5
Rumbo a lo desconocido
Corría un dorado día de otoño cuando embarcamos en el Hermes, que habría de llevarnos al otro lado del mundo. Rápidamente, me di cuenta de que Joss era una persona de cierta importancia y que, como había sucedido con Ben, era conocido del capitán y de parte de la tripulación. Me contó que era frecuente que, cuando el barco llegaba a Sídney, esa clase de pasajeros fueran recibidos por algunos miembros de la Compañía, y que eso significaba que se tendrían con nosotros incontables pequeñas atenciones.
—Una de ellas —me explicó— es que nos hayan dado camarotes individuales, cosa que no les parece nada ortodoxa tratándose de una pareja de recién casados, pero estoy seguro de que tú te sentirás agradecidísima al saberlo.
—Así es.
Mi camarote era muy adecuado, y estaba junto al de Joss. Yo estaba encantada con el tabique que nos separaba.
Al principio, el tiempo fue malo, pero eso me permitió descubrir, con placer, que yo tenía buena pasta marinera. ¡Como él, por supuesto! Me habría resultado intolerable que Joss me aventajara en ese aspecto.
A bordo no había mucho que hacer, salvo dormir, comer, conversar y observar a nuestros compañeros de viaje. Naturalmente, Joss y yo debíamos pasar buena parte del tiempo juntos. En esos momentos, él me hablaba de la Compañía y de la vida en Australia, y yo tenía que admitir que me parecía fascinante.
Desayunábamos a las nueve y almorzábamos a las doce. Hubo una ocasión en que el barco cabeceaba y se sacudía muchísimo, y como abajo la atmósfera era sofocante, decidí que sería más agradable estar en cubierta, pese a la mala mar. Subí tambaleándome, sólo para descubrir que allí era poco menos que imposible mantenerse en pie. Las olas chocaban contra los costados del barco, que estaba a tal punto a merced de las aguas que, cuando la proa se elevaba hacia el cielo, parecía que jamás volvería a bajar; pasado un rato, se hundía tan profundamente que me hacía temer que nos diéramos la vuelta. El viento me arrancó la cofia y me echó atrás la caperuza, y el pelo se me desparramó de tal manera sobre la cara que no me dejaba ver. Yo lo encontraba regocijante.
Intenté caminar por el puente, pero no había contado con la fuerza del viento, que en un momento me levantó de cubierta. De pronto, algo me atrapó y me sostuvo: era Joss, que se reía de mí. Tenía las cejas cubiertas de espuma y el pelo desordenado alrededor de la cabeza. Parecía como si las orejas se le hubieran vuelto más puntiagudas.
—¿Qué te propones hacer? —me preguntó—. ¿Suicidarte? ¿No sabes que, con un tiempo como éste, es peligroso andar por cubierta?
—¿Y tú?
—Yo te vi subir y te seguí, porque me di cuenta de que serías lo bastante temeraria como para desafiar al viento.
Seguía sujetándome, y yo hice un esfuerzo por soltarme.
—Ahora ya estoy bien —declaré.
—Me permito discrepar.
El barco osciló y los dos caímos juntos contra la barandilla.
—¿Viste? —se mofó, su cara muy cerca de la mía.
—Me imagino que, una vez más, tengo que admitir que tú tienes razón.
—Habrá tantas, que no vale la pena que las cuentes.
—Tal vez algún día pueda yo dar vuelta a la tortilla.
—¡Quién sabe! A veces suceden milagros. Mira, allí contra ese mamparo, al abrigo de los botes salvavidas, hay un banco. Allí tendremos viento sin que nos sacuda tanto.
Pasó un brazo por el mío y me acercó más a él. Me dio la impresión de que esos contactos le daban placer, no porque los disfrutara físicamente, sino porque sabía que a mí me perturbaban.
Cuando nos sentamos, me rodeó con el brazo.
—Así es más seguro —me sonrió—. Es la única razón, palabra.
—Si por mi tontería el mar y el viento me hubieran arrastrado desde la cubierta, todo lo que ahora compartes conmigo habría sido tuyo, ¿no es verdad?
—Exactamente.
—Una consumación que deseas fervorosamente, supongo.
