III A los contribuyentes

Temerosa la monarquía de que la derrumben, hace continuos llamamientos a los «elementos de orden», especialmente a los propietarios y a los tenedores de valores públicos. Le conviene difundir la especie de que desapareciendo el rey, los elementos que viven al calor del presupuesto perderán la seguridad y tranquilidad que ahora disfrutan.

Esto resulta una mentira más de las propagadas por la monarquía. La verdad es todo lo contrario, pues sólo la República española puede salvar a los rentistas de la inmediata ruina que les amenaza.

Una nación únicamente puede soportar la existencia de los rentistas mientras los gastos correspondientes al servicio de la deuda pública no sobrepasan la debida proporción con los ingresos. Cuando se rebasa ese límite y los intereses dedicados a la deuda nacional amenazan con devorar los ingresos necesarios para el pago de otras atenciones imprescindibles en la vida de un Estado, la Hacienda procura solucionar el problema buscando nuevos medios pecuniarios que le permitan satisfacer las necesidades públicas. Estos medios son dos: aumento de las contribuciones e impuestos, y aumento de la circulación fiduciaria.

Ambas soluciones las está empleando ahora la monarquía, y la clase media sufre sus consecuencias más que el resto de la nación. El aumento de los impuestos gravita especialmente sobre las pequeñas rentas, por ser el régimen monárquico un régimen de favoritismo que dedica su protección a los grandes poseedores, para que le apoyen con su influencia. El resultado inmediato del aumento de las contribuciones y los impuestos sobre el consumo es una subida del precio de las cosas, y la clase rentista, que ha visto reducirse la cuantía de sus recursos por el aumento de los impuestos que gravan sus valores, ve disminuir a la vez el poder de compra de las rentas que percibe, a causa del acrecentamiento del costo general de la vida.

Los industriales, los comerciantes y los obreros disponen para defenderse de armas económicas que faltan a los rentistas y a los que ejercen una profesión liberal. Industriales y comerciantes pueden aumentar sus precios según aumenta la carestía de la vida; los obreros exigen mayores salarios para que sean proporcionados al aumento de los artículos alimenticios.

El rentista no tiene estos medios defensivos y ve descender su situación rápidamente. Las rentas que hace pocos años le permitían vivir con desahogo no le bastan ahora para las necesidades más elementales de su existencia.

El empleado, el médico, el abogado, etc., cuyos sueldos y honorarios no están sujetos a la ley de la oferta y la demanda, siempre llegan tarde en sus reclamaciones. Cuando consiguen elevar sus ingresos, un nuevo aumento del costo de la vida los ha hecho ya ilusorios.

Por otra parte, las clases más elevadas de la sociedad se ven en la obligación de restringir sus gastos, y los artistas, que viven de lo que les sobra a aquéllas —por ser las artes generalmente un artículo de lujo—, tocan igualmente las consecuencias del nuevo estado de cosas.

Una Hacienda republicana, inspirada verdaderamente en el interés del país, puede solucionar esta mala situación haciendo economías, aminorando considerablemente los gastos. La monarquía española no puede economizar, y, por el contrario, aumenta todos los años su despilfarro.

Los malos gobiernos, cuando se hallan en apuro, acuden al socorrido expediente de forzar la máquina productora de billetes, pero esta inflación ficticia, este remedio pasajero, conduce a la depreciación de la moneda, a la subida enorme de los precios, a la carestía de la vida.

Hay que fijarse (aunque la materia resulte algo árida) en el desastre económico de nuestra patria durante los últimos años, o sea desde que al eterno niño que aguanta España en el trono, cansado de vestirse de payaso para jugar al polo y de correr en automóvil, se le ocurrió echarlas de general metiéndonos en la terrible e inútil aventura de Marruecos.

En los primeros años del siglo XX los presupuestos se saldaban con superávit, gracias a la enérgica reforma realizada por Villaverde, poco después del desastre colonial. A partir de 1909 empiezan a conocer el déficit y éste se convierte en una enfermedad crónica, que tendrá fatal desenlace si la situación presente continua. Dos grandes empréstitos fueron necesarios en 1917 y 1919 para enjugar la deuda flotante en circulación, pero la persistencia del déficit —gracias a Alfonso XIII y la estúpida aventura de Marruecos— ha hecho necesaria una continua emisión de bonos del Tesoro, hasta alcanzar la deuda flotante la cantidad fabulosa de 4325 millones de pesetas. La deuda pública desde 1910, o sea en catorce años, ha aumentado cerca de 7000 millones de pesetas, y este aumento se debe principalmente a los gastos enormes de la campaña de Marruecos, empresa favorecedora de robos y despilfarros.

