucho calor, ¿verdad? —le pregunté.
—Mucho, sí.
—Tendría usted que haberse hecho acompañar por Lilias.
—Me parece que está viendo demasiado a Jeremy Dickson.
—Pero es un joven muy agradable. ¿Por qué no le gusta a usted, señora Laud?
Sin contestar, oprimió fuertemente los labios.
—Debe estar usted agotada —proseguí—. ¿Por qué no se prepara una taza de té?
—Pensaba preparármela en mi habitación. ¿No quisiera usted acompañarme, señora Madden?
—Oh, sí, me encantaría.
Subimos al cuarto de ella, y la señora Laud puso a calentar el agua sobre la lamparilla de alcohol. Era una habitación pequeña y muy acogedora, con una brazada de hojas secas dispuestas en un recipiente en la chimenea, y un camino de felpa roja sobre la mesa lustrada. Las sillas tenían los asientos tapizados, sin duda por ella misma. En un rincón había un mueble pequeño sobre el cual se veían piezas de porcelana en miniatura, y de una de las paredes pendía un reloj.
Ella había seguido mi mirada.
—Estas cosas las traje de Inglaterra —me explicó—, y, cuando llegué aquí, el señor Henniker me permitió decorar mi propia habitación. Se lo agradecí muchísimo.
—Ello explica este ambiente tan hogareño.
Mientras preparaba el té, yo la sentía inquieta por algo, y decidí descubrir qué era. Así dejaría de pensar en ese otro asunto aterrador.
—Espero que le guste así, señora Madden. Aquí, a mí el té no me sabe bien. No es como el de Inglaterra. Dicen que es por el agua.
—Iba usted a decirme algo sobre el señor Dickson —le recordé.
—¿Sí? —dijo, y me miró sorprendida.
—A usted… ¿no le gusta esa amistad entre él y Lilias?
—Yo no diría tanto como eso.
—¿Qué diría usted, entonces?
—Es tontería de mi parte, supongo. No quisiera verla cometer un error. Me imagino que es lo que sienten todas las madres con sus hijas.
—¿Es que él ha hecho alguna cosa que a usted la inquiete?
—Oh, no… él no.
—¿Alguien más, entonces?
Me miró con aire preocupado, y me hizo pensar en un animal acorralado en una trampa.
—Hace tanto tiempo que estoy en esta casa… —evocó, y tuve la impresión de que quería apartarse del tema—. Estaba al cabo de mis fuerzas y…
—Sí, ya lo sé, y el señor Henniker le ofreció el puesto.
—Aquí eduqué a mis hijos. Y me trataron… como si fuera de la familia.
—El señor Henniker era una maravilla de bondad.
—Yo no podría soportar que nada anduviera mal en esta casa. Y no me gusta lo que se está diciendo.
—¿A qué se refiere? —le pregunté bruscamente.
Antes de seguir hablando, me miró con gesto inexpresivo.
—Cuando uno vuelve a pensarlo, es difícil de precisar. Son cosas que se dan a entender… algo así.
—¿Quién da a entender qué?
La señora Laud miró por encima del hombro, como si buscara por dónde escapar.
—Es usted la última persona a quien yo debería hablar de esto.
—¿Por qué? ¿Se refiere a mí?
—Es un montón de mentiras… puras mentiras…
—Vamos, señora Laud, ya ha dicho demasiado para callarse ahora. Alguien ha estado diciendo mentiras referentes a mi, ¿es eso?
—Oh, no, referente a usted, no, señora Madden. Todo el mundo está apenado por usted.
—¿Apenado por mí? ¿Por qué?
—Dicen que es una pena que el señor Henniker haya hecho ese testamento. Dicen que así forzó las cosas. A la señora Bannock no la quieren en el pueblo. No la quieren nada. ¡Oh, cómo se enojaría el señor Madden si lo supiera! Realmente, no puedo decirle más. Él me despediría, y tal vez me lo merezca, por hablarle así a usted.
—Quiero saber qué es lo que dicen.
—Si se lo digo, ¿me promete usted no decirle nada a él?
—¿A mi marido, quiere usted decir?
—Sí, por favor, no le diga que yo le he hablado de esta manera. Se enojaría tanto… Sabe Dios en qué terminarían las cosas. No son más que habladurías, lo sé, pero me inquietan. Yo les dije que todo eso era un montón de mentiras… pero no dejaron de hablar. Pero no se lo dirían a usted, por supuesto. Es usted la última persona a quien se lo dirían.
—Señora Laud, quiero saber qué es todo esto.
—No se trata exactamente de lo que se dijo. Son las miradas… los gestos de entendimiento… lo…
—Lo que se da a entender —completé—. Bueno, ¿qué era?
Las palabras brotaron como un torrente.
