11
Hallazgo en Grover’s Gully
Los rumores referentes a la desaparición de Ezra fueron en aumento a medida que pasaban los días. Algunas de las historias que corrían eran espantosas. Ezra había tentado de alguna manera al destino. Siempre había sido un hombre que se reía de la leyenda; jamás le había importado pasar por Grover’s Gully después de la puesta del sol. Hasta le habían oído decir que Grover era un viejo estúpido y que debía haber tenido más cuidado con su dinero.
La historia favorita sostenía que había sido él quien robó el Rayo Verde, ya que pese al deseo de Joss de que la desaparición de la piedra se mantuviera en secreto, la noticia se había difundido con suma rapidez. Los rumores sostenían que Ezra había encontrado la piedra, la había robado, y ahora la mala suerte del ópalo lo perseguía. Es decir, que podía haberle sucedido cualquier cosa.
Joss no expresó su enojo habitual ante el rebrotar de las historias sobre la mala suerte de la piedra. Parecía muy decaído. Yo me imaginaba que en lo único en que podía pensar era en todo lo que eso significaba para Isa.
Se habían enviado numerosos grupos en todas direcciones en busca de Ezra, pero ninguno de ellos encontró rastros de él. Hubo mucha gente que dijo que se había evaporado con el Rayo Verde, porque la mujer que tenía no era lo que debía ser…
Pasaron tres días durante los cuales no se habló más que de la desaparición de Ezra.
Un atardecer salí sola a caballo y, como era habitual, Wattle se volvió hacia la brecha entre las colinas, por donde se llegaba a Grover’s Gully y al camino que conducía a la casa de los Bannock.
Era un día caluroso, y el viento, que soplaba desde el norte, se hizo más fuerte y empezó a levantar polvo. El tiempo llegaría a ser insoportable más tarde, pero por el momento no era desagradable; caluroso y seco, el aire olía a desierto.
Pasé a través de la brecha y miré con inquietud a mi alrededor. El lugar parecía desolado. Sobre la tierra giraban pequeños remolinos de polvo, y yo pensé que realmente se estaba levantando viento, y que lo mejor sería que regresara.
—Vamos a casa, Wattle —dije.
Entonces, Wattle se comportó de la manera más extraordinaria. La acucié para que diera media vuelta y volviéramos a pasar por la brecha entre las colinas, pero súbitamente se mostró obstinada y se negó a hacer lo que yo le indicaba.
—¿Qué pasa, Wattle? —le pregunté, y ella empezó a avanzar hacia la mina—. ¡No, Wattle, por ahí no!
¿Qué le habría sucedido? No iba por donde yo quería, sino por donde quería ella.
Le tiré las riendas, y entonces Wattle hizo algo que nunca había hecho. Me demostró que si la montaba yo con tanta facilidad, ello sólo se debía a que ella me dejaba. Cuando ella cambiaba de opinión y decidía no hacerme caso, era yo quien tenía que conformarme. La comprobación me dejó atónita.
Wattle empezó a avanzar.
—¡Wattle! —la reconvine sin mucho ánimo, pero me ignoró por completo.
En ese momento oí la risa de dos kookaburras. Parecía que siempre anduvieran cerca para ser testigos de mi confusión, pero tal vez otras veces las había oído sin prestarles atención.
Con un escalofrío de horror que me recorrió la espalda, sentí que estaba en presencia de algo escalofriante, que excedía en mucho mi capacidad de comprensión.
Wattle seguía avanzando, muy decidida.
—Wattle, Wattle —le insistía yo en vano, percibiendo claramente su indiferencia hacia mí.
De hecho, parecía que se hubiera olvidado de que iba yo montada en ella. Intenté de nuevo convencerla, primero con tono dulce y después con cierto enojo, pero fue inútil. La que tenía el mando era ella.
¿Qué iba a hacer?, me preguntaba yo, que jamás me había dado cuenta con tanta claridad de hasta qué punto era inexperta con los caballos. Podía dominarlos bastante bien cuando no había ningún problema, pero en caso contrario era incapaz… como había señalado Joss. En ese momento estaba a merced de Wattle, y sabía que ella percibía algo de lo que yo no me percataba. ¿No decían que los caballos y los perros tenían un sexto sentido, poderes de percepción superiores en aspectos que estaban más allá de nuestra comprensión?