La deuda de España es desproporcionada con los medios de que dispone la Hacienda española. En un presupuesto que no alcanza a 3000 millones, más de 730 millones están destinados a pago de intereses de la deuda. Si a este pago de intereses se añade lo mucho que cuesta la guerra en Marruecos, sólo queda una exigua cantidad de millones para atender a las otras obligaciones del Estado.

La ruina nacional nos espera en un porvenir no lejano si continúa el régimen monárquico. La deuda seguirá avanzando progresivamente mientras no abandonemos Marruecos. Y a tal abandono se opone Alfonso XIII, que ha convertido en cruzada religiosa una simple acción de protectorado, excitando el sentimiento musulmán de los marroquíes. Éstos consideran guerra santa la guerra contra nuestro desgraciado país, incapaz de respetar por su educación monárquica las creencias de los otros hombres como las han respetado siempre Francia, Inglaterra y Holanda en sus colonias.

Se oponen también el militarismo español (militarismo no es lo mismo que ejército), y un generalato superior en número al que tenía el imperio alemán de Guillermo II cuando peleó contra el mundo entero.

La solución que pretende Primo de Rivera al establecer una nueva línea y mantenerse a la defensiva no aminorara en un céntimo los gastos de esta lucha infructuosa y antipática. Los técnicos militares que conocen a fondo el problema marroquí consideran que la línea ideada por Primo de Rivera es más extensa que la anterior, y exige fuerzas más considerables para su defensa.

Este general invicto y su protector y cómplice Alfonso XIII, después de haber enriquecido a los moros con el dinero del pueblo español, de haberlos pertrechado a la moderna, regalándoles miles y miles de fusiles de tiro rápido, y haberlos envalentonado con las derrotas preparadas por su ineptitud y su pedantería, creen que la nueva línea podrá contener a Abd-el-Krim y sus listos cabileños, los cuales ven el mejor de los negocios en hacer la guerra a la España monárquica, y que esta persiste en mantenerse sobre el teatro de sus derrotas.

El Directorio ha hablado de economías, pero todas resultan charla huera, digna de Miguelito. Sus únicas reformas visibles representan pérdidas cuantiosas de dinero. Como una habilidad diplomática y para que no se considere internacionalmente al rey y a sus colaboradores con el desprecio que merecen, han eximido los hombres del Directorio a las sociedades industriales y bancarias extranjeras de la obligación que tenían de presentar las declaraciones de capital que sirven de base a su tributación. Agradecidos, además, al apoyo que les proporcionan las comunidades religiosas, las han liberado de pagar contribuciones.

No queda otro recurso económico a la monarquía para sostenerse que emitir nuevas obligaciones del Tesoro y aumentar la circulación de billetes, sostén semejante al de la cuerda que mantiene al ahorcado. En los últimos meses, esta circulación ha ido aumentando de un modo alarmante. A ello se debe la depreciación de nuestra moneda, depreciación que no comprenden los extranjeros cuando España ha ganado 12 000 millones oro durante la guerra europea, y en los años siguientes al armisticio nadaba en la abundancia. Consecuencia del despilfarro monárquico y militarista es la carestía presente, y si no termina pronto la estúpida empresa de Marruecos, echando abajo al actual régimen, los rentistas y los empleados pueden prepararse a llevar una vida de ayunos y mortificaciones como los de algunos países del centro de Europa, arruinados por la guerra.

Hoy España es el país más caro del mundo. Mientras en muchas naciones se inicia una baja importante en los productos alimenticios, ocurre lo contrario en nuestro país y los artículos indispensables para la vida suben de precio incesantemente. Ésta es la verdad; pero como la monarquía no puede rebatirla, acude a sus habituales argumentos fabricados para estúpidos, y encarga su difusión a escritores venales o a periodistas vanidosos que se consideran grandes personajes nacidos providencialmente para salvar al rey.

Todos los que hacemos ver la obra nefasta de la monarquía somos enemigos de la patria; a nuestras críticas justas sólo saben contestar con la tenacidad imbécil del loro: «¡Viva España!». Como si no fuesen ellos los que matan a España. Además fomentan el miedo, asustan a los «elementos de orden» con el monigote del terrorismo rojo —que les hace reír a ellos cuando están a solas—, para que de este modo corran a cobijarse bajo la bandera de la monarquía, único refugio que en su opinión puede encontrarse.

Contribuyentes españoles: no os mováis; permaneced quietos admirando a Alfonso XIII y al Directorio. Así no era preciso que venga la revolución comunista, para veros despojados de vuestra propiedad particular. Los autores de la guerra de Marruecos se han encargado de liquidaros poco a poco.

Unos cuantos años más de monarquía al estilo borbónico y quedaréis limpios. El despilfarro negro va a ser para vosotros de tan ruinosas consecuencias como el reparto rojo.