MARY WILKINS FREEMAN
Luella Miller
La casa de un solo piso en que había vivido Luella Miller, quien había tenido una pésima reputación en el pueblo, se encontraba cerca de la calle. Luella llevaba años muerta, pero en el pueblo aún había quienes seguían creyendo en las historias que habían oído contar durante su niñez, pese a la luz más clara que nace de observar un peligro perdido en el pasado desde una posición ventajosa. En sus corazones, pese a que les habría costado muchísimo admitirlo, aún sobrevivía el salvaje horror y el miedo frenético a aquellos antepasados suyos que habían poblado la misma era que Luella Miller. Los jóvenes incluso se estremecían al echarle una mirada a la vieja casa cuando pasaban ante ella, y los niños nunca jugaban en sus cercanías, como hacían en cualquier otro edificio abandonado. En la vieja casa Miller no había ni una sola ventana rota: los cristales reflejaban el sol de la mañana formando retazos de azul y verde esmeralda, y el pestillo de la algo combada puerta principal nunca era levantado, aunque no había ninguna cerradura que la asegurase. Desde que el cuerpo de Luella Miller fue sacado de allí la casa no había tenido ningún ocupante, dejando aparte una vieja alma carente de amigos que sólo había podido escoger entre esas cuatro paredes y el distante refugio del cielo abierto. Esta anciana, que había sobrevivido a sus parientes y amistades, vivió en la casa durante una semana. Una mañana la chimenea no echó humo, y una decena de vecinos entraron en la casa y encontraron muerta a la anciana en su lecho. Hubo oscuras murmuraciones sobre la causa de su muerte, y también hubo quienes dijeron que en su rostro había una expresión de miedo tan terrible que el rostro muerto mostraba el penoso estado del alma que lo había abandonado. Cuando entró en la casa la anciana tenía un color excelente y parecía gozar de una robusta buena salud, y en siete días estaba muerta; era como si hubiese sido víctima de algún poder fantasmagórico. El sacerdote subió al púlpito y habló con no muy disimulada severidad contra el pecado de la superstición; pero sus palabras no bastaron para acabar con las creencias de la gente. Todos los habitantes del pueblo habrían preferido el hospicio a esa casa. En cuanto un vagabundo oía la historia ya no buscaba refugio bajo aquel viejo tejado sobre el que se cernía la desagradable aura acumulada durante medio siglo de miedo supersticioso.
En todo el pueblo sólo había una persona que hubiera conocido a Luella Miller. Esa persona era una mujer que ya había dejado bien atrás los ochenta años, pero que seguía siendo un prodigio de vitalidad y juventud inextinguible. Recta como el asta de una flecha, con el paso vivaz de quien ha salido disparado hace muy poco del arco de la vida, iba y venía por las calles y siempre acudía a la iglesia, tanto si llovía como si hacía sol. Nunca se había casado, y llevaba años viviendo sola en una casa situada enfrente de la que había pertenecido a Luella Miller.
Esta mujer no padecía la garrulería propia de la vejez, pero en toda su vida jamás había contenido la lengua obedeciendo a ninguna voluntad que no fuese la suya, y cuando quería ser sincera presentaba la verdad sin adornos ni disfraces. Ella era quien había prestado testimonio sobre la vida, maldad —aunque en este punto quizá se dejara llevar un poco por las emociones—, y apariencia personal de Luella Miller. Cuando esta anciana hablaba —y poseía el don de la descripción, aunque sus pensamientos iban ataviados con el lenguaje no muy refinado propio de su pueblo natal—, casi se podía ver a Luella Miller tal y como realmente fue. Según esta mujer, que se llamaba Lydia Anderson, Luella Miller había sido una belleza de un tipo bastante poco común en Nueva Inglaterra. Era una criatura delgada y flexible, fuertemente inclinada a rendirse ante el destino y, al mismo tiempo, tan difícil de quebrar como una rama de sauce. Poseía una larga y resplandeciente cabellera rubia que llevaba recogida con gracia alrededor de un rostro muy hermoso. En sus ojos azules había una continua súplica suave, tenía las manos esbeltas y dispuestas a aferrarse a las cosas, y una maravillosa gracia tanto en el movimiento como en las actitudes.