No sé exactamente qué esperaba yo, pero no me habría sorprendido ver que el espectro del viejo Grover se alzaba en la mina, haciéndole señales a Wattle.
Jamás me había sentido tan asustada.
Repentinamente, Wattle se detuvo, golpeó el suelo con el casco y empezó a relinchar. Después se apartó de la mina para dirigirse hacia la derecha, donde el terreno era muy arenoso, hacia un lugar donde crecía desvalidamente una acacia.
Wattle irguió las orejas y empezó a rascar furiosamente la arena, hasta que dio un resoplido, evidentemente de dolor.
—¿Qué es lo que pasa, Wattle? —volví a preguntar.
En ese momento vi que la yegua había descubierto algo. Me incliné hacia delante.
—¡Oh, Dios! —susurré horrorizada, al ver que lo que Wattle había encontrado era lo que quedaba de Ezra Bannock.
Le habían disparado un balazo en la cabeza, y al asesino le había parecido seguro enterrarlo allí, bajo la acacia, donde, a no ser por Wattle, que lo había amado, tal vez no lo hubieran encontrado jamás.
Cuando trajeron el cadáver, la consternación se apoderó de la comunidad. Lo llevaron a su casa de campo, y el herrero le hizo un ataúd. Después lo llevaron al cementerio, en las afueras del pueblo, y hubo todo un día en que se suspendió el trabajo para que todos pudieran asistir al entierro y despedirse por última vez de Ezra.
Joss convocó a una reunión en las oficinas de la Compañía, en la cual yo estuve presente. Era para discutir lo que había pasado y decidir lo que debía hacerse al respecto.
Ezra Bannock había muerto asesinado, y había que descubrir al asesino. Los delitos de violencia no debían quedar impunes. En una comunidad como la nuestra, había que observar rigurosamente ciertas reglas de conducta, de manera que era necesario hacer todo lo posible para que el asesino tuviera que enfrentarse con la justicia.
Se imprimirían carteles, ofreciendo una recompensa de cincuenta libras a cualquiera que pudiera dar información sobre el asesino, y se interrogó a todos los que habían visto a Ezra el día de su desaparición.
Se llegó a saber que durante la mañana de ese día había ido a caballo a Peacocks, y que él y Joss habían estado reunidos durante una hora, aproximadamente. Después Ezra se había retirado, presumiblemente en dirección a su casa, y un poco más tarde Joss había salido rumbo al pueblo.
Una sospecha terrible se había apoderado de mí, pues se me ocurrió que cuando Ezra vino a Peacocks, tal vez él y Joss podían haber estado discutiendo por Isa. Empecé a preguntarme si la verdadera causa del desacuerdo que habían tenido algunos días atrás en la Compañía tendría realmente que ver con el alojamiento de uno de los mineros y de su familia. ¿No sería en realidad que discutían por Isa, y que Ezra estaba por fin cambiando de actitud y diciendo que no estaba dispuesto a tolerarlo más? Y en ese caso…
No, pero no quería seguir pensando de esa manera. Ojalá pudiera dejar de pensar en Isa y Joss juntos. No tenía la menor duda de que eran amantes. ¿Acaso él no le había dado el ópalo Arlequín? Si ella no hubiera estado casada con Ezra, se habría casado con Joss, y entonces no habría sido cuestión de que él se casara conmigo. Los dos debían de haber lamentado la situación. ¿Y no habrían decidido hacer algo al respecto? Ahora, Isa era libre… pero Joss no. ¿Hacia dónde me llevaban mis pensamientos?
En el funeral, Isa vestía de negro, que le sentaba muy bien. Hasta parecía como si la viudez hubiera añadido una dimensión adicional a sus encantos. Se la veía misteriosa y, según me pareció, no del todo desolada. Los ojos le brillaban como topacios a través de un fino velo, y su pelo leonado parecía más brillante que nunca.
Fuimos varios los que volvimos a casa de la viuda después del funeral. Los sirvientes habían preparado emparedados de jamón y cerveza.
De pronto encontré que Isa estaba a mi lado. Me dijo que esperaba que fuera a visitarla de cuando en cuando. Y añadió que era un consuelo para ella que hubiera una mujer en las inmediaciones.
