2
Oakland Hall
Me pareció que esa semana tardaba mucho tiempo en pasar, ansiosa como estaba por saber más de Ben Henniker, que en nuestros dos encuentros me había mostrado un mundo diferente y había conseguido que mi propia vida me pareciera, por comparación, opaca y descolorida. No estaba yo segura de si era lo que él me contaba o su manera de contarlo lo que me lo presentaba todo con tan vividos matices, pero me imaginaba a mí misma en una tienda de lona, luchando con las moscas bajo el calor del sol, vadeando fangosos pantanos y buscando pepitas de oro. Sentía incluso toda la frustración del fracaso, y la euforia del éxito. Pero se trataba de oro, y lo que yo debía buscar eran ópalos. Me veía levantando la vela para atisbar en las grietas y arrancar de ellas los ópalos… esa bella piedra iridiscente, la que da suerte a su poseedor, le confiere el don de la profecía y le cuenta una historia: la historia de la naturaleza.
No terminaba de alegrarme de haber estado junto al arroyo ese día, cuando la silla de ruedas se precipitaba hacia abajo por la pendiente, y de haber podido salvar a Ben Henniker de un accidente que (ya me había convencido yo de eso) hubiera sido para él la muerte segura. Eso sólo habría bastado para que él me gustara, como también yo le había gustado a él por haberle salvado la vida, pero había algo más: cada uno tenía en su naturaleza algo que armonizaba con la del otro. Por eso se nos hacía tan irritante esperar.
Día tras día iba a sentarme junto al arroyo, con la esperanza de que apareciera él con su silla.
«Ya sé que era el miércoles próximo cuando teníamos que encontrarnos —me diría— pero, a decir verdad, se me hacía demasiado larga la espera».
Y entonces, al mirarnos, nos reiríamos.
Sin embargo, las cosas no sucedieron así. Podía representármelo con total nitidez, ya que su conversación había ido conjurando en mí un desfile de imágenes; pensaba en los soles que lo habían castigado y me preguntaba lo que habría sucedido si la roca que se desplomó sobre él hubiera sido un poco más pesada y lo hubiera matado.
Entonces, yo jamás lo habría conocido.
Eso me llevó a pensar en la muerte, y me puse a recordar las tumbas del cementerio, que a su vez me trajeron a la memoria el montículo de tierra en el Desierto, allí donde la hierba crecía sin freno. ¿Sería realmente una tumba? Y si lo era, ¿de quién?
De nada servía quedarme allí sentada, mirando a través del arroyo. Él no vendría; tenía visitas, probablemente gente que había venido a comprarle ópalos, o a vendérselos. Me los imaginé reunidos en torno de un botellón de vino o de whisky, llenando las copas tan pronto como se vaciaban (no me cabía duda de que Ben Henniker era un gran bebedor). Era de esos hombres que lo hacían todo con un placer muy especial. Él y sus visitantes hablarían mucho, y se reirían mucho, y tal vez hicieran comentarios sobre los ópalos que habían encontrado, o comprado, o vendido. ¡Cómo hubiera deseado estar con ellos! Pero tenía que esperar hasta el miércoles, y para eso faltaba muchísimo.
Tristemente, me levanté y empecé a vagabundear sin rumbo a lo largo del arroyo, hasta que me encontré en el Desierto, de rodillas junto a la tumba.
Y claro que era una tumba; de eso no cabía duda. Empecé a arrancar las hierbas que la cubrían, y después de un rato de empeño, la vi con toda claridad. Era demasiado grande para ser la tumba de un perro. Después hice un descubrimiento sorprendente. De la tierra sobresalía un trozo de madera y, al tirar para sacarlo, advertí que era una pequeña placa, sobre la cual se leía un nombre. Le sacudí la tierra, y lo que pude leer me dio la sensación de que me corría agua helada por la columna vertebral, porque en esa placa estaba escrito mi propio nombre: Jessica. Simplemente, Jessica Clavering.
Me quedé allí, arrodillada, observándola. Yo había visto placas como ésa en las tumbas del cementerio; las ponían quienes no tenían dinero suficiente para pagar las cruces y los ángeles que sostenían libros donde se leían las virtudes de quienes yacían debajo de ellos.
En esta tumba descansaba una Jessica Clavering.
Al dar vuelta a la placa, pude distinguir apenas unas cifras «1880». Encima se leía «Ju…», pero las demás letras estaban borradas.
Eso me resultó todavía más inquietante. Yo había nacido el tres de junio de 1880, y la mujer que dormía en aquella tumba no sólo tenía mi nombre, sino que había muerto por la época en que yo nací.
Momentáneamente, me olvidé de Ben Henniker. No podía pensar en otra cosa que en mi descubrimiento, ni hacer más que preguntarme qué significaba.
Se me hacía imposible guardarme para mí sola semejante secreto, y como, evidentemente, no podía preguntarle a nadie más que a Maddy, la detuve en el momento en que iba a la huerta, a cortar col rizada para la cena.
—Maddy —la abordé, decidida a ir directamente al grano—, ¿quién es Jessica Clavering?
Intentó escabullirse.
—Pues no hace falta que la busque usted muy lejos. Es la que siempre hace demasiadas preguntas, y nunca se conforma con la respuesta.
—Esa es Opal Jessica —contesté dignamente—. Y Jessica a secas, ¿quién es?
—No sé a qué se refiere.
Maddy empezó a mostrar signos de agitación.
—Me refiero a la que está enterrada en el Desierto.
—Escúcheme, señorita, ¿no ve usted que estoy ocupada? La señora Cobb espera que le lleve la col.
—Bien podrías hablar mientras la cortas.
—¿Y acaso tengo que aceptar órdenes de usted?
—Te olvidas, Maddy, de que ya tengo dieciséis años. No es edad para que me sigas tratando como a una niña.
—Es la forma de tratar a quien se porta como una niña.
—Interesarse por lo que hay en torno de uno no es cosa de niños. Encontré una placa sobre la tumba. Dice «Jessica Clavering», y está la fecha en que murió.
—Por favor, no se me ponga usted en el camino.
—No estoy en el camino, y supongo que si me tratas así es porque tienes algo que ocultar.
No me sirvió de nada hablar con ella. Me fui a mi habitación, pensando quién más podría saber algo sobre la misteriosa Jessica. Cuando bajé a cenar, seguía pensando en lo mismo.
Las comidas eran muy melancólicas en Dower House. Se conversaba, pero la conversación no era brillante. Giraba en torno de los sucesos locales, de lo que pasaba en la iglesia o con la gente del pueblo. Nuestra vida social era muy reducida, y la culpa era exclusivamente nuestra, porque jamás aceptábamos las invitaciones que nos llegaban.
¿Cómo podríamos retribuirles la hospitalidad? —gemía mamá—. ¡Qué diferente era antes, cuando estábamos en Oakland Hall, con la casa siempre llena de huéspedes!
En momentos como ése yo me encontraba siempre observando a mi padre, que invariablemente tomaba el Times y se refugiaba tras él como si fuera un escudo; a veces, incluso encontraba una excusa para escabullirse. Una vez se me ocurrió decir que si la gente nos invitaba, no era necesariamente porque esperaran algo en retribución.
—¡Qué ignorante eres de los usos sociales! —señaló mi madre, y agregó con resignación—: Claro que no se puede esperar otra cosa, con la forma en que nos hemos visto obligados a educarte.
En ocasiones así, yo lamentaba haberle dado una nueva oportunidad para reprochar a mi padre.
También esa vez estábamos sentados a la mesa, en el comedor, para mi gusto realmente encantador. Dower House había sido construida en época más tardía que Oakland Hall, ya que se trataba de un agregado hecho en 1696, y en el porche había una placa que confirmaba la fecha. A mí me había parecido siempre una casa muy hermosa, y solamente si se la comparaba con el Hall podía uno considerarla pequeña. Construida de ladrillo y con ornamentos de piedra, el techo se elevaba sobre una cornisa tallada que, lo mismo que las ventanas altas con una columna en el medio, le daba mucho encanto. Aunque no era muy grande, el comedor era de techo alto, y las ventanas alargadas mostraban una hermosa vista del césped, el orgullo de Poor Jarman.
Nos habíamos sentado alrededor de la mesa de caoba con patas talladas, que había pertenecido antes a Oakland Hall.
—Algunos muebles pudimos rescatarlos —había dicho mamá, pero traer todos los de Oakland Hall a Dower ouse era imposible, de manera que tuvimos que abandonar algunos.
Hablaba como si hubiera tenido que sacrificarlo, pero me imagino que el señor Henniker había pagado un buen precio Por ellos.
Casi sin decir palabra, mi padre ocupaba la cabecera de la mesa; del lado opuesto, mi madre no cesaba de vigilar a Maddy, que, aparte de sus demás obligaciones, también servía la mesa (cosa que a mamá le resultaba sin duda mucho más humillante que a la propia Maddy); a la derecha de mi madre se sentaba Xavier, y Miriam y yo a derecha e izquierda de mi padre.
