JULIAN HAWTHORNE
El misterio de Ken
Un fresco atardecer de octubre —era el último día del mes y hacía un frío desacostumbrado para esa época del año—, decidí pasar una o dos horas con mi amigo Keningale. Keningale era artista (así como músico aficionado y poeta), y su casa contaba con un delicioso estudio incorporado en el que tenía costumbre de sentarse para pasar las veladas. El estudio poseía una cavernosa chimenea que había sido diseñada como imitación de las viejas chimeneas que había en las mansiones isabelinas y, cuando la temperatura del exterior lo aconsejaba, Keningale la llenaba de troncos secos que encendía creando un alegre fuego. Pensé que ir allí, fumarme tranquilamente una pipa y charlar delante de aquel fuego con mi amigo me sentaría estupendamente.
Hacía mucho tiempo que no mantenía una de esas conversaciones; de hecho, no había hablado con Keningale (o Ken, como le llamaban sus amigos) desde que volvió de visitar Europa el año pasado. Partió al extranjero, como afirmó en aquel momento, «por motivos de estudio», lo que nos hizo sonreír a todos, pues sabíamos que lo más probable era que nuestro Ken hiciese cualquier cosa menos estudiar. Era un joven de temperamento exuberante y de costumbres joviales, muy amante de la compañía: poseía una mente brillante y versátil y unos ingresos anuales de entre doce y quince mil dólares. Sabía cantar, tocar, escribir y pintar con una considerable habilidad, y algunos de sus bustos y esculturas estaban realmente muy bien acabados, considerando que nunca había recibido ninguna auténtica instrucción artística digna de ese nombre; pero no era un trabajador demasiado constante. En cuanto a lo físico, Ken era apuesto, de buena talla y constitución robusta, activo, sano y poseía una frente notablemente hermosa y unos ojos límpidos y vivaces. Su decisión de visitar Europa no sorprendió a nadie, y nadie esperaba que consagrara su estancia allí a nada que no fuese divertirse: pocos se imaginaban que volveríamos a verle pronto en Nueva York. Era del tipo de personas a las que Europa les sienta bien. Emprendió el viaje y al cabo de unos pocos meses nos llegó el rumor de que se había comprometido con una hermosa y rica joven de Nueva York a la que conoció en Londres. Aquello fue prácticamente todo cuanto supimos de él hasta que, poco tiempo después, apareció en la Quinta Avenida, dejando asombrado a todo el mundo. Quienes quisieron saber por qué se había cansado tan pronto del Viejo Mundo no recibieron ninguna respuesta satisfactoria; y, cuando se le preguntaba por aquel compromiso, Ken cortaba toda alusión a dicho asunto de una forma tan perentoria que dejaba bien claro que no era un tema del que se pudiera conversar con él. Sus conocidos acabaron suponiendo que la dama le había rechazado; pero, por otra parte, la joven también volvió a su hogar poco tiempo después y, aunque ha tenido muchas oportunidades, de momento sigue sin casarse.
Sea cual sea la verdad sobre lo ocurrido, pronto quedó claro que Ken ya no era el joven alegre y despreocupado de antes; al contrario, en su rostro siempre había una expresión grave y algo melancólica. Rehuía a la gente y se mostraba taciturno y poco hablador incluso cuando estaba en compañía de sus amistades más íntimas. Evidentemente, le había ocurrido algo o había hecho algo. ¿Qué? ¿Habría cometido un crimen? ¿Se habría unido a las filas de los nihilistas? ¿O sería quizá que aún no se había recuperado de aquel fracaso amoroso? Algunos afirmaron que la nube era meramente temporal, y que no tardaría en esfumarse. Aun así, durante el período sobre el cual estoy escribiendo la nube seguía presente, y lo cierto es que incluso se había vuelto más negra que al principio, amenazando con transformarse en algo permanente.
Le había visto dos o tres veces en el club, en la ópera o en la calle, pero aún no había tenido ocasión de reanudar mi relación con él de una forma regular. En los viejos tiempos nuestra amistad había sido realmente muy íntima, y me negaba a pensar que quisiera poner punto final a nuestras antiguas relaciones. Pero lo que había oído contar sobre su cambio y lo que había visto con mis propios ojos hacían que el placer con que esperaba esta velada se viera teñido por un cierto cosquilleo de suspense o curiosidad. Su casa se encontraba unos cinco o seis kilómetros más allá de lo que por entonces era la aglomeración urbana de Nueva York, y mientras caminaba con paso rápido bajo el limpio aire del crepúsculo tuve tiempo más que suficiente para repasar mentalmente todo lo que sabía de Ken y lo que había adivinado sobre su carácter. Después de todo, en su naturaleza siempre había existido algo extraño e independiente, por más que se hallara enterrado a gran profundidad y estuviera dominado por la actividad de sus impulsos animales, algo que en las circunstancias adecuadas podía desarrollarse y acabar convirtiéndose en…, ¿en qué? Llegué a su puerta justo cuando me hacía esta pregunta y el cordial apretón de manos con que me recibió un instante después me hizo sentir un gran alivio. Su voz me dio la bienvenida en un tono que indicaba sin lugar a dudas cómo agradecía mi presencia y el afecto que seguía sintiendo hacia mí. Me llevó al estudio, cogió mi sombrero y mi bastón y me puso la mano en el hombro.
—Me alegra verte —repitió con una convicción y un apasionamiento bastante singulares—. Me alegra verte y poder tocarte; y esta noche más que ninguna otra noche del año…
—¿Y por qué especialmente esta noche?
—Oh, no importa. Además, es una suerte que no me avisaras de que ibas a venir; parafraseando al poeta, no estar preparado lo es todo… Ahora que te tengo aquí para que me ayudes puedo beber un ponche de whisky y fumarme una pipa. Si hubiera tenido que pasarla solo, esta noche me habría resultado bastante lúgubre y triste.
—¡Oh, vamos, teniendo en cuenta que ibas a pasarla en este lujoso nido que posees…! —exclamé yo, contemplando el fuego que ardía en la chimenea, los elegantes y cómodos sillones y todos los suntuosos adornos de la estancia—. Creo que hasta un condenado a muerte se sentiría feliz aquí.
—Quizá; aunque por el momento no me encuentro en esa situación…, o no del todo. Pero, ¿has olvidado en qué noche estamos? Es la última noche del mes de octubre, cuando la tradición afirma que los muertos se levantan de sus tumbas y andan por el mundo; cuando las hadas, los duendes y los espíritus de toda clase y condición tienen más poder que en ningún otro día del año… Ya veo que nunca has estado en Irlanda.
—Hasta ahora ignoraba que tú hubieses estado allí.
