IV A los trabajadores

Lo que quiere la monarquía española es que las masas trabajadoras, en el taller en el campo, produzcan lo más posible para las clases privilegiadas y se contenten con lo que éstas quieran darles, viendo en perpetuo silencio, cohibidas por el terror. Cada vez que los obreros formulan una protesta, los sostenedores de la monarquía creen llegado ya el momento del temido «reparto» y apelan a la represión brutal, con gran contento de los ignorantes.

La España de Alfonso XIII es el país donde más se habla del peligro comunista para asustar a los burgueses, y tal vez el menos amenazado de tal peligro en toda la tierra.

Primeramente, el proletariado industrial es en España una minoría, en relación con las masas enormes que trabajan los campos. Dentro de dicho obrerismo industrial, los comunistas resultan inferiores en número, comparados con otros grupos revolucionarios que siguen fíeles las doctrinas del anarquismo. Por encima de comunistas y anarquistas están las organizaciones obreras, más numerosas y conscientes, que sin dejar de ser radicales actúan con un oportunismo cuerdo dentro de la vida del Estado. Así es la Unión General de Trabajadores y así serán otras organizaciones proletarias dentro de la República. Esta representa una vida de legalidad, inflexiblemente respetuosa con los derechos de las clases productoras e inflexible igualmente en la aplicación de la justicia para castigar violencias.

Pero a la monarquía le conviene que una burguesía iletrada, capaz de llegar en su miedo a las mayores ferocidades, ignore la verdadera constitución de la masa obrera española, y apoyándose en su incultura supina, que desconoce la irreductible oposición existente entre la Tercera Internacional, los anarquistas y los socialistas, siempre que surja un conflicto, englobe a los trabajadores sin excepción, viendo en todos ellos combatientes de la revolución roja, y los venerables presidentes de círculos católicos y adoraciones nocturnas puedan gritar para servir a Alfonso XIII:

—Nada de distingos… Todos son unos. ¡Duro con ellos!

El trabajador que no calla y se niega a la resignación es un enemigo del orden y de la patria. La mayor parte de las perturbaciones sociales ocurridas en España fueron obra directa o indirecta de los Gobiernos de la monarquía. La anormal situación de Cataluña, durante los últimos años, puede resumirse en un doble movimiento semejante al de la balanza cuyos platillos suben o bajan según cambian las pesas de sitio.

La burguesía industrial catalana fue nacionalista, y continúa siéndolo, a pesar de los tránsfugas que por vanidad política o conveniencia individual sirven ahora a Alfonso XIII. Cuando este nacionalismo catalán adquiría grandes vuelos, el Gobierno de Madrid azuzaba, con toda clase de tretas, los rencores del proletariado contra los patronos, para que estos últimos se aterrasen buscando el amparo de la monarquía. Apenas los industriales, asustados y contritos, se refugiaban en los brazos protectores del poder central, la generosidad de los ministros de Alfonso XIII no conocía límites y los patronos recibían en pago de su «patriotismo» la destrucción de las organizaciones sindicalistas, el apoyo absoluto de la fuerza pública para toda clase de atrocidades. Como en la actualidad una parte mínima de la burguesía catalanista se ha hecho monárquica y sostenedora del Directorio, se dedica a proceder a la vez contra las organizaciones obreras que pretenden mantener su independencia y contra sus antiguos hermanos los nacionalistas catalanes, de espíritu liberal y progresivo, refractarios a transigir con la tiranía militarista.

El problema obrero en España es por el momento un asunto de justicia social, de comprensión de los tiempos modernos, de respeto a las organizaciones, de equidad por parte de los gobernantes en la resolución de los conflictos que surjan entre el capital y el trabajo. Esto puede hacerlo una República: jamás lo hará un Borbón.

Sería absurdo esperar que la República española resuelva las cuestiones sociales en veinticuatro horas. Ni en veinticuatro meses ni en veinticuatro años llegará a realizar esta labor completamente.

Los pueblos más adelantados de la tierra, que llevan sobre nosotros la ventaja de un siglo de progreso, no han conseguido aún soluciones definitivas en dicha materia. Es una obra de evolución, de educación, de espíritu de justicia, que irá avanzando a medida que se sucedan los años, desenvolviéndose el altruismo social y la mentalidad de las nuevas generaciones. Pero si la República establece en España las grandes reformas sociales implantadas ya en otros países, y cuya eficacia está demostrada prácticamente, habrá hecho más en poco tiempo por el bienestar y la dignidad de los trabajadores que la monarquía en siglos y siglos.