Xavier comentaba que la sequía del verano no había sido buena para la cosecha, diciendo que estaba seguro de que cuando necesitáramos lluvia, no la tendríamos.
Era lo mismo que decían todos los años, aunque de alguna manera la cosecha siempre se salvaba, y en la iglesia había frutos y espigas de trigo que daban testimonio de la repetición del milagro.
—Cuando pienso en las tierras que teníamos antes… —suspiró mamá.
Fue el signo para que mi padre se aclarara la garganta y empezara a contar alegremente que este año había llovido mucho menos que el anterior.
—Recuerdo el desastre que fue el año pasado —evocó—. La mayoría de los campos de Yarrowland estaban cubiertos por el agua.
Haber dicho eso era un error, porque Yarrowland era una franja de la finca de Donningham, y eso hizo que mamá recordara a lady Clara. Inmediatamente miré a Xavier, para ver cómo reaccionaba. No dio señales de sentirse herido, pero claro que Xavier jamás las daría, porque era de esos hombres que consideran de mala educación dejar ver sus sentimientos. Tal vez por eso se le hacía tan difícil dejar saber a lady Clara que efectivamente quería casarse con ella.
—Los Donningham están en condiciones de hacer frente al desastre —señaló mi madre—. Ellos han conservado su fortuna a través de las generaciones.
—Es verdad —admitió mi padre con el tono de resignación en el que daba a entender que se arrepentía de haber hablado.
Me dio pena por él, y para cambiar de tema pregunté sin pensarlo más:
—¿Quién era Jessica Clavering?
Inmediatamente se hizo el silencio. Me di cuenta de que Maddy se había quedado inmóvil junto al aparador, con una fuente de col rizada en las manos. Todos los que rodeaban la mesa me miraban, y vi que a mi madre empezaban a coloreársele las mejillas.
—¿Qué clase de broma es ésta? —terció Miriam, un poco temblorosos los labios que, con el paso del tiempo, parecían hacerse cada vez más finos—. Tú sabes muy bien quién eres.
—Yo soy Opal Jessica. Y más de una vez he pensado por qué no me llamáis nunca por mi primer nombre.
—No es muy favorecedor —respondió mamá, aliviada.
—Entonces, ¿por qué me lo pusisteis?
—Casi todos —intervino Xavier, que era de los que siempre que pueden acuden en rescate de quien sea—, tenemos algún nombre que no nos gusta, pero supongo que cuando nos lo pusieron fue porque parecía un lindo nombre. En todo caso, uno se acostumbra. A mí, Jessica me parece muy bonito y, como dice mamá, es favorecedor.
Yo estaba decidida a no dejarme apartar de la pista.
—Pero ¿quién es esa Jessica que está enterrada en el Desierto? —insistí.
—¿Enterrada en el Desierto? —preguntó con tozudez mi madre—. ¿Qué quieres decir? Maddy, sirve la col; se está enfriando.
Maddy sirvió, y yo me sentí frustrada, como me había sucedido ya tantas veces.
—Espero que la señora Cobb le haya dado dos hervores —decía en ese momento Miriam—. ¿No te pareció que la última vez estaba un poco dura, mamá?
—Claro que sí, y ya se lo dije a la señora Cobb.
—Pero debéis saberlo —volví sobre el tema—. No es posible que haya alguien enterrado tan cerca de la casa, y que vosotros no lo sepáis. Encontré allí una placa de madera con el nombre.
—¿Y qué estabas haciendo en el Desierto, como tú lo llamas? —preguntó mi madre.
Bien conocía yo su táctica; siempre que se encontraba en una situación difícil se desquitaba pasando a la ofensiva.
—Voy allí muchas veces —repliqué.
—Pues podrías emplear mejor el tiempo. Hay toda una pila de trapos de limpieza para hacerles dobladillos, ¿no es así, Miriam?
—Claro que sí, mamá. Hay mucho trabajo por hacer.
—Pues a mí siempre me pareció un esfuerzo inútil —gruñí—. ¡Hacer dobladillos a los trapos de limpieza! Si aunque no tengan, lo mismo quitan el polvo.
Yo jamás podía resistirme a señalar un hecho obvio, por más que no viniera al caso.
La situación dio pie a mi madre para iniciar uno de sus habituales sermones sobre la laboriosidad y la necesidad de dar a los pobres dentro de nuestras posibilidades, ya que los trapos de limpieza (hechos con vestidos viejos que ya no servían y que se cortaban para ese fin) se repartían entre los pobres. Si ya no podíamos permitirnos hacer donaciones de camisas y ropa de cama, por lo menos nos podíamos aferrar a alguno de los privilegios de las clases altas.
Xavier la escuchaba con gravedad, lo mismo que Miriam. Mi padre, como era su costumbre, guardó silencio mientras se servía el queso. Luego, sin darme tiempo a seguir con el asunto de la tumba y de la placa, mi madre se levantó de la mesa.
Después de la comida me fui directamente a mi dormitorio, y mientras subía las escaleras oí que mis padres conversaban en el vestíbulo.
—Algún día tendrá que saberlo —decía mi padre—. Tarde o temprano habrá que decírselo.
—¡Qué tontería! —se defendió mi madre.
—No veo de qué manera…
—Si no hubiera sido por ti, eso jamás habría sucedido.
Como yo sabía que hablaban de la tumba de Jessica, no me recaté en escucharlos.
Después se fueron a la sala, y yo me quedé tan perpleja como siempre. Aparentemente, todo se reducía siempre al hecho de que mi padre hubiera perdido, en el juego, la fortuna de la familia.
A medida que se aproximaba el miércoles, mi emoción ante la perspectiva de visitar a Ben Henniker en Oakland Hall hizo que me fuera olvidando de mi curiosidad por la tumba del Desierto. A primera hora de la tarde salí y, mientras empezaba a recorrer la entrada para coches, me pareció extraña la idea de ir de visita a la casa que tan fácilmente podría haber sido mi hogar. «Por favor —pensé—, si ya parezco mamá».
Una hilera de robles —sólidos, bellos, orgullosos— se elevaba a cada lado del camino. Éste describía curvas que antes me habían provocado cierta irritación, porque me impedían ver la casa desde la carretera, pero ahora eso mismo me alegraba. Agregaba a la situación un elemento de misterio, y tan pronto como hube pasado la primera curva supe que ya nadie podría verme, lo que resultaba tranquilizador en el caso de que alguien acertara a pasar.
Cuando vi la casa, la admiración me dejó sin aliento. Era magnífica. Siempre me había parecido interesante cuando la veía por entre los árboles, desde el arroyo, pero enfrentarme con ella sin que nada se interpusiera ante mi vista me dejó fascinada. Hasta pude entender y perdonar el antiguo rencor de mi madre, ya que, tras haber vivido una vez en un lugar semejante, debía hacérsele a uno muy difícil perderlo. Básicamente era de estilo Tudor, aunque desde la época en que fue construida le habían introducido modificaciones, de manera que tenía también elementos del siglo XVIII. Pero aquel delicado trabajo de albañilería era esencialmente Tudor, y no podía haber sido muy diferente en los días en que Enrique VIII había visitado Oakland Hall, como se lo había oído contar a mi madre en una ocasión. Las altas ventanas de las buhardillas, los miradores y otros detalles podían ser añadidos de una época posterior, pero ¡con qué gracia se fundían en el conjunto, desafiando toda crítica en virtud de su misma elegancia! La entrada de la torre se había mantenido intacta. La admiración me abrumaba al contemplar las dos torres que flanqueaban una tercera, un poco más baja, en el centro. Sobre la entrada había un escudo de armas… el nuestro, supuse.
Atravesé la entrada y me encontré en un patio, frente a una puerta de roble macizo. Sobre la puerta seguía estando la antigua campana. La hice sonar y escuché con deleite el clamoroso tañido.
No habría pasado más de un segundo cuando la puerta se abrió, de modo que me quedé con la sensación de que alguien me había observado mientras me acercaba y estaba esperando para abrirme. Era un hombre de aspecto muy digno, e inmediatamente pensé que sería el Wilmot de quien había oído hablar.
—Es usted la señorita Clavering —expresó antes de que yo pudiera decir palabra, y en sus labios el nombre sonaba majestuoso—. El señor Henniker está esperándola.
De pronto me sentí mayor. Fugazmente, entreví los nombres grabados junto a la estufa de piedra tallada, y al ver mi apellido destacándose a mis ojos entre muchos otros, cobré conciencia, fascinada, de que eso significaba que era yo miembro de la familia a la que había pertenecido esa casa.
—Si quiere usted seguirme, señorita Clavering…
—Cómo no —asentí sonriendo.
Mientras iba atravesando con él el vestíbulo, me fijé en la gran mesa de comedor sobre la cual lucían platos y fuentes de peltre, en las dos armaduras, una a cada extremo del vestíbulo, en las armas que lo decoraban, en el baldaquín que adornaba el extremo hacia el cual me guiaban y donde se veía también una escalera.