—Dicen que siempre supieron cómo eran las cosas entre ellos. Ezra aguantó la situación mucho tiempo, por su puesto en la Compañía. Después, ya no quiso aguantar más… y por eso murió.
—¡No! —grité apasionadamente, olvidando que era exactamente lo mismo que yo había pensado—. ¡Eso es imposible!
—Dicen que ella tiene el Rayo Verde, que él lo sacó de su escondite para dárselo.
—Jamás oí semejante disparate —declaré con firmeza.
—Ni yo tampoco, pero eso me inquieta… y usted me encontró en un mal momento.
—Me alegro de que me lo dijera, señora Laud. Y ahora olvidémoslo, ¿quiere?
La vi vacilar.
—Bueno, todo eso yo no lo creo, pero pienso… bueno, pienso que tendría usted que estar en guardia…
Me quedé mirándola, y ella se mordió el labio, confundida, antes de proseguir, balbuceante:
—… en guardia contra las habladurías.
«Cucú, cucú», anunció el reloj desde la pared, y siguió dando la hora, repitiendo su grito insulso.
Cuando volví al pueblo tuve la impresión de que la gente me miraba furtivamente. Se compadecían de mí y se preguntaban qué era lo que sabía. En un lugar como ése, todo el mundo sabe la vida de los demás. Los carteles que pedían información sobre el asesinato de Ezra me miraban desde todas las paredes.
El pueblo estaba intranquilo. La teoría más cómoda era que a Ezra lo había matado un merodeador que estaba ahora a muchos kilómetros de distancia; la otra alternativa, la única, era que entre nosotros había un asesino. Los asesinos tienen que tener motivos. Yo sabía que el asesino era alguien que iba a Peacocks, y cuyas visitas eran lo bastante frecuentes como para que a nadie le llamara la atención que fuera al huerto a enterrar algo.
Cuando entré en las oficinas, Jeremy estaba esperándome. Quería mostrarme el resultado final del ópalo que yo había intuido en aquel trozo de roca.
—Puede usted estar orgullosa de que su juicio haya resultado correcto —me dijo.
—Y eso, ¿significa que realmente estoy aprendiendo, o no fue más que buena suerte?
—Fue pura corazonada, que es lo que esperamos todos.
Se ofreció a preparar té, y mientras lo hacía sentí una gran necesidad de hablarle de mi descubrimiento y de mis temores, porque se me ocurrió que él era una de las pocas personas con quienes podía hablar; pero sabía que de todos modos sería una imprudencia.
Llevé la conversación al tema del Rayo Verde.
—¿Ha oído usted el rumor de que Ezra lo robó y murió de resultas de ello? —le pregunté.
—Yo jamás presto atención a rumores como ése —contestó Jeremy.
—Supongo que cabe alguna posibilidad de que sea cierto.
—En primer lugar, Ezra no era un ladrón. Jamás habría robado nada.
—Su mujer tiene una colección estupenda. Tal vez él haya querido agregar a ella el mejor de todos.
Jeremy sacudió decididamente la cabeza.
—¡Qué bueno sería que se pudiera encontrar el Rayo Verde! —suspiró.
—Sí, desde luego. Pero, ¿dónde está? Ojalá yo supiera por dónde empezar a buscarlo. Fíjese usted que es un asunto muy incómodo, porque Joss no quiere que se empiece a hacer ningún ruido en torno a él.
Jeremy frunció el ceño.
—¡Qué cosa más extraña! —reflexionó—. Tal vez él está haciendo alguna investigación en secreto.
—Como es mío tanto como de él, creo que debería haberme consultado. ¿Se le ocurre a usted algo que yo pueda hacer?
—Bueno, es de presumir que la piedra estaba aquí cuando el señor Henniker se fue de viaje. Como evidentemente no entraron ladrones, debe de habérsela llevado alguien conocido de la casa. Eso podría abarcar a cualquiera del taller, porque todos pueden salir y entrar sin que nadie se fije mucho. Podría usted empezar por interrogar a los sirvientes. Y esté segura de que yo tendré abiertos los ojos y los oídos, y la ayudaré en todo lo que pueda.
—Gracias.
Repentinamente, se abrió la puerta y Joss miró hacia dentro.
—¡Oh, ya veo, una linda charla! —exclamó, y estaba a punto de irse cuando Jeremy se dirigió a él.
—¿Querías hablar conmigo?
—Lo mismo da más tarde —replicó rápidamente Joss, y desapareció.
Después de eso, no tardé en irme de las oficinas y en volver a Peacocks. Me tendí en la cama, con las persianas cerradas para amortiguar el calor. No podía concentrarme para leer, y seguí pensando en que Joss había enterrado la bolsa en el huerto, pero cuanto más lo pensaba más absurdo me parecía. Qué simple habría sido deshacerse de ella en el desierto, que sería lo que más fácilmente podía haber hecho el presunto merodeador.