—Sí, he estado en Irlanda. Sí…
Se quedó callado, suspiró y cayó en un ensimismamiento del que no tardó en salir con un claro esfuerzo de voluntad, y fue a un armarito que había en una esquina de la habitación para coger el licor y el tabaco. Aproveché que estaba ocupado para recorrer el estudio, fijándome en la gran variedad de curiosidades y objetos hermosos o grotescos que contenía. Allí había muchas cosas capaces de recompensar largamente a quien las estudiara y que despertarían su admiración; pues Ken era un buen coleccionista, y poseía un gusto excelente, amén de los medios financieros con que satisfacerlo. Lo que más me interesó fueron unos cuantos estudios al óleo de una cabeza femenina que, a juzgar por el sitio muy poco visible en que los descubrí, el artista no tenía intención de ofrecer a la exhibición o la crítica. Los tres o cuatro estudios mostraban la misma cabeza en distintas poses y atuendos. En uno la cabeza estaba envuelta por un capuchón oscuro que ensombrecía los rasgos, medio ocultándolos; en otro parecía estar atisbando a través de la celosía de un ventanal, iluminada por el débil resplandor de la luna; un tercero la mostraba espléndidamente ataviada con un traje de noche, con joyas en el cabello y las orejas y centelleando sobre su níveo seno. Las expresiones eran tan variadas como las posturas; la recatada penetración de la mirada pasaba a ser una sutil invitación que se convertía en pasión ardiente y volvía a ser una huidiza picardía digna de un hada traviesa. Fuera cual fuese la expresión aquel rostro poseía una fascinación tan singular como conmovedora que no se debía meramente a su belleza, aunque ésta resultara asombrosa, sino al carácter y la distinción de que se hallaba impregnado.
—¿Conociste a la modelo en el extranjero? —le pregunté por fin—. Es evidente que te ha servido de inspiración, y no me extraña.
Ken había estado preparando el ponche y no se había fijado en mis movimientos, pero alzó los ojos al oírme.
—No quería que nadie los viese —dijo—. No me satisfacen, y voy a destruirlos; pero no podía sentirme en paz hasta no haber hecho algún intento de reproducir… ¿Qué me has preguntado? ¿Que si la conocí en el extranjero? Sí… O, mejor dicho, no. Todos esos estudios han sido pintados aquí durante las seis semanas últimas.
—Tanto si te satisfacen como si no, son las mejores obras tuyas que he visto jamás.
—Bueno, olvídate de ellas y dime qué piensas de este brebaje. Estoy convencido de que es inmejorable, y de que producirá el efecto justo. Debe su existencia a tu venida aquí. No puedo beber solo, y esos retratos no me hacen ninguna compañía aunque, por lo que sé, esta noche la modelo bien podría salir del lienzo y sentarse en ese sillón. —Le lancé una mirada interrogativa y se apresuró a reír—. Estamos en la última noche de octubre, ya sabes, la noche en que cualquier cosa puede ocurrir, siempre que sea lo suficientemente extraña… Bueno, brindo por nosotros.
Tomamos un buen sorbo del humeante y aromático licor y dejamos nuestros vasos sobre la mesa con una mueca aprobatoria. El ponche era excelente. Ken abrió una caja de puros y nos instalamos delante de la chimenea.
—Ahora ya sólo necesitamos un poco de música —observé después de un breve silencio—. Por cierto, Ken, ¿sigues conservando el banjo que te regalé antes de que te fueras al extranjero?
Tardó tanto tiempo en contestar que supuse que no habría oído mi pregunta.
—Aún lo conservo —dijo por fin—, pero nunca volverá a crear más música.
—Se ha roto, ¿eh? ¿No hay manera de arreglarlo? Era un instrumento magnífico.
—No está roto, pero no hay forma de arreglarlo. Ahora lo verás con tus propios ojos.
Se puso en pie, fue a otra parte del estudio, abrió un cofre de roble negro y sacó de él un objeto envuelto en un trozo de seda amarilla bastante descolorida. Me lo entregó y cuando aparté la tela que lo cubría vi algo que en tiempos quizá hubiera sido un banjo, pero que ahora apenas se parecía a dicho instrumento. Mostraba todas las señales de una extremada antigüedad. La madera del mástil había sido roída por los gusanos y estaba cubierta por el polvo seco de la carcoma. El pergamino de la cabeza se había vuelto verde a causa del moho y colgaba del instrumento en fláccidos retazos. El gancho, que era de plata maciza, se encontraba tan negro y deslustrado que parecía hierro corroído por el orín. Las cuerdas habían desaparecido, y la mayoría de las claves se habían desprendido de los orificios medio podridos donde encajaban. En conjunto, el instrumento parecía haber sido fabricado antes del Diluvio y haberse pasado todo el tiempo transcurrido desde entonces olvidado en el Arca de Noé.
—No cabe duda de que es una reliquia muy curiosa —dije—. ¿Dónde la has encontrado? No tenía ni idea de que el banjo hubiera sido inventado hace tanto tiempo. Este instrumento debe tener por lo menos doscientos años, y puede que sea mucho más viejo que eso.
Ken sonrió con tristeza.
—Estás en lo cierto —dijo—. Este instrumento tiene por lo menos doscientos años de edad y, aun así, es el mismo banjo que me regalaste hace un año.
—No lo creo posible —repliqué, sonriéndole—, teniendo en cuenta que un artesano fabricó ese banjo a petición mía para que pudiese regalártelo.
—Ya lo sé; pero desde entonces han transcurrido doscientos años. Sí, es absurdo e imposible, lo sé, pero te aseguro que lo que te digo es totalmente cierto. Ese banjo fabricado el año pasado existió en el siglo dieciséis, y ha estado pudriéndose desde entonces. ¿Recuerdas que en el gancho de plata estaban grabados tu nombre y el mío, junto con la fecha?
—Sí, y también había una marca especial hecha por mí.
—Muy bien —dijo Ken, que había estado frotando un punto del metal con una esquina de la seda amarilla—, fíjate en eso.
Acepté el decrépito instrumento que me ofrecía y examiné el punto que había frotado con la tela. Era increíble, desde luego; pero allí estaban los nombres y la fecha, tal y como los había hecho grabar; y además, allí estaba también la marca que había hecho distraídamente con un viejo buril no más de dieciocho meses antes. Me puse el banjo sobre las rodillas después de haberme convencido de que no había ningún error, y contemplé a mi amigo con expresión de asombro. Ken seguía fumando con una especie de hosca compostura, los ojos clavados en los troncos llameantes.
—Confieso estar perplejo —dije—. Vamos; ¿cuál es la broma? ¿Cuál es el método descubierto por ti gracias al cual este infortunado banjo ha sufrido el deterioro de siglos en unos pocos meses? ¿Y por qué lo has hecho? He oído hablar de un elixir capaz de contrarrestar los efectos del tiempo, pero tu receta parece funcionar al revés…, hace que el tiempo vaya hacia adelante doscientas veces más deprisa de su ritmo habitual en un sitio mientras sigue moviéndose a su paso habitual en todos los demás. Desvela tu misterio, mago. Ken, hablo en serio, ¿cómo lo has conseguido?