¿Me pareció, o realmente oí un débil murmullo de voces, el eco sibilante de susurros y el murmullo de pasos furtivos? Al ver que Wilmot levantaba bruscamente los ojos, comprendí que nos observaban.
Al darse cuenta de que no se me había escapado la situación, Wilmot pensó sin duda que sería una tontería ignorarla. Me miró con una débil sonrisa.
—Comprenderá usted, señorita Clavering, que ésta es la primera vez que recibimos a un miembro de la familia, desde…
—Desde que tuvimos que vender la propiedad —completé sin rodeos.
Con un pequeño respingo, Wilmot inclinó la cabeza. Después me di cuenta de que, en caso de haber venido de alguien que no fuera miembro de la familia, la actitud de ir directamente al grano y de llamar al pan, pan y al vino, vino, habría sido considerada de mal gusto. Me quedé pensando cómo se llevarían Ben Henniker y Wilmot, pero no tuve tiempo de pensarlo mucho, porque mi ansiedad por verlo todo me distrajo. En pos de Wilmot atravesé un corredor y después subimos por otra escalera.
—El señor Henniker la recibirá en el saloncito, señorita Clavering.
Wilmot abrió una pesada puerta de roble con los paneles revestidos en tela de lino.
—La señorita Clavering —anunció, y yo entré tras él.
Ben Henniker estaba sentado en su silla, y al verme la hizo avanzar hacia mí.
—¡Hola! —me saludó, riendo—. ¡Conque has venido! Pues te doy la bienvenida al antiguo hogar de tus antepasados.
Mientras me acercaba a saludar a Ben, oí como la puerta se cerraba discretamente a mis espaldas.
Él seguía riéndose, y yo también me reí.
—Bueno, ¿no te parece gracioso? —preguntó finalmente—. ¡Que tú seas la visita! La señorita Clavering… la señorita Opal Jessica Clavering.
—Por cierto que es extraordinario que yo me llame Opal, y que sea con ópalos con lo que tú conseguiste todo esto.
—Mezclado con un poquitín de oro —me recordó—. No te olvides de que también con eso me fue bastante bien. Ahora, ven aquí a sentarte. Más tarde te haré ver el lugar. —Los hombros se le sacudían de risa, como si se divirtiera secretamente.
—Empezaré a pensar que no me has invitado más que por el placer de mostrar a una Clavering la mansión de la familia.
—No es eso sólo. Estar contigo me resultó muy grato, y pensé que era hora de que nos volviéramos a ver. Más tarde, tomaremos un poco de té… Ahora cuéntame, ¿le dijiste a tu familia que nos hemos conocido?
—No.
Asintió con un gesto.
—Me parece prudente. ¿Sabes lo que te habrían dicho? Ni tu sombra sobre la puerta de él, ni la de él sobre la nuestra. Es mejor que no lo sepan, ¿no te parece?
—Mucho mejor.
—Te ahorrarás discusiones.
—Y también prohibiciones y desobediencias.
—Veo que tienes pasta de rebelde. Pues a mí, eso me gusta; además ya te habrás dado cuenta… o te darás pronto, de que soy un viejo maligno. Creo que es mejor que te lo diga ahora, al comienzo de nuestra amistad.
Yo me reía, con una risa de auténtico placer. De modo que eso era el comienzo de nuestra amistad; ya tendría yo más ocasiones de gozar de su estimulante compañía.
—Entonces, ¿me animarías tú a venir aquí, incluso si mi familia me lo prohibiera?
—Claro que sí. Te hará bien si aprendes algo sobre cómo es el mundo, y si tienes que dejar de tratar a éste y al otro porque no son gente bien, nunca aprenderás mucho. Hay que conocer a la gente bien y a la que no es bien. Por eso a ti te hará bien conocerme. Yo soy el hombre malo que juntó el dinero suficiente para comprarse una casa que no estaba destinada a ser para gente como él. Pero no importa. Me la gané con el sudor de mi frente y el trabajo de mis manos… con el pico, la pala y la araña… Me gané esta casa, y creo que tengo derecho a disfrutarla. Para mí, esta casa representa la meta. Es como el más bello de los ópalos que jamás haya arrancado a las rocas. Es el rayo verde en un ópalo.
—¿Qué es eso? —pregunté—. Ya te lo oí decir una vez.
Durante un momento se quedó en silencio; sus ojos tenían una mirada soñadora.
—Ya lo dije, ¿verdad? El Rayo Verde. No importa. De todas maneras, todo esto me lo gané, como me lo había propuesto cuando era un joven rapaz de librea que cabalgaba detrás de un carruaje… un lacayo, por qué no, que ve por primera vez el mundo donde vivirá algún día. En cambio tú… ¿tú qué eres? Tú eres uno de ellos, ¿ves? Estamos en diferentes lados de la empalizada. Pero, muy profundamente dentro de ti… tú no eres uno de ellos… ¿verdad? No estás allí encerrada, llena de ideas rígidas que no te dejarán mirar más allá de las anteojeras. Tú eres libre, pequeña Jessica. Ya hace mucho tiempo que arrojaste lejos las anteojeras —me hizo un guiño—. Por eso tú y yo nos entendemos… Y ahora te voy a llevar a mi escondite privado, y te aseguro que no son muchos los que entran allí desde… Bueno, en fin… te mostraré algo tan bello que cuando lo veas, te alegrarás del nombre que llevas.
—¿Vas a mostrarme tus ópalos?
—Es una de las cosas por las cuales quería que vinieras. Ahora, sígueme.
Haciendo rodar su silla, atravesó la habitación hasta un rincón donde se veía una muleta, con ayuda de la cual se levantó de la silla. Abrió una puerta, tras la cual había dos escalones que descendían a un cuarto más pequeño, muy hermoso, con las paredes revestidas en madera y vitrales en las ventanas. Había allí un armario cerrado con llave; cuando Ben lo abrió, vi que en su interior había una caja de hierro. Después de abrirla, sacó de su interior varias cajas planas.
—Ven y siéntate a la mesa —me invitó—; te mostraré algunos de los ópalos más bellos que jamás hayan sido arrancados a la roca.
Se sentó ante una mesita redonda y yo acerqué una silla para acomodarme junto a él. Ben abrió una de las cajas, dentro de la cual, dispuestos dentro de pequeñas depresiones y sobre un fondo de terciopelo, estaban los ópalos. Jamás había visto yo gemas tan hermosas. La hilera de arriba estaba formada por grandes piedras de color pálido que relucían con fuegos azules y verdes; las de la hilera siguiente, también de gran tamaño, eran más oscuras, de un azul tirando a púrpura, y en la última hilera el color de fondo era casi negro, tanto más sorprendente cuanto que las luces de los ópalos resplandecían como fuegos verdes y rojos.
—Mira tus homónimos —me dijo—. ¿Qué te parecen? Ya veo, te has quedado muda, como yo pensaba. Como yo esperaba. Guárdate los diamantes y los zafiros, pues en el mundo no hay piedras que superen a éstas. ¿No estás de acuerdo conmigo?
—Nunca he visto muchos diamantes ni zafiros —confesé—, de modo que es muy aventurado de mi parte decirlo con tanta seguridad, pero no puedo imaginarme piedras más bellas que éstas.
—¡Mira ésta! —me indicó, acariciando con un dedo nudoso una de las piedras, de un color azul profundo, con un destello de oro—. Este ópalo se llama la Estrella del Este. Los ópalos tienen nombre. ¡La Estrella del Este! Uno puede imaginárselo en el cielo, en el momento antes de que el sol aparezca y eclipse su luz. Algo así debió de haber sido lo que los magos vieron en el cielo aquella noche de Navidad, hace muchos, muchísimos años. Te diré una cosa: esta piedra es única. Cada ópalo es único. Cuando veas otros, te parecerán lo mismo que éstos, pero después comprenderás tu error. Los ópalos son como las personas: no hay dos iguales. Es una de las maravillas del universo… tanta gente… tantos ópalos… y que no haya dos iguales. Y a veces, cuando uno encuentra algo como la Estrella del Este, piensa en todo lo que ha sufrido… porque, créeme, la vida del minero de ópalos no es un juego… y entonces se dice qué valió la pena. En cambio, al que ya es dueño de la Estrella del Este, la piedra le dice que lo mejor está todavía por venir, porque la Estrella está saliendo, sabes, ¿y acaso no sale para anunciar el nacimiento de Cristo?
—Entonces, ¿para usted también lo mejor está por venir, señor Henniker?
—¿No te dije que me llamaras Ben? ¿Y que me tutearas?
—Sí, pero es difícil acostumbrarse, cuando a una le han enseñado que a los mayores no se les tutea, ni se les trata por su nombre de pila.
—Pues aquí no nos importa qué es lo que se acostumbra porque alguien dijo que debía ser así, sin motivo alguno. ¡Vaya esperanza! Lo que hacemos es lo que está bien para nosotros, y para ti yo soy Ben, como lo soy para todos mis amigos, ¿o acaso no eres tú uno de ellos?
