7
Peacocks
Fancy Town había brotado sobre las márgenes de un arroyo que —acontecimiento afortunado— la naturaleza había instalado próximo al campo de ópalos. Algunos obreros vivían en tiendas de lona, pero había también algunas chozas de leños o de ladrillos sin cocer, con toscas chimeneas de barro o de corteza; las tiendas parecían cobertizos abiertos por un lado, de manera que pudieran exhibirse las mercaderías. Después de aquellos espacios ampliamente abiertos, era un espectáculo bastante deprimente.
Caía ya la tarde cuando llegamos, y la excitación que provocó nuestra presencia daba a entender que las visitas eran allí muy raras. Los niños venían corriendo y se nos quedaban mirando; estaban en su mayoría bastante desaseados, cosa nada sorprendente dado que no tenían más hogar que aquellas chozas y tiendas.
—Me alegro de que esté usted de vuelta, señor —saludó un hombre a Joss.
—Gracias Mac —le respondió él.
—Lamento lo del señor Henniker, señor.
Peacocks estaba aproximadamente a un kilómetro y medio del pueblo, y marcaba un contraste notable con la pobreza del lugar. Al atravesar la entrada, vimos ante nosotros una calzada de unos cuatrocientos metros que se dirigía hasta la casa, construida en el antiguo estilo colonial, y que se erguía, graciosa y de un blanco brillante, en el aire límpido. El porche y la terraza descansaban sobre columnas, bastante ornamentadas, que tenían un toque griego, pero la casa como tal no pertenecía a ningún período; tenía algo de gótico, algo de Reina Ana y algo de Tudor, todo unido en una mezcla no carente de encanto.
Tal como correspondía, en el césped, seguido por la hembra, más pequeña y humilde, apareció un pavo real, paseándose junto a la terraza como si se ofreciera a nuestra admiración. El césped estaba cuidado de manera tan inmaculada que uno habría pensado que hacía siglos que estaba allí. La casa daba incluso la impresión inmediata de estar posando como una mansión antigua, cosa que evidentemente no podía ser, aunque no del todo segura de la edad que quería representar.
—Toma los caballos, Torn —indicó Joss—. ¿Quién hay en casa?
—La señora Laud, señor, el señor Jimson y la señorita Lilias.
—Pues bien, que alguien vaya a avisarles que hemos llegado.
Desmontamos, y Joss me tomó del brazo mientras subíamos los escalones hacia el porche, seguidos por David Croissant. La puerta estaba abierta, y entramos en el vestíbulo. Dentro de la casa se estaba fresco, porque las delgadas persianas de madera estaban dispuestas de modo que no dejaran pasar la quemante luz del sol. El vestíbulo era grande e imponente, con un piso de mosaico de color azul pavo real. En el centro había una losa grande con la imagen de un pavo real magnífico.
—El motivo de la casa —dijo Joss, que había seguido mi mirada—. Ben decidió que la casa se llamara Peacocks, y que los pavos reales pasearan en abundancia por todas partes. Me gustaría contarte que Peacocks seguirá en poder de la familia en tanto que haya aquí pavos reales, pero de nada serviría, porque por aquí no tenemos esas leyendas y tradiciones antiguas; somos un país demasiado joven. Pero a una cosa Ben estaba resuelto, y era a que todos los que pusieran los pies en la casa supieran que esto era Peacocks, de modo que en todas partes hay algo que lo recuerda.
Una gran escalera se elevaba en una amplia curva desde el vestíbulo, y de pie en ella estaba una mujer, que nos observaba. Debía de hacer unos segundos que estaba allí, escuchando la explicación de Joss.
Él la vio al mismo tiempo que yo.
—Ah, la señora Laud —dijo.
Ella empezó a bajar las escaleras; era una mujer alta y delgada, de pelo gris, que llevaba partido al medio y recogido en un moño en la nuca. También vestía de gris; un vestido de escote cerrado por un pulcro cuello blanco, con puños blancos también. La absoluta simplicidad de su atavío le daba la apariencia de una cuáquera.
—¡Señora Laud! —exclamó Joss—. Tengo una sorpresa para usted. Le presento a mi esposa.
Ella se puso un poco más pálida y se aferró al pasamanos, como para apoyarse en él. Parecía atónita; después, una débil sonrisa apareció en sus labios.
—Debe ser una de sus bromas, señor Madden —respondió.
Joss pasó un brazo por el mío y me hizo adelantar.
—No es ninguna broma, ¿no es verdad, Jessica? Nos casamos en Inglaterra, y Ben vino a nuestra boda.
La mujer siguió bajando las escaleras con bastante lentitud. Se le había contraído un poco la cara, y por un momento pensé que estaba a punto de estallar en llanto.
—La triste noticia de la muerte del señor Henniker nos llegó hace sólo una semana —dijo con voz temblorosa—. Usted no hablaba de… su matrimonio.