—No sé más que tú —replicó—. Una de dos: o tú, yo y el resto del mundo estamos locos o, de lo contrario, se ha producido un milagro tan extraño como cualquiera de los que registra la tradición. ¿Cómo puedo explicarlo? Afirmar que en ciertas ocasiones excepcionales, o que si nos someten a una gran prueba podemos vivir años en un momento, es una frase muy común…, una experiencia común, si quieres. Pero se trata de una experiencia mental, no física, y sean cuales sean las circunstancias sólo se aplica a los seres humanos, no a los objetos insensibles hechos de madera y metal. Quizá te imagines que esto es el resultado de algún truco de prestidigitación. Si lo es, no conozco el secreto. Que yo sepa, no hay ninguna sustancia química capaz de hacer que un pedazo de madera llegue a alcanzar semejante estado en unos pocos meses o unos cuantos años, y lo que ves no ocurrió en unos cuantos años o en algunos meses. Hace un año a esta misma hora ese banjo se encontraba en tan buen estado como cuando salió de las manos de quien lo fabricó, y veinticuatro horas después se encontraba tal y como lo ves ahora. Lo que te estoy diciendo es la pura y simple verdad.
La seriedad y el apasionamiento con que Ken hizo tan asombrosa afirmación eran evidentemente sinceros. Creía todas y cada una de las palabras que había pronunciado. Yo no sabía qué pensar. Naturalmente, era posible que mi amigo hubiese perdido la cordura, aunque no mostraba ninguno de los síntomas corrientes del trastorno mental; pero, aunque así fuera, allí estaba el banjo, un testigo cuyo silencioso testimonio no podía ser puesto en duda. Cuanto más pensaba en aquel asunto más inconcebible me parecía. Doscientos años…, veinticuatro horas; ésos eran los términos de la ecuación propuesta. Tanto Ken como el banjo afirmaban que la ecuación existía; todo el conocimiento y la experiencia del mundo afirmaban que era imposible. ¿Cuál era la explicación? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la vida? Sentí que yo mismo empezaba a poner en duda la realidad de todas las cosas. ¿Era éste el misterio sobre el que había estado meditando mi amigo desde que volvió del extranjero? No me extrañaba que le hubiese cambiado. Lo asombroso era que no le hubiese cambiado todavía más.
—¿Puedes contarme toda la historia de lo ocurrido? —acabé preguntándole.
Ken tomó otro sorbo de su ponche y se pasó la mano por su espesa barba castaña.
—Hasta ahora no he hablado de ello con nadie —dijo—, y tenía intención de no hacerlo nunca, pero intentaré darte alguna idea de lo que ocurrió. Tú me conoces mejor que ninguna otra persona; comprenderás lo que ocurrió hasta allí donde puede ser comprendido, y quizá eso pueda aliviarme en parte del peso que llevo encima, pues puedo asegurarte que si no tienes a nadie con quien compartirlo es un recuerdo realmente horrible.
Y, sin ningún otro tipo de preámbulo, Ken me contó la historia que consigno a continuación. Permítaseme observar que era un narrador nato. Poseía una voz profunda y capaz de impresionar al oyente, y podía resaltar de forma sorprendente el efecto cómico o patético de una frase poniendo el énfasis en alguna sílaba. Sus rasgos eran igualmente susceptibles de adoptar expresiones humorísticas o solemnes, y tanto por la forma como por el color sus pupilas estaban maravillosamente adaptadas a la expresión de una amplia gama de emociones. La tristeza visible en ellas era tan extremada como conmovedora; y cuando la voz de Ken llegaba a algún pasaje misterioso del relato la mirada melancólica y dubitativamente exploratoria que lanzaba hacía una irresistible apelación a la imaginación del oyente. Pero el interés de la historia era tan acuciante que no me permitió darme cuenta de aquellos embellecimientos, aunque no cabe duda de que ejercieron una cierta influencia sobre mí.
—Recordarás que zarpé de Nueva York en un vapor de la Inman y que desembarqué en Le Havre —empezó diciendo Ken—. Realicé la habitual ronda turística por el Continente y llegué a Londres el mes de julio, en plena temporada social. Tenía buenas cartas de presentación, y conocí a una gran cantidad de personas tan agradables como famosas. Entre ellas había una joven dama compatriota nuestra —ya sabes a quién me refiero—, que me interesó mucho y antes de que su familia abandonara Londres ya nos habíamos comprometido. Nos separamos durante un tiempo, pues a ella aún le faltaba hacer el viaje por el Continente y yo quería aprovechar la oportunidad para visitar Irlanda y el norte de Inglaterra. Desembarqué en Dublín el uno de octubre, empecé a recorrer el país y unas dos semanas después me encontraba en el condado de Cork.
»En esa región hay algunos de los paisajes más bellos sobre los que jamás se hayan posado los ojos del hombre, y parece que los turistas la conocen mucho menos que otros lugares cuyo valor pintoresco es infinitamente inferior. Además, es una región solitaria: durante mis vagabundeos no encontré a ningún otro extranjero, y a muy pocos nativos. Parece increíble que una tierra tan hermosa deba hallarse tan desierta. Cuando has caminado una docena de millas irlandesas quizá encuentres un grupo de dos o tres casitas de una sola habitación, y lo más probable es que las paredes y el techo de una o más estén en ruinas. Aun así los pocos campesinos con los que te topas son afables y hospitalarios, especialmente cuando se enteran de que vienes de ese paraíso en la tierra al que han acudido la mayoría de sus amigos y parientes. Al principio puede que te parezcan simples y algo primitivos, y sin embargo son una raza de lo más incomprensible y extraña. Son tan supersticiosos como los hombres a los que predicó San Patricio. Conservan la misma credulidad en las maravillas, las hadas, los magos y los presagios y, al mismo tiempo, son astutos, escépticos, prudentes y capaces de mentir como descosidos. En resumen, no he conocido en mis viajes a ningún otro pueblo cuya compañía me resulte tan agradable o que me haya inspirado tanto cariño, curiosidad y repugnancia.
»Acabé llegando a un lugar de la costa cuya situación no te especificaré salvo para decir que se encuentra a pocos kilómetros de Ballymacheen, en el sur. He visto Venecia y Nápoles. He recorrido la ruta de la Gran Cornisa y he pasado un mes en el Mount Desert de nuestro país, y puedo afirmar que todos esos lugares juntos no son tan hermosos como ese viejo puerto y su pueblo de tonalidades profundas y misteriosas bañados por una suave luz plateada, con las montañas apelotonándose a su alrededor y los negros acantilados y las llanuras plantando sus pies de hierro en la transparencia azul del mar. Es un lugar muy antiguo, y posee una historia a la que ha dejado atrás hace eras. Puede que en tiempos tuviera dos o tres mil habitantes; hoy apenas tiene quinientos o seiscientos. La mitad de las casas están en ruinas o han desaparecido; muchas de las que perduran se encuentran vacías. Toda la gente de allí es pobre, la mayoría de una forma realmente abyecta; van de un lado para otro con los pies descalzos y la cabeza descubierta. Las mujeres visten ropas negras o de un azul oscuro y los hombres llevan esos atuendos increíbles que sólo un irlandés puede concebir, en tanto que los niños van medio desnudos. Los únicos que parecen llevar una existencia confortable son los monjes y los sacerdotes, y los soldados del fuerte; pues hay un fuerte, construido sobre las inmensas ruinas de otro fuerte que bien pudo prestar servicio durante el reinado de Eduardo el Príncipe Negro, o incluso antes, y en sus mohosas murallas hay montados un par de cañones que a veces mandan uno o dos disparos de práctica al acantilado situado al otro extremo del puerto. La guarnición consiste en una docena de hombres y tres o cuatro oficiales. Supongo que se les debe relevar ocasionalmente, pero aquéllos a los que vi parecían haberse convertido en partes naturales de su ambiente.