—Luella Miller sabía sentarse de una forma que nadie habría sido capaz de imitar ni aunque se hubieran pasado una semana llena de domingos estudiándola —decía Lydia Anderson—, y verla caminar era todo un espectáculo. Si uno de esos sauces que hay junto al arroyo pudiera arrancar sus raíces del suelo y moverse libremente andaría igual que lo hacía Luella Miller. Tenía un traje de seda verde tornasolada que le gustaba mucho llevar, y un sombrero con cintas verdes, y un velo de encaje que le caía sobre el rostro flotando al viento, y una cinta verde que ondulaba alrededor de su cintura. Ése fue el atuendo de novia que llevó al casarse con Erastus Miller. Antes de casarse se apellidaba Hill. Siempre hubo una «I» en su apellido, tanto de casada como de soltera. Erastus Miller también era guapo, todavía más que Luella. A veces pensaba que después de todo Luella no era tan guapa. Erastus la adoraba. Yo le conocía bastante bien. Vivía al lado de mi casa, y fuimos a la escuela juntos. La gente solía decir que me cortejaba, pero no era así. Nunca pensé que lo hiciera salvo en una o dos ocasiones, cuando dijo cosas que algunas chicas podrían haber sospechado que significaban algo. Eso ocurrió antes de que Luella viniera aquí para dar clases en la escuela del distrito. La forma en que consiguió ese empleo debió de ser bastante rara, pues la gente decía que no tenía ninguna educación, y una de las chicas mayores, Lottie Henderson, solía encargarse de dar la lección por ella mientras Luella se quedaba sentada en su silla bordando pañuelos. Lottie Henderson era una chica realmente muy lista y una gran estudiante, y tomó a Luella por modelo, tal y como hicieron todas las chicas. Lottie podría haber llegado a ser una mujer magnífica, pero murió cuando Luella llevaba poco más de un año en el pueblo…, se fue marchitando y murió: nadie supo cuál era su mal. Fue a esa escuela casi a rastras y ayudó a Luella a dar la clase hasta el último minuto de su vida. Todo el comité sabía que Luella apenas hacía nada, pero lo pasaban por alto. Erastus se casó con ella poco después de la muerte de Lottie. Siempre pensé que apresuró las cosas porque sabía que Luella no servía para enseñar. Después de que Lottie muriera uno de los chicos mayores empezó a ayudarla, pero no tenía mucha autoridad y la escuela no tardó en ir bastante mal, y puede que Luella hubiese acabado teniendo que renunciar al puesto, porque el comité no podría haber seguido cerrando los ojos a lo que ocurría durante mucho tiempo. El chico que la ayudaba era un muchacho honrado y algo inocentón, y también era buen estudiante. La gente decía que estudiaba demasiado, y que por eso se volvió loco un año después de que Luella se casara, pero no sé si realmente fue por eso. Y no sé cuál fue la causa de que Erastus Miller empezara a sufrir consunción de la sangre un año después de haberse casado, porque en su familia nunca habían tenido casos de consunción. Se fue debilitando cada vez más y cuando intentaba atender a Luella casi se le doblaba la cintura, y hablaba con un hilo de voz, como un viejo. Trabajó todo lo que pudo hasta el final, intentando ahorrar algo de dinero que dejarle a Luella. Yo le he visto en el bosque durante las peores tormentas con un trineo para la leña —talaba árboles y vendía la leña—, y andaba todo encorvado con más aspecto de estar muerto que vivo. En una ocasión no pude soportarlo. Fui hasta él y le ayudé a echar un poco de leña en el trineo: siempre he tenido los brazos fuertes. Él me dijo que lo dejara, pero yo no quise, y supongo que le alegró tener alguien que le ayudara. Eso ocurrió sólo una semana antes de que muriera. Cayó redondo sobre el suelo de la cocina cuando estaba preparando el desayuno. Siempre se encargaba de preparar el desayuno mientras Luella se quedaba en la cama. Barría, lavaba, planchaba y hacía casi todas las comidas. No podía soportar que Luella tuviera que mover ni un dedo, y ella dejaba que él se encargara de todo. Vivía como una reina, y casi nunca hacía nada. Ni tan siquiera cosía… Decía que coser hacía que le doliera el hombro, y Lily, la hermana del pobre Erastus, solía encargarse de toda su costura. No es que le conviniera demasiado, claro, porque siempre tuvo la espalda débil, pero cosía muy bien… Tenía que hacerlo para complacer a Luella, que era terriblemente especial. Nunca he visto nada parecido a los bordados y encajes que Lily Miller hizo para Luella. Hizo todo lo que Luella llevó en la boda, y también se encargó de coserle el vestido de seda verde después de que María Babbit hiciera el patrón. María lo cortó gratis, y también le hizo muchos más patrones y se los cortó sin cobrar nada a cambio. Después de que Erastus muriera Lily Miller se fue a vivir con Luella. Abandonó su casa, aunque estaba realmente muy unida a ella y no le daba ni pizca de miedo vivir sola. Justo después del funeral la alquiló y se fue a vivir con Luella.