—Sí, quiero serlo… Ben.
—Pues así es la cosa. Y ésa es la idea. Para mí, lo mejor está todavía por venir, aunque tenga la Estrella del Este.
Tendí un dedo para tocar la piedra.
—Eso es, tócala —me animó—. Mira las luces que tiene. Y no es la única. Ésta es el Orgullo del Campamento, un ópalo espléndido. No está a la altura de la Estrella del Este, pero es una hermosa piedra. La saqué en los blancos acantilados de Nueva Gales del Sur. Aquél sí que era un campamento. Había andado por allí un explorador, pero se fue; después empezaron a llegar algunos principiantes, escarbando como suelen hacer los principiantes. ¿Y qué sucedió? Pues que encontraron ópalos… pero no cualquier cosa… Ópalos auténticos, preciosos. ¡Imagínate qué hallazgo para un aficionado! No había pasado un mes cuando ya había allí un campamento y todo el mundo encontraba piedras a montones. Allí fue donde tuve la suerte de encontrar el Orgullo del Campamento.
—¿Y no los vendes? —le pregunté.
Durante un momento, se quedó pensativo.
—Claro, ése parecería ser el objetivo, pero es que a veces te encuentras con una piedra que no puedes vender por nada del mundo. Es como si sintieras algo por ella. Te pertenece, a ti y a nadie más. Prefieres conservar la piedra a conseguir todo el dinero del mundo, y no exagero.
—Entonces, ¿todas las que me muestras son las piedras que te hicieron sentir eso?
—Exactamente. Algunas por su belleza, otras por otros motivos. Mira ésta… ¿Ves la luz verde que tiene dentro? Es la que me costó la pierna —le mostró el puño—. Cara me costaste, hermosa mía —le dijo—, y por eso te conservo. Esta piedra tiene fuego dentro, mírala. Yo no le importo nada. «Si me quieres tómame —me dice— pero no empieces a calcular el coste». Yo la llamo Dama Verde, el nombre de una gata que tuve una vez. Me gustan mucho los gatos, con esa especie de orgullo desdeñoso que tienen. ¿Te fijaste alguna vez en la gracia de un gato, en la forma en que camina? Es orgulloso, jamás se rebaja, y a mí eso me gusta. La gata que yo tenía se llamaba Dama, y le iba perfectamente el nombre. Era una dama, y tenía los ojos tan verdes como el verde que ves en esta piedra. Conque es por eso por lo que no quiero desprenderme de ella, aunque me costó la pierna y tal vez tú pienses que no me gusta acordarme de eso. Cuando la vi, llamándome con su luz al reflejo de la vela… tuve que adueñarme de ella, aunque el techo se me desplomara encima y me dejara lisiado.
Levanté la Dama Verde, para examinarla, y volví a dejarla con delicadeza en su blando lecho de terciopelo.
—Y fíjate en ésta, pequeña Jessie. Mira este cabujón acorazonado. ¿Ves el color violeta que tiene? Esta se llama Púrpura Regia. Mira qué color, y dime si no es digna de la corona de un rey.
Yo estaba fascinada, mientras él seguía abriendo cajas y mostrándome las piedras más diversas, desde las lechosas débilmente teñidas de rojos y verdes hasta las de color azul oscuro y negro, con colores más intensos.
De todas ellas me iba hablando, me señalaba sus cualidades, y yo me dejaba ganar por su entusiasmo.
Una de las cajas que abrió estaba vacía. Era más pequeña que las otras, ya que estaba destinada a albergar una sola piedra, y en el centro del terciopelo negro se dibujaba un hueco cuya orfandad parecía poco menos que acusadora. Durante un largo momento, Ben se quedó mirándolo con melancolía.
—Y allí, ¿qué había? —quise saber.
Se volvió hacia mí, con los ojos entrecerrados, un gesto duro en la boca, con aspecto asesino. Yo me quedé mirándole, atónita ante semejante cambio.
—Allí estuvo una vez el Rayo Verde del Crepúsculo.
Me quedé esperando, pero él ya no dijo nada. Tenía las mandíbulas contraídas y una rígida amargura le crispaba la boca.
—¿Era un ópalo muy hermoso? —pregunté tímidamente.
Cuando volvió a mirarme, sus ojos echaban chispas.
—Jamás hubo uno de igual belleza —exclamó—. Nunca, jamás hubo otro igual en todo el mundo. Valía una fortuna, pero yo jamás me habría separado de él. Tendrías que haberlo visto para creerlo, pero lo sabrías si lo vieras. El rayo verde… no se veía constantemente en la piedra. Había que buscarlo, esperarlo. Era según la forma en que le daba la luz… y según cómo lo sostenías… era algo del que la miraba, no solamente de la piedra.
—¿Y qué le sucedió? —interrogué.
—Me la robaron.
—¿Quién te la robó?
Sin contestar, me miró con los ojos entrecerrados, y advertí que la pérdida de la piedra aún le dolía.
—¿Cuándo te la robaron? —seguí preguntando.
—Hace mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Antes de que tú nacieras.
—Y durante todo ese tiempo, ¿nunca la encontraste?
Sacudió la cabeza y, con un gesto brusco, cerró el estuche. Volvió a guardarlo junto con los demás en la caja de hierro, y tras haberle echado llave se volvió a mirarme, riendo. Pero en su risa había una nota diferente de la que vibraba antes.
—Ahora —me dijo—, vamos a tomar el té. Ordené que nos lo sirvieran a las cuatro, de manera que volvamos al saloncito. Serás tú quien lo sirva y quien me agasaje, ya que eres tú la Clavering.
La lamparilla de alcohol y la tetera de plata ya estaban dispuestas, y había también algunos platos con emparedados, bollos y budín de ciruelas. Junto a Wilmot esperaba una doncella.
—La señorita Clavering servirá el té —anunció Ben.
—Muy bien, señor —respondió cortésmente Wilmot, y yo me alegré de que él y la doncella se retiraran.
—Es todo muy ceremonioso —comentó Ben—. Te confieso que jamás terminé de acostumbrarme a eso. Ya es bastante, me digo a veces. Puedes imaginarte cómo se siente un hombre acostumbrado a cocinarse sólo la comida en un fogón de campamento. Pero hoy es un día especial, el primer día que tengo como invitada a una Clavering.
—Una Clavering no demasiado importante, me temo —señalé.
—La más importante. No te subestimes nunca, pequeña Jessie. Si tú misma lo piensas, los demas pensarán que no vales mucho. Tienes que encontrar el justo medio, porque tampoco es el caso de sentirte demasiado grande para el lugar que ocupas; entonces nunca podrás entrar en él.
Le pregunté cómo le gustaba el té, se lo serví, y cuando se lo alcancé me miró con una sonrisa de agradecimiento. Le dejé la taza y el plato sobre una mesita, junto a su silla, y me sentí muy satisfecha de mí misma cuando volví a mi lugar, junto a la tetera de plata.
—Háblame del Rayo Verde del Crepúsculo —pedí.
Durante un momento se quedó en silencio.
—¿Alguna vez oíste hablar del rayo verde, pequeña Jessie? —me preguntó después.
—Solamente esta tarde.
—No me refiero al ópalo… al otro rayo verde. Dicen que hay un momento exacto, cuando el sol desciende, exactamente antes de que desaparezca, en el que aparece en el mar un rayo verde. Sólo se le puede ver en mares tropicales, y en condiciones muy precisas. Es un fenómeno excepcional, hermoso y emocionante. La gente anda a la pesca de él, y hay quienes nunca llegan a verlo. Un parpadeo es suficiente para que te lo pierdas. Está ahí y después no está, y apenas si puedes creer que estuvo. Tienes que estar en el lugar y en el momento exactos, y mirando en la dirección adecuada; además, tienes que ser rápida para verlo. Yo lo vi una vez, mientras regresaba de Australia a Inglaterra. Estaba sobre cubierta, y era la hora del crepúsculo; yo estaba mirando aquella gran bola de fuego que se hundía en el océano. En los trópicos es diferente; no hay esa media luz que tenemos aquí. Reinaba una calma increíble… un cielo sin nubes, y el sol tan bajo que la vista no sufría al mirarlo. De pronto desapareció y se produjo el rayo verde. «¡Lo he visto! —no pude menos de gritar—. He visto el rayo verde». Después fui a mirar el ópalo. Era muy valioso, el más bello de todos. Recuerdo que en ese viaje a mi patria lo había llevado conmigo, y en ese momento fui a mirarlo, para asegurarme de que seguía allí. Pues bien, es un ópalo que te hace pensar en el rayo verde que se ve en el mar. Lo miras y ves su belleza, ves que tiene luces rojas y azules. Tenía una franja de color que se oscurecía y parecía la línea de encuentro del cielo y el mar, y en su interior había un fuego rojo que parecía el sol y, si lo mirabas en el momento adecuado y lo sostenías de cierta manera y la luz le caía bien, de pronto parecía como si el rojo desapareciera y entonces se podía ver el rayo verde. Creo que primero se llamaba Crepúsculo pero después de ver el rayo verde todo cambió. No podía tener otro nombre que el de Rayo Verde del Crepúsculo.