Le dije que la visitaría.
—Pobre Ezra. ¿Quién habría pensado que esto pudiera sucederle a él? ¿Quién puede haberlo hecho?
Sacudí la cabeza.
—Es tan poco lo que yo sé de lo que sucede. Hace tan poco tiempo que he llegado…
—Pero si no tenía enemigos. Todo el mundo lo quería.
—¿No crees que pudo tener alguna pelea con alguien?
En sus ojos brilló una luz de alerta.
—Sí… podría haber sido —admitió.
—La conjetura más probable es que algún merodeador le robó la bolsa y lo mató.
—La bolsa desapareció —confirmó Isa—. Y estaba llena de libras de oro. A Ezra le gustaba llevar una buena cantidad de dinero encima. Decía que eso lo hacía sentir rico, y todas las mañanas solía llenar su bolsa, una de ésas de piel, cerradas y con un anillo arriba. Ya sabes a qué me refiero… ésas de cuero rojo.
—¿Y dices que la bolsa falta? Entonces, debe de haber sido un ladrón.
—Así que murió por unas pocas libras. ¡Pobre Ezra! Pero tal vez ésa sea una solución demasiado fácil, y haya sido alguien que quería sacarlo de en medio.
—¿Quién? —pregunté.
—Podría haber sido alguien. —La expresión de sus ojos me resultaba insondable—. Ojalá vengas pronto —cambió de tema—. Quiero mostrarte mi colección.
—Ya me la mostraste, ¿no recuerdas?
—No te lo mostré todo, pero algún día lo haré.
Joss se nos acercó, y ella se volvió inmediatamente hacia él. Oí que él le decía que si necesitaba cualquier cosa no dejara de llamarlo.
No, Isa no había perdido ninguno de sus atractivos a causa de la viudez.
Joss y yo regresamos juntos a Peacocks. Distraídamente nos abrimos paso entre los pavos reales que se paseaban por el césped. Después nos sentamos en la terraza, a gozar de la frescura del aire de la tarde.
—¿Cuál es tu teoría? —le pregunté.
—El robo —me contestó—. ¿Qué otra, si no?
—Las cosas no siempre son lo que parecen. El pobre Ezra no tuvo una existencia muy feliz.
—Al contrario, pocas veces vi un hombre más satisfecho con su suerte.
—¿Tú crees que estaba contento de ver que su mujer le era infiel?
—Estaba muy orgulloso de los atractivos de ella.
—¿Y realmente has podido pensar que gozaba con sus infidelidades?
—Hay hombres que sí.
—¿Y tú eres uno de ellos?
Dejó escapar su risa característica.
—Yo no lo soportaría ni por un momento.
—¿Pero te parece que está bien en otros?
—Cada uno tiene derecho a actuar como le parece. Si a alguien no le gusta algo, debe encontrar su propia manera de impedirlo.
—¿Y crees tú que era lo que estaba tratando de hacer Ezra?
—Creo que Ezra estaba tratando de impedir que alguien le robara la bolsa.
—¿O la mujer?
—¿Qué es lo que estás pensando?
—Eso, exactamente.
—Pero lo que desapareció fue su bolsa.
—Pueden habérsela llevado para despistar.
—Estás hecha todo un detective.
—Me gustaría mucho saber quién mató a Ezra Bannock.
—A todos nos gustaría.
—Terminemos con los rodeos —grité apasionadamente—. Quiero saber la verdad. ¿Mataste tú a Ezra Bannock?
—¿Yo? ¿Por qué iba a matarlo yo?
—Tienes un motivo perfecto. Eres el amante de su mujer.
—Entonces, ¿de qué me serviría a mí su muerte? Yo también tengo mujer. Aunque Isa esté en libertad para casarse, yo no lo estoy.
No le contesté. Me había quedado helada al ver que él no negaba la acusación de ser su amante.
Me levanté.
—Me voy adentro —anuncié—. Esta conversación me disgusta.
—Lo mismo que a mí —respondió fríamente, mientras se levantaba a su vez.
Me dirigí a mi habitación y me senté ante el tocador, mirando sin verla mi imagen en el espejo. Si fuera libre, Joss se casaría con Isa, pensaba. Pero no es libre porque está casado conmigo.