Además, la República española no teme a los obreros ni los mantendrá alejados de su Gobierno, como lo hacen Alfonso XIII y sus hombres, para los cuales no hay más obreros que los de los Sindicatos católicos. Al que se ama no se le teme, y la República ama a los trabajadores.

Todas las organizaciones obreras serán consultadas por la República y colaborarán con ella para una legislación del trabajo. Desde el primer momento, un programa mínimo, inspirado en los ejemplos que ofrecen los pueblos más progresivos, será implantado en España, amplificándose después según lo vaya permitiendo el desarrollo de la nueva República, pues esta habrá de hacer frente a los ataques traidores de los partidarios del pasado.

A nadie en pleno uso de su inteligencia se le ocurrirá que el pueblo español, ignorante por culpa de sus reyes, y que aún tiene en campos y montañas defensores de la monarquía absoluta y de la Inquisición, puede lanzarse desde los primeros momentos de su República a implantar reformas extremísimas, nunca ensayadas por ningún otro país en el curso de la historia, o intentadas con ruidosos fracasos. Nosotros debemos limitarnos a imitar lo que hayan experimentado ya pueblos más fuertes y adelantados, que llevan sobre España el avance de un siglo.

Además, un pueblo no es una cobaya, un conejito de Indias, de los que emplean los sabios en sus laboratorios para hacer descubrimientos útiles a la humanidad. Los más de estos animalillos mueren cuando el experimento no obtiene resultado, y sólo cuesta el reemplazarlos unas pesetas, pero la vida de todo un pueblo es difícil de rehacer y los ilusos que la perturban con ensayos audaces y sin precedentes no tienen derecho a salir del mal paso derramando unas cuantas lágrimas y gimiendo: «Me equivoqué».

Venga con nosotros la audacia contra un pasado nocivo, y adoptemos sin temor todo lo nuevo, lo grande, lo beneficioso y justo que existe en otras naciones y lleva años de ordenado funcionamiento, estando garantizado por la experiencia. En cuanto a ciertos ensayos generosos, pero inciertos, pueden intentarlos las naciones que marchan a la vanguardia del progreso humano, y si obtienen un éxito completo en el porvenir, ya los copiaremos nosotros o nuestros hijos.

En las masas obreras de España hay un espíritu de justicia, una visión de la realidad que no sospechan sus enemigos. Las persecuciones de que han sido objeto en tiempos del rey actual, las cacerías a que las han sometido los gobernantes, representan una provechosa lección, y todo trabajador bien equilibrado, que no quiera servir de autómata a sugestiones ocultas o anónimas, debe reconocer que vale más para su clase una República donde las Sociedades obreras gocen todas las libertades legales y donde la escuela prepare a las futuras generaciones para la verdadera conquista del poder, que la monarquía de Alfonso XIII, con asesinos como Martínez Anido y fantoches habladores como Primo de Rivera, que sólo respetan el obrerismo cuando está dirigido por los jesuitas.

Si existe en España un peligro comunista es en los campos. La monarquía española, siguiendo las huellas de su maestro el zarismo ruso, cultiva inconscientemente el llamado «peligro rojo». La distribución de la propiedad de la tierra en algunas provincias españolas es idéntica a la estructura agraria de Rusia en tiempos de su imperio.

En todo el siglo XIX y lo que va del presente, rara vez ha transcurrido una década sin que en los campos de Andalucía dejen de sonar las voces coléricas o dolorosas de los campesinos, protestando contra una existencia a estilo medieval. Pero los Gobiernos monárquicos, cuando ven en peligro las cosechas o temen una explosión de rebeldía, inundan las zonas peligrosas de guardia civil, y dan con esto por resuelto el problema.