—Tal vez haya otras que deseo con más fervor aún. —Al oír sus palabras me aparté de él—. Prepárate, Jessica —continuó—, pues alguno de estos días tendrás que crecer.
—Parece que nunca puedes hablar conmigo sin intentar denigrarme, de una manera o de otra. ¿Qué interés puede tener para ti que yo alcance esa condición adulta?
—Es lo que estoy impaciente por descubrir.
—Aparentemente, piensas que tú deberías instruirme en el arte de crecer.
—Quizá sea ése el deber de un marido.
—Y cuando crezca…
—Ah, entonces veremos. No veo el momento de descubrirlo.
—Háblame de la Compañía y de la vida que llevaremos allá.
—Es algo que tendrás que experimentar tú misma. Estarás en el mismo corazón de la compañía de ópalos. En Fancy Town, todo el mundo trabaja en eso. Tú sabes que el pueblo se llama así por la corazonada que tuvo Desmond Dereham. Cuéntame lo que sentías por Ben. Sé que él te gustaba… te fascinaba, ¿no es verdad? Era un gran hombre, aunque hubiese echado a tu padre, poniéndole el rótulo de ladrón, y nos hubiese engañado a todos con la historia del Rayo Verde. Pero no le guardarás rencor por eso, me imagino. Una de las cosas que tendrás que aprender será a aceptar el código que rige nuestro comportamiento allá. Es algo a lo que tendrás que adaptarte. Ben no sentía remordimientos por haberse conducido con tu padre tal como lo hizo. Él se disponía a robar el Rayo Verde y abandonar a tu madre, a quien Ben siempre había tenido afecto… y cuando Ben le cobraba afecto a alguien, era auténtica devoción. Era jugador hasta la médula, como todos nosotros; si no lo fuéramos, no estaríamos allá. Es lo que pasa con los hombres que corren en pos del oro… o de los zafiros, ópalos o diamantes, lo que sea. La naturaleza les tiende trampas; es algo que se puede comparar con un juego de naipes. Mientras no le das vuelta, no sabes qué carta es la que te han dado; puede ser el as de picas o el de corazones… el amor y la muerte, dicen. Pero también puede ser el dos de tréboles, lo que no tendría mucho sentido. En la vida, mucho es cuestión de suerte, y yo siempre he pensado que es necesario creer en la suerte para tenerla.
Me habló de algunos hallazgos que se habían hecho en la mina. Me explicó que había trozos adheridos a maderas fósiles que estaban a su vez impregnadas de ópalo, pero no eran nada más que fragmentos, nada que se pudiera usar.
—A veces —contó—, es como un bocadillo. ¡Y qué bocadillo! Ahí, en medio, está el precioso bocado, y encima tienes la arenisca y debajo el polvo de ópalo. Es en medio donde está la carne. Pero éstos no son los terrones de los que te he estado hablando. Consisten en un montón de finos granos de arena, todos ellos adheridos… y en las rendijas hay como una insinuación de ópalo. Hay veces en que se puede extraer lo bastante como para hacer una piedrecita, pero el esfuerzo no vale la pena. Pero te digo una cosa… cuando uno se encuentra con eso, ya puede apostar a que no lejos de allí tropezará con lo realmente precioso. Puede ser polvo de ópalo o terrones, pero cuando lo encuentras siempre hay la esperanza de que, si puedes dar con el punto exacto, en alguna parte, en las inmediaciones, se encuentren las piedras preciosas, y no hay minero que no crea que lo que él va a encontrar será mejor que todo lo que haya visto la luz hasta ese momento.
Era fascinante oírlo hablar. En esos momentos parecía olvidar aquella necesidad de mostrarse superior a mí que, creía yo, tenía sus raíces en mi rechazo de él y en las condiciones en que yo había insistido antes de que nos casáramos. Cuando veía en él al director de la Compañía, al hombre que sabía de ópalos y que los amaba (como se hacía evidente cada vez que hablaba de ellos), veía yo un aspecto de su naturaleza que nada tenía que ver con el varón engreído cuya dignidad se había visto lesionada porque la mujer con quien lo habían obligado a casarse para no perder su fortuna, había insistido en que el matrimonio fuera, como decía él burlonamente, «nada más que nominal».