—No. Eso era una sorpresa.
La señora Laud se adelantó y yo le tendí la mano, que ella recibió suavemente en la suya.
—¿Qué pensará usted de mí? No tenía idea… Hemos estado todos tan tristes. Hemos perdido un buen amigo y un buen amo.
—Pues comparto su tristeza —le aseguré—. También yo lo tenía como un buen amigo.
—Como verá usted, el señor Croissant está con nosotros —dijo Joss—. Lo encontramos mientras veníamos desde Sídney. ¿Jimson y Lilias están en casa?
—Sí, están en casa. Ya envié a uno de los sirvientes a buscarlos. Seguramente no tardarán en venir.
—La señora Laud podrá decirte todo lo que quieras saber sobre la casa, Jessica —me dijo Joss.
—Y yo estaré muy interesada en aprender —respondí.
La señora Laud me dirigió una sonrisa casi seductora. Al recordar lo que Ben me había contado de ella, yo esperaba alguien de naturaleza más dominante, pero parecía gentil y hablaba con voz suave y calmosa.
—Creo que lo mejor sería que tomáramos algo —dijo Joss.
—¿Pero, en qué estaré pensando? —La señora Laud agitó las manos con gesto de desolación—. Estoy tan perturbada… con todo esto. Primero la muerte del señor Henniker…
—Y ahora este matrimonio —completó Joss—. Ya lo sé. Pero se acostumbrará usted, como nos acostumbraremos todos.
—Ordenaré que preparen un poco de té —dijo la señora Laud—. En una hora más o menos estará lista la cena, salvo que deseen ustedes que la apresure.
—Comimos pollo y pan de maíz por el camino, de modo que con el té bastará —le aseguró Joss—, y esperaremos a la cena.
La señora Laud abrió una puerta y entramos en una sala, donde las ventanas iban desde el piso a un cielo raso adornado con hermosas molduras. La habitación era alta y los cortinajes del mismo tinte de las plumas del pavo real, pero las persianas, cerradas, no dejaban entrar la luz del sol. La señora Laud las abrió para que hubiera más luz en la habitación.
Mis ojos se dirigieron inmediatamente al cuadro que representaba un pavo real. Joss también lo miró; después nuestros ojos se encontraron y entre nosotros pasó una intensa oleada de emoción. En ese cuadro estaba escondido el Rayo Verde del Crepúsculo; ahora tendríamos la primera oportunidad de verlo.
En la habitación había una vitrina con los estantes cubiertos de terciopelo negro; sobre ellos había piedras sin pulir, simplemente diferentes tipos de rocas que tenían en su interior vetas de ópalo.
Joss vio que yo las miraba.
—Fue una idea de Ben —me dijo—. Todo lo que hay allí tenía algún significado para él. Esas piedras vienen de diferentes minas, que fueron todas importantes para él. ¡Ah, aquí está Jimson!
Jimson Laud tendría, calculé, más o menos la edad de Joss; sus modales tenían la misma suavidad que los de su madre.
—Jimson, ésta es mi mujer —anunció Joss.
Jimson se quedó sorprendido, como era de esperar. Joss me hizo un gesto burlón, evidentemente divertido con su sorpresa.
—Parece que hubiéramos arrojado una bomba —comentó—. Jessica y yo nos casamos antes de salir de Inglaterra.
—Fe… felicitaciones.
—Gracias —respondí.
—Me siento encantado de conocerla —agregó él, un poco recuperado de la sorpresa, y después dijo que lo había conmovido mucho la muerte de Ben.
—A todos nos conmovió —respondió Joss—. No había esperanza de salvarlo. Por eso quiso que yo viajara a Inglaterra.
—Y allí conoció usted a su novia —dijo suavemente la señora Laud.
—Jimson trabaja para la Compañía —me explicó Joss—. Él y su hermana Lilias viven en los apartamentos de su madre, en la casa.
—Es una casa muy grande —comenté.
—El señor Henniker siempre quiso que hubiera mucho lugar para los huéspedes —explicó la señora Laud—. Era frecuente que tuviésemos la casa llena. Bueno, aquí viene mi hija, Lilias.
¡Cómo se parecía la familia! Lilias era una edición más joven de su madre, mansa y modesta.
—Lilias, ésta es la señora Madden… la futura dueña de casa —me presentó la señora Laud.
La sorpresa de Lilias fue tan evidente como la de su madre y hermano. Alcancé a ver la expresión de sus ojos mientras se posaban en Joss, pero no estuve segura de su significado. Era obvio que la abrumaba el hecho de que estuviéramos casados. La expresión fue muy fugaz; casi se había ido ya antes de que apareciera, dejando la muchacha mansa de un momento antes.
—Supongo que se quedará usted durante un tiempo, señor Croissant —conjeturó la señora Laud.