Entonces fue como si la habitación se llenara de luces de advertencia. Antes Isa no era libre, pero ahora sí. Y Joss no era libre por el momento, pero ¿por qué no habría de serlo en algún momento venidero?
Oh, Ben, pensé, ¿qué fue lo que hiciste? ¿Hasta qué punto conocías realmente a tu hijo?
Orgulloso como un pavo real, no podía renunciar a lo que codiciaba. Quería, sobre todo, tener el control… de la Compañía, del pueblo, de la gente toda. Así se veía él a sí mismo, como el supremo director de todos nosotros. Tenía dos pasiones en su vida: Isa y los ópalos, y al parecer estaba decidido a no renunciar a ninguna de ellas.
Y conmigo, ¿qué pasaba?
Empecé a ver que yo era un obstáculo.
Pasaron varias semanas. Yo descansaba mal por las noches, acosada por mis temores, pero a veces mis pesadillas nocturnas se disipaban con la luz del día, y cuando iba al pueblo lograba confinarlas en algún rincón de mi mente. Procuraba olvidar mi aprensión concentrándome cada vez más en la actividad comercial, y ya era capaz de participar en las discusiones mantenidas en torno a la mesa del consejo e incluso dé hacer alguna que otra sugerencia, no respecto al trabajo como tal, claro, pero sí a veces referente a las condiciones de los obreros. Me daba cuenta de que mi prestigio iba en aumento y de que la deferencia que me demostraban no se debía tan sólo a que fuera la esposa de Joss Madden y tuviera participación en las acciones.
Un día, en la habitación donde se hacía la selección de piedras, tuve la gran suerte de escoger un trozo que me había despertado lo que sólo puedo considerar una corazonada. Pedí que lo trabajaran de inmediato porque tenía la sensación de que debajo del material sin valor se ocultaba algo muy especial.
Me dieron este gusto y dejaron de lado otros trabajos para poner en descubierto los méritos de ese trozo en particular. Para mi gran alegría —teñida, debo admitirlo, de jactancioso deleite— los expertos se quedaron algo más que un poco asombrados cuando resultó que había yo elegido una piedra de primera. En efecto, la rueda pulidora reveló un ópalo tan bello como no se había visto en muchos meses.
—¡Qué acierto! —gritó con excitación Jeremy Dickson—. Señora Madden, tiene usted un don para los ópalos.
Mi triunfo hizo que durante unas horas me olvidara de mis angustias.
No tardaron, sin embargo, en volver a caer sobre mí. En el pueblo estaba, para recordármelo, el cartel que anunciaba la recompensa. Cincuenta libras para cualquiera que pudiera dar información referente al asesino de Ezra Bannock. Entonces recordé cómo Isa le había sonreído secretamente a Joss, y la discusión que había alcanzado a oír, y el hecho de que, al salir de Peacocks, Ezra había ido hacia la muerte.
Tenía que saber lo que se pensaba y se decía en el pueblo, y también si se sospechaba que Joss pudiera ser el asesino de Ezra. Me acostumbré a ir, mediada la mañana, a tomar un café en la casa de comidas de los Trant. Ethel dejaba siempre lo que estuviera haciendo para venir a conversar conmigo; era evidente que me había cobrado afecto. Además, era chismosa de nacimiento y tenía constantemente el dedo en el pulso del pueblo. Ella sabría lo que se decía y lo que pensaba la gente en general. Cuando Joss se rió de mí por la regularidad de mis visitas, le señalé que no estaba de más saber lo que pensaba y decía la gente del pueblo y que para eso no había mejor manera que charlar con Ethel.
—Ya veo que tú aportarás una nueva profundidad a la Compañía —me dijo.
—¿Y no te parece que eso será bueno?
—Si esperamos lo veremos —esquivó, y me pareció ver en su rostro una sombra de preocupación.
¿Tendría miedo de que yo pudiera saber algo de él?
Mientras estaba allí sentada revolviendo mi café al tiempo que charlaba con Ethel no tardó en salir el tema del asesinato.
—Yo calculo que Ezra tenía el Rayo Verde —declaró Ethel—. Y no soy la única que lo piensa. Supongo que lo robó para su mujer.