—¿Y ésa era la piedra que más amabas?
—Jamás hubo otra que se le igualara. Yo nunca había visto esa luz verde en una piedra. Era algo que había que esperar, algo que sólo se producía excepcionalmente y para lo cual había que estar preparado. No se parecía a ningún otro verde, y si no alcanzabas a verlo, tal vez no tuvieras otra oportunidad.
—¿Nunca descubriste quién se lo llevó?
—Tenía mis sospechas. Es más, todo lo señalaba a él, muchacho del demonio. Por Dios, si pudiera echarle mano…
Me dio la impresión de que le faltaban las palabras, cosa poco común en él, y de que por el momento no advertía mi presencia. Comprendí que estaba volviendo a vivir el instante en que abrió el estuche y descubrió que el ópalo había desaparecido.
Me acerqué a él, le tomé la taza y se la volví a llenar.
—¿Cómo fue que desapareció, Ben? —le pregunté suavemente, mientras se la entregaba.
—Fue aquí, en esta casa. —Por encima del hombro señaló la habitación que acabábamos de abandonar—. Entonces, no hacía mucho tiempo que yo la tenía, y estaba ansioso por mostrarla, porque me enorgullecía mucho de ella. Era algo más que una casa… es lo que le hace sentir a uno un lugar como éste, y me imagino que es lo que sentía tu familia. Bueno, pues lo que ellos perdieron yo lo gané. Me gustaba que la gente se quedara aquí, porque podía decirles: «Mirad lo que he llegado a tener. Esto es lo que he conseguido con tantos años de esfuerzos y decepciones; el éxito, por fin». Entre ellos había quienes jamás habían visto un lugar semejante. Era orgullo, el orgullo que precede a la caída, como se suele decir. Mirad lo que tengo. Mirad mi mansión. Mirad mis ópalos. En esa ocasión entramos allí… —señaló la puerta del estudio—. Éramos cuatro, y yo les mostré mis ópalos tal como te los he mostrado a ti, y ésa fue la última vez que vi el Rayo Verde del Crepúsculo. Volví a guardarlo en su estuche y puse el estuche en la caja fuerte. Y cuando volví a abrirla, la caja estaba en su lugar y todos los ópalos dentro, salvo uno: el Rayo Verde del Crepúsculo.
—¿Quién lo había robado?
—Alguien que conocía la combinación de la cerradura, debe de haber sido.
—¿Y no sabías tú quién era?
—Había un muchacho que desapareció. Jamás lo volví a ver, por más que lo busqué. Evidentemente, fue el que se llevó el Rayo Verde.
—¡Qué maldad, hacer eso!
—Es que en el mundo hay gente mala, no lo olvides. Lo raro es que a mí jamás se me hubiera ocurrido sospechar de él. Tenía esa dedicación, esa decisión que casi siempre conduce al éxito. Pero cuando puso los ojos en el Rayo Verde, eso fue el derrumbe. Te aseguro que jamás habrá uno semejante; es el rey de los ópalos… Esa forma en que había que esperar que destellara, y había gente que no veía jamás el destello, ¿te das cuenta? Y lo he perdido para siempre.
—Seguramente la policía podría encontrarlo.
—Fue muy rápido para desaparecer. A veces, me digo que algún día lo encontraré, a él y al ópalo.
—¿No crees que lo haya vendido?
—No le hubiera resultado fácil; habrían reconocido la piedra. Todos los especialistas la conocían, y cualquiera hubiera comunicado su aparición. Tal vez se lo haya llevado para guardárselo, simplemente. Era una piedra que tenía una fascinación terrible para cualquiera que la viese. Pese a todas las historias de mala suerte, quien la veía quería tenerla.
—¿Qué historias, Ben?
—Bueno… tú sabes cómo se difunden esas cosas. Decían que era una piedra de infortunio. Una o dos personas que la habían tenido fueron muy desdichadas. Hasta se decía que el Rayo Verde era un signo de muerte.
—Entonces, ¿no fuiste tú quien la encontró?
—No, qué va. Ya había pasado por otras manos. Yo me la gané, podríamos decir.
—¿Y cómo fue eso?
—Yo fui siempre un poco jugador; me gusta correr riesgos. Sin embargo, siempre mantengo una reserva. Jamás me jugué hasta la última moneda, como les pasa a algunos. Me gustaba ser rico, y jugar desde la situación de rico, si entiendes lo que quiero decir. Había un tal Harry Wilkins que era el dueño de la piedra, y desde el momento en que me la mostró quise tenerla. Había caído bajo su hechizo, podríamos decir, y estaba decidido a conseguirla. Harry estaba perseguido por la mala suerte, y se decía que era la piedra. Tenía un hijo, que nunca fue gran cosa, y una noche el muchacho salió y no regresó. Lo encontraron desnucado. Siempre había sido muy bebedor, y el viejo Harry se vino abajo después de eso. Era muy jugador, y apostaba sobre cualquier cosa. Si dos gotas de lluvia caían por el cristal de la ventana, él apostaba cien libras a cuál llegaba primero abajo. No lo podía evitar. Bueno, pues yo quería la piedra, que era poco más o menos lo único que le quedaba, porque antes de morir su hijo le había robado todo lo que tenía. Bueno, por no alargar la historia: apostó el Rayo Verde contra una fortuna. Yo le acepté la apuesta, y gané. Unas semanas después se mató de un tiro. El desastre es la herencia del Rayo Verde, dijeron.
—Y a ti, ¿qué te pasó?
—Yo no creía en la maldición.
—Tal vez al haber perdido la piedra escapaste de ella.
—Algún día volverá donde le corresponde.
—Hablas del Rayo Verde como si fuera una persona… una mujer.
—Para mí lo era. Yo amaba a esa piedra. Solía sacarla de su estuche para mirarla, cuando estaba abatido. Esperaba a que destellara la luz y me decía: «Ya cambiarán los tiempos. Encontrarás felicidad y ópalos, Ben. Es lo que te dice la piedra».
De pronto, pareció como si ya no pudiera seguir lamentando su pérdida y empezó a hablarme de los días en que había sido joven y se dedicaba a lo que él llamaba «escarbar un poco», y de la forma en que había sentido la fascinación de los ópalos. Después me dijo que suponía que a mí me gustaría ver la casa y que, como él no podía moverse con facilidad para mostrármela, encargaría a uno de los sirvientes que lo hiciera.
Por más que me disgustara separarme de él, también quería yo ver la casa y al verme vacilar (cosa que pareció agradarle), me dijo:
—Ya vendrás otra vez. Tenemos que seguir viéndonos, porque hay una cosa de la que estoy seguro, y es de que tú y yo nos entendemos y nos gustamos mucho. Espero que coincidas conmigo.
—Oh, claro que sí, y si puedo volver y seguir oyéndote hablar, me encantaría ver ahora la casa.
—Seguro que puedes volver, y volverás. Y ahora podrás imaginarte cómo habrían sido las cosas si hubieras vivido aquí, como habría sucedido a no ser por un Don Nadie que vino a adueñarse del hogar de tus antepasados.
—Cosa de la que siempre me alegraré —le aseguré, al parecer para gran alegría de él.
Ben tiró de la cuerda de una campana, y Wilmot apareció inmediatamente.
—A la señorita Clavering le gustaría ver la casa —explicó Ben—, de manera que uno de vosotros la guiará.
—Muy bien, señor —murmuró Wilmot.
—Un momento —lo detuvo Ben—. Que sea Hannah quien lo haga. Sí, que venga Hannah.
—Como usted diga, señor.
Me acerqué a la silla de Ben y le tomé la mano.
—Gracias. Ha sido una tarde muy agradable. ¿Puedo volver, realmente?
—El miércoles próximo, a la misma hora.
—Gracias.
Durante un momento asumió una expresión extraña; de haberse tratado de otra persona, habría imaginado que estaba a punto de llorar.
—Vete ahora; Hannah te acompañará —me dijo después.
Me quedé pensando por qué Ben habría elegido a Hannah. De todas maneras, era la que más me interesaba: una mujer alta y enjuta, de facciones magras y grandes ojos oscuros que me dieron la impresión de atravesarme. Evidentemente, estaba satisfecha de haber sido la elegida para mostrarme la casa.
—Yo estuve cinco años con su familia —me contó—. Cuando vine aquí, tenía doce años. Desde entonces me quedé, y cuando ellos se fueron no pudieron llevarme, por dificultades económicas.
—Entiendo que hubo muchos a quienes les sucedió lo mismo.
—¿Quiere usted que empecemos por la parte alta de la casa, señorita Clavering, y que vayamos bajando?
Le dije que me parecía una excelente idea, y juntas subimos la escalera hasta el tejado.
—Este es el lugar desde donde mejor se ven las torres. Y fíjese qué vista estupenda de la comarca. —Me miró atentamente—. También hay un buen panorama de Dower House.