Así nos quedamos, pues, sentados mientras la tormenta rugía en torno de nosotros, y mientras le oía hablar de la vida hacia la cual nos dirigíamos, mis sentimientos hacia él cambiaron un poco. Ya me había dado cuenta de lo multifacético de su naturaleza, y comprendía que no debía permitir que el disgusto que me provocaba una de tales facetas me tapase la existencia de las demás.
Nuestra primera escala fue el puerto de Tenerife, y mientras estuvimos allí Joss me llevó a conocer la isla. Fuimos hasta Santa Cruz en un alegre cochecito tirado por dos burros, y Joss, que conocía muy bien el lugar, me explicó muchísimas cosas. El tiempo estaba agradablemente tibio, y yo me sentía tan eufórica que habría querido que el día fuera interminable. Admiré los hermosos colores de los arbustos en flor y la exuberancia del verdor por todas partes. Joss me enseñó las plantaciones de plátano y almorzamos en un pequeño restaurante con vista al mar, donde comimos potaje de berros y pescado —que según nos dijeron había sido sacado del mar aquella misma mañana— con una deliciosa salsa que llamaban mojo picón, exótica y excitante. Mientras estábamos mirando el mar, Joss me contó que, al llegar allí, los romanos habían observado que en esas islas había una población de perros mayor que en ningún otro país conocido, de manera que las llamaron Canarias, las Islas de los Perros. Los nativos eran los guanches, un pueblo salvaje que posteriormente fue sometido por los españoles.
Mientras comíamos, un grupo de jóvenes y de muchachas bailaron para nosotros algunas danzas locales. Entre ellos había también cantores. Nos gustaron mucho la isla y la folia, típicamente españolas según me explicó Joss, que parecía realmente encantado por mi asombro y mi deleite ante todo lo que veía, hasta el punto de que su complacencia en la superioridad de sus conocimientos no llegó a estropear mi placer.
Cuando tuvimos que volver al barco lo lamenté, y al hacernos de nuevo a la mar los dos nos apoyamos en la barandilla para ver cómo el imponente pico del Teide se perdía en la distancia.
Cuando llegamos a Ciudad del Cabo, Joss tenía varios asuntos que atender y sugirió que yo fuera con él a la casa de un hombre a quien tenía que ver. Me vendría bien, dijo, ahora que yo era accionista de la Compañía, aprender todo lo que me fuera posible acerca de ella.
Ciudad del Cabo es, sin duda, una de las ciudades más estupendamente situadas del mundo. Me quedé abrumada ante la magnificencia de la bahía, con la montaña de cumbre plana que destacaba a la luz del sol y las montañas de los Doce Apóstoles sirviéndole de fondo.
En un carruaje tirado por caballos subimos la pendiente que nos separaba de la casa del hombre a quien Joss tenía que ver. Era una casa deliciosa, de estilo colonial holandés, y entrar en sus habitaciones, de una frescura sorprendente, era como introducirse en una pintura holandesa. Había unos escalones de piedra que conducían a una terraza, en la que había una mesa con sillas dispuestas a su alrededor.
Mientras subíamos los escalones, Kurt van der Stel y su mujer salieron a recibirnos. Era evidente que les agradaba ver a Joss, que me presentó como su esposa, con la que se había casado recientemente en Inglaterra.
Grete van der Stel era una mujer sonrosada y regordeta, severamente vestida, que se afanó en servirnos vino —procedente de un viñedo cercano, según nos explicó— y pastas que ella misma había preparado.
Se sintieron profundamente apenados cuando Joss les habló de la muerte de Ben.
—Es triste pensar que jamás volveremos a verlo —dijo Grete.
—Desde el accidente, nunca había quedado del todo bien —explicó Joss.
—Es uno de los riesgos que corren los mineros —terció Kurt.
—Y una de las razones de que las personas como usted tengan que pagar tan altos precios por aquello por lo cual los mineros arriesgan la vida —respondió Joss.
Los Van der Stel hablaron largo rato de Ben, de su exuberancia, de su carácter imprevisible. Coincidían en que el mundo de los ópalos ya no sería lo mismo sin él.