»Me instalé en una pequeña y preciosa posada, la única del lugar, y comía en un salón que tendría apenas cinco metros por dos, con un retrato de Jorge I (un grabado que había sido barnizado para conservarlo) colgando sobre el dintel de la chimenea. Poco después de mi segunda cena allí entró un joven caballero —pues, naturalmente, el comedor era un lugar público—, y pidió un poco de pan y queso y una botella de cerveza de Dublín. Acabamos trabando conversación y resultó ser un oficial del fuerte, el teniente O’Connor, un soberbio espécimen de soldado irlandés. Me contó cuanto sabía sobre el pueblo, los alrededores, sus amigos y él mismo, y en cuanto hubo terminado mostró su disposición a prestar oídos a cualquier historia con la que quisiera regalarle; y me complació tener ocasión de rivalizar con su franqueza y ganas de hablar. Acabamos haciéndonos muy amigos; nos tomamos media pinta de whisky de Kinahan y el teniente alabó en términos altamente entusiásticos mi país, mis compatriotas y los puros que fumaba. Cuando le llegó la hora de partir le acompañé, pues hacía una luna espléndida, y me despedí de él en la entrada del fuerte, prometiéndole que vendría al día siguiente para conocer a los demás oficiales. “¡Y ahora tenga cuidado al regresar, mi querido amigo! —me dijo cuando ya volvía el rostro hacia la posada—. ¡Ese cementerio es un lugar lleno de espectros, y si va por él hay muchas posibilidades de que se encuentre con la dama negra!”.
»El cementerio era un sitio melancólico y abandonado que se encontraba en la ladera, al otro lado del fuerte; tendría unas treinta o cuarenta lápidas de piedra sin desbastar, muy pocas de las cuales mantenían alguna semejanza con la perpendicular, y muchas de ellas se hallaban en tan mal estado que parecían proyecciones irregulares creadas por la naturaleza que asomaran del suelo. No tenía ni idea de quién podía ser esa dama negra, y no me quedé a averiguarlo. Nunca he tenido miedo a los fantasmas y, de hecho, aunque el sendero que había seguido tenía tramos realmente malos, por no mencionar la arriesgada travesía de un puente medio en ruinas que cruzaba un arroyo bastante profundo, llegué a mi posada sin ninguna aventura digna de contarse.
»Al día siguiente me presenté en el fuerte, tal y como había prometido, y no tuve razón alguna para lamentarlo; la afabilidad de que di muestras fue ampliamente correspondida, quizá de una forma todavía más intensa gracias al éxito de mi banjo, que había traído conmigo, y que era un instrumento tan nuevo como popular acabó siendo entre quienes lo escucharon. Dejando aparte a mi amigo el teniente, los personajes más importantes de aquel círculo social eran el mayor Molloy, que estaba al mando, un viejo veterano jovial y animoso cuyo rostro parecía un crepúsculo, y el cirujano, el doctor Dudeen, un genio alto y flaco dotado de un gran sentido del humor y poseedor de un tesoro de anécdotas y conocimientos sobre el folklore popular superior al de cualquier otra persona que haya conocido. Nos lo pasamos estupendamente, y aquel buen rato fue el precursor de otros muchos semejantes. Los restos de octubre transcurrieron con rapidez y acabé viéndome obligado a recordar que era un viajero en Europa, y no un residente en Irlanda. En cuanto les anuncié que me proponía partir, el mayor, el cirujano y el teniente protestaron cordialmente pero, como no había forma de impedirlo, decidieron obsequiarme con una cena de despedida que tendría lugar en el fuerte la víspera de Todos los Santos.
»¡Ojalá hubieras podido asistir a esa cena! Fue la quintaesencia de la camaradería y la amistad irlandesas. El doctor Dudeen brilló como nunca; el mayor estuvo mejor que la mejor de las novelas de Lever; el teniente rebosaba buen humor, charla alegre y rapsodias sentimentales sobre ésta o aquella chica guapa de los alrededores. Por mi parte, hice sonar el banjo como jamás había sonado antes, y los demás se unieron al coro con esa dulce fortaleza de los pulmones que no se oye demasiado frecuentemente fuera de Irlanda. Entre las historias con que nos regaló el doctor Dudeen había una sobre el Kern de Querin y su esposa, Ethelind Fionguala que, traducido, quiere decir «la de los blancos hombros». Al parecer la dama estaba prometida con un tal O’Connor (al oír ese apellido el teniente hizo chasquear los labios), pero un grupo de vampiros la raptó en su noche de bodas. Según la historia, en aquellos tiempos los vampiros ocupaban un lugar muy prominente entre los problemas que afligían a Irlanda. Cuando llevaban a la joven inconsciente a la cena, donde no comería sino que sería devorada, el joven Kern de Querin —que había salido a cazar patos—, se topó con el grupo de vampiros y descargó su fusil sobre ellos. Los vampiros huyeron y el Kern volvió a su mansión llevándose consigo a la hermosa dama, que seguía inconsciente. “Cuando viene hacia aquí pasa junto a esa casa, señor Keningale —observó el doctor golpeando su pipa para sacarle las cenizas—. Es la que tiene esa arcada oscura debajo, con una gran ventana apiñonada en la esquina que parece cernirse sobre la calle… ¿La recuerda?”.
»“Vamos, mi querido Dudeen, olvídese de la casa —le interrumpió el teniente—. Ya se habrá dado cuenta de que todos nos morimos de ganas por saber qué le ocurrió a la encantadora señorita Fionguala, que Dios se apiade de ella, después de que yo la subiera a la habitación donde estaría sana y salva…”.
»“Vaya, señor O’Connor, yo puedo decirle lo que le ocurrió —exclamó el mayor imprimiendo un movimiento de rotación al whisky que quedaba dentro de su vaso—. Es un asunto que ha de ser resuelto guiándose por los principios generales, como dijo el coronel O’Halloran cuando le preguntaron qué haría si hubiera estado en el lugar del Duque de Wellington y los prusianos hubieran llegado a tiempo a Waterloo. Vaya, le diré que…”.
»“Vamos, mayor, deje de interrumpir al doctor haciendo que el pobre señor Keningale tenga que conformarse con un vaso vacío hasta que oiga… ¡Dios nos ayude! ¡La botella está vacía!”.