Y después esta anciana llamada Lydia Anderson, que recordaba a Luella Miller, seguía contando la historia de Lily Miller. Al parecer, el que Lily Miller se trasladara a la casa de su difunto hermano para vivir con su viuda hizo que la gente del pueblo empezara con sus murmuraciones. Lily Miller apenas había dejado atrás su primera juventud, y era una mujer robusta en plena flor de la vida, de mejillas rosadas y rizada cabellera negra que caía sobre la franca redondez de sus mejillas y sus sienes, y poseía unos brillantes ojos oscuros. Cuando apenas llevaba seis meses viviendo con su cuñada el color rosado se desvaneció, y sus bonitas curvas se convirtieron en pálidas concavidades. Unas sombras blancas empezaron a aparecer en los mechones de su cabellera y la luz de sus ojos se extinguió. Se le afilaron los rasgos y su boca quedó circundada por unas arrugas patéticas que, aun así, siempre asumían una expresión de la más absoluta dulzura e, incluso, de felicidad. Sólo vivía para su cuñada; no cabía duda de que la amaba con todo su corazón y se sentía más que satisfecha de servirla. Lo único que la preocupaba era la posibilidad de que muriera, dejándola sola.
—Lily Miller solía hablar de Luella de una forma que bastaba para hacerte enfadar y conseguir que te entraran ganas de llorar —decía Lydia Anderson—. Visité esa casa algunas veces bastante cerca del final, cuando estaba demasiado débil para cocinar y les llevaba un poco de puré o de crema…, algo que me parecía que podía gustarle, y ella me daba las gracias. Cuando le preguntaba por su salud me decía que se encontraba mejor que ayer, y me preguntaba si no me parecía que tenía mejor aspecto, pobrecita, y decía que la pobre Luella lo estaba pasando muy mal porque cuidaba de ella y tenía que hacer todo el trabajo —no tenía fuerzas para hacer nada—, cuando Luella no levantaba ni un dedo y la pobre Lily no obtenía cuidado alguno salvo los que le proporcionaban los vecinos, y Luella se comía todo lo que la gente traía para Lily. Sé que lo hacía. Luella se limitaba a quedarse sentada llorando sin hacer nada. Actuaba como si le tuviera mucho cariño a Lily y parecía estar muy triste. Algunos llegaron a pensar que no tardaría en ponerse mala. Pero después de que Lily muriera su tía Abby Mixter fue a la casa, y Luella no tardo en recuperarse y volvió a estar tan rosada y opulenta como siempre. Pero la pobre tía Abby empezó a declinar igual que le había ocurrido a Lily, y supongo que alguien debió de escribirle a su hija casada, la señora de Sam Abbot, que vivía en Barre, pues ésta le escribió a su madre diciéndole que debía marcharse de allí enseguida y que viniera a visitarla, pero la tía Abby se negó a ir. Aún puedo verla. Era una mujer realmente guapa, alta y bien plantada, con el rostro grande y los rasgos cuadrados, y tenía una frente muy despejada que por sí sola ya resultaba amable y buena. Cuidó de Luella como si fuera un bebé, y cuando su hija casada envió a buscarla se negó a moverse de allí. Siempre había querido mucho a su hija, pero dijo que Luella la necesitaba y su hija casada no. Su hija siguió mandándole una carta detrás de otra, pero no sirvió de nada. Acabó presentándose en el pueblo, y cuando vio el mal aspecto de su madre se echó a llorar y poco faltó para que se pusiera de rodillas suplicándole que se marchara con ella. También habló con Luella y le dijo lo que pensaba de ella. Le dijo que había matado a su esposo y a todo el mundo que había tenido algo que ver con ella, y que le agradecería mucho que dejara en paz a su madre. Luella tuvo un ataque de histeria, y después de que su hija se hubiera marchado la tía Abby se asustó tanto que me llamó. La señora de Sam Abbot se fue en el carruaje en el que la había traído, sollozando tan fuerte que todos los vecinos la oyeron, y claro que tenía razones para llorar, porque no volvió a ver a su madre con vida. Tía Abby salió a la puerta de la casa con su chal a cuadritos verdes tapándole la cabeza. Aún puedo verla. «Señorita Anderson, venga, por favor», dijo con una voz muy débil, como si le faltara el aliento, y cuando llegué allí Luella estaba llorando y riendo a la vez, y tía Abby intentaba calmarla, aunque tenía el rostro tan blanco como una sábana y temblaba tan fuerte que apenas podía tenerse en pie. «Por el amor del cielo, señora Mixter —dije yo—, usted parece estar mucho peor que ella. Tendría que guardar cama».
»—Oh, no me pasa nada —dijo ella. Después siguió hablándole a Luella—. Vamos, vamos, no, pobrecita mía —le dijo—. Tía Abby está aquí. No va a marcharse y a dejarte sola. No llores, pobrecita mía.