—Pero no creerá usted que ella lo tenga ahora.
—No me sorprendería. Se armó un buen jaleo cuando ella llegó aquí. Venía de Inglaterra, y dijeron que era actriz. Parece que él la había visto en algún teatro y se había enamorado perdidamente de ella.
—¿Y por qué piensa usted que ella vino aquí?
—Para casarse con Ezra, porque pensaba que él iba a hacer fortuna. Isa era joven entonces. No había un solo hombre en los alrededores que no estuviera loco por ella. Aquí, en el desierto, no se había visto jamás nada parecido a Isa Bannock, y todos estaban dispuestos a ser sus esclavos. Hasta a James le brillaban los ojos al verla… y eso a ella le venía bien. Claro que Ezra le convenía mucho. Era uno de los hombres más importantes de la Compañía, después de Ben Henniker y de su marido, claro. Pero Ezra jamás llegó tan lejos como ella hubiera querido. Y con lo del Rayo Verde… El señor Henniker lo tuvo todo el tiempo escondido. Ezra iba continuamente a Peacocks, y claro…
—Pero no puedo creer que Ezra fuera un ladrón.
—Robar el Rayo Verde es otra cosa. Esa piedra tiene su propio hechizo; la gente no se puede dominar. Es como si los dominara un espíritu maligno, eso que llaman posesión.
Pensé en mi padre, que amaba a mi madre y le había prometido casarse con ella. Después había visto el Rayo Verde y estaba dispuesto a olvidarlo todo por apoderarse de él. ¡Posesión! Sí, ésa era la palabra.
—Me imagino que lo robó para Isa, y una vez que lo tuvo empezó a sufrir la mala suerte de la piedra. El merodeador del desierto estaría esperando al primero que apareciera por Grover’s Gully, y como su suerte había cambiado, ese primero fue Ezra Bannock. La gente dice que habría que encontrar el Rayo Verde. —Ethel me miraba como sopesándome, y yo tuve la sensación de que sabía más cosas de las que, por charlatana que fuera, estaba dispuesta a decirme—. Todo este misterio sobre su paradero da mucho que hablar —agregó.
—Estoy segura de que tiene usted razón —concedí.
Me despedí de Ethel y volví a la oficina. En la puerta me encontré con Joss.
—Bueno… ¿has estado tomando el pulso a la opinión pública? —me preguntó.
—Sí, y es mucho lo que la gente habla.
—Naturalmente. Como siempre pasa.
—Es que hablan de Ezra y del Rayo Verde.
—No veo la relación.
—Evidentemente, la gente piensa que hay alguna.
—¿Qué es lo que has descubierto?
—Que se murmura que Ezra robó el Rayo Verde porque Isa lo quería. Después de haberlo tenido un tiempo en su poder, la legendaria mala suerte de la piedra guió sus pasos hacia Grover’s Gully en el preciso instante en que andaba por allí un merodeador.
Vi que los labios se le ponían tensos, y en sus ojos apareció aquella mirada acerada que a mí me aterraba.
—Disparates —declaró—. Puros disparates.
—Por lo menos es una teoría —señalé, mirándole directamente a los ojos.
Se encogió de hombros, con impaciencia. ¿Hasta dónde está comprometido en esto?, me quedé pensando. ¿No será él quien sacó el Rayo Verde de su escondite, para regalárselo a su amante? ¿Hasta dónde lo había llevado su pasión?
Me sentí asqueada, y asustada.
Me quedé en la terraza, como solía hacerlo muchas veces al regresar del pueblo, esperando que la señora Laud o Lilias me trajeran algo de beber, generalmente la limonada casera que preparaba Lilias.
Ese día fue la señora Laud quien me la trajo.
—La veo alterada —comentó—. ¿Hay algo que la tenga inquieta?
—No, en realidad no. Pero querría que se pudiera resolver este misterio de Ezra Bannock. ¡Era un hombre tan agradable!
—¿Pero es realmente un misterio? ¿No fue un merodeador? Después de todo, le habían robado la bolsa.
—Sí, ya lo sé.
—Pero no parece que usted piense que lo sucedido fue eso.
—Es lo que parece evidente.