»La emoción y el nerviosismo que siguieron a tal descubrimiento hicieron que el doctor perdiera el hilo de su historia; y antes de que pudiera recuperarlo la noche estaba tan avanzada que me sentí obligado a retirarme. Necesité cierto tiempo para conseguir que mi proposición fuera oída y comprendida; y un tiempo todavía más largo para ponerla en práctica, con lo que la medianoche había quedado bastante atrás antes de que me encontrara fuera del fuerte sintiendo el frescor del aire puro, con los adioses de mis excelentes compañeros resonando en mis oídos.
»La velada había sido abundante en libaciones, pero me encontraba bastante sobrio, y cuando tropecé y caí después de haber dado unos cuantos pasos lo atribuí más a las irregularidades del camino que a la regularidad con que había consumido el licor. Me levanté, creí oír una carcajada y supuse que el teniente, que me había acompañado hasta la puerta, estaba riéndose de mi percance; pero cuando me volví a mirar vi que la puerta estaba cerrada y no había nadie. Además, la carcajada parecía haber sonado bastante cerca, y por su agudeza me dio la impresión de que era más femenina que masculina. Naturalmente, debía haberme equivocado. No había nadie cerca: mi imaginación me había gastado una broma o, de no ser así, la tradición según la cual la víspera de Todos los Santos es el momento de carnaval para los espíritus desencarnados quizá contuviera más verdad que poesía. En aquel momento no se me pasó por la cabeza el que los siempre supersticiosos irlandeses consideran que tropezar es un mal presagio, y si lo hubiese recordado habría sido sólo para reírme de tales ideas. La caída no me había causado ningún daño físico, y reanudé mi camino sin perder un instante.
»Pero el camino era singularmente difícil de encontrar o, mejor dicho, el camino que estaba siguiendo no parecía ser el correcto. No me resultaba conocido; podría haber jurado que jamás lo había visto (aun sabiendo que no era así). La luna ya había salido, aunque su claridad quedaba oscurecida por las nubes, pero ni lo que me rodeaba ni el aspecto general de la región me parecían familiares. Oscuras y silenciosas laderas se alzaban a cada lado y el camino iba bajando como si me condujera hacia las entrañas de la tierra. Todo aquel lugar vibraba con ecos extraños, y a veces me parecía estar caminando a través de una neblina formada por susurros y murmullos misteriosos, y el leve sonido de una risa salvaje parecía reverberar continuamente por entre los pasos de las colinas. Ráfagas de un aire muy frío suspiraban por los angostos desfiladeros y oscuras cañadas, acariciando mi rostro como dedos gélidos. Empecé a sentir una nerviosa preocupación que acabó adueñándose de todo mi ser, aunque no había ninguna causa definida que la provocara: lo único que podía preocuparme era el llegar tarde a la posada. El perverso instinto de los que se han perdido me hizo apretar el paso, pero de vez en cuando no podía evitar lanzar una mirada por encima de mi hombro, pues tenía la sensación de que alguien andaba detrás de mí. Aun así, no vi a nadie. La luna no había seguido subiendo por el cielo y las nubes que avanzaban lentamente por él arrojaban sombras oscuras sobre la desnudez del valle, sombras que de vez en cuando cobraban formas vagamente parecidas a gigantescas siluetas humanas.
»Ignoro el tiempo que llevaba avanzando por el camino, cuando me encontré aproximándome a un cementerio. Estaba situado sobre una colina, y no había ningún murete o verja que lo rodeara, ni nada que lo protegiese de las incursiones de quienes pasaran por allí. En el aspecto general de aquel sitio había algo que me hizo pensar que ya lo había visto antes; y estuve a punto de tomarlo por el mismo cementerio en el que me había fijado a menudo cuando iba de camino al fuerte, pero aquel cementerio quedaba a sólo unos centenares de metros de distancia del fuerte, y ahora debía llevar recorridos un mínimo de varios kilómetros. Además, al acercarme observé que las lápidas no parecían tan viejas y en tan mal estado como las de aquel otro cementerio. Pero lo que más atrajo mi atención fue la figura que estaba apoyada o medio sentada en una de las lápidas más grandes, cerca del camino. Era una silueta femenina vestida de negro, y un examen más atento —pues no tardé en hallarme a escasos metros de ella—, me reveló que vestía el calla, o larga capa con capuchón, la más común y también la más antigua de las prendas usadas por las mujeres irlandesas, de indudable origen hispánico.
»Esta aparición me produjo una cierta sorpresa, tan inesperada era, y tan extraño se me antojaba el que alguna criatura humana pudiera hallarse en un lugar tan desolado y siniestro a tales horas de la noche. Me detuve involuntariamente en cuanto la tuve delante, y clavé mis ojos en ella. Pero la luz de la luna quedaba a su espalda, y el capuchón de su capa dejaba su rostro tan completamente sumido en las sombras que no logré discernir nada salvo el centelleo de un par de ojos, que parecían estarme devolviendo la mirada con una considerable vivacidad.
»“Parecéis estar muy familiarizada con este lugar —exclamé por fin—. ¿Podéis decirme donde estoy?”.
»En cuanto pronuncié estas palabras, aquella misteriosa mujer dejó escapar una leve carcajada que, aun siendo musical y agradable, poseía un timbre y una entonación tales que mi corazón empezó a latir mucho más deprisa de lo que habría sido lógico esperar teniendo en cuenta mis recientes ejercicios pedestres; pues era la misma risa (o de eso me persuadió mi imaginación), que había resonado en mis oídos cuando me levanté del suelo después de haber tropezado una o dos horas antes. Por lo demás, era la risa de una mujer joven y, presumiblemente, hermosa; y aun así poseía una extraña cualidad fantasmagórica que apenas parecía humana o, por lo menos, no resultaba nada característica de un ser cuyos afectos y limitaciones fueran semejantes a los nuestros. Pero estoy seguro de que esta impresión mía fue engendrada por las nada normales y más bien increíbles circunstancias en que se produjo nuestro encuentro.
»“Claro que sí, señor —me dijo—. Estáis en la tumba de Ethelind Fionguala”.
»Se puso en pie y señaló la inscripción de la piedra. Me incliné hacia adelante, y no me costó demasiado descifrar el nombre y una fecha indicadora de que la ocupante de aquella tumba debía haber alcanzado el estado incorpóreo entre dos y tres siglos antes.
»“¿Y quién sois vos?”, le pregunté a continuación.
»“Me llaman Elsie —replicó—. Pero, ¿adonde va vuestra señoría en la víspera de Todos los Santos?”.
»Le expliqué cuál era mi destino y le pregunté si podía indicarme cómo llegar hasta él.
»“Desde luego y, de hecho, yo misma voy allí —replicó Elsie—, y si su señoría tiene la bondad de seguirme y tocar una melodía en ese bonito instrumento que lleva, no tardaremos mucho en haber recorrido el camino”.