De pronto, me sobresaltó un golpecito a la puerta, tan leve que apenas si lo oí.
—Adelante —respondí, pero como no hubo respuesta fui hasta la puerta para mirar en el corredor.
—¿Hay alguien allí? —pregunté.
Otra vez, no hubo respuesta. Entonces, desde arriba, me llegó el sonido de la espineta. Estaban tocando un vals de Chopin.
Intrigada por saber quién podría haber en la casa que tocara la espineta, mi curiosidad me llevó hacia las escaleras que conducían a la galería. Cuando había recorrido la mitad de los escalones, la música se detuvo bruscamente. Abrí la puerta de la galería y entré.
Allí no había nadie.
Desalentada, miré a mi alrededor. Si alguien hubiera estado allí tocando, pensé, yo debería haberlo visto salir de la habitación, fuera quien fuese.
¿Habría sido imaginación mía? No. Lo había oído con toda nitidez.
Mientras volvía a bajar las escaleras oí que alguien andaba por el vestíbulo. Era la señora Laud, que acababa de entrar.
—Hace calor en el pueblo —suspiró.
—¿Anduvo otra vez de compras? Debería usted haber ido por la mañana.
—Se me habían olvidado algunas cosas. Parece usted sobresaltada, señora Madden.
—Me pareció oír que alguien tocaba la espineta en la galería.
—Oh, no, no lo creo. Hace años que nadie la toca. El señor Henniker solía tocarla de vez en cuando. Por ser el hombre que era, tenía fantasías raras. «Emmeline», solía decirme… porque siempre me llamó Emmeline… con mi nombre completo… «Emmeline, cuando toco este instrumento imagino que estoy llamando a alguien para que vuelva desde la tumba…». Tenía esa extraña sensación, imagínese usted. Ella había muerto… con el corazón destrozado, decía él, y si él se hubiera quedado en Inglaterra podría haberla salvado. Es raro que a usted le haya parecido que la oía sonar.
—No me pareció, era muy nítido.
—Entonces no sé qué decirle, señora Madden. Realmente, no sé.
—Oh, bueno —me encogí de hombros—. No es tan importante.
Pero sí que lo era, porque yo estaba segura de que había oído que había alguien allí, y no podía entender de qué manera podía ser posible tal cosa.
Ese mismo día, más tarde, después de la puesta del sol, subí a la galería. Tenía un aspecto fantasmal a la luz de las velas, ya que sólo se mantenían encendidas unas pocas en los candelabros fijos en las paredes. Las luces podían ser deslumbrantes cuando había una fiesta. Yo casi podía haber asegurado que percibía una presencia en el lugar. Realmente, ¿regresaban las personas que se habían quitado la vida y que no podían hallar descanso? Tal vez mi madre quisiera cuidar especialmente de mí, por haberme dejado al cuidado, nada tierno, de mi abuela. Pero, ¿qué era lo que me pasaba? El hallazgo de la bolsa me había asustado, hasta el punto de que ahora podía realmente creer que era mi madre la que había golpeado a mi puerta, y pensar que al tocar la espineta procuraba hacerme saber que me vigilaba.
Cuando volví a Peacocks la tarde siguiente, lo hice en compañía de Jeremy Dickson.
—Estaré de viaje durante un tiempo —me comentó.
—¿De veras? ¿Por dónde?
—Ayer, después de que usted se fue, el señor Madden estuvo hablando conmigo. Quiere que alguien vaya a la oficina de la Compañía en Sídney, y él propone que ese alguien sea yo.
Sentí una mezcla de desilusión y euforia. Iba a echar de menos a Jeremy, y sin embargo no podía dejar de pensar si Joss lo mandaba de viaje porque la parecía que yo tenía demasiada amistad con él. Eso podía significar que esa amistad no lo dejaba indiferente; ya había percibido yo que lo tenía un poco picado.
—¿Está usted contento? —le pregunté.
—Me había entusiasmado mucho con nuestro plan de seguirle la pista al Rayo Verde. ¿No sería extraño que la respuesta estuviera en Sídney?
—No puedo imaginar que así sea.
—¿Por qué no? Si alguien se lo llevó, ¿se quedaría aquí con él?
—Pero habíamos dicho que tenía que ser alguien que viviera aquí… alguien que pudiera entrar y salir sin llamar la atención.
—Es posible. Sin embargo, cuando esté en Sídney trataré de averiguar algo. Es increíble lo que se llega a descubrir en el curso de conversaciones informales.
Conversar con Jeremy me resultaba un consuelo, y lo eché de menos cuándo, dos días después, se fue a Sídney.
Joss se mostró sardónico mientras cabalgábamos juntos hacia el pueblo.
—Lamento privarte de tu compañero de juegos —me dijo.
—¿Compañero de juegos? —repetí, furiosa—. De trabajo, querrás decir.