»—Deje que yo cuide de ella y vuelva a la cama, señora Mixter —le dije, pues en los últimos tiempos tía Abby se pasaba bastante tiempo en la cama, aunque se las arreglaba para hacer todo el trabajo de la casa.
»—Estoy bien —me dijo—. Señorita Anderson, ¿no cree que sería mejor llamar al doctor?
»—¿El doctor? —dije yo—. Creo que es usted quien debería ver al doctor. Creo que le necesita mucho más que ciertas personas cuyo nombre podría mencionar. —Y miré a Luella Miller, que seguía riendo y llorando y portándose como si fuera el mismísimo centro de toda la creación. Mientras hacía todo eso, y daba la impresión de estar tan enferma que no se enteraba de nada, nos observaba por el rabillo del ojo para ver qué tal nos lo tomábamos. Me di cuenta enseguida. Luella Miller nunca fue capaz de engañarme. Acabé perdiendo los estribos, volví corriendo a casa y cogí una botella de valeriana que tenía. Eché un poco de agua hirviendo sobre unas hojas de manzanilla y mezclé ese té de manzanilla con más de medio vaso de valeriana, y volví con él a casa de Luella. Fui hacia ella sosteniendo en mi mano aquel vaso humeante—. Y ahora —le dije a Luella—, ¡trágate esto!
»—¿Qué es…, qué es, oh, qué es? —me preguntó con una voz que casi parecía un graznido, y luego se echó a reír de una forma que te ponía los pelos de punta.
»—Pobrecita, pobrecita mía —dijo tía Abby, más preocupada que nunca mientras intentaba darle unas friegas de alcanfor en la cabeza.
»—Bébete esto ahora mismo —le dije, y no perdí más tiempo en ceremonias. Agarré a Luella Miller por el mentón y le eché la cabeza hacia atrás, aprovechando el momento en que se reía para pillarla con la boca abierta. Llevé el vaso a sus labios y casi aullé—. ¡Trágatelo, trágatelo, trágatelo! —Y se lo bebió todo. No tuvo más remedio que hacerlo, y supongo que le sentó bien. Al menos dejó de gritar y llorar, y permitió que la acostara. En menos de media hora dormía como un bebé. La pobre tía Abby no tuvo tanta suerte. Se pasó toda la noche despierta y yo me quedé a hacerle compañía, aunque intentó convencerme para que me marchara; dijo que ya estaba más que harta de que la gente siempre estuviera observándola. Pero me quedé, y le preparé unas buenas gachas de avena y se las di poco a poco con una cucharita de té. Me pareció que no le pasaba nada grave, sólo que estaba tan agotada que no podía ni tenerse en pie. Por la mañana fui corriendo a casa de los Bisbee apenas hubo algo de luz, y mandé a Johnny Bisbee en busca del doctor. Le dije que se diera prisa, y el doctor vino enseguida. Cuando llegamos allí la pobre tía Abby no parecía enterarse de mucho. Estaba tan consumida que casi ni respiraba. Cuando el doctor se hubo marchado Luella entró en la habitación tan fresca como una niñita recién levantada de la cuna en su camisón de puntillas. Todavía puedo verla. Tenía los ojos muy azules y su cara estaba tan blanca y rosada como una flor, y cuando vio que tía Abby estaba acostada puso una cara de inocencia sorprendida—. Oh —dijo—, ¿cómo es que tía Abby todavía no se ha levantado?
»—Hoy no va a levantarse —le respondí yo en un tono bastante seco.
»—Ya me había parecido que no olía el café —dijo Luella.
»—¿El café? —exclamé yo—. Creo que si quieres tomar café esta mañana tendrás que preparártelo tú misma.
»—Pero yo no he preparado ni una taza de café en toda mi vida —dijo muy asombrada—. Mientras vivía Erastus siempre se encargó de hacer el café, y después lo hacía Lily, y luego lo hacía tía Abby. Señorita Anderson, creo que no sabría preparar el café.
»—Pues lo preparas, o tendrás que pasarte sin él. Allá tú —dije.
»—¿Tía Abby no va a levantarse? —me preguntó.
»—No creo que pueda, teniendo en cuenta lo enferma que está —le respondí, sintiéndome más enfadada a cada momento que pasaba. Que aquella cosita blanca y rosa estuviera allí de pie hablando del café cuando había acabado con tantas personas mucho mejores que ella, y prácticamente acababa de matar a otra…, lo que más deseaba en aquellos momentos era que alguien la matara antes de que tuviera ocasión de hacer más daño.
»—¿Qué le pasa a tía Abby? ¿Está enferma? —me preguntó Luella como si tuviera todo el derecho del mundo a sentirse enfadada y ofendida por eso.