Después, Grete me preguntó si me gustaría ver la casa, cosa que acepté encantada.
Era hermosísima aquella casa, con aquel ambiente de paz y orden que yo había adivinado al contemplar los atrayentes interiores de la escuela holandesa de pintura. Todo se veía limpio y cuidado con la más minuciosa pulcritud.
Grete me contó que hacía doscientos cincuenta años que su familia residía en Ciudad del Cabo.
—Es un lugar hermoso, y es nuestro hogar —me contó—. La vida está llena de azar. Hace casi doscientos cincuenta años, dos holandeses naufragaron aquí. Quedaron encantados con el lugar, como le sucede a todo el mundo… con el clima, las frutas, las flores… y se les ocurrió que sería posible establecer aquí una gran colonia. Cuando volvieron, fueron a la Compañía de las Indias Orientales y contaron su descubrimiento. Como resultado, la Compañía envió tres barcos, al mando de Jan van Riebech. Sus tripulantes se establecieron aquí, y vinieron más holandeses a reunírseles, y así se construyó la ciudad que ha sido nuestro hogar durante muchas generaciones.
Me quedé ante la ventana, mirando hacia el mar centelleante, de cuyas aguas se elevaba orgullosamente aquella montaña de cumbre tan plana que parecía realmente una mesa. Grete me llevó al jardín, donde una maravilla de arbustos florecían profusamente en torno a la construcción de una sola planta que servía de alojamiento a los sirvientes; después volvimos a la terraza, donde estaban sentados los dos hombres, teniendo ante sí los estuches que tantas veces había visto yo en manos de Ben. Estaban hablando de los ópalos que albergaban esos estuches.
Cuando Grete dijo que muy pronto se serviría el almuerzo, Joss cerró los estuches. Mientras lo hacía, oímos resonar cascos de caballos, abajo en el camino.
—Ahí está —dijo Kurt van der Stel.
—Pues me interesa verlo —declaró Joss—. Tal vez él pueda darme algunas noticias sobre lo que está sucediendo en Fancy.
Un hombre subió los escalones que conducían a la terraza y Joss se levantó para estrecharle la mano.
—Encantado de verte, David —saludó.
—Y yo a ti, Joss.
El recién llegado estrechó la mano a Kurt, mientras Joss me hacía adelantar un poco.
—Quiero presentarte a mi mujer.
El hombre casi no pudo ocultar su perplejidad.
—Jessica, te presento a David Croissant —dijo Joss.
Era un nombre que yo ya conocía. David Croissant, el comerciante que sabía más que ningún otro sobre la calidad de los ópalos. No era alto, y el pelo oscuro le descendía sobre la frente formando en el centro lo que se suele llamar «pico de viudo». Tenía ojos claros, que le daban un aspecto extraño dado su tipo general de moreno, y que, según advertí, estaban muy juntos.
—Supongo que no sabes lo de Ben —dijo Joss.
David Croissant lo miró sorprendido, y Joss le dio la noticia.
—¡Santo Dios, no tenía la menor idea! —exclamó David Croissant—. Ben… ¡el bueno de Ben!
—Todos lo echaremos mucho de menos —dijo Kurt.
—¡Qué mala suerte! —murmuró David Croissant—. Si todavía tuviera el Rayo Verde, uno pensaría que fue por eso. Nunca supe qué pasó con Desmond Dereham. Se borró por completo de la faz de la tierra. Supongo que se fue a algún lugar en el extranjero. Tal vez él consiga escapar de la mala suerte.
—¿Por qué él? —preguntó Grete.
—Hay quien dice que ésa es una piedra maligna, y si lo fuera, bien podría favorecer a quien la robó.
—¡Qué idea tan disparatada! —protestó Joss—. Me sorprende oírte a ti, David, un hombre de ópalos, diciendo semejantes tonterías. ¡Mala suerte! Por el amor del cielo, pongamos punto final a esta charla, que ningún provecho hará a los negocios.
Me dirigió una rápida mirada de advertencia, dándome a entender que no quería que hiciera yo mención del hecho de que el Rayo Verde no había sido robado. No entendí por qué, y me sentí resentida al pensar que se seguía acusando a mi padre de un robo que, en el peor de los casos, apenas si había intentado. Sin embargo, como no me sentía segura de mí misma, permanecí en silencio.