—Un par de noches, espero. Después tengo que seguir viaje hacia Melbourne.
—¿Han andado bien las cosas mientras yo no estaba, señora Laud? —quiso saber Joss.
—Todo bien en la casa, que es de lo que yo puedo responder, señor Madden.
Joss miraba a Jimson Laud, que a su vez explicó:
—En la Compañía hubo un par de puntos de roce, pero nada grave. Espero que tú vayas por allí mañana.
—De eso puedes estar seguro —replicó Joss—. Mañana debe usted mostrarle la casa a mi mujer, señora Laud.
La señora Laud asintió con la cabeza.
—A mí me interesará mucho verla —le repetí.
En ese momento nos trajeron el té.
—¿Quieren ustedes que yo lo sirva? —preguntó la señora Laud.
—Creo que a mi mujer le gustará hacerlo —declinó Joss, y me di cuenta de que le indicaba que se retirara.
—Lilias se ocupará de que les preparen las habitaciones —dijo la señora Laud.
—Más tarde hablaré contigo, Jimson —prometió Joss—, y Podrás darme idea de lo que ha venido sucediendo.
Nos quedamos a solas con David Croissant. Yo tenía la sensación de que Joss estaba un poco impaciente, por la forma en que sus ojos seguían deteniéndose sobre el cuadro.
Y me sentía tan impaciente como él. Muy pronto podría ver el maravilloso Rayo Verde.
David Croissant habló de algunas piedras que había traído consigo, algunas de las cuales nos había enseñado en Ciudad del Cabo. Estaba muy ansioso, nos dijo, por ver lo que se había encontrado últimamente en la Fantasía.
—No más ansioso que yo —le recordó Joss.
Cuando terminamos el té, Joss dijo que me acompañaría arriba.
—Me fijé en que tus ojos volvían constantemente al cuadro —me dijo mientras subíamos las escaleras—. ¿Estabas pensando lo mismo que yo?
—Eso creo.
—En la primera oportunidad lo miraremos. Echaré llave a la puerta, porque no quiero que nadie nos moleste. No me gustaría hacerlo mientras David Croissant esté en la casa; tiene olfato para los ópalos. Tuve la sensación de que iba a percibir que estaba en esa habitación. Ya elegiremos el momento. Bueno, ¿qué te parece tu nueva casa?
—Hasta ahora he visto bien poco de ella.
—Claro que no puedo compararla con la de tus antepasados, pero se le aproxima bastante. Creo que cuando Ben la planeó, debía estar pensando en Oakland. Descubrirás que hay varios rasgos similares. Dicen que la imitación es la mayor forma de halago. Entonces, este lugar es una especie de homenaje a Oakland Hall, de modo que debería gustarte.
—Lo que he visto me gusta mucho.
—Debes reservar tu juicio hasta que hayas hecho tu recorrido de inspección. En rigor, ¿sabes?, debería haberte hecho pasar el umbral en brazos.
Hice como si no hubiese oído.
—¿Qué te parecieron los Laud? —me preguntó.
—Me parecieron muy modestos, y con muchos deseos de agradar.
—Son una especie de institución. La señora Laud vino a trabajar aquí… bueno, debe hacer sus buenos veintisiete años. Era viuda, con dos hijos. El marido había venido como buscador de oro, pero tuvo mala suerte; murió y los dejó sin un céntimo. Ben se hizo cargo de ellos. Lilias tenía entonces un año o cosa así, y Jimson cinco, más o menos. La madre ha sido algo más que un ama de llaves.
—Me di cuenta de eso.
—En cierta época, ella y Ben fueron muy amigos.
—¿Quieres decir…?
Me miró maliciosamente.
—Tú no entenderías —declaró.
—Creo que entiendo… perfectamente —le contradije.
—Eso les da cierta categoría en la casa. Jimson entró a trabajar en la Compañía. Es bueno para los números… muy trabajador, pero de poco vuelo.
—¿Y Lilias?
—Es una muchacha agradable… más inteligente de lo que tú piensas.
—¿Y cómo sabes tú lo que yo pienso?
—Mi querida esposa, ¡si yo te leo como a un libro! Vi con qué expresión contemplativa la mirabas.
—Me pareció ansiosa por agradarte a ti. ¿Por eso la consideras inteligente?
—Claro. Eso demuestra su buen juicio. ¡Ah, veo que nos han preparado la cámara nupcial!
Abrió la puerta y, volviéndose rápidamente hacia mí, me levantó en brazos para llevarme al interior de la habitación, sin que yo protestara, ya que me di cuenta de que eso era lo que esperaba él. Me mantuve pasiva hasta que me dejó en el suelo.