»—Sí —dije yo—, está enferma y se va a morir, y cuando se muera te quedarás sola y tendrás que arreglártelas por ti misma y cuidar de la casa, y si no eres capaz, tendrás que aprender a prescindir de muchas cosas. —Supongo que estuve bastante dura con ella, pero lo que le dije era verdad y no creo haber estado más dura de lo que había sido Luella Miller hasta entonces. Nunca me he arrepentido de haberle hablado así. Bueno, Luella volvió a tener un ataque de histeria y yo dejé que hiciera lo que le diese la gana. Me limité a llevarla a la habitación del otro lado de la entrada, allí donde tía Abby no podría oírla, suponiendo que estuviera en condiciones de enterarse de algo —no lo sabía, pero ya no podía enterarse de nada—, la hice sentarse en un sillón y le dije que no volviera a entrar en la otra habitación, y se lo tomó muy mal. Siguió con sus histerias hasta que se cansó. Cuando se dio cuenta de que nadie iba a consolarla y a cuidar de ella se fue calmando. Al menos, supongo que eso es lo que hizo. Yo tenía más que suficiente con ocuparme de la pobre tía Abby, intentando conseguir que no dejara de respirar. El doctor me había dicho que se encontraba muy mal, y me dio una medicina muy fuerte para que le hiciera tomar unas cuantas gotas de ella con mucha frecuencia, y me dijo algunas cosas realmente muy extrañas sobre lo que debía darle de comer. Bueno, seguí todas sus instrucciones al pie de la letra hasta que la pobre ya no pudo tragar ni una pizca más. Después mandé avisar a su hija. Empezaba a pensar que la pobre tía Abby no duraría mucho tiempo más. Antes no lo había comprendido, aunque le hubiese hablado a Luella de esa forma. El doctor vino poco después y la señora de Sam Abbot no tardó en presentarse, pero cuando llegó ya era demasiado tarde; su madre había muerto. La hija de la tía Abby le echó una mirada a su madre muerta en la cama, se volvió y me miró.
»—¿Dónde está? —me preguntó, y enseguida supe que se refería a Luella.
»—En la cocina —le dije—. Es tan nerviosa que no soporta ver morir a la gente. Tenía miedo de ponerse enferma.
»Entonces el doctor abrió la boca para hablar. Era un hombre joven. El viejo doctor Park había muerto el año anterior, y este doctor acababa de salir de la facultad.
»—La señora Miller tiene una constitución débil —dijo en un tono de voz algo severo—, y hace muy bien evitando las situaciones que podrían trastornarla.
»—A usted le ocurre lo mismo que a los demás, joven; ella le ha clavado la zarpa —pensé yo, pero no le dije nada. Me limité a decirle a la señora de Sam Abbot que Luella estaba en la cocina y la señora de Sam Abbot fue para allí y yo también fui, y en todos los años que llevo de vida nunca he oído nada semejante a lo que le dijo a Luella Miller. Yo estaba muy enfadada con Luella, pero esto era más de lo que jamás me habría atrevido a decirle. Luella estaba tan asustada que no se atrevió a tener otro ataque de histeria. Lo único que hizo fue quedarse callada y encogerse en la silla. Se fue encogiendo poco a poco en esa silla de cocina, haciéndose tan pequeña que daba la impresión de que iba a desaparecer, con la señora de Sam Abbot inclinada sobre ella diciéndole la verdad. Supongo que la verdad era demasiado para ella y esta vez no fingía, porque Luella acabó desmayándose de verdad, y aquí no había ningún truco, como yo siempre había sospechado que había en sus ataques de histeria. Perdió el conocimiento y tuvimos que acostarla en el suelo de la cocina, y el doctor vino corriendo y dijo algo sobre que tenía el corazón débil, y miró a la señora de Sam Abbot con una expresión realmente terrible, pero ella no se asustó ni pizca por eso. Se le encaró con la cara tan blanca como la de Luella, y eso que Luella parecía una muerta y el doctor estaba buscándole el pulso y le costaba mucho encontrárselo.
»—¿El corazón débil? —dijo—. ¿Que tiene el corazón débil? ¡Paparruchas! En esa mujer no hay nada débil. Tiene la fuerza suficiente para colgarse del cuello de los demás hasta matarles. ¿Débil? Mi pobre madre sí que era débil; esta mujer la ha matado, la ha matado igual que si hubiera cogido un cuchillo y se lo hubiera clavado en el pecho.
»Pero el doctor no le prestó mucha atención. Estaba inclinado sobre Luella, que yacía en el suelo con su cabellera rubia toda desordenada y su bonita cara blanca y rosa muy pálida, y sus ojos azules parecían estrellas que hubiesen dejado de brillar, y le tenía cogida la mano y le acariciaba la frente mientras me decía que fuese a buscar la botella de coñac que había en el cuarto de la tía Abby, y en cuanto vi ese espectáculo estuve segura de que ahora que tía Abby estaba muerta Luella ya tenía otro cuello del que colgarse, y pensé en el pobre Erastus Miller, y creo que sentí cierta pena por aquel pobre joven doctor que se había dejado seducir por una cara bonita, y decidí que intentaría hacer algo al respecto.