Seguí la dirección de su mirada y la vi, oculta como en un nido entre los árboles y el verdor. Vista desde donde estábamos, parecía una casa de muñecas. Se distinguía la pureza de sus líneas arquitectónicas, y la tersura del césped lucía como un pulcro cuadrado de seda verde. Poor Jarman, nuestro jardinero, estaba trabajando en los canteros de flores.
—Desde aquí pueden vernos mejor que nosotros a ustedes —comenté—. En verano, Oakland Hall queda completamente oculto.
—Yo muchas veces subo aquí a echar un vistazo —me contó Hannah.
—Entonces, algunas veces debe de habernos visto en el jardín.
—Oh, sí, seguro.
Me sentí un poco incómoda ante la idea de ser observada por ella.
—¿Se encuentra usted mejor ahora que en la época en que estaba aquí la familia?
—En cierto modo —contestó Hannah, tras un momento de vacilación—. El señor Henniker viaja mucho y entonces la casa queda para nosotros. Parece raro que… al principio lo parecía, por lo menos, pero uno se acostumbra a casi todo. Es una persona con quien es fácil trabajar. —Advertí que, al decirlo, daba a entender que mi madre no lo era—. Cuando vivió aquí, la señorita Miriam era apenas una niña.
—De eso hace mucho tiempo. Fue antes de que yo naciera.
—No creo que les guste saber que ha estado usted aquí, señorita, me imagino.
—No, claro que no —admití—. Si lo descubren, vamos…
—El señor Henniker es un caballero muy extraño.
—No se parece a nadie que yo haya conocido —coincidí.
—Pues basta con imaginarse la forma en que llegó aquí. Nadie habría pensado que un caballero como él llegaría a tener un lugar como éste.
Durante un rato nos quedamos en silencio, mirando el paisaje. A mi se me iban continuamente los ojos hacia Dower House. Poor Jarman se había enderezado al ver acercarse a Maddy, y se había puesto a charlar con ella. Me parecía increíble estar mirándolos sin que ellos lo advirtieran.
—¿Quiere usted que entremos, señorita Clavering? —sugirió Hannah.
Hice un gesto afirmativo y, tras descender la escalera circular, entramos en una habitación. Las vigas talladas del cielo raso eran admirables, como también las paredes revestidas en madera y la enorme chimenea.
—Hay tantas habitaciones como ésta que una pierde la cuenta de ellas —me explicó Hannah—. Ni siquiera cuando hay huéspedes en la casa las usamos todas.
—¿Es frecuente que haya huéspedes?
—Sí… caballeros que vienen a hablar de negocios con el señor Henniker. Por lo menos, así solía ser. No sé si será lo mismo, después del accidente.
—Me imagino que vendrían por los ópalos.
—Oh, él tiene negocios de todas clases. Es un caballero muy rico. Por eso nosotros decimos que es excelente estar aquí… como personal de servicio, quiero decir. Nunca se habla de hacer economías, y los salarios se cobran puntualmente, no…
—No como cuando estaba aquí mi familia.
—Parece que la mayor parte de la clase media acomodada tiene problemas de dinero; yo he hablado con gente que trabaja en casas como ésta. Pero alguien como el señor Henniker… bueno, para comprar el lugar ha de tener muchísimo dinero, pienso yo, de modo que es razonable pensar que puede mantenerlo. No es como alguien que lo hereda y descubre que de pronto se le hace muy pesado.
—Por lo que veo, debe de ser un gran alivio trabajar con el señor Henniker, después de haber estado con mi familia.
—Es todo muy diferente. El señor Wilmot siempre dice que esto no es lo que solía ser, y creo que a veces añora una casa con más dignidad. Pero es bueno saber que uno cobra su salario en la fecha debida, y que no hay que estar pensando en ahorros y economías. El nunca guarda bajo llave el té ni hace cosas así… Tampoco pide a la señora Buckett que le muestre las cuentas, pero creo que si no estuvieran bien llevadas, lo sabría inmediatamente.
Habíamos llegado a una galería.
—Aquí —prosiguió Hannah—, había antes retratos de la familia. Después los retiraron, y el señor Henniker nunca colgó los suyos. Wilmot dice que, sin retratos de familia, una galería no es una galería, pero nosotros no sabemos mucho acerca de la familia del señor Henniker.
La galería era hermosa, con columnas talladas y ventanas altas y estrechas, con vitrales que bañaban el lugar con una luz encantadora. En los tramos que separaban las ventanas había cortinajes de terciopelo rojo que, como explicó Hannah, recubrían las partes de la pared que no estaban revestidas de madera.
—Dicen que este lugar está encantado —me contó—. En una casa como ésta siempre hay algún lugar encantado. Aquí es éste, aunque desde que está el señor Henniker nadie ha visto ni oído nada. Yo me imagino que él espantaría a cualquier fantasma. Solían decir que aquí se oía música, tocada en la espineta que había antes allí, y que el señor Henniker se hizo enviar a Australia. Oí comentar que para él tenía un significado muy especial. La señora Bucket dice que todo eso es pura imaginación, pero el señor Wilmot lo cree… aunque claro, si una familia no tuviera su fantasma, él pensaría que no vale la pena trabajar con ellos.
—Sin embargo, ahora trabaja con el señor Henniker.
—Decirle eso sería poner el dedo en la llaga.
Seguimos recorriendo el lugar donde, como había dicho Hannah, eran tantas las habitaciones muy semejantes que hubiera sido fácil perderse. Yo abrigaba la esperanza de que, si podía visitar con cierta frecuencia al señor Henniker, podría volver a verlas y recorrerlas a mi gusto. Como guía, Hannah no me resultaba muy cómoda, porque cada vez que la miraba observaba que tenía clavados en mí los ojos como si estuviera tasándome. Lo atribuí al hecho de ser yo miembro de la familia para la cual había trabajado antes. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ella mirando hacia Dower House, observándome.
Admiré las chimeneas talladas, agregadas durante el reinado de Isabel; las figuras mostraban escenas de la Biblia. Distinguí a Adán y Eva, y a la mujer de Lot convertida en estatua de sal, y me sentí muy ignorante cuando Hannah tuvo que explicarme otros episodios.
El solario me pareció delicioso, con sus ventanas que daban al sur y las paredes cubiertas de tapices, que indudablemente mi familia habría vendido a Ben Henniker, y me imaginé a mi madre, recorriendo el solario y la galería mientras discutía con mi padre sobre la forma en que podrían arreglárselas para seguir viviendo allí.
Finalmente, llegamos al vestíbulo y por un corredor pasamos a lo que Hanna llamaba el salón.
—En épocas muy antiguas —me explicó— se recibía aquí a los invitados.
Como en los demás cuartos, las paredes estaban revestidas de paneles de madera, había vitrales en las ventanas y una armadura en un rincón.
—Allí, en el otro extremo, están las cocinas, las despensas y todas esas dependencias, que sin duda querrá usted ver. Allí sigue habiendo cosas que se remontan a la época en que se construyó la casa, y Dios sabe que ha pasado muchísimo tiempo.
Atravesamos el corredor hasta una puerta que se abría sobre las dependencias de servicio, y tras ella me encontré con una vasta cocina. Un fogón enorme abarcaba casi una pared entera. En el fogón había hornos para pan, hornallas para asar y grandes calderos. Se veía también una mesa grande, con dos bancos largos, uno a cada lado; en las cabeceras había dos sillones, amplios y ornamentados, que, como supe después, correspondían a la señora Bucket y al señor Wilmot, el mayordomo.
Al entrar en la cocina oí un susurro de voces y me di cuenta de que me observaban desde algún lugar oculto. Una mujer corpulenta entró en la cocina como si navegara, seguida por tres doncellas.
—Esta es la señorita Clavering, señora Bucket —me presentó Hannah.
—Cómo está, señora Bucket —la saludé—. Ya he oído hablar de usted.
—¿Ah, sí? —me preguntó, gratamente sorprendida.
—Maddy, que trabaja con nosotros, la menciona con frecuencia.
—Ah, claro… Maddy. Pues bien, señorita Clavering, para nosotros es una gran ocasión tener aquí a un miembro de la familia.
—Y yo estoy encantada de haber venido.
—Bueno, pues tal vez esto sea un comienzo —conjeturó la señora Bucket.
Me sentí un poco incómoda al darme cuenta de que todos me estudiaban. ¿Estarían pensando que una Clavering que había crecido en Dower House no era una auténtica Clavering? Después de todo, yo jamás había conocido los esplendores de una casa como aquélla.
—Jamás olvidaré el día que la familia nos comunicó que se iban. Estábamos todos alineados en el corredor… hasta los chicos de las caballerizas.
Hannah le hacía señales a la señora Bucket, pero en mi fuero íntimo yo bendije a la regordeta cocinera, que evidentemente no iba a dejar de hablar y a quien el hecho de verme a mí, una Clavering, en la cocina, había removido recuerdos tales que no se privaría de evocar.