—Vaya, vaya —exclamó Joss, haciendo chasquear la lengua—. Han cometido el mismo error. —Estaba mirando con fingida consternación la gran cama de cuatro columnas—. Pero hay un cuarto de vestir —continuó, mientras me tomaba del brazo y me llevaba hacia allí—. Especial para las ocasiones en las que no todo es armonía entre los amantes recién casados. La cama parece incómoda, y además, te disgustaría por su proximidad.
Se dirigió al tirador de la campana para llamar con él. La que acudió fue Lilias, y sospeché que no debía de estar muy lejos.
—Lilias —le dijo Joss—, haz que me preparen mi antigua habitación, porque la necesitaré.
La muchacha pareció sorprendida, pero vi en sus ojos un brillo de entendimiento. Volví a preguntarme cuál habría sido la relación entre ella y Joss.
—Me ocuparé inmediatamente de eso —respondió Lilias.
Mientras ella salía, Joss se volvió hacia mí.
—Ya ves la consternación que provocas en todos nosotros.
No le respondí. Sentía que me ardían las mejillas.
Entró una doncella, trayendo agua caliente.
—Ahora te dejaré —anunció Joss— y vendré a buscarte en poco menos de una hora, para cenar.
Cuando salió, me quedé mirando la habitación. Los cortinajes eran de un color amarillo pálido, y la alfombra un poco más oscura; sobre la cama había un cobertor amarillo verdoso, y por todas partes, diversos matices de amarillo se integraban armoniosamente en la habitación.
Era verdaderamente agradable. Me lavé, me puse un vestido de seda verde y me quedé pensando cuándo llegaría el resto de mi equipaje.
Después fui hacia la ventana para levantar la persiana. El sol entró inmediatamente, cegador. Al mirar hacia afuera alcanzaba apenas a distinguir el lugar donde se alzaban las tiendas de lona de Fancy Town. Me imaginé a Ben en esa casa, gozando con los parecidos que tenía con Oakland, mientras miraba hacia el pueblo que había surgido de la fantasía de mi padre.
—Ben, ¿estás satisfecho ahora? —susurré, y pensé en el miedo súbito que me había acometido en la posada incendiada.
Bien sabía que esos miedos seguían aún en la trastienda de mi mente, en espera de resurgir.
En ese momento echaba de menos a Ben. Hubiera querido explicarle que, cuando dispuso así de nuestras vidas, no se había dado cuenta del peligro en que me ponía.
Me pareció oír su risa: «Tu elección fue libre, ¿no es cierto? ¿Estabas obligada, acaso? Tú querías todo lo que ese matrimonio te daba… los dos lo queríais. Tomasteis lo que queríais; bueno, pues ahora debéis pagarlo».
Oh, Ben, pensé, qué hombre despiadado eras y como se te parece tu hijo. Llevaste una vida dura,' haciendo a un lado a aquellos que se te interponían en el camino. ¿Nunca pensaste, Ben, que yo podría interponerme en el camino de Joss?
¿Qué era esa idea que se me había ido infiltrando en la cabeza desde la pesadilla que había tenido en el desierto? Era casi como una advertencia.
Cuando Joss vino a buscarme para la cena, ya estaba yo lista y esperándolo.
—Los Laud cenan con nosotros —me dijo—. Así ha sido siempre. Tienes que llevarte bien con ellos. Harían cualquier cosa por agradarte. Como ama de llaves, la señora Laud es una maravilla. Puedes dejarlo todo en sus manos. Es frecuente que tengamos gente en la casa… para las comidas, quiero decir, y ella se las arregla muy bien con ese tipo de cosas.
El comedor estaba revestido de madera como el de Oakland, y tenía ventanas que llegaban desde el piso hasta el cielo raso; las cortinas eran azules, bordeadas en plata. En el centro de la mesa se erguía un candelabro, y en cada extremo de ella había una bandeja con hojas de plantas diversas, de un efecto muy lindo. La señora Laud lo había arreglado todo con muy buen gusto.
Sus ojos vivaces observaban los detalles como para asegurarse doblemente de que todo era como debía ser. La sopa fue seguida por un pollo asado, todo impecablemente servido.
Yo me sentía incómoda, porque percibía cierta tensión en la mesa. Tenía la sensación de que en mi nuevo hogar había muchas cosas que me faltaba descubrir, de que por debajo de la superficie había algo que cambiaría completamente la atmósfera cuando saliera a la luz. Era una sensación extraña. Cuando miraba en su dirección, encontraba fijos en mí los ojos de Lilias: entonces, ella me sonreía o apartaba presurosamente la vista, y yo me preguntaba si habría sido correcta mi suposición de que la muchacha sentía por Joss algo muy profundo, y de que nuestro matrimonio era para ella un golpe muy grande.
La señora Laud dio a los sirvientes una especie de orden silenciosa, y se me ocurrió que nada se le escapaba.
Esa noche, durante la cena, me limité principalmente a escuchar, ya que toda la conversación se refería a la Compañía, tema que, naturalmente, yo tenía que empezar por aprender.