»Señaló el banjo que sostenía debajo del brazo. No tengo ni la más mínima idea de cómo pudo imaginarse que era un instrumento musical; pensé que quizá me habría visto tocarlo cuando vagabundeaba por los alrededores del pueblo. Fuera cual fuese la explicación, acepté el trato sin protestar, e insinué que la recompensaría de forma más sustanciosa en cuanto llegáramos. La joven volvió a reírse e hizo un gesto muy peculiar con la mano por encima de mi cabeza. Destapé mi banjo, pasé los dedos sobre las cuerdas y empecé a tocar los compases de una danza fantástica que nos fue precediendo a lo largo del camino. Elsie iba unos pasos por delante de mí y sus pies seguían el ritmo de la alegre melodía. De hecho, caminaba con tal ligereza y con un movimiento tan elástico y ondulante que casi se la habría tomado por un espíritu que flotase en el aire. La extremada blancura de sus pies me llamó la atención, y me sorprendió descubrir que en vez de ir descalzos, tal y como había supuesto, estaban cubiertos por unas zapatillas de satén blanco elegantemente bordadas con hilo de oro.
»“Elsie —dije alargando la zancada para estar más cerca de ella—, ¿dónde vives y qué haces para ganarte la vida?”.
»“Vivo sola —me respondió—, y si queréis saber cómo me gano la vida tendréis que venir y verlo con vuestros propios ojos.
»“¿Tienes costumbre de recorrer las colinas por la noche con semejante calzado?”.
»“¿Y por qué no iba a hacerlo? —replicó ella—. ¿De dónde ha sacado su señoría ese bonito anillo de oro que lleva en el dedo?”.
»El anillo, que no poseía un gran valor intrínseco, me había llamado la atención en una vieja tienda de antigüedades de Cork. Era de un diseño muy anticuado, y bien podría haber pertenecido (el vendedor me aseguró que tal era el caso) a uno de los primeros reyes o reinas de Irlanda.
»“¿Te gusta?”, le pregunté.
»“Sí, su señoría… ¿No querría acaso regalárselo a Elsie?”, me preguntó con voz insinuante y una inclinación de la cabeza.
»“Puede que lo haga, Elsie, con una condición. Soy artista y retrato a la gente. Si me prometes que vendrás a mi estudio y dejarás que pinte tu retrato, te daré el anillo y también un poco de dinero”.
»“¿Y me daréis el anillo ahora?”, preguntó Elsie.
»“Sí, siempre que me prometas que vendrás”.
»“¿Y tocaréis música para mí?”, me preguntó.
»“Toda la que quieras”.
»“Pero quizá yo no sea lo bastante hermosa para vos”, dijo, y sus ojos envueltos por la oscuridad de la capucha me lanzaron una rápida mirada.
»“Correré ese riesgo —respondí riendo—. Aunque, de todas formas, no me importaría echarte un vistazo antes: eso me ayudará a recordarte mejor”.
»Extendí el brazo hacia ella para apartar la capucha que le ocultaba el rostro, pero Elsie me eludió, no sé muy bien cómo, y se rió por tercera vez con aquella misma cadencia alada y burlona de antes.
»“Dame el anillo primero y luego me verás”, dijo con voz seductora.
»“Bien, pues alarga la mano —repliqué yo quitándome el anillo del dedo—. Cuando nos conozcamos mejor dejarás de ser tan suspicaz”.
»Me ofreció una mano esbelta y delicada y deslicé el anillo en su índice. Al hacerlo los pliegues de su capa se separaron un poco, permitiéndome vislumbrar fugazmente la blancura de un hombro y un vestido que en aquella engañosa semioscuridad me pareció hecho de una tela muy bella y costosa; y también distinguí el gélido centelleo de las gemas preciosas, o eso me pareció.
»“¡Ah, ve con más cuidado!”, dijo de repente Elsie con voz seca y dura.
»Miré a mi alrededor, y me di cuenta por primera vez de que estábamos en el centro de un puente medio en ruinas que cruzaba un arroyo cuya rápida corriente fluía a una considerable distancia de nosotros. Uno de los parapetos del puente se había derrumbado y, de hecho, debía hallarme en inminente peligro de que mis pies pisaran el vacío. Avancé cautelosamente por aquella frágil estructura; pero cuando me volví para ayudar a Elsie no la vi por ninguna parte.
»¿Qué había sido de la chica? Grité su nombre, pero no obtuve respuesta alguna. La busqué por todas partes, pero no encontré ni rastro de ella. A menos que se hubiera lanzado al angosto abismo que se abría ante mis pies, no había ningún lugar donde hubiera podido esconderse…, en todo caso, yo no pude descubrir ninguno. Aun así, se había desvanecido; y como su desaparición debía ser premeditada acabé llegando a la conclusión de que era inútil intentar encontrarla. Volvería a presentarse ante mí cuando quisiera, o no la vería nunca más. Se había librado de mí con suma habilidad, y tenía que aceptarlo y tomármelo lo mejor posible. La aventura quizá valiese el anillo.
»Cuando reanudé el camino sentí un considerable alivio al descubrir que volvía a saber dónde estaba. El puente que acababa de cruzar era el que he mencionado hace un rato; quedaba a kilómetro y medio del pueblo, y el camino que debía seguir se extendía con toda claridad ante mí. Además, la luna había logrado dispersar las nubes y derramaba una deliciosa claridad sobre todo el paisaje. Fueran cuales fuesen sus otros defectos Elsie había sido una guía digna de confianza; me había arrancado a las profundidades de la tierra de los elfos y me había devuelto al mundo material. No cabía duda de que había vivido una aventura singular, y avancé por el camino meditando sobre ella con una sensación de misterioso placer mientras canturreaba melodías y me acompañaba con las cuerdas del banjo. ¡Un momento! ¿Qué suave caminar resonaba a mi espalda? Parecía el de Elsie; pero no, Elsie no estaba allí. Aun así, antes de llegar al pueblo volví a experimentar en varias ocasiones aquella misma sensación o alucinación: creí oír el leve eco de unos pies alados que me seguían o caminaban junto a mí. La fantasía no me puso nervioso; al contrario, me gustó la idea de ser objeto de un encantamiento semejante, y me entregué a toda una serie de fantasías tan románticas como joviales.
»Pasé junto a un par de casitas sin tejados con las paredes cubiertas de musgo y entré en la angosta y serpenteante calleja que atraviesa el pueblo. En cuanto se recorre cierta distancia la calleja se ensancha un poco, como si quisiera que el caminante tuviera el espacio suficiente para observar una notable mansión antigua que se alza en el lado norte. La casa estaba construida de piedra, y poseía un noble estilo arquitectónico; me recordó un poco a ciertos palacios de la vieja nobleza italiana que había visto en el Continente, y es muy probable que haya sido construida por uno de los inmigrantes italianos o españoles que llegaron a esas tierras en el siglo dieciséis o diecisiete. Tanto las ventanas que sobresalían de las paredes como la arcada del umbral estaban adornadas con profusión de tallas, y sobre la fachada del edificio había un medallón en relieve, aunque no pude averiguar cuál era su propósito. La luz de la luna caía sobre estas pintorescas piedras realzando toda su belleza y, al mismo tiempo, les daba la apariencia de una visión que podía disolverse en cuanto la luz dejara de brillar. Debía haber visto esa casa con bastante frecuencia y, sin embargo, no guardaba ningún recuerdo preciso de ella; hasta ahora nunca la había examinado con los ojos bien abiertos, por así decirlo. La ventana de la esquina era una estructura realmente imponente y hermosa. Asomaba del muro proyectando una oscura sombra sobre la calle; los paneles de cristal en forma de rombo estaban sostenidos por gruesos remaches de plomo. ¡Cuántas veces se habría abierto en tiempos pasados impulsada por una bella mano, revelando los encantadores rasgos de su noble propietaria! La gran casa llevaba nadie sabe cuantos años vacía; ahora los murciélagos y las alimañas eran sus únicos habitantes. ¿Dónde estaban aquellos que la habían construido y quiénes fueron? Probablemente hasta su nombre había sido olvidado.