»Esperé hasta que la tía Abby llevara un mes enterrada. El doctor visitaba regularmente a Luella y la gente del pueblo empezaba a hablar; una noche, cuando sabía que el doctor había salido del pueblo para atender a un enfermo y no estaría allí, fui a casa de Luella. La encontré muy elegante, con un traje de muselina azul a topos blancos, con el cabello bien recogido alrededor de la cabeza, y en todo el lugar no había ni una sola chica que pudiera compararse con ella. En Luella Miller había algo que parecía llamar a tu corazón y hacer que sintiera ganas de salir de tu pecho para ir hacia ella, pero al verla el mío no sintió nada de eso. Estaba sentada en su mecedora junto a la ventana de la sala, y María Brown había ido a visitarla. María Brown había estado encargándose de ayudarla o, mejor dicho, de hacer todo el trabajo, pues Luella no hacía nada y no creo que a hacer todo el trabajo se le pueda llamar ayudar. María Brown era una mujer muy trabajadora y no tenía familia; no estaba casada y vivía sola, por lo que se ofreció a ir a casa de Luella. Yo no veía razón alguna por la que tuviera que hacer el trabajo que correspondía a Luella; no era demasiado fuerte, pero parecía pensar que podía hacerlo y Luella parecía pensar lo mismo que ella, así que iba a su casa y hacía todo el trabajo: lavaba, planchaba y horneaba el pan mientras Luella se mecía. María no vivió mucho tiempo más. Empezó a consumirse igual que les había ocurrido a los otros. Bueno, ya estaba advertida, pero cuando la gente le decía algo se ponía realmente furiosa: decía que Luella era una pobre mujer a la que todos habían tratado mal, que estaba muy delicada y no podía cuidar de sí misma, y que deberían avergonzarse por contar esas cosas de ella, y que si moría ayudando a aquéllos que no podían ayudarse a sí mismos no le importaba…, y así ocurrió.
»—Supongo que María se ha ido a casa —le dije a Luella en cuanto entré en la habitación, y me senté delante de ella.
»—Sí, María se fue hace media hora, después de haber preparado la cena y lavado los platos —dijo Luella con esa voz tan bonita y amable que tenía.
»—Supongo que también tendrá muchas cosas que hacer en su casa, ¿no? —dije yo con una cierta amargura; pero emplear ese tono de voz con Luella Miller nunca sirvió de nada. Le parecía normal y lógico que personas que se encontraban tan delicadas como ella le hicieran el trabajo y la atendieran, y no podía meterse en la cabeza que alguien pensara que eso no era normal.
»—Sí —replicó Luella con su voz más dulce y suave—, sí, dijo que esta noche tenía que hacer la colada. Lleva dos semanas teniendo que hacerla, pero no ha podido porque venía aquí a cuidarme.
»—¿Por qué no se queda en su casa a hacer la colada en vez de venir aquí y hacer tu trabajo, teniendo en cuenta que tú puedes encargarte de él y tu salud es mucho mejor que la de ella? —le pregunté.
»Luella me miró igual que si fuese un bebé y alguien acabara de agitar un sonajero ante sus narices. Se rió con la risa más inocente que se pueda imaginar.
»—Oh, señorita Anderson, yo no puedo hacer el trabajo —dijo—. Nunca lo he hecho. María tiene que encargarse de hacerlo.
»—¡Tiene que encargarse de hacerlo! —dije yo entonces—. ¡Tiene que encargarse de hacerlo! No tiene por qué hacerlo. María Brown tiene su propia casa y los medios suficientes para vivir. ¡Nada la obliga a venir aquí y matarse trabajando como una esclava por ti!
»Luella se limitó a quedarse inmóvil en su mecedora y me miró como si fuera una muñeca de porcelana tan ofendida que estuviera cobrando vida.
»—Sí —dije—, se está matando a trabajar. Morirá igual que murió Erastus, y Lily, y tu tía Abby. Estás matándola igual que les mataste a ellos. No sé cuál es tu secreto pero parece como si estuvieras maldita —dije—. Matas a cualquiera que sea lo bastante idiota para preocuparse por ti y hacerte el trabajo.
»Me miró fijamente y vi que estaba bastante pálida.
»—Y María no es la única a la que matarás —añadí—. Exprimirás al doctor Malcolm hasta matarle.
»En cuanto dije eso su rostro se puso tan rojo como las llamas.
»—No voy a matarle —dijo, y se echó a llorar.
»—¡Sí, le matarás! —dije yo, y después hablé como nunca he hablado antes.