—Tom Paling —dijo la señora Laud— se hirió gravemente cuando se le salió una rueda de la calesa que conducía. Había venido a la casa a ver a Jimson, y mientras regresaba al pueblo se le salió la rueda y él estuvo a punto de matarse.
—¡Paling! —exclamó Joss—. ¡Santo Dios! Espero que ya se habrá recuperado.
—Ya no podrá volver a andar. Jimson se hizo cargo de su trabajo… y creo que el departamento está funcionando mejor que antes. Pero cuéntaselo tú al señor Madden, Jimson.
—Pues verás —dijo Jimson—. La cosa sucedió y creímos que era el fin del pobre Torn. Se lesionó la columna y está parcialmente paralizado. Yo me hice inmediatamente cargo de su trabajo.
Era evidente que Joss estaba conmovido.
—Paling era uno de nuestros mejores hombres —señaló—. ¿Qué pasa con su familia?
—Ya nos hemos ocupado de ellos —aseguró Jimson—. Mañana verás que nada se ha resentido en el departamento.
—Jimson estaba trabajando día y noche —intervino la señora Laud.
—Esto sí que es un golpe —murmuró Joss—. ¿Qué más sucedió?
—La posada de Trant se incendió hasta los cimientos —le informó Lilias.
—Eso lo sabemos —respondió David Croissant—, porque pasamos por allí al venir.
—¿Qué sucedió con los Trant? —se interesó Joss—. Espero que se hayan salvado.
—Por suerte, sí. Y ahora han puesto una especie de casa de comidas en el pueblo, que resulta muy útil.
—Debe de haber sido un golpe terrible para ellos.
—Sí que lo fue. James estaba muy decaído, pero Ethel lo reanimó; se les ocurrió esa idea, y ahora se están arreglando bastante bien. Es muy útil para los que trabajan en las oficinas, ya que pueden salir a comer algo, y también hay mucha gente que les compra comida hecha para llevarse.
—Entonces, parece que ha sido para bien.
—Espero que encontrará usted que también el accidente de Tom Paling ha sido para bien —terció la señora Laud—. He oído decir que el departamento nunca ha funcionado tan bien como desde que Jimson se hizo cargo de él.
—Eso solamente lo dice mamá —dijo modestamente Jimson.
—Ya lo veremos —replicó Joss.
—Yo pensaba —prosiguió la señora Laud— que tal vez quiera usted que los Bannock vengan a cenar. Naturalmente, mañana en el pueblo verá usted a Ezra, pero tal vez quiera que los invite a cenar a la noche.
—Isa estará deseosa de ver lo que he traído —comentó David.
—Sí, me parece una buena idea —aceptó Joss—. Habrá muchos detalles para ajustar. —Se volvió hacia mí—. Ezra Bannock es nuestro administrador principal. Vive no lejos de aquí… a unos ocho kilómetros, en realidad, pero aquí eso no es nada. Tienen una casa de campo, él y su mujer, Isabel… Isa.
—Entonces será para mañana —se aseguró la señora Laud.
—Me parece muy bien —le respondió Joss.
—¡Oh —exclamó Lilias—, no le contamos al señor Madden lo de Desmond Dereham!
—¿Qué?
Parecía que todos se hubieran inclinado hacia adelante en sus asientos, y yo con todos.
—Se supo por los Trant —dijo la señora Laud.
—Sí —prosiguió Jimson—, alguien fue a parar allí poco antes de que la posada se incendiara. Había llegado recientemente de Norteamérica, y dijo que había estado allá con Desmond, y que Desmond había muerto. Los dos se habían hecho amigos y emprendieron negocios juntos, dedicándose a la compra y venta de piedras preciosas, principalmente de ópalos.
«Desmond estuvo muy enfermo durante algún tiempo; murió de alguna enfermedad de los pulmones, y le contó a este hombre una extraordinaria historia sobre el Rayo Verde».
—¿Qué historia? —quiso saber Joss.
—Juró que él jamás lo había robado. Dijo que había estado tentado de hacerlo, y que el propio Ben lo había atrapado en pleno intento. Ben lo había obligado a elegir entre ser denunciado o desaparecer inmediatamente, sin dejar el menor rastro. Si no se marchaba, dijo Ben, lo haría arrestar por robo, ya que lo había encontrado con las manos en la masa. Le dijo que ya se ocuparía él de que no hubiese futuro para Desmond en Australia; por eso se fue a Norteamérica.
—Y, naturalmente —señaló Joss—, por todo el pueblo andan repitiendo esa historia.
—La gente no habla de otra cosa —asintió Jimson—. Aparentemente, Desmond Dereham dijo que, desde la noche en que había intentado robar el ópalo, no había tenido más que mala suerte. Dijo que durante algunos minutos había sido realmente de él, porque lo tuvo en la mano, y que si Ben no hubiera entrado y lo hubiera sorprendido, la piedra le habría pertenecido a él… y que por eso la mala suerte lo perseguía desde entonces.