—Es verdad —dijo Kurt—. ¿Quién va a querer comprar ópalos, si se considera que traen mala suerte?
—¡Qué mala suerte ni buena suerte! —exclamó Joss, con vehemencia—. Todo eso son disparates. Hace muchísimo tiempo, los ópalos eran las piedras de la buena suerte, y después se descubrió que a veces eran quebradizas, y de ahí vino toda la historia de la mala suerte.
—Y ¿qué has traído hoy para mostrarnos, David? —preguntó Kurt.
—Ah… algunas piedras que os harán bailar de alegría —replicó el interpelado—. Una de ellas en particular.
—Bien, veámosla —le urgió Joss.
—Cuidado, que no es barata —advirtió David.
—Si es por eso, nadie espera que lo sea —respondió a su vez Joss.
Cuando vi el ópalo Arlequín entendí por primera vez, en realidad, la fascinación que podía emanar de una piedra. El nombre no podía estar mejor elegido, pues parecía como si múltiples colores cambiaran en la piedra mientras uno la miraba. De ella manaba una especie de alegría, tenía decididamente una calidad que hasta yo era capaz de reconocer.
—Tienes razón, es una belleza —admitió Joss.
—No conozco más que una piedra que pueda compararse con ésta.
—Y con eso volvemos al Rayo Verde —replicó Joss—. Con ésa es imposible que ninguna se compare.
—Claro que no. Pero ésta es soberbia.
—No me explico cómo no te asusta viajar con ella.
—No la enseño más que a gente que conozco, y la mantengo aparte de las demás. Y no pienso decirte a ti mis escondites secretos. ¿Cómo sé que no te convertirías súbitamente en ladrón?
—Es muy prudente de tu parte —admitió Joss, y me ofreció la piedra—. Mírala un poco, Jessica.
Al sostenerla en la palma de la mano, sentí que se me haría difícil devolverla.
—¿Ves qué belleza? —me señaló ansiosamente Joss—. No tiene la menor falla. Fíjate en esos colores, y ese tamaño.
—No la alabes demasiado, Joss, que estás subiendo el precio —advirtió Kurt—. Ahora tendré que regatear por ella. Seguramente no podré hacer frente al precio.
—Tengo otras que también te gustarán, Kurt —ofreció David Croissant—. Pero primero guardaré el Arlequín, para que todas las demás no queden en desventaja.
Yo seguía hipnotizada por la piedra que tenía en la mano.
—Mira, tu esposa no quiere separarse de ella —dijo David.
—Es que ya empieza a entender de ópalos, ¿no es verdad, Jessica?
—Soy muy ignorante —confesé mientras devolvía la piedra a David—, pero por lo menos me doy cuenta de que es algo de lo cual no sé nada.
—Y ésa es la primera lección, que ya tienes dominada —señaló Joss.
Estuvimos mirando los otros ópalos mientras David Croissant abría uno tras otro los estuches y Joss me iba explicando las características de cada piedra.
De pronto, sobresaltado, miró a su reloj.
—Tenemos que irnos, si no queremos perder el barco. Te veré en Australia, David. Supongo que no tardarás en regresar.
—Tan pronto como pueda. Tengo que hacer una o dos visitas, y volveré en el próximo barco.
Después nos despedimos y, en el coche de caballos que nos había estado esperando, regresamos a bordo.
Hubo largos días de mar calma en la que el barco apenas si parecía moverse. Yo me sentaba con Joss en cubierta y hablábamos de mil cosas inconexas, mientras bebíamos algo fresco. Fueron días que tenían un algo que hacía pensar, erróneamente, que las cosas seguirían siendo así siempre. De vez en cuando se veía un cardumen de marsopas o delfines que jugueteaban en el agua, o los peces voladores se elevaban desde las profundidades azules para centellear sobre la superficie. Una vez, un albatros siguió durante tres días al barco, y nos recostábamos en nuestras sillas para admirar la gracia infinita y la enorme fuerza de aquellas alas de tres metros y medio de envergadura que se cernían sobre nosotros.