»Verán, me parecía que estaba en deuda con Erastus. Le dije que después de haber estado casada con un hombre que murió por ella no tendría que pensar jamás en ningún otro: le dije que era una mujer horrible; y lo era, eso es cierto, pero últimamente he empezado a preguntarme si lo sabía…, si no sería como una criatura que ha echado mano a unas tijeras y anda por ahí cortando a todas las personas con las que se encuentra.
»Luella siguió poniéndose más y más pálida, y no apartó los ojos de mi rostro ni un segundo. Su forma de mirarme y no decir ni una sola palabra…, era algo horrible. Hablé durante un rato, acabé callando y me volví a casa. Después me dediqué a observar su ventana, pero apagó la lámpara antes de las nueve, y cuando el coche del doctor Malcolm pasó ante la casa y redujo un poco la velocidad vio que no había ninguna luz encendida y se alejó. Al domingo siguiente Luella estuvo un poco huraña, y el doctor no la acompañó a casa, y empecé a pensar que después de todo quizá tuviera algo de conciencia. María Brown murió una semana después…, fue más bien repentino, aunque todo el mundo se había dado cuenta de cómo iba a terminar. Bueno, aquello hizo que todos se enfadaran bastante y hubo unos rumores y unos comentarios realmente feos. La gente decía que los días de la brujería habían vuelto, y casi todos evitaban a Luella. Ella seguía portándose de una forma un tanto huraña con el doctor, y éste dejó de ir a su casa: ahora no había nadie que le hiciera las tareas domésticas. No sé cómo se las arreglaba. No quería ir allí y ofrecerme a ayudarla…, no porque tuviera miedo de morir como los demás, sino porque pensaba que Luella era tan capaz de hacer su trabajo como yo lo era de hacerlo por ella, y me parecía que ya iba siendo hora de que lo hiciese y dejara de matar a los demás. Pero antes de que pasara mucho tiempo la gente empezó a decir que Luella se encontraba mal, y que parecía estarse consumiendo de la misma enfermedad que había consumido a su esposo, a Lily, a tía Abby y a los demás, y en cuanto la vi me di cuenta de que tenía muy mal aspecto. Solía verla pasando delante del almacén con algún bulto, caminando tan despacio como si apenas pudiera arrastrarse, pero me acordé de Erastus, y de cómo la cuidaba y hacía el trabajo cuando ya casi no era capaz de poner un pie delante del otro, y no fui a su casa para ayudarla.
»Pero una tarde vi aparecer al doctor con su maletín de las medicinas, y la señora Babbit vino a visitarme después de la cena y me dijo que Luella estaba realmente enferma.
»—Me gustaría ofrecerme a cuidarla —dijo— pero tengo que pensar en mis niños y puede que lo que cuentan no sea cierto, pero todas las personas que han cuidado de ella han muerto y eso es muy extraño, ¿no?
»No dije nada, pero pensé en que había sido la esposa de Erastus, y en lo mucho que él la había querido, y decidí que a la mañana siguiente iría a su casa, a menos que estuviera mejor, y vería si podía hacer algo por ella; pero a la mañana siguiente la vi en la ventana y no tardó en salir de su casa tan fresca y lozana como una rosa, y poco después la señora Babbit vino a verme y me dijo que el doctor había hecho venir a una chica de fuera del pueblo, una tal Sarah Jones, y también me dijo que estaba casi segura de que el doctor iba a casarse con Luella.
»Esa noche yo misma vi cómo la besaba en la puerta de su casa, y supe que todo lo que me había dicho era cierto. La chica se presentó esa tarde, y el entusiasmo con que empezó a trabajar y lo mucho que tenía que hacer ya eran todo un aviso. Creo que Luella no había barrido ni una sola vez desde que María murió. La chica barrió y quitó el polvo, lavó y planchó; los trapos mojados, los sacudidores y las alfombras estuvieron en danza todo el rato, y cada vez que Luella ponía los pies fuera de la casa cuando el doctor no estaba allí, Sarah Jones la ayudaba a subir y bajar los escalones como si nunca le hubieran enseñado a caminar.
»Bueno, todo el mundo sabía que Luella y el doctor se iban a casar, pero no pasó mucho tiempo antes de que se empezara a comentar que el doctor tenía muy mal aspecto, igual que les había ocurrido a los demás; y la gente también hacía comentarios sobre Sarah Jones.
»El doctor murió y quiso casarse antes para legarle lo poco que tenía a Luella, pero dejó de respirar antes de que el sacerdote pudiera llegar allí, y Sarah Jones murió una semana después.