—Usted está inquieta. No debe dejar que todo esto la altere, señora Madden. Me tiene usted preocupada.
—Es usted siempre tan bondadosa y servicial, señora Laud, y lo ha sido siempre, desde que yo llegué.
—Bueno, ¿por qué no? ¡Si usted es la señora de la casa! Creo que lo mejor sería que tratara usted de sacarse todo ese asunto de la cabeza.
—No puedo. ¿Sabía usted que hay gente que piensa que el asesinato tuvo algo que ver con el Rayo Verde?
—¿A quién se le ha ocurrido eso?
—Se habla de eso en el pueblo.
—Pero, ¿cómo es posible que la muerte del señor Bannock haya tenido algo que ver con el Rayo Verde? La piedra desapareció, ¿no es así? El señor Henniker la escondió en alguna parte, y se la robaron.
—Exactamente… y tal vez deberíamos hacer algo para encontrarla.
—¿Cómo, señora Madden?
—Hacer el esfuerzo. El Rayo Verde fue robado en esta casa. Tendríamos que descubrir cómo y cuándo se lo llevaron. El señor Madden se opone; no quiere que se hagan indagaciones sobre el Rayo Verde ni que revivan antiguas leyendas. No quiere que la gente piense que los ópalos traen desgracia, que es lo que siempre sucede cuando se habla del Rayo Verde.
—Tiene razón. Jimson dice que ese tipo de charlas son malas para los negocios.
—No es necesario insistir en si trae buena o mala suerte. Lo que yo quiero es descubrir la verdad. Debo saber qué es lo que sucedió con la piedra.
—¿Y qué va usted a hacer, señora Madden?
—No estoy del todo segura, pero empezaré a averiguar por ahí.
—¿Usted sola?
—Si encuentro ayuda, me vendrá bien. Usted podría ayudarme, señora Laud.
—Puede usted estar segura de que haré todo lo que pueda.
—Usted sabe quiénes vinieron a la casa.
—Bueno, usted lo vio durante la Caza del Tesoro… son centenares de personas. Aquí, la gente entra y sale continuamente.
—El hecho es, señora Laud, que alguien entró en esta casa, encontró el escondite y se fue con el Rayo Verde.
—¿Usted piensa, realmente, que pudo haber sido el señor Bannock?
—Eso se me hace difícil de creer. Era un hombre que me gustaba mucho, aunque hiciera tan poco tiempo que lo conocía. Parecía tan feliz que no creo posible que pudiera tener una cosa semejante sobre la conciencia.
—Sí, eso se hace muy difícil de creer. Entonces, ¿empezará usted sus investigaciones?
—Con discreción, no abiertamente… porque el señor Madden no querría.
—No, ya veo que él no…
Súbitamente, se detuvo como si hubiera dicho más de lo que se proponía.
—¿Qué? —le pregunté, apremiante.
—Que él… él… no quiere que haya investigaciones.
Parecía un poco alterada.
—Es por las habladurías sobre la mala suerte que traen los ópalos —repetí con firmeza.
—Oh, sí, claro. La única razón. A eso me refería yo, desde luego.
Estaba insistiendo demasiado. Me pareció entender el razonamiento que se hacía. La señora Laud estaba al tanto del entusiasmo de Joss por Isa. Isa era como una de esas princesas de los cuentos de hadas de mi niñez. «Para ganar mis favores debes traerme…» y a esas palabras seguía la enunciación de la tarea aparentemente imposible que el príncipe siempre terminaba por cumplir.
La cosa se hacía evidente. Isa adoraba los ópalos. «Quiero que mi colección sea la más hermosa del mundo…». ¿Cómo podía serlo, si le faltaba el mejor de todos? «Tú debes conseguírmelo, traérmelo, y después… mi mano en matrimonio…». ¿No era eso lo que decían en los cuentos de hadas?
Pero ellos no eran libres para casarse. Sin embargo, ahora Isa era libre. Joss no… todavía.
—Se estremeció usted de pronto —me dijo la señora Laud—. ¿Tiene frío?
—No es nada… alguien que caminó sobre mi tumba, como dicen en Inglaterra.
Me sonrió con una sonrisa extraña, enigmática, que me dejó cavilando si estaríamos pensando las dos la misma cosa.