—Claro que algo ya habíamos oído. Dinero, dinero, dinero… Todo el mundo estaba pendiente de eso. Se hablaba de los impuestos que estaban arruinando a todos. Ya habían reducido el presupuesto para los establos. ¡La cantidad de caballos que tenían cuando yo llegué a trabajar aquí! ¡Y los jardineros! Por ahí empiezan siempre las economías, por el jardín y las caballerizas. Yo se lo dije al señor Wilmot, y puede usted preguntárselo a él, que le dirá la verdad. Le dije…
—De eso hace muchísimo tiempo, señora Bucket —la interrumpió Hannah.
—A mí me parece ayer. Claro que entonces no había usted nacido, señorita Clavering. Cuando oímos que un caballero que venía de Australia había comprado el lugar, no lo podíamos creer. Pregúnteselo al señor Wilmot. Pero era verdad, y después todo fue diferente, y los Clavering se fueron a Dower House, y ya ni siquiera nos hablábamos. Y ahora…
—La señorita Clavering se ha hecho amiga del señor Henniker y él la ha invitado a tomar el té —declaró firmemente Hannah.
La señora Bucket hizo un gesto de asentimiento.
—¿Y le gustaron a usted los bollos, señorita Clavering? —me preguntó—. Muchas veces recuerdo que la señorita Jessica…
Hanna estaba mirando a la señora Bucket como si fuera una auténtica Medusa… implorándole discreción, me di cuenta. Pero yo no iba a perderme la oportunidad.
—¿La señorita Jessica? —pregunté—. ¿Quién era?
—La señora Bucket quiso decir la señorita Miriam. A ella le encantaban los bollos. ¿Recuerda usted, señora Bucket, cómo venía a la cocina cada vez que usted estaba horneando?
—Pero ella dijo la señorita Jessica —insistí.
—Es que a veces se confunde con los nombres, ¿no es así, señora Bucket? La señorita Jessica es ésta. A quienes les encantaban los bollos eran a la señorita Miriam y al señorito Xavier. Y no creo que los de la señora Cobbs les hagan sombra.
—A mis bollos nadie les hace sombra —declaró enfáticamente la señora Bucket.
—A mí me parecieron deliciosos —le aseguré, pero me quedé pensando por qué habría dicho Jessica.
Hannah se apresuró a preguntarme si me gustaría ver los establos. Le respondí que no, ya que se me acababa de ocurrir la idea de que, por más que mi intención fuera mantener en secreto mis visitas, alguno de los sirvientes hablaría sin duda, de modo que lo mejor era que me vieran lo menos posible. Ya me imaginaba la consternación de mi familia si se descubría que yo me había hecho amiga de Ben Henniker. Por rebelde que fuera, no dejaba yo de tener diecisiete años, es decir que aún era menor y en cierta medida tenía que obedecer órdenes. Por eso era mejor que, por el momento, mis visitas se mantuvieran en el mayor secreto posible, y para eso, cuanto menos gente me viera, mejor.
Les dije que había sido todo muy interesante, aseguré a la señora Bucket que estaba encantada de haberla conocido y, tras haberle agradecido a Hannah que me enseñara la casa, partí.
Sentí que me observaban mientras volvía a recorrer la entrada para coches y me alegré de llegar a la curva, aunque entonces corría el riesgo de que me vieran desde el camino, y pensé qué pasaría si en ese momento llegaban a aparecer Xavier o Miriam, o mis padres. Sin embargo, nada sucedió y regresé a Dower House sin que nadie advirtiera que había salido.
Me quedé pensando en lo que había dicho la señora Bucket sobre Jessica y los bollos, y me fui directamente al Desierto, a buscar la placa que había vuelto a clavar en la tierra, de manera que se viera el nombre: Jessica Clavering, Ju… 1880.
Ella debía ser la Jessica de quien había hablado la señora Bucket.
Durante todo el ardiente mes de agosto seguí yendo a Oakland Hall. No solamente los miércoles, porque Ben decía que a él le molestaba la regularidad. Le gustaba que sucedieran cosas inesperadas, de manera que me decía que fuera un lunes, o un sábado. A veces, era yo quien decía que había tal o cual fiesta en la iglesia o que teníamos algún otro compromiso, y que la familia me echaría de menos. Entonces combinábamos otra fecha.
Ben daba la impresión de estar mejorando, y se desplazaba con mayor facilidad con su muleta. Hacía bromas sobre su pierna postiza, apodándose Ben Pata de Palo, y decía que estaba seguro de arreglárselas tan bien con su pata de palo como la mayoría de la gente con piernas de carne y hueso. A veces me tomaba del brazo y juntos recorríamos la galería.
—Aquí tendría que haber retratos de familia —me dijo en una ocasión—. Dicen que para eso son las galerías. Pero la fealdad de mi cara no le agregaría mucho encanto.
—Para mí, es la cara más interesante que he visto —le aseguré.
La aludida cara se estremeció levemente ante mis palabras. Bajo el recio exterior de Ben se ocultaba un hombre muy sentimental.
Siempre hablaba mucho, pintándome nítidas imágenes de lo que había sido su vida. Me hacía ver con toda claridad las calles de Londres, y podía imaginármelo en ellas mientras sus ojos brillantes saltaban de un lado a otro, para descubrir la mejor manera de vender sus mercancías y poder dar en todo momento un paso más adelante que los demás. Con frecuencia me hablaba de su madre, y se mostraba entonces muy tierno. Era evidente que la había amado mucho.
—Ben, deberías haber tomado esposa —le dije en una ocasión.
—No soy de los que se casan fácilmente —me contestó—. Es curioso, pero nunca hubo nadie en el momento exacto. En la vida, el momento tiene mucha importancia. La oportunidad tiene que aparecer cuando uno está en situación de aprovecharla. No te diré que no haya habido mujeres porque sería mentir, y lo que queremos entre nosotros es la verdad, ¿no es así? Yo estaba con Lucy, digamos, durante un año más o menos y después, cuando ya empezaba a pensar que era hora de legalizar las cosas, sucedía algo que lo modificaba todo. Después aparecía Betty… muy buena muchacha, pero yo me daba cuenta de que con ella tampoco funcionaría.
—Pues podrías haber tenido hijos o hijas para llenar la galería.
—No es que no tenga alguno —sonrió burlonamente—. Por lo menos, ellos dicen que soy el padre… o empezaron a decirlo cuando comencé a enriquecerme.
—Tal vez habría sucedido lo mismo aunque fueras pobre.
—¿Quién puede saberlo?
Así transcurrían nuestras charlas.
También había establecido relaciones amistosas con el personal de servicio. La señora Bucket me había cobrado afecto; le gustaba saber cómo resolvía ciertas cosas la señora Cobb, y me sometía a minuciosos interrogatorios. Mientras me escuchaba, sacudía la cabeza con una sonrisita de superioridad, y yo estaba segura de que no le hacía justicia a la señora Cobb.
—El bueno de Jarman habría hecho bien en quedarse —me comentaba—. Fíjese usted lo que tiene: una cabaña llena de niños hasta rebosar, qué quiere usted que le diga. Para él hubiera sido mejor quedarse y esperar cinco años más; entonces habría tenido cinco bocas menos que alimentar.
Después de un tiempo, también Wilmot terminó por aceptar mis visitas a las dependencias del servicio. Para mí era indudable que, aunque me consideraba una Clavering, yo no era a sus ojos una auténtica Clavering de Oakland Hall, ya que no había nacido en la gran cámara abovedada donde habían visto por primera vez el mundo los demás Clavering, sino en tierra extranjera. Eso de alguna manera disminuía mi categoría, y por más que Wilmot me tratara con respeto, había cierta condescendencia en su actitud.
A mí me divertía, y para Bert también solía ser esto motivo de risa. Más de una vez me preguntaba yo cómo había podido soportar la monotonía de mi vida en la época en que no conocía a Ben.
Agosto se aproximaba a su fin cuando algo que dijo Ben me inquietó. Estábamos, como de costumbre, paseándonos por la galería, y era evidente que ya podía caminar con gran facilidad con sus muletas.
—Si esto sigue así —comentó—, el año próximo reanudaré mis viajes. Pero no será antes de Navidad —se apresuró a agregar, al advertir mi consternación—. Todavía tengo que practicar mucho.
—Va a ser tan aburrido esto sin ti —tartamudeé.
Ben me palmeó el brazo.
—Todavía falta mucho. Nadie sabe lo que puede pasar para Navidad.
—¿Y dónde irías? —le pregunté.
—Pues a mi propiedad, al norte de Sídney… no lejos de los yacimientos de ópalos, donde estoy seguro de que todavía se pueden hacer muchos hallazgos.
—¿Quieres decir que volverías a las minas?
—Lo llevo en la sangre.
—Pero, después de tu accidente…
—Bueno, no creo que volviera a salir con el pico; no me refería a eso. Mi socio y yo tenemos minas allá, y sabemos que pueden ser de gran rendimiento. Tenemos gente que trabaja para nosotros.