»Eso acabó de decidir el destino de Luella Miller. En todo el pueblo no había ni una sola persona dispuesta a levantar un dedo por ella. Fue como una especie de pánico general. Luella empezó a consumirse muy deprisa. Tenía que ir personalmente a la tienda porque la señora Babbit no se atrevía a dejar que Tommy le llevara los pedidos, y yo la veía pasar y detenerse cada dos o tres pasos para descansar. Aguanté todo el tiempo que pude, pero un día la vi aparecer con los brazos llenos y vi cómo se paraba para apoyarse en la valla de los Babbit, y salí corriendo, le cogí las cosas y se las llevé a su casa. Después volví a mi casa y no le dije ni una palabra, aunque me llamó con una especie de gemido que te partía el corazón. Esa noche me puse enferma: pasé dos semanas en cama con un resfriado bastante malo. La señora Babbit me había visto salir corriendo de casa para ayudar a Luella, y cuando vino a visitarme me dijo que moriría porque la había ayudado. Yo no sabía si iba a morir o no, pero Luella había estado casada con Erastus y pensé que había hecho lo que debía hacer.
»Supongo que durante esas dos últimas semanas Luella lo debió de pasar terriblemente mal. Estaba muy enferma y, que yo supiera, nadie se atrevía a acercarse a ella. Supongo que realmente no necesitaba gran cosa, porque después de todo tenía comida suficiente y hacía bastante calor, y sé que cada día se las arreglaba para prepararse unas cuantas gachas, pero aun así supongo que lo debió de pasar muy mal, teniendo en cuenta que toda su vida había estado mimada y no le había hecho falta mover ni un dedo.
»Cuando estuve lo bastante recuperada para poder salir de casa fui allí una mañana. La señora Babbit acababa de visitarme diciendo que no había visto salir humo de la chimenea y que aquello no era asunto suyo, pero que quizá alguien debiera entrar en la casa a echar una mirada, aunque ella tenía que pensar en sus niños; así que me levanté de la cama, pese a que llevaba dos semanas enteras sin salir de casa, fui allí y me encontré a Luella tumbada en la cama y vi que se estaba muriendo.
»Aguantó todo aquel día y hasta bien entrada la noche. Pero yo me quedé sentada junto a su cabecera después de que el nuevo doctor hubiera venido a visitarla. Nadie más se atrevió a entrar en esa casa. Cuando ya era más de medianoche la dejé sola un momento para ir corriendo a mi casa a buscar una medicina que había estado tomando, porque llevaba un rato sintiéndome bastante mal.
»Aquella noche había luna llena y cuando salía de mi puerta para cruzar la calle y volver a casa de Luella vi algo que me hizo detenerme.
Cuando llegaba a esa parte de su relato Lydia Anderson siempre alzaba la voz como en un desafío diciendo que no esperaba ser creída, y luego seguía hablando en tono más bajo.
—Vi lo que vi y sé lo que vi, y cuando esté en mi lecho de muerte juraré que lo vi. Vi a Luella Miller y a Erastus Miller, y a Lily, y a la tía Abby, y a María y al doctor, y a Sarah…, les vi a todos saliendo de su puerta, y todos brillaban con una luz blanca bajo la luna, todos salvo Luella, y la estaban ayudando a caminar, sosteniéndola hasta que me pareció que Luella casi volaba entre ellos, y un instante después ya habían desaparecido. Me quedé un rato en mi puerta con el corazón latiéndome muy deprisa, y acabé yendo a su casa. Pensé en ir a buscar a la señora Babbit, pero me imaginé que tendría miedo y no se atrevería a acompañarme así que fui sola, aunque sabía lo que había ocurrido. Luella estaba muerta en su cama, con una expresión de paz en el rostro.
Ésta era la historia que contaba la anciana llamada Lydia Anderson, pero lo que ocurrió después lo contaron las personas que la sobrevivieron, y ésta es la historia que ha acabado formando parte de la tradición del pueblo.
Lydia Anderson murió a los ochenta y siete años. Siguió tan maravillosamente animada y con tan buen color como siempre hasta unas dos semanas antes de su muerte.
Una noche de luna estaba sentada junto a la ventana de su sala cuando de sus labios brotó una exclamación ahogada, y salió de la casa y cruzó la calle antes de que la vecina que la estaba cuidando pudiera hacer nada por impedírselo. La vecina la siguió tan deprisa como pudo y encontró a Lydia Anderson caída en el suelo ante la puerta de aquella casa vacía donde había vivido Luella Miller, y la anciana estaba muerta.
A la noche siguiente un fuego rojizo ardió bajo la luz de la luna, y la vieja casa de Luella Miller se quemó hasta los cimientos. Ahora lo único que queda de ella es algunas piedras del sótano y un parterre de lilas y, en verano, un breve sendero de dondiegos de día esparcidos por entre las malas hierbas, que muy bien podría ser considerado un emblema de la misma Luella.