—Siempre dabais los dos la impresión de disfrutar al estar juntos.
—Eso es porque él me trataba como a un ser inteligente, nada más.
—¡Vamos, si en la Compañía no hay nadie que no reconozca tu inteligencia! Pero ahora puedes empezar a aprender otros aspectos del negocio. Ya les has dedicado demasiado tiempo a las ruedas pulidoras.
—Incluso tú tuviste que admitir que mi corazonada resultó buena.
—Eso jamás lo negué. Pero no puedes vivir el resto de tu vida en esta actividad, con la gloria de una sola corazonada. Ahora estudiarás los libros con Jimson Laud. La contabilidad es una parte muy importante en un negocio.
—¿Qué pasa con Ezra Bannock? —pregunté.
La expresión de Joss cambió.
—¿Tienes más posibilidades de descubrir al asesino?
—Ninguna esperanza. Es obvio que fue un merodeador. Me imagino que Ezra intentó defenderse, y eso fue todo.
—Le robaron la bolsa. Pensé que tal vez la hubieran encontrado.
Se me quedó mirando, atónito.
—¡La bolsa! Pero ¿no pensarás que el ladrón se quedaría con ella, no es cierto? La tiraría… y lo más rápidamente posible. No querría conservar algo que podría inculparlo.
—Era una bolsa roja, con un anillo de oro.
—Sí, eso se dijo en la indagación.
—Pero, ¿nunca la encontraron?
—¿Tú esperabas que la encontraran? Debe de haber centenares de bolsas como ésa en los alrededores.
Yo quería decírselo, pero no pude. Habría sido como acusarlo de asesinato, y Joss jamás me lo perdonaría… especialmente si era culpable.
Era verdad que esas bolsas existían por centenares. Tal vez hiciera mucho tiempo que aquélla estaba en el huerto. Pero entonces, ¿por qué alguien se la había llevado después del cajón donde yo la había puesto en mi habitación?
Cuando llegamos a la oficina fuimos al despacho de Jimson, pero yo no podía concentrarme. Sólo podía pensar en Isa y en Joss… juntos. Jamás olvidaría el momento en que ella me había mostrado el ópalo Arlequín, anunciando a voz en cuello que Joss se lo había regalado.
Cuando salí de las oficinas, en vez de volver a casa decidí hacer una visita a Isa.
Dejé a Wattle con uno de los muchachos de los establos y entré en la casa; inmediatamente, me llamó la atención que en el vestíbulo hubiera un gran baúl, que parecía dispuesto para que se lo llevaran en cualquier momento.
Una sirvienta me introdujo en la fresca salita de cortinas de cretona, y hacía apenas un momento que estaba allí cuando entró Isa. Estaba muy bella, envuelta en flotantes gasas negras… misteriosa y rapaz, me pareció.
—Jessica, ¡qué buena eres al compadecerte de mí!
—Como me invitaste, pensé que podía venir a verte.
—Oh, por favor, no te disculpes. ¿Acaso no te he dicho siempre que me encantan las visitas?
—Debes sentirte muy sola ahora.
—Sí, pero la gente es tan buena. Vienen mucho a visitarme.
Dicho con una débil sonrisa en los labios. Joss, pensé.
—Pediré el té —anunció Isa—. No sé qué haríamos si no existiera el té. Es nuestro refugio frente a este calor abrasador.
Pidió el té y después me preguntó cómo me iba con la Compañía.
—He oído comentar que eres una especie de genio.
—¿Quién te dijo tal cosa?
—Son cosas que se saben. Me hace que tú terminarás por tenerlos a todos en un puño.
—Tonterías. Lo que pasa es que todo eso me interesa mucho.
—Pues está muy bien que aprendas los procesos y todo eso. Yo sólo soy capaz de disfrutar del producto final.
—Tú dijiste que un día me mostrarías el resto de tu colección.
—¿No te la mostré una vez?
—Sí, cuando habías conseguido el ópalo Arlequín.
—Una joya. Joss estuvo encantador.
—Estoy segura de que para él fue un placer dártelo.
—Sabía que estaría en buenas manos.
—Pero no es el ópalo mejor de tu colección, ¿no es cierto?
Me miró con aire de astucia y sacudió la cabeza.
—¿Cuál, dirías tú, es el ópalo más bello que tienes?
—Ezra solía decirme que no debería hablar tanto de mi colección, pues el día menos pensado vendría alguien a robármela.
—Pero tú no le hacías caso.
—Siempre pensé que los consejos son algo que hay que escuchar siempre, pero seguir únicamente cuando uno tiene ganas.
—Ahora que entiendo un poco más de ópalos podría apreciar mejor tu colección.
—Sí, la primera vez que la viste eras muy novata. Pero no tanto como para que no pudieras reconocer las cualidades del Arlequín.