Hasta mi deseo de descubrir la verdad sobre la desaparición de mi padre había disminuido. Eso era la paz, y me preguntaba yo si Joss también la sentiría.
Nos quedábamos en cubierta hasta la puesta del sol, alrededor de las siete de la tarde, y era fascinante experimentar los rápidos cambios del crepúsculo. Qué diferente era de Inglaterra, donde una luz tenue se demora en el cielo largo rato después de que el sol se ha puesto. Aquí, el día era resplandeciente hasta que la gran bola de fuego que nos bañaba con su calor se hundía en el mar, y entonces la oscuridad era casi inmediata.
Las puestas de sol eran soberbias. Una noche, Joss anunció:
—En aguas como éstas es donde se puede ver el rayo verde.
Desde entonces, todas las noches nos sentábamos en el puente, con la esperanza de tener un atisbo de él.
—Para eso, todo tiene que ser perfecto —explicó Joss—. Cielo sin nubes, mar quieta, todos los detalles tienen que coincidir.
—¿Será esta noche? —preguntaba yo cada vez que nos instalábamos a esperar.
—¿Quién puede decirlo? —respondía Joss—. Uno se sienta a esperar a un visitante de importancia. Si llega y no estás dedicándole tu atención en la forma más completa, se te escapará. No olvides que es apenas un destello, y vuelve a desaparecer. Un parpadeo puede ser bastante para que no lo veas.
Ya se nos había convertido en un fetiche. Naturalmente, Joss lo había visto, pero una sola vez, admitió.
—Aunque muchas veces he estado en situación de poderlo ver —me contó—, sólo en una ocasión tuve ese honor.
De manera que todas las tardes, hacia la puesta del sol, observábamos, pero nuestra espera era en vano. El fenómeno natural era tan evasivo como lo indicaba su nombre.
Estábamos en cubierta en el momento en que el barco entraba en Bombay, y ante nosotros se extendía un panorama estupendo de islas montañosas, mientras hacia el este oscilaban suavemente las palmeras y se elevaban los picos de los Ghates Occidentales. Estábamos ante la puerta de la India.
Joss y yo pasamos una mañana de alegre regocijo, en un medio exótico tal como yo jamás lo había visto. Las mujeres eran hermosas, con sus saris de brillantes colores, pero el contraste entre ellas y las multitudes de mendigos que nos rodeaban era abrumador, y nuestro placer no podía eludir la depresión provocada por aquel horror. Empezamos por dar a los mendigos, pero cuanto más les dábamos más se reunían en torno de nosotros, hasta que finalmente tuvimos que hacer caso omiso de los grandes ojos suplicantes y de las manos tendidas.
Nos detuvimos a observar a un grupo de mujeres que lavaban ropa en el río, pero la presencia de los mendigos nos obligó a volver a nuestro abigarrado cochecito tirado por mulas y alejarnos. Sin embargo, yo no conseguía sacármelos de la cabeza.
Nos llevaron a un mercado donde había puestos de las mercaderías más variadas, atendidos por locuaces vendedores ansiosos de colocar su mercancía. Había alfombras hermosísimas y objetos de todas clases, tallados en madera, marfil y bronce que nos tenían fascinados.
Uno de los vendedores clavó en nosotros sus brillantes ojos negros.
—¿Un pequeño presente? —sugirió—. De amor… y para que traiga buena suerte.
—Se quedará muy decepcionado si no nos llevamos nada —murmuró Joss al verme vacilar.
—La señora, mucha suerte —dijo el vendedor—. Es un amuleto de marfil. La diosa de la buena fortuna… un talismán contra el mal.
—Pues te lo compraré —le dije a Joss—. Es muy posible que lo necesites… ahora que el Rayo Verde es de tu propiedad.
—Es tuyo también, en parte, y para demostrarte que no creo en la mala suerte, te compraré esa seda de color cereza, para que te hagas un vestido.
Hicimos nuestras compras no sin algo de regateo, porque Joss dijo que el comerciante se sentiría muy sorprendido si no le pidiéramos alguna rebaja.
Mientras nos alejábamos, tenía yo la sensación de que ese incidente significaba de algún modo que nuestra relación empezaba a cambiar.