—En ese caso —dijo David—, ¿dónde está el Rayo Verde?
—De acuerdo con lo que decía Desmond Dereham, jamás dejó de ser propiedad de Ben —respondió Jimson—, de manera que puede estar en Inglaterra o aquí… —Mientras hablaba miró a Joss—. A menos que tú lo sepas…
—Yo no he visto el Rayo Verde desde la noche en que se supone que fue robado —precisó Joss—. Espero que la gente no esté insistiendo demasiado en la historia esa de que los ópalos traen mala suerte. Es mala para los negocios. Haz lo posible por detenerla.
—El Rayo Verde tiene una historia bien nutrida —señaló David.
—Bueno, pues no sigamos con ella —le replicó Joss.
—Me pregunto si el tipo ese decía la verdad —prosiguió David—. En ese caso, sería cuestión de descubrir dónde escondió Ben el Rayo Verde.
—¿Quiere usted otro trozo de pastel de manzana, señor Madden? —ofreció la señora Laud—. Se lo preparé especialmente, porque sé que es uno de sus favoritos.
Joss empezó a hablar de nuestro viaje desde Inglaterra; era evidente que estaba tratando de salir del tema del Rayo Verde.
Nos sirvieron el café en un saloncito adyacente al comedor.
—Mañana —me dijo Joss—, la señora Laud te mostrará la propiedad mientras yo voy al pueblo a ver qué es lo que ha sucedido durante mi ausencia. Después te la haré ver yo, y te explicaré unas cuantas cosas.
—Pues será muy interesante —le aseguré.
El dormitorio parecía muy diferente a la luz de la bujía. Joss lo había llamado cámara nupcial, y la cama de cuatro columnas era imponente. Pero claro que nunca había sido cámara nupcial. La casa había sido construida por Ben, que jamás se había casado.
Me senté ante la cómoda y me quité las horquillas del pelo, dejándomelo caer sobre los hombros. Por la cabeza me pasaban mil imágenes, y volvían a mi memoria fragmentos de conversaciones. Me interesaban los Laud, tan mansos y sumisos. En ellos había algo que yo no entendía… ¿furtivo, tal vez? Pensé en Lilias, que parecía vigilarme con tanta atención. ¿Estaría complicada emocionalmente con Joss? Jimson parecía bastante manso, pero cuando se habló de la forma en que él estaba llevando el departamento desde el accidente de Torn Paling, yo había detectado algo… aunque no estaba segura de lo que era.
Era obvio que yo misma estaba un poco abrumada, emocionalmente. Había sido un día muy extraño; habían sucedido demasiadas cosas, y mi imaginación corría desbocada.
Me quité el vestido y me puse una bata, parte del trousseau en que tanto había insistido mi abuela. Era de terciopelo rojo, y pensé que me sentaba muy bien.
Me senté ante el espejo y empecé a cepillarme el pelo. Mi propio reflejo me devolvía la mirada, con los ojos muy abiertos, con aire un poco aprensivo, vigilante, a la espera. Detrás de mí podía ver el reflejo de la habitación… las columnas de la cama, la ventana con sus cortinajes, los muebles en sombras, y recordé mi habitación en Dower House, donde mi traviesa antepasada Margaret Clavering me miraba desde la pared, y su mirada (eso esperaba mi familia) era toda una lección. Qué seguro era aquel cuarto, pensé. ¡Seguro! Fue ésa la palabra que se me ocurrió.
De pronto, algo me sobresaltó tanto que contuve el aliento para escuchar. Se oía ruido de pasos en el corredor. Alguien estaba allí fuera, y se acercaba furtivamente a mi habitación. Fuera quien fuese, se había detenido ante mi puerta.
Me levanté a medias, y mientras lo hacía percibí un golpecito.
—¿Quién es? —pregunté.
La puerta se abrió y vi que allí estaba Joss, en la mano una vela en un candelero de plata.
—¿Qué quieres? —exclamé alarmada.
—Hablar contigo del Rayo Verde. Creo que tendríamos que encontrarlo.
—¿Ahora?
—Todos duermen en la casa. Yo pensaba esperar a que se hubiera ido Croissant, pero he cambiado de opinión. Ya no puedo esperar más para verlo. ¿Es que puedes tú?
—No —respondí.
—Entonces, no hay mejor momento que éste. Bajaremos ahora a verlo.
—¿Y cuándo lo encontremos?
—Lo dejaremos donde Ben lo puso hasta que decidamos qué hacer con él. Vamos.
Me envolví más estrechamente en mi bata, y Joss me guió en el camino hacia la sala. Echó llave a la puerta y encendió más velas. Después fue hacia «El orgullo del pavo real», lo bajó y lo dejó sobre la mesa, boca abajo.