Los reyes de España sólo piensan en el empleo de la fuerza para resolver momentáneamente los conflictos; jamás intentan darles fin con una solución legal. Los hombres de la monarquía son incapaces de implantar una reforma agraria como las que han realizado las naciones de la Europa del Centro. Los gobernantes de estos pueblos se convencieron de que las bayonetas serian incapaces de contener la avalancha comunista y expropiaron mediante indemnización a los grandes terratenientes, para repartir sus dominios entre los campesinos. Ahora los pequeños propietarios nacidos de esta gran reforma constituyen en dichos países la base más firme de la democracia.

Es indudable que en Rusia la revolución comunista no habría vencido al Gobierno republicano de la Asamblea Constituyente sin la fuerza que le proporcionó la muchedumbre de los campos, deseosa de poseer la tierra. La Revolución francesa ha acabado por triunfar, después de un siglo de alternativas, porque repartió oportunamente la tierra, monopolizada por la antigua nobleza, entre numerosos millones de pequeños propietarios.

Ni en Francia ni en los pueblos de la Europa central que hicieron la reforma agraria podrá triunfar nunca el bolchevismo. Las doctrinas comunistas contradicen los intereses del pequeño propietario. Este defiende la democracia porque la democracia lo creó como clase social. La aspiración de una República democrática no es suprimir la propiedad; muy al contrario, lo que desean las Repúblicas es aumentar indefinidamente el número de los propietarios, por pequeños que estos sean, considerando que todo hombre tiene derecho a la propiedad.

El ideal de las democracias no es agachar a los hombres, pasando una guadaña segadora sobre ellos para que todos queden al mismo nivel. A lo que aspira es a elevarlos, dándoles toda clase de medios para que suban según sus fuerzas. Es indiscutible que la propiedad puede reformarse, y debe reformarse cuando resulte necesario. En el curso de la historia no se ha hecho otra cosa, y son abundantes sus transformaciones hasta el presente. Pero esto no significa que la República considere necesaria su absoluta supresión. El derecho de propiedad es uno de los derechos del hombre, y por pequeña que sea la propiedad contribuye a la independencia del ciudadano.

Conociendo el peligro que representa la organización territorial de ciertas regiones de España, dedicará la República desde el primer día su acción a la reforma agraria. No debe perdurar en nuestros campos la vergonzosa desigualdad actual, después de un siglo de liberalismo y desamortización, que ha pasado sin dejar huella sobre ciertas regiones de España.

En dichas regiones todo está lo mismo que en la época de Carlos III. La encuesta que sirvió de base a la ley agraria de entonces parece ser todavía un documento del presente. Los males del siglo XVIII continúan aquejándonos en idénticas proporciones. El absentismo de los propietarios tiene ya un carácter crónico. En determinadas comarcas, grandes masas de tierra llevan siglos sin cultivo, mientras en otras regiones adquieren pequeñas parcelas un precio de arrendamiento superior a lo que producen; mal que ya señalaban los reformadores de dicho reinado.

Los subarriendos persisten hoy como entonces. El señorito se desentiende de las pequeñas molestias de tratar con los colonos, y un intermediario se encarga de esta función, procurándose una segunda renta. Los jornales, además de resultar exiguos, sólo se ofrecen en determinadas épocas del año, y no pueden sostener a una población agrícola cuya pobreza moral y agotamiento físico son proverbiales en toda Europa.

Los latifundios españoles, igual a los de la Prusia oriental y de la Rusia prerrevolucionaria, resultan numerosos en las provincias andaluzas, en Extremadura, Salamanca y otras regiones. La situación puede resumirse diciendo que cuatro quintas partes de la tierra de España se hallan en manos de una quinta parte de la población.

La reforma agraria no es solamente una medida de profilaxis y justicia sociales; constituye además la base de la grandeza económica de España en lo futuro, y guarda una fuente de recursos, insospechados hasta ahora por la Hacienda.

Habrá menos toros para las corridas, pero miles y miles de españoles que viven ahora como mendigos podrán cultivar la tierra, encontrando más abundante su pan.

La parcelación de las grandes propiedades creará una masa de pequeños propietarios, defensores de la República contra la reacción y contra el bolchevismo.

Los propietarios actuales del suelo, al ser expropiados de él, recibirán una indemnización en títulos cotizables, como se ha hecho en otros países, y el resultado de dicha reforma, al aumentar el valor de una parte considerable del suelo nacional, representará una nueva movilización de la riqueza y proporcionará capitales a obras de interés público que mencionaré más adelante.