Durante el ligero almuerzo, pregunté a Joss por qué había dejado que David Croissant continuara creyendo que el Rayo Verde seguía sin aparecer, y que era mi padre quien lo había robado.
—Siempre se han hecho miles de conjeturas sobre esa piedra —me explicó Joss—, y David es muy charlatán. No quiero que se ande hablando del Rayo Verde mientras yo no lo tenga a buen recaudo. Creo que es lo más prudente.
Sobre ese punto, sentí que no podía discutir con él.
Después del almuerzo fuimos en el cochecito hasta la imponente torre Rabajai, construida en el siglo XIV, y subimos la colina de Malabar hasta llegar a Malabar Point. Nos detuvimos junto a la Torre del Silencio, que, según nos explicó el conductor, era el lugar donde, siguiendo su tradición religiosa, los parsis dejaban sus muertos, abandonando sus cuerpos al sol, al tiempo y a las aves rapaces.
—Allí no se deja entrar a las mujeres —nos explicó.
—¿Por qué? —quise saber yo—. ¿Por qué excluirlas?
Con su inglés limitado, el conductor no me entendía, pero Joss me explicó:
—Son el sexo inferior, ¿sabes?
—¡Qué absurdo! —protesté furiosa.
Entonces me di cuenta de que le complacía verme indignada, y de que el cambio que había creído yo detectar en nuestras relaciones se había evaporado. Estábamos de nuevo en el punto de partida.
A medida que nos aproximábamos al término de nuestro viaje, se interpuso entre nosotros cierta cortedad. Con frecuencia, Joss se mostraba pensativo, y una o dos veces sorprendí su mirada clavada atentamente en mí.
Seguimos sentándonos juntos en cubierta por las tardes, para ver la puesta del sol. Nos quedábamos en silencio, mirando cómo la gran bola de fuego descendía lentamente hacia el horizonte.
Cuando hablábamos, mencionábamos con frecuencia a Ben. Joss solía repetir palabras y expresiones de él. Era obvio que la influencia de Ben había sido importante en toda su vida.
—¿Crees tú que algún día veremos el verdadero rayo verde? —preguntaba yo.
—Tal vez, aunque no nos queda mucho tiempo. Tendrás que esperar el momento. Creo que hay gente que se imagina haberlo visto.
—¿Eres tú uno de ellos?
—No. Soy demasiado práctico para soñar despierto.
—Tal vez fuera mejor que lo hicieras.
—¿Por qué ha de querer nadie entregarse a sus fantasías, cuando tiene la realidad que lo rodea?
—Es una prueba de imaginación.
Soltó la carcajada. Yo sabía que le divertía reírse de mí, demostrarme que era joven, que me faltaba experiencia de la vida y era además un poco tonta.
—Ben solía decir que a veces el amor viene rápidamente, en un destello —me dijo en una ocasión—, pero que hay que saber reconocerlo como auténtico. Hay muchísima gente que, como desea encontrarlo, cree que lo ha encontrado. Es lo mismo que pasa con el rayo verde. Como quisieran verlo, en su delirio se convencen de que lo han visto.
—Te aseguro que yo no tengo ninguna tendencia al delirio.
—Mira el sol —prosiguió—. Esta tarde, el cielo tiene coloraciones de ópalo. Mira ese toque de amarillo allá… junto al azul. Una vez, encontré un ópalo de esos mismos colores. Lo llamábamos la Vellorita, porque a alguien se le ocurrió que le veía la forma de la flor. En media hora más, el sol estará ocultándose. ¿Quién sabe? Tal vez hoy lo veamos. Hoy es una noche para el rayo verde.
Seguimos allí, observando.
—Puede ser en cualquier momento —anunció Joss—. ¡Mira cómo brilla! Es como si quisiera cegarlo a uno, de manera que no pueda verlo. Ten cuidado, no vayas a parpadear.
La gran bola de fuego que se apoyaba en el horizonte empezó a hundirse en las aguas; ya no se veía más que la mitad, después fue menos y luego, apenas un delgado borde rojo.
—¡Ahora! —susurró Joss, y se oyó una inspiración rápida que era un signo de decepción, porque el sol había desaparecido por debajo del horizonte sin que hubiéramos visto el rayo verde.