—Eran tan evidentes como, me imagino, deben serlo las de otras piedras de tu colección.
—Oh, sí, claro. ¿Cómo esta Wattle? Fue un golpe para ella encontrar a Ezra. ¿No es raro pensar que si no fuera por ese caballo su muerte habría seguido para siempre en el misterio? Y es bastante aterrador, cuando uno lo piensa, lo que puede suceder en un lugar como ése. Me pregunto cuántos cadáveres habrán sido enterrados en el desierto, sin que jamás un caballo fiel los haya descubierto. Bueno, tú viste al chico del establo y a la sirvienta que nos trajo el té. A no ser por ellos, estaríamos completamente solas. ¿Le dijiste a Joss que venías a visitarme?
—No, pero puedo decírselo. O se lo dices tú.
Isa abrió muy grandes los ojos.
—¿Tú piensas que yo lo veo? ¿Piensas que él viene a verme?
—No sé. ¿Me vas a mostrar el resto de tu colección?
—No —fue su respuesta.
—¿Por qué no?
—Adivina.
—¿Hay en ella algo tan valioso que prefieres no mostrarla?
—Claro que tengo algunas piedras muy valiosas —de pronto soltó la risa—. ¡Ah, ya sé qué es lo que estás pensando! En el escurridizo Rayo Verde. ¿Sabes lo que se dice en el pueblo? Que Ezra lo robó para dármelo, y que murió porque el ópalo le trajo mala suerte. ¿Te parece a ti que yo querría tener mala suerte?
—Pero tú no creerías en eso, me imagino.
—Yo soy muy supersticiosa. Y la razón para que no te muestre mi colección no tiene nada que ver con el Rayo Verde.
—¿Con qué, entonces?
—Es que está embalada.
—¿La vas a sacar de Australia?
Un gesto afirmativo.
—Me la voy a llevar conmigo. Dentro de unas semanas me vuelvo a Inglaterra.
—¡Te vas a Inglaterra! ¿Te vas… de aquí?
—De vacaciones. Tal vez regrese, pero ahora que Ezra no está, necesito alejarme.
—¿Te vas… sola?
Los ojos de tigresa centellearon.
—Tú me haces demasiadas preguntas —respondió Isa.
Me dejó pensando qué era lo que insinuaba.
Poco después me despedí. No quería estar fuera de casa después de la puesta del sol.
Cuando llegué a Peacocks la casa estaba en silencio. Joss todavía no había regresado del pueblo. Yo me sentía muy inquieta, con la sensación de que en la partida de Isa había algo muy significativo. ¿Cómo se sentiría Joss ante el viaje de ella? Si de verdad estaba locamente enamorado de ella, se le notaría sin duda alterado. Yo estaba impaciente por verlo.
Subí las escaleras para dirigirme a mi cuarto y, una vez más, oí las notas de la espineta. Seguí subiendo los escalones de dos en dos, pero cuando llegué al descanso la música se había interrumpido. Cuando fui a la galería, no había nadie allí.
Miré a mi alrededor. La única explicación era que, a menos que hubiera otra forma de salir de la galería, el misterioso ejecutante sólo podía ser alguien para quien las paredes no existían.
Me senté en una de las sillas y me quedé mirando el lugar. Como de ordinario, el sonido de la música me había conmovido profundamente. Tal vez yo necesitara creer que era mi madre que retornaba de entre los muertos para ocuparse de mí. Pero, ¿por qué así… de pronto? ¿Qué pasaba con todos los años que había yo estado en Dower House? También entonces, ciertamente, había necesitado su cuidado.
Ben me había ofrecido una estabilidad temporal, me había hecho cambiar, me había ayudado a crecer, después había hecho que me casara con Joss, cuyos afectos estaban ya comprometidos y que había accedido al matrimonio por puro y simple interés.
Lo que mis teorías significaban era algo sorprendente. Si mi madre sólo ahora pensaba que había llegado el momento de protegerme, entonces… yo estaba en peligro.
Sí, podía percibirlo. Allí había algo maligno, que estaba en esa galería. Fácilmente podía imaginarme una voz que me advertía. Ten cuidado, estás en peligro.
Me quedé inmóvil, con todos mis sentidos alerta. ¿Por qué tocar la espineta? ¿Por qué no aparecérseme y hablarme, y decirme directamente qué era lo que me amenazaba? Pero las manifestaciones supranaturales nunca eran directas; estaban siempre entretejidas con algún extraño vehículo extraterrenal.
En ese momento, súbitamente, oí el eco de un llanto histérico. Rápidamente fui hacia la puerta de la galería a escuchar. El ruido venía de las habitaciones altas. Subí corriendo las escaleras. La puerta del cuarto de la señora Laud estaba entreabierta, y de allí salían sollozos.
—¿Es que pasa algo? —grité.