»Pero mientras seguía con los ojos levantados hacia arriba acudió a mi mente una conjetura que no tardó en madurar hasta convertirse en una convicción. ¿No era ésta la casa que el doctor Dudeen había descrito esa misma noche refiriéndose a ella como la antigua residencia del Kern de Querin y su misteriosa novia? Allí estaban la ventana que asomaba del muro y la arcada del umbral. Sí, no cabía duda de que ésta era la casa. Emití una leve exclamación de placer e interés renovado, y mis especulaciones tomaron un rumbo todavía más imaginativo, pero también más definido que antes.
»¿Cuál había sido el destino de aquella hermosa dama después de que el Kern la hubiera llevado inconsciente en brazos a su casa? ¿Se recobró, y llegaron a casarse y a vivir felices para siempre? También era posible que la historia hubiese tenido un final trágico. Recordé haber leído que generalmente las víctimas de los vampiros se convertían en vampiros. Mis pensamientos acabaron volviendo a la tumba de la colina. Aquella tierra no debía estar consagrada. ¿Por qué la habían enterrado allí? ¡Ethelind la de los blancos hombros! Ah, ¿por qué no había vivido en aquellos días? ¿No había magia alguna capaz de hacerlos revivir para mí? Si la hubiera, buscaría esta calle a medianoche, me colocaría debajo de su ventana y acariciaría con suavidad las cuerdas de mi banjo hasta que la ventana se abriera cautelosamente y viera cómo su dueña se asomaba por ella para mirar hacia abajo. ¡Qué visión tan dulce sería aquella! ¿Y quién me impedía convertirla en realidad? Sólo un par de siglos… Me pregunté si ese tiempo del que se burlaban los poetas y los filósofos sería algo tan rígido y real que no pudiera ser vencido con un poco de fe e imaginación. En cualquier caso, tenía mi banjo, el legítimo descendiente directo del bandore, y el recuerdo de Fionguala bien podía ser la contraseña que permitiera el triunfo del amor.
»Afiné el instrumento y empecé a tocar una vieja canción de amor española que había descubierto en una mohosa biblioteca durante el curso de mis viajes y a la que había puesto mi propia música. Canté en voz baja, pues la calle desierta hacía que el más leve sonido se multiplicara en un sinfín de ecos, y lo que cantaba sólo debía llegar a los oídos de mi dama. Las palabras ardían con el fuego del viejo espíritu caballeresco español, y puse en su expresión todo el apasionamiento de los amantes que conocemos a través de los romances. ¡Sí, Fionguala la de los blancos hombros acabaría oyéndome y despertaría de su sueño de siglos para acudir a la ventana y mirar hacia abajo! ¡Atención! ¡Mira! ¿Qué luz…, qué sombra es la que parece revolotear de una estancia a otra por el interior de la casa abandonada y ya se acerca a la ventana emplomada? ¿Es que el juego de luces y sombras de la luna ha engañado a mis ojos, o es que la ventana se mueve…, se abre? No, no es ninguna ilusión, aquí no hay ningún error de los sentidos. Una mujer hermosa, joven y elegantemente ataviada se inclina hacia mí asomando el cuerpo por la ventana y, en silencio, me hace señas para que me aproxime.
»Estaba tan asombrado que apenas era consciente de mi asombro. Avancé hacia la ventana hasta quedar debajo de ella, y el rostro de la dama quedó separado de mí por tan solo dos veces la altura de un hombre. Sonrió y se besó las yemas de los dedos; algo blanco revoloteó en su mano y cayó por el aire hasta posarse en el suelo a mis pies. Un instante después la dama ya se había retirado y oí cerrarse la ventana.
»Recogí lo que había dejado caer; era un delicado pañuelo de encaje atado a una llave de bronce forjado. Evidentemente, era la llave de la casa y había sido invitado a entrar en ella. La liberé del pañuelo, que desprendía un débil y delicioso perfume parecido al aroma de las flores de un antiguo jardín, y me volví hacia la arcada del umbral. No sentía aprensión alguna y lo ocurrido apenas me parecía levemente extraño. Todo era tal y como había deseado que fuese y como debía ser; la era medieval volvía a vivir y, en cuanto a mí, casi sentí el peso de la capa de terciopelo colgando de mis hombros y la larga espada pendiendo de mi cinturón. Fui hacia la puerta, introduje la llave en el cerrojo, la hice girar y sentí cómo el pestillo cedía. Un instante después la puerta se abrió, aparentemente desde dentro; crucé el umbral, la puerta volvió a cerrarse y me encontré a solas en la oscuridad de la casa.
»¡Pero no estaba solo! Cuando extendí el brazo para tantear el camino mis dedos encontraron una mano suave, esbelta y fría que se insinuó delicadamente en la mía y me hizo avanzar. La seguí de buena gana; la oscuridad era impenetrable, pero podía oír el leve susurrar de la tela de un vestido muy cerca de mí, y aquel mismo perfume delicioso que había emanado del pañuelo enriquecía la atmósfera que respiraba, mientras la manecita que sujetaba mis dedos y era sujetada por ellos iba tensando y aflojando alternativamente la presión de sus dedos fríos y suaves. Avanzando de esta manera y sin hacer ruido recorrimos lo que me pareció un pasillo largo e irregular, y subimos por una escalera de caracol. Después vino otro pasillo y una puerta abierta ante la que nos detuvimos. Del umbral emanaba un torrente de suave claridad. Fuimos hacia él, sin soltarnos de la mano. La oscuridad y la duda habían terminado.
»La habitación era de dimensiones imponentes y estaba amueblada y decorada según un estilo de antiguo esplendor. En las paredes había tapices de colores suaves; decenas de velas ardían en candelabros de plata y se reflejaban y multiplicaban en los grandes espejos colocados en las cuatro esquinas de la habitación. Las gruesas vigas de roble oscuro del techo se entrecruzaban formando cuadrados y estaban adornadas con tallas; las cortinas y el tapizado de los sillones eran de grueso damasco adornado con dibujos. A un extremo de la habitación se veía una gran otomana y delante de ella había una mesa sobre la que se hallaba una lujosa cubertería de plata que contenía una magnífica cena, y también había vino en frascos de cristal tallado. A un lado de la habitación se alzaba una inmensa chimenea de hogar muy profunda, con espacio suficiente para quemar troncos enteros. Pero el fuego no estaba encendido, y en el hogar sólo había un gran montón de cenizas y pese a toda su magnificencia la habitación se hallaba muy fría —fría como una tumba, o como la mano de mi dama—, y su gélida atmósfera hizo que mi corazón sintiera un sutil escalofrío.