—Y en este momento, ¿qué sucede con aquello?
—Oh, está todo al cuidado del pavo real.
—¿Del pavo real?
Ben soltó la risa.
—Algún día tendrás que conocer a Peacock… el pavo real. El nombre le viene como anillo al dedo.
—¡Qué vanidoso debe ser!
—Oh, tiene muy buena opinión de sí mismo. Y fíjate que no digo que sea infundada. ¿Viste alguna vez plumas de pavo real, con ese azul inconfundible? Pues él tiene los ojos de ese color. Muy extraños, de un azul profundo y oscuro, ¡y si vieras cómo pueden echar chispas cuando Peacock se encoleriza! No hay en la Compañía un hombre que se atreva a hacerlo enojar… y eso puede ser muy útil. Yo estoy seguro de que él se hará cargo de todo mientras yo esté de viaje. Es más, si no fuera por Peacock no podría estar aquí ahora, ni debería. Tendría que haber regresado ya. Tú no tienes idea de cómo pueden descarrillar las cosas.
—Entonces, ¿Peacock es alguien en quien puedes confiar?
—Supongo que sí, dado lo íntimo de nuestra relación.
—Pero ¿quién es?
—Josslyn Madden. Todo el mundo le llama Joss, o si no, Peacock. Su madre fue muy amiga mía. Muy, muy amiga, realmente. Julia Madden… una mujer muy bella. No había un solo hombre en el campamento que no la deseara. Jock Madden era un pobre diablo que jamás debería haberse metido en lo que se metió… incapaz de llevar adelante un trabajo y de conservar una mujer. Julia y yo nos teníamos mucho afecto, y cuando llegó el pequeño Joss no nos quedó la menor duda. De todas maneras, el pobre Jock era incapaz de tener hijos.
—¿Quieres decir que el tal Peacock es tu hijo?
—Eso mismo —Ben comenzó a reírse—. Jamás olvidaré aquel día. Tenía él siete años. Por aquel entonces yo ya había construido la finca… unos cinco años antes, tal vez. Tenía pavos reales en el parque, y la casa también se llamaba Peacock. Julia solía venir a visitarme, y estaba pensando separarse de Jock para vivir conmigo. Pero un día, cuando regresaba a su casa, su caballo tropezó, la arrojó al caer y en la caída se mató. Jock volvió a casarse, con una mujer muy tiránica, a quien nadie quería, aunque escaseaban las mujeres. Por eso eligió a Jock, porque él no sabía decir que no. Lo atrapó, sin más. Al pequeño Peacock no le gustaba esa casa, de modo que empaquetó sus cosas y un día se me apareció en el parque, asustando a los pavos reales, muy seguro de sí mismo. Cuando lo llevaron donde yo estaba, me dijo: «Pues ahora me vengo a vivir aquí». Nada de preguntar si podía, ¡era una decisión! Así era Joss Madden a los siete años, y así sigue siendo. Cuando decide que quiere algo, será como él dice.
—Veo que le tienes afecto, Ben… y hasta lo admiras.
—Es mi hijo… mío y de Julia. Veo en él muchas cosas que son mías, y no hay nada que uno admire más en la gente que ver que se parecen a uno.
—Entonces, se quedó a vivir en tu casa, y es tan vanidoso que la gente empezó a llamarlo Peacock, el pavo real, y es insensible, y es tu hijo…
—Más o menos, es así.
—¿Es uno de ésos de quienes decías que empezaron a considerarte padre cuando te enriqueciste?
—A los siete años, no creo que entendiera mucho de riqueza. Creo más bien que, simplemente, aborrecía el hogar que tenía, y le gustaban los pavos reales. Les prestaba más atención a ellos que a mí; solía pasearse con ellos por el parque. Después empezaron a fascinarle los ópalos, especialmente los que tenían colores de pavo real. Se interesó en ellos desde el comienzo, y cuando Joss se interesa por algo, la cosa va en serio. Estoy seguro de que la propiedad está bien en sus manos; no tardará en ser capaz de administrarla sin mi ayuda.
Pero soy yo quien siente la necesidad de ir. A veces sueño que estoy allá… que bajo por el pozo… y bajo, y bajo, hasta las cámaras subterráneas… y me veo allí, con la vela, bajo un techo que es una constelación de piedras… bellísimos ópalos con luces verdes, rojas, doradas… y en medio de todos, otro Rayo Verde.
—Pero trae mala suerte, Ben —le recordé—. No quiero que te suceda nada malo. Eres rico, eres dueño de Oakland… ¿Qué te importa el Rayo Verde?
—¿Sabes cuál es una de las cosas más lindas que he encontrado desde que perdí el Rayo Verde? —me preguntó—. Pues eres tú.
Durante un rato, sin hablar, seguimos paseándonos por la galería, pero yo ya estaba sobre aviso y sabía que llegaría un momento en que él se iría.
A veces tenía la sensación de que no quedaba demasiado tiempo. Si Ben se iba, ya no tendría yo excusas para visitar Oakland Hall, y antes de que ese momento llegara había muchas cosas que quería saber.
Algo había aprendido sobre los ópalos y la forma en que se los arranca de la tierra. Tenía mi propia imagen mental de los campamentos que Ben me había descrito, y de la vida que la gente llevaba en ellos; podía imaginar la emoción de descubrir una piedra excepcional, pero también había aprendido otras cosas.
No había nada que a la señora Bucket le gustara tanto como verme entrar en la cocina, y yo jamás me olvidaba de hacerlo. Había descubierto lo poco que conocía a mi propia familia, y a menudo pensaba que Miriam, Xavier y mis padres parecían sombras que se movieran en una habitación apenas iluminada; una habitación donde las luces se habían amortiguado desde que, jugando, mi padre perdiera Oakland Hall.
El mayor placer de la señora Bucket era cocinar pequeñas golosinas para que yo las comparara con lo que servía en nuestra mesa la señora Cobb. Creo que se sentía un poco culpable de no haberse venido con nosotros a Dower House. Le gustaba hablar del pasado, y por ella supe que Xavier había sido un «muchachito brillante».
—Fíjese usted que en la época en que las cosas se pusieron difíciles era un excelente alumno. Y le gustaba lo que yo cocinaba. Y me hacía bromas, me ponía nombres —evocó, ronroneante, sacudiendo la cabeza—. Siempre respetuosamente, claro. Me decía que nadie era capaz de hacer cosas tan sabrosas como yo. Comía, comía muy bien. La señorita Miriam, a veces, era un poco rebelde. Cuando era pequeña, más de una vez la sorprendí robándome el azúcar. Tenía quince años cuando un día vino a decirme que tenían que irse de Oakland. Y estaba a punto de llorar, ese día… y yo también, no me cuesta confesarlo. Ahora, la señorita Jessica…
Se hizo un silencio profundo, que interrumpió Hannah, diciendo:
—¿Preparó usted los panecillos de pasas para el té, señora Bucket?
—¿Quién era Jessica? —pregunté.
La señora Bucket miró a Hannah y después estalló:
—¡No sé de qué sirve todo este ocultamiento! Esas cosas no se pueden callar eternamente.
—Dígame quién era Jessica —pedí imperiosamente, como una auténtica Clavering criada en Oakland Hall.
—Entre Miriam y Xavier hubo otra hija —explicó la señora Bucket, casi desafiante.
—¿Y se llamaba Jessica? —seguí preguntando.
Hannah inclinó ligeramente la cabeza en un gesto de asentimiento.
—¿Y por qué lo tienen tan secreto?
Nadie me contestó, y yo exclamé:
—Todo esto me parece una tontería.
—A su tiempo lo sabrá usted —dijo de pronto Hannah—. No nos corresponde a nosotras…
Miré con aire de súplica a la señora Bucket.
—Si ustedes lo saben, ¿por qué no puedo saberlo yo? ¿Qué pasó con Jessica?
—Murió —contestó la señora Bucket.
—¿Cuando era muy joven?
—Sucedió después de que se fueron de Oakland —me explicó Hannah—, así que no es mucho lo que sabemos de eso.
—Era mayor que Miriam, y Miriam tenía quince años cuando se fueron —calculé.
—Tendría unos diecisiete —dijo Hannah—, pero no nos corresponde… la señora Bucket no hubiese debido…
—En mi cocina yo hago lo que quiero —declaró la señora Bucket.
—Este no es asunto de cocina —protestó Hannah.
—Le agradeceré que no se ponga impertinente conmigo, Hannah Gooding.
Me di cuenta de que, con tal de no contarme nada, estaban a punto de empezar una pelea. Pero ya lo averiguaría; a eso estaba decidida.
Al salir de Oakland Hall me fui al cementerio, a mirar las tumbas. Entre ellas sólo había una de una tal Jessica Clavering, pero había muerto hacía más de cien años, a la avanzada edad de setenta.
Después me fui al Desierto. Allí estaba la tumba, con su placa donde se leía el nombre y la fecha: «Ju… 1880».
—Conque fue aquí donde te enterraron, Jessica —murmuré.