Entré en la habitación, donde estaba toda la familia, Jimson, Lilias y su madre. Era Lilias la que a medias sollozaba, y a medias se reía. Jimson la había rodeado con un brazo.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.
La señora Laud parecía afligida.
—Ahora has inquietado a la señora Madden. ¡Oh, cuánto lo siento! La pobre Lilias estaba un poco alterada. Su hermano y yo hemos estado tratando de consolarla.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que sucede?
La señora Laud sacudió la cabeza y me miró suplicante, como si me pidiera que no hiciera preguntas.
Lilias se rehízo un poco y consiguió decir:
—Ya estoy bien, señora Madden. No sé qué me pasó. Era obvio que le costaba un gran esfuerzo controlarse.
—Es algo personal, nada más —murmuró Jimson.
—Estaba en la galería y oí que alguien lloraba.
—En la galería —repitió Lilias con voz insegura.
—Me pareció que volvía a oír sonar la espineta.
Se hizo un breve silencio.
—Debe de estar desafinada —dijo después Jimson—. He oído decir que hay que afinarlas con frecuencia.
—¿Están seguros de que todo está bien? —pregunté.
—Oh, sí, señora Madden —me aseguró la señora Laud—. Nosotros nos ocuparemos de Lilias.
—Lo único que lamento es que la hayamos molestado a usted —se disculpó Jimson.
—Sí —coincidió mansamente Lilias—. Yo también lo siento, señora Madden.
Salí del cuarto, pensando que había muchas cosas enigmáticas en esa familia.
Mientras estaba cambiándome para la cena, la señora Laud vino a mi habitación.
—¿Puedo entrar un momento, señora Madden? —me preguntó—. Quería hablar unas palabras con usted y decirle cuánto lamento lo que sucedió esta tarde. Fue una cosa terrible haberla molestado a usted.
—Oh, por favor, señora Laud, eso no tiene importancia. Lo que me preocupa es la aflicción de Lilias.
—Bueno, pues así es, señora Madden. Está un poco alterada. Me imagino que usted ya sabe por qué.
La miré sin entender.
—Es por el señor Dickson. Está afligida porque lo han enviado a Sídney.
—Oh, comprendo.
—Está muy pendiente de él. Yo estuve en contra de ese matrimonio, pero tal vez me haya equivocado.
—¿Es que se ha hablado de matrimonio?
—No se ha dicho nada oficialmente, sabe usted, pero cuando él se fue Lilias se quedó muy alterada.
—Pero se ha ido por un tiempo.
—Ella tiene la idea de que tal vez el señor Madden quiera que Dickson se quede permanentemente en Sídney.
—Yo no lo había entendido así.
—Sí, claro que usted lo sabría. Siempre me olvido de que está usted en el directorio de la Compañía. Parece tan raro que una señora ocupe un cargo así.
—Fue idea del señor Henniker.
—Oh, ya sé que a él no le faltaban ideas. Bueno, me pareció que era mejor explicarle lo de Lilias.
—No piense más en eso, señora Laud.
A la hora de la cena pareció que Lilias estuviera repuesta. La conversación giró, como de costumbre, en torno a los negocios. Ahora yo estaba ya en condiciones de participar, y siempre me agradaba hacerlo, pero de pronto el placer se me hizo trizas cuando Joss anunció:
—Me parece que en un futuro no muy lejano será necesario hacer un viaje a Inglaterra.
Me quedé mirándolo, atónita.
—Pero si casi acabamos de llegar —objeté.
—Con los negocios es siempre así —señaló tranquilamente—. Nunca se puede estar seguro de cuándo va a ser necesario hacer algo.
—¿Y qué es lo que ha sucedido?
—Que se están abriendo mercados nuevos en Londres. Hay una creciente demanda de ópalos negros australianos y, naturalmente, queremos sacarle partido.
—¿De manera que te propones ir a Inglaterra?
—Todavía no es seguro. Es solamente algo que puede ser necesario.
Me sentí desanimada y desdichada. Era todo tan fácil de entender. Isa se iba a Inglaterra, de modo que él se iba también. Seguramente, todo sería muy discreto. Después que ella se fuera, Joss descubriría que él tenía que ir también. Simplemente, se estaba preparando el camino.
Yo había perdido el apetito, y tan pronto como nos levantamos de la mesa me disculpé y subí a mi habitación. Había observado la forma en que me miraba Joss cuando hizo el anuncio del posible viaje a Inglaterra, un poco como si estuviera esperando una protesta de mi parte.
Pero no le daría esa satisfacción, pensé. Aunque por cierto dejaría bien en claro que me daba cuenta de que la razón de ese súbito deseo de irse a Inglaterra no radicaba en los negocios, sino en Isa.
Había decidido que cuando Jeremy Dickson regresara le hablaría del descubrimiento de la bolsa roja. Con él podía hablar libremente. Después, me dije que no podía hacer una cosa así, porque eso sería acusar implícitamente a Joss. ¿Cómo podía entonces decidirme a hablar de la bolsa roja?
En toda mi vida me había sentido tan sola.
Una tarde, al llegar a casa, lo encontré todo en silencio y me fui a mi habitación. Mientras estaba allí, todavía con la mano en el picaporte, volví a oír ese toque espectral en las teclas de la espineta.
Con toda la rapidez que pude, subí corriendo las escaleras. Sucedió lo de las otras veces. La música se interrumpió, y no había nadie sentado ante la espineta.
Alguien estaba haciéndome jugarretas. Y mientras recorría con la vista la galería observé que había una diferencia. Uno de los cortinados que pendían a intervalos a lo largo de las paredes, lo mismo que en Oakland, estaba en desorden. Me acerqué para arreglarlo y, al correrlo, descubrí una puerta de la que nada sabía. En ese momento noté que una luz brillaba entre la bruma. Alguien había estado tocando la espineta, se había ocultado detrás de la cortina y se había ido de la galería antes de que yo llegara, saliendo por esa puerta.
Esa debía ser la respuesta, ya que la puerta no estaba cerrada. Esa vez, el bromista había tenido que escapar demasiado de prisa para poder cubrirse bien la retirada.
Empujé la puerta para abrirla del todo y atisbé en la oscuridad, tanteando con el pie. Había una escalera. Cautelosamente, ya que la oscuridad era completa, descendí dos escalones. Entonces sentí que se me escapaba el piso. Se oyó un ruido y me encontré como suspendida en el aire. Conseguí manotear hasta aferrarme a algo. Era un pasamanos, aunque yo no alcanzaba a verlo. Sentí que los pies me resbalaban y me encontré sentada sobre algo frío y húmedo.
Estaba tan desconcertada que durante un momento me sentí incapaz de moverme. A mis oídos llegaba un ruido como de objetos pesados que rodaban, dando tumbos, como si fueran cayendo escaleras abajo.
Empecé a dar gritos de socorro e intenté levantarme. Los ojos se me estaban acostumbrando a la oscuridad, y empecé a distinguir la escalera que parecía hundirse en las tinieblas.
Después oí que alguien gritaba desde abajo.
—¿Qué hay? ¿Qué es lo que pasa?
Era la voz de la señora Laud.
—Estoy aquí, señora Laud —llamé—. Me he caído.
—¿Venía usted de la galería? Ahora subiré…
Me quedé allí, esperando, mientras me daba cuenta de lo sucedido. Había empezado a bajar una escalera que estaba de alguna manera obstruida. Me había escapado por muy poco, y si no hubiera logrado aferrarme a tiempo del pasamanos, no me habría salvado de una peligrosísima caída.
A mis espaldas apareció la señora Laud.
—¿Qué es lo que ha pasado? Déjeme que la ayude, señora Madden. Un momento, buscaré una vela. ¡Es esa vieja escalera!
Me puse cautelosamente de pie, y ella me arrastró a medias hasta la galería.
—Vi la puerta abierta —expliqué—. No tenía idea de que allí hubiera una puerta.
—Estaba escondida tras esa cortina. Hay una escalera entre este piso y el de abajo, pero hace años que no se usa. En algún momento, alguien debe de haber guardado cajas allí, como si fuera una especie de armario.
—Es muy peligroso.
—No recuerdo que nadie la haya utilizado en años. Enderécese, por favor, señora Madden. No creo que se haya hecho mucho daño. ¿Cómo se siente?
—Dolorida y magullada, y bastante asustada. Pensé que me habría roto una pierna o algo así.
—Realmente, podría haberse hecho mucho daño. Tal vez sea mejor que la acompañe a su habitación. Le prepararé algo. Dicen que una taza de té bien azucarado es muy buena para ese tipo de accidente.
—Quiero quedarme aquí un momento a pensar. Esta tarde volví a oír que tocaban la espineta.
La señora Laud me miró con inquietud.
—¿De veras, señora Madden?
—Usted piensa que lo imaginé, ¿no es eso?
—Bueno, cuando está un poco tensa la gente se imagina cosas, ¿no cree usted?
—No sabía que yo estuviera tensa.
—Bien —hizo un impreciso gesto con la mano—. Con todo…
—¿Con todo? —insistí.
—Es que eso de que de pronto el señor Madden hablara de irse, con las cosas tal como están…
Era imposible tener secretos para la gente que compartía la vida de uno. Indudablemente, en la casa se debía hablar mucho de mi relación con Joss.
—Lo que me gustaría saber —dije—, es por qué estaba abierta esa puerta. Usted dice que hace años que nadie usa esa escalera. Pero creo que alguien ha estado usándola últimamente, alguien que ha estado tocando la espineta y que se escapaba por allí. Y pienso que, fuera quien fuese, hoy no se olvidó de cerrar la puerta, sino que la dejó abierta a propósito.
—¿Quién podría haber usado la escalera, con todas las cosas que había en los escalones?
—Alguien que sabía que esas cosas estaban allí… alguien que las puso allí… sabiendo que, al ver la puerta abierta, yo bajaría a investigar.
—¡Oh, no, señora Madden, él no llegaría a tanto!
—¿Él? ¿Quién?
—El que sea que esté haciéndole esas jugarretas con la espineta… Fue lo que usted dijo, ¿no? Que hay alguien que le está haciendo jugarretas.
—Tengo que llegar al fondo de este asunto, señora Laud. No toque nada de lo que haya en esa escalera; voy a ver qué es lo que hay allí realmente.
—Bueno, señora Madden, en el descanso de abajo de éste hay una puerta, tan bien disimulada que apenas si se nota. Como nadie usa esta escalera, yo la cubrí con una cortina. Ya ha visto que es lugar oscuro y peligroso. A mí me da la impresión de que alguien usó el hueco como si fuera un armario, y apiló cajas en las escaleras.
—Al abrir la puerta, cualquiera se daría cuenta de que era una escalera y no un armario, creo yo.
—Pues no puedo imaginarme qué pasó —reconoció con desánimo la señora Laud.
Tomé una vela, la encendí y miré hacia abajo por la escalera. En los escalones más bajos se distinguía un amontonamiento de cajas.
—Será mejor que la despejemos y la dejemos abierta —indiqué—. No me gusta la idea de que haya lugares secretos.
Mientras hablaba, me di cuenta de que alguien me había llevado insidiosamente hacia la escalera, había puesto allí las cajas para tenderme una trampa, alguien que había esperado que así me sucediera un accidente… que me rompiera el cuello, tal vez. Supe que no era el espíritu de mi madre, ni el de nadie que me quisiera bien, el que me había atraído a la galería con la música de la espineta.
Era alguien que quería quitarme de en medio.
A la mañana siguiente volví a ir a caballo al pueblo, ya que los efectos físicos de la aventura del día anterior eran desdeñables.
—¿Sabías tú que hay una escalera que va desde la galería al corredor del piso de abajo? —le pregunté a Joss.
Mientras le hacía la pregunta, lo observé cuidadosamente; su expresión no cambió al responderme:
—Sí, me acuerdo. De niño, yo solía usarla para jugar al escondite. Era uno de mis juegos favoritos, y recuerdo que utilizaba esa escalera.
—¿No la has usado últimamente?
—Me había olvidado de ella. ¿Por qué se te ocurrió mencionarla?
—Porque ayer la descubrí.
—Tendríamos que abrirla y ponerla en uso.
—Fue lo que yo dije. ¿Tocaste alguna vez la espineta?
—¿Qué te lleva a preguntarlo?
—La simple curiosidad.
—Pues en realidad, sí.
Solté una breve risa.
—¿Qué es lo que te divierte?
—Imaginarte a ti sentado en ese banquito y tocando un nocturno de Chopin.
—Pues no lo hacía tan mal. Algún día te lo demostraré.
—¿Has tocado últimamente?
—Hace años que no toco, y supongo que la espineta está desafinada. Tendríamos que buscar alguien que le diera un vistazo, pero no se me ocurre quién. En estas comarcas, afinar espinetas no debe ser una profesión muy rentable. No veo por qué la hizo traer Ben.
—Por razones sentimentales, creo.
—Que pocas veces son sensatas.
¿Cómo podía mostrarse tan pausado, tan tranquilo? Joss no me quería, y yo me daba buena cuenta de eso, pero ¿sería realmente capaz de tocar la espineta y de intentar que yo me desnucara? Sabía que era despiadado, y tampoco era un secreto que estaba enamorado de Isa. Había gente en el pueblo que sospechaba de él como asesino de Ezra, como había dado a entender la señora Laud, pero… ¿de qué servía librarse de Ezra si no se hacía nada para quitar de en medio el otro estorbo?
Había que hacer frente a los hechos. Si yo no existiera, él podría casarse con Isa. Pero si habían sido amantes durante tanto tiempo sin pensar en casarse, ¿por qué ese súbito deseo de hacerlo?
Me di cuenta de que lo que pasaba no era tanto que creyera que Joss no sería capaz de despacharme, como de que no podía creer que hubiera empleado semejante método. Pero, ¿por qué no? Después de todo, mi muerte tenía que parecer natural. Habría sido demasiada coincidencia que a mí también algún merodeador me matara de un tiro.
En Fancy Town, Joss era toda una potencia; la gente le tenía miedo. Pero incluso él tendría que ser cuidadoso con la forma de cometer un asesinato.