»Pero mi dama…, ¡qué hermosa era! Apenas le eché un fugaz vistazo a la habitación; mis ojos y mis pensamientos sólo eran para ella. Iba vestida de blanco, como una novia; los diamantes centelleaban en su oscura cabellera y sobre la nívea blancura de su seno; su bello rostro y sus delgados labios estaban muy pálidos y el negro resplandor de sus ojos hacía que pareciesen todavía más pálidos. Me contempló con una extraña sonrisa huidiza; y pese a que nada de todo aquello me era conocido, en su aspecto y en su porte había algo familiar, como una canción oída hace mucho tiempo y recordada en otras condiciones y en un ambiente distinto. Me pareció que algo en mí la reconocía y sabía quién era, y que siempre lo había sabido. Era la mujer con quien había soñado, aquélla a la que había contemplado en mis visiones, aquélla cuya voz y cuyo rostro me habían perseguido desde que era un muchacho. En cuanto a si nos habíamos encontrado antes tal y como se encuentran los seres humanos, lo ignoro; quizá había estado buscándola ciegamente por todo el mundo y ella me había estado aguardando en esta espléndida habitación, sentada junto a esas cenizas apagadas hasta que su sangre había perdido todo el calor, y ese calor sólo podría serle devuelto mediante la pasión que mi amor fuera capaz de hacerle sentir.
»“Creí que me habías olvidado —dijo asintiendo con la cabeza como en respuesta a mi pensamiento—. La noche estaba tan avanzada…, ¡nuestra única noche del año! ¡Cómo se regocijó mi corazón cuando oí tu querida voz entonando esa canción que conozco tan bien! Bésame…, ¡mis labios están fríos!”.
»Y lo estaban, desde luego…, tan fríos como los labios de la muerte. Pero el calor de los míos pareció hacerles revivir. Empezaron a cobrar un leve color sonrosado y sus mejillas también se tiñeron con la más delicada sombra rosa imaginable. Su respiración se hizo más honda, como le ocurre a quien se recupera de un prolongado letargo. ¿Era mi vida lo que estaba alimentándola? Me sentía dispuesto a entregársela toda. Me llevó hacia la mesa y señaló las viandas y el vino.
»“Come y bebe —me dijo—. Has venido de muy lejos, y necesitas alimento”.
»“¿Comerás y beberás conmigo?”, le pregunté mientras servía el vino.
»“Tú eres el único sustento que deseo —me respondió—. Este vino es frío y no tiene cuerpo. Dame un vino tan rojo y cálido como tu sangre y apuraré la copa hasta las heces”.
»Al oír estas palabras un leve escalofrío recorrió todo mi cuerpo, no sé por qué. Mi dama parecía cobrar fuerzas y vitalidad a cada instante que pasaba, pero el frío de aquella gran habitación iba penetrándome más y más.
»Se entregó a una fantástica demostración de alegría y jovialidad, dando palmadas y bailando a mi alrededor como si fuese una niña. ¿Quién era? ¿Y quién era yo, o estaba burlándose de mí cuando daba a entender que en el pasado nos habíamos pertenecido el uno al otro? Acabó quedándose inmóvil ante mí, con las manos cruzadas sobre el pecho. La contemplé y vi brillar en el índice de su mano derecha un anillo muy antiguo.
»“¿Dónde has encontrado ese anillo?”, le pregunté.
»Meneó la cabeza y se rió.
»“¿Me has sido fiel? —preguntó—. Es mi anillo; es el anillo que nos une; es el anillo que te di cuando me amaste por primera vez. Es el anillo del Kern…, el anillo de las hadas, y yo soy tu Ethelind…, Ethelind Fionguala”.
»“Que así sea —dije yo, haciendo a un lado miedos y temores y entregándome en cuerpo y alma al hechizo de aquellos ojos inescrutables y aquellos labios invitadores—. Eres mía y yo soy tuyo, y seamos felices mientras duren las horas”.
»“Eres mío y yo soy tuya —dijo ella asintiendo con una picara sonrisa de duende—. Ven y siéntate junto a mí, y vuelve a cantarme esa dulce canción que me cantaste hace ya tanto tiempo. Ah, ahora viviré cien años”.
»Tomamos asiento en la otomana. Cogí mi banjo mientras ella se reclinaba en los almohadones y le canté. La canción y los acordes musicales resonaron por toda aquella inmensa habitación y volvieron a nosotros convertidos en ecos palpitantes. Mientras cantaba vi ante mis ojos el rostro y la silueta de Ethelind Fionguala vestida con su traje de novia enjoyado, contemplándome con ojos ardientes. Su piel ya no estaba pálida, sino cálida y sonrosada, y la vida era como una llama encerrada dentro de su cuerpo. Era yo quien estaba enfriándose y quien perdía el calor de la sangre y, aun así, estaba dispuesto a consumir mi último hálito de vida cantando para ella y hablándole del amor inmortal. Pero mis ojos acabaron nublándose, la habitación pareció oscurecerse, la silueta de Ethelind se hacía alternativamente muy clara y muy borrosa, como los postreros parpadeos de un fuego; avancé hacia ella con paso tambaleante y sentí cómo me sumía en la inconsciencia con la cabeza apoyada en su blanco hombro.
Al llegar a este punto de su relato Keningale se quedó callado durante unos instantes, echó un nuevo leño al fuego y volvió a hablar.
—Desperté, no sé cuánto tiempo después. Me hallaba en una inmensa habitación vacía de un edificio en ruinas. Las hilachas podridas de los tapices colgaban de las paredes y las telarañas cubiertas de polvo gris festoneaban ventanas que carecían de cristales o postigos; las habían tapado con toscos tablones de madera que habían ido pudriéndose con el paso de los años, y sus grietas y agujeros dejaban pasar rayos de una pálida claridad y gélidas corrientes de aire. Un murciélago, inquietado por esos rayos de luz o por mis movimientos, abandonó el nido que se había hecho entre los restos de un mohoso tapiz y dirigió el centelleante silencio de su vuelo hacia un rincón oscuro tras haber descrito unos rápidos círculos alrededor de mi cabeza. Me levanté con paso vacilante del montón de escombros y basura sobre el que había estado yaciendo, y lo que tenía encima de mis rodillas cayó al suelo con un ruido seco. Lo recogí y descubrí que era mi banjo…, tal y como lo ves ahora.
»Bueno, eso es todo cuanto tengo que contar. Mi salud quedó seriamente afectada; era como si me hubiesen sacado toda la sangre de las venas. Estaba pálido y agotado, y el frío… Ah, ese frío —murmuró Keningale acercándose un poco más al fuego y extendiendo los brazos hacia él para capturar su calor con las manos—. Nunca me libraré de él; lo llevaré conmigo hasta mi tumba.