Joss exclamó:
—Ya lo tengo. La parte de atrás se saca completa.
La retiró y allí, en el ángulo derecho del cuadro, había una cavidad lo bastante grande como para albergar un ópalo de buen tamaño. Joss la recorrió ansiosamente con la mano.
—Jessica —murmuró, y en su voz había una nota de excitación—, vas a ver la piedra más magnífica que hayas visto en tu vida… —Se detuvo y se me quedó mirando—. No puede ser… Aquí no hay nada. Fíjate. Pálpalo.
Metí los dedos en la cavidad; estaba vacía.
—Alguien ha estado aquí antes que nosotros —resumió brevemente Joss.
En ese momento, mientras nos mirábamos en silencio, vi pasar —estoy segura— una sombra por la ventana. Me di vuelta bruscamente, pero allí no había nadie.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó rápidamente Joss.
—Me pareció ver a alguien en la ventana.
Tomó la vela que yo tenía en la mano y miró hacia fuera.
—Espera un minuto —dijo después.
Quitó la llave a la puerta y, atravesando presurosamente el vestíbulo, salió de la casa. Yo lo vi pasar por la ventana. Furtivamente, miré por encima de mi hombro, esperando, sin saber qué.
Joss no tardó en volver.
—Afuera no hay nadie. Debe haber sido una imaginación tuya.
—Supongo que es posible —admití—. Pero estaba casi segura…
—¿Quién podría haberlo sabido? —murmuraba Joss. Después siguió hablando con vivacidad—. Lo importante es saber qué es lo que vamos a hacer. Parece que alguien ha descubierto el escondite antes que nosotros. Tenemos que averiguar quién es, y dónde está el ópalo. Por el momento no podemos hacer más que volver el cuadro a su lugar e irnos a la cama. Mañana decidiré cómo enfocar este asunto.
—Debe de haber sido alguien que está en la casa o que vino… alguien que conoce la casa…
—Ben estaba lleno de tretas. Lo que me pregunto es si en realidad lo habrá puesto en el cuadro.
—Pero entonces, ¿por qué nos dijo que lo había hecho?
—No sé. Para mí, es un misterio. La solución más probable es que lo hayan robado. Pero esta noche no se puede hacer nada.
Volvió a poner en su lugar la parte posterior del cuadro y lo colgó en la pared. El orgulloso pavo real volvió a lucir en la habitación, como antes, con el aire de estar pensando únicamente en su propia gloria.
—Te acompañaré a tu habitación —dijo Joss.
Lo seguí escaleras arriba, hasta que me dejó en la puerta.
Comprensiblemente, esa noche no pude descansar.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, Joss ya se había ido a Fancy Town, en compañía de Jimson Laud y de David Croissant. Yo estaba azorada por todo lo que había sucedido el día anterior, hasta culminar con la escena en la sala, cuando terminamos por descubrir que el ópalo no estaba.
La señora Laud estaba esperándome cuando bajé.
—Al señor Henniker le gustaba que las cosas se hicieran como en Inglaterra —me dijo—, de manera que servimos el desayuno a la inglesa. Hay jamón, huevos y riñones. ¿Quiere servirse usted misma?
Acepté la sugerencia.
—Espero que haya descansado bien.
—Oh, sí, gracias. Tanto como es posible en un lugar extraño.
—El señor Madden estaba muy ansioso de que le mostrara a usted todo, y le ruego que si hay algo que quiera usted cambiar me lo diga. Hace veintisiete años que llevo yo esta casa. El señor Henniker fue muy bondadoso con nosotros. Mi hija Lilias me ayuda en la casa. El lugar es grande para que lo lleve una sola persona y viene muchísima gente. Los comerciantes y personas que vienen por negocios paran aquí, invariablemente, aunque a veces se quedan en casa de los Bannock. Muchas veces, cuando hay que hablar de algún problema de negocios en especial, los administradores de la Compañía vienen a cenar. Después hay ciertas reuniones… fiestas, podríamos decir. El señor Henniker era muy partidario de reunir gente. Y los Bannock vienen mucho aquí.
—Creo que esta noche los conoceré.
—Oh, sí —los labios se le tensaron, casi imperceptiblemente, y yo me pregunté si habría algo en los Bannock que a ella no le gustaba.
—Tengo entendido que el señor Bannock es el administrador principal.
—Sí, y dicen que es un experto en ópalos. Todos ellos lo son, claro, pero de algunos se supone que tienen un don especial. Y su mujer es coleccionista.
—Estoy deseosa de conocerlos. ¿Qué edad tienen?
Él debe de andar por los cuarenta y cinco. Ella es mucho más joven… unos diez años, diría yo… aunque no los confiesa.
De nuevo volvieron a tensársele apenas los labios. Comprendí que no era una mujer tan tranquila como quería aparentar, pero vi que estaba decidida a guardarse para sí misma sus sentimientos.
Cuando terminé el desayuno empezamos el recorrido por la casa. Yo no podía dejar de sentirme entre divertida y triste, tan vivida era la imagen de Ben que ésta me traía a la mente. Había tratado de hacer de su casa un Oakland Hall y, naturalmente, no lo había conseguido. Las habitaciones eran altísimas; estaba la sala —donde no pude dejar de echar una rápida mirada al pavo real que lucía en la pared— con el estudio adyacente, como en Oakland, pero ahí se acababan realmente las similitudes. Todas las ventanas tenían persianas, indispensables para impedir la entrada al ardiente sol, tan diferente de su benigna y a veces esquiva versión inglesa.
La señora Laud me llevó por las diversas habitaciones, que por cierto eran muchísimas, y finalmente llegamos a la galería, que era una réplica de la de Oakland.
—Este lugar le gustaba mucho al señor Henniker —me explicó la señora Laud—. Estaba ansioso de que fuera exactamente como la galería de su casa inglesa.
—Lo es —reconocí—. ¡Oh… hay una espineta!
—Ésa se la hizo traer de Inglaterra. Alguien a quien él quería solía tocarla. Como ella murió, él la hizo traer aquí.
Me sentí emocionada. Era la misma espineta que había mencionado mi madre, la que ella solía tocar para después esconderse cuando alguien se acercaba, de modo que los sirvientes pensaban que en la galería había fantasmas.
Ben había sido muy sentimental.
Mi guía me condujo a las cocinas y me presentó a algunos de los sirvientes. Varios de ellos eran aborígenes.
—Para trabajar son muy buenos —me explicó la señora Laud cuando salimos a los jardines—, pero de vez en cuando les da el impulso de «irse de paseo», como ellos dicen. Entonces lo dejan todo y se van. Eso hace que no sean de fiar. El señor Henniker juró que no volvería a tomar a nadie que se hubiera ido… pero no era muy riguroso.
Me llevó al jardín inglés, cercado por un muro estilo Tudor, como Ben lo había visto en Oakland.
—Él solía decir que esto es como un trozo de Inglaterra —comentó la señora Laud—. Era difícil mantenerlo, con las sequías de aquí, pero él siempre quiso que se pareciera lo más posible a los de allá. En ese enrejado hemos puesto pasionarias, pero él puso convólvulos para que se mezclaran con ellas y se pareciera más a aquello, decía. Y tiene usted que ver el huerto.
Había naranjos, limoneros, higueras y guayabos.
—El señor Henniker plantó también varios manzanos, pero siempre decía que no eran tan buenos como los de Inglaterra.
—Parece como si Inglaterra lo hubiera tenido obsesionado.
—Oh, era un hombre a quien podían atraerlo muchas cosas al mismo tiempo. Quería vivir varias vidas al mismo tiempo, y gozar en todas ellas.
—Y creo que lo consiguió —señalé.
—Era una maravilla de hombre —aseguró ella—. Fue una pena que hubiera llegado a ver el Rayo Verde.
La miré sorprendida, y ella bajó los ojos.
—Trae mala suerte —siguió diciendo apasionadamente—. Todo el mundo sabe que trae mala suerte. ¿Por qué lo quieren? ¿Por qué no lo dejan?
—Parece algo que fascina a todos.
—Cuando oí decir que Desmond Dereham lo había robado me alegré… sí, me alegré. Me dije que con la piedra se había llevado la mala suerte. Entonces, el señor Henniker tuvo el accidente, y después de eso nunca quedó bien. Hasta que murió. Yo pensé que había sido porque había tenido el Rayo Verde y debía pagar por tenerlo… pero si el señor Henniker lo tuvo todo el tiempo, se explica. Y ahora, ¿dónde está? —La mujer me miraba fijamente, y yo denegué con la cabeza—. Podría estar en la casa. Oh, eso no me gusta. Yo le tengo miedo. Traerá mala suerte a la casa, como se la ha traído antes, y ya ha sido suficiente.
Quedé sorprendida al ver que, aunque se esforzaba por mantener el dominio de sus emociones, estaba agitada. Hasta ese momento me había parecido tan serena…
—Pero no creerá usted todas esas historias sobre la mala suerte, señora Laud —le dije—. Todo eso no tiene ningún fundamento. No son más que habladurías y rumores.
Ella apoyó la mano en mi brazo.
—Yo le tengo miedo a esa piedra, señora Madden. ¡Y quiera Dios que jamás la encuentren!
Como advertí que estaba perturbada, y yo también lo estaba al pensar en nuestro descubrimiento de la noche anterior, sugerí que debía volver a mi habitación para ordenar algunas de las cosas que me habían llegado